Isaac Asimov
Jamás tendremos viajes espaciales. Y lo que es más, ningún extraterrestre aterrizará
nunca en la Tierra… Al menos ninguno más.
No me estoy mostrando simplemente pesimista. A decir verdad,
el viaje espacial es posible, y los extraterrestres han aterrizado. Lo sé. Las astronaves
cruzan el espacio entre un millón de mundos, pero nunca llegaremos a ellos. Eso
también lo sé. Y todo a causa de un ridículo error.
Me explicaré.
Fue en efecto un error de Bart Cameron, por lo demás muy comprensible.
Bart Cameron es el sheriff de Twin Gulch, Idaho, y yo, su delegado. Bart Cameron,
hombre de por sí impaciente, se impacienta todavía más cuando ha de efectuar su
declaración de renta. Cosa natural, ya que, además de su cargo de sheriff, posee
un almacén –que él mismo regentea–, tiene intereses en un rancho de ovejas, hace
algún trabajo de experimentación, disfruta de una pensión por ser un veterano inválido
(una rodilla estropeada) y otras cosas por el estilo, lo cual lógicamente complica
su declaración de renta.
No le iría tan mal si permitiera que algún recaudador de impuestos
le llenara los impresos, pero insiste en hacerlo personalmente, lo cual lo convierte
en un hombre amargado. Hacia el 14 de abril, está inabordable.
Así, no pudo ocurrir nada peor que él hecho de que el platillo
volador aterrizara justo el 14 de abril de 1956.
Yo lo vi aterrizar. Mi silla estaba apoyada contra la pared,
en el despacho del sheriff, y me hallaba mirando a las estrellas a través de las
ventanas, sintiéndome demasiado perezoso para volver a mi tienda y preguntándome
si debía presentar mi dimisión y largarme o quedarme escuchando las maldiciones
y juramentos de Cameron, mientras repasaba sus columnas de cifras por ciento-vigésimo-séptima
vez.
Al principio semejaba una estrella fugaz. Luego, la estrella
de luz se ensanchó en dos chorros parecidos a escapes de cohete, y por último el
objeto descendió con suavidad y sin detenerse, sin un sonido. Una hoja seca habría
producido un murmullo más fuerte al caer y chocar contra el suelo. Dos hombres salieron
del aparato.
Fui incapaz de decir ni hacer nada; ni tragar saliva ni apuntar
con el dedo, ni siquiera desorbitar los ojos. Me quedé sentado e inmóvil.
¿Y Cameron? Ni siquiera alzó la vista.
Hubo un golpe en la puerta, que no estaba cerrada y acabó
de abrirse, entrando los dos hombres del platillo volador. Yo habría pensado que
se trataba de unos ciudadanos cualquiera, de no haber visto el artefacto aterrizar
en la maleza. Llevaban trajes de un tono gris que recordaba el carbón vegetal, con
blancas camisas y guantes marrones. Calzaban zapatos negros y lucían sombreros flexibles
del mismo color. Eran de tez oscura, pelo negro y ondulado y ojos castaños. Sus
caras y miradas mostraban una expresión de gran seriedad, y medían alrededor del
metro cincuenta. Tenían un gran parecido.
¡Dios, qué espantado me sentía!
Cameron, en cambio, alzó la vista al abrirse la puerta y frunció
el entrecejo. Creo que, de ordinario, habría reído hasta saltársele el botón del
cuello de la camisa al ver indumentarias como aquéllas en Twin Gulch, pero se hallaba
tan absorto en la redacción de sus impresos que ni siquiera esbozó una sonrisa.
–¿En qué puedo servirles? –preguntó, dando unas palmadas sobre
los impresos de la declaración, en evidente señal de que no disponía de mucho tiempo.
Uno de los dos individuos se adelantó.
–Hemos mantenido a su gente bajo observación durante mucho
tiempo.
Pronunciaba cada palabra cuidadosamente y como por separado.
–¿A mi gente? Toda mi familia se reduce a mi mujer. ¿En qué
lío se ha metido?
El tipo prosiguió:
–Escogimos esta localidad para nuestro primer contacto debido
a su aislamiento y su tranquilidad. Sabemos que es usted el jefe aquí.
–Soy el sheriff, si se refiere a eso. Vamos, escúpalo. ¿Qué
les sucede?
–Hemos puesto gran cuidado en adoptar su forma de vestir,
incluso su aspecto.
–¿Esa es mi forma de vestir?
Sin duda, se había fijado en los atavíos de aquellos seres
por primera vez.
–La forma de vestir de su clase social dominante. También
hemos aprendido su idioma.
Por la expresión de Cameron, se vio que se encendía una luz
en su cerebro:
–¡Ah! ¿Son ustedes extranjeros?
A Cameron le importaban un comino los extranjeros, no habiendo
conocido a muchos de ellos a no ser en el ejército, pero por regla general procuraba
mostrarse amable con ellos.
–¿Extranjeros? –repitió el hombre del platillo–. Pues sí,
realmente lo somos. Venimos del lugar acuático que vuestro pueblo llama Venus.
Yo estaba reuniendo fuerzas para pestañear, pero no me condujo
a nada. Había visto el platillo volador. Lo había visto aterrizar. ¡Tenía que creer
en sus palabras! Aquellos hombres… o más bien aquellos seres… provenían de Venus.
Pero Cameron nunca pestañeaba.
–Está bien –dijo–. Se encuentran en Estados Unidos. Todos
tenemos los mismos derechos, sin que importen la raza, el credo, el color o la nacionalidad.
Estoy a su servicio. ¿En qué puedo serles útil?
–Deseamos que tome disposiciones inmediatas para que los hombres
importantes de sus Estados Unidos, como los llaman ustedes, vengan aquí para entablar
las discusiones conducentes a la adhesión de su pueblo a nuestra organización.
Cameron empezó a ponerse rojo.
–¿Que nuestro pueblo se adhiera a su organización? Formamos
parte de la ONU, y Dios sabe de cuántas más. ¿Y se imaginan que voy a traer al presidente
aquí, eh? ¿Ahora mismo? ¿A Twin Gulch? ¿Mediante un mensaje urgente?
Me miraba como si buscara una sonrisa en mi cara, pero me
hubiera caído al suelo de retirarme la silla en que estaba sentado.
–La rapidez es muy de desear manifestó el hombre del platillo.
–¿Y desea que acudan también los componentes del Congreso?
¿Y los senadores?
–Si cree que servirán de alguna ayuda…
Cameron estalló. Golpeando con el puño los impresos de su
declaración de renta, aulló:
–¡Pues ustedes no me sirven de ninguna y no dispongo de tiempo
para atender a todos los chiflados que se presenten por aquí, en especial si son
extranjeros! ¡Váyanse al diablo! Y pronto. Si no desaparecen inmediatamente, les
meteré al calabozo por perturbar la paz. ¡Y no los dejaré salir en su vida!
–¿De modo que quiere que nos marchemos? –preguntó el hombre
de Venus que llevaba la voz cantante.
–¡Y en seguidita! ¡Váyanse por donde han venido y no vuelvan
nunca más! No quiero verlos otra vez por aquí. Ni a ustedes ni a nadie por el estilo.
Los dos hombres se miraron. En sus caras hubo una serie de
ligeras contracciones. Después, el mismo que había llevado todo el tiempo la voz
cantante afirmó:
–Puedo ver en su mente que realmente desea con gran intensidad
que se le deje solo. No entra en nuestras costumbres forzar a participar en nuestra
organización a quien no lo desea. Respetamos su aislamiento y nos vamos. No volveremos.
Dispondremos un círculo de prevención en tomo a su pueblo. Nadie entrará en él,
y tampoco su gente podrá traspasarlo.
–¡Oiga usted! –barbotó Cameron–. Ya estoy harto de tantas
tonterías, así que voy a contar hasta tres…
Los dos venusianos giraron sobre sus talones y se marcharon,
y yo supe que todo cuanto habían dicho era cierto. Los estuve escuchando, cosa que
Cameron no hacía, debido a que sólo pensaba en su declaración de renta. Para mí
fue como si oyera sus mentes… ¿Comprenden lo que quiero decir? Sabía que crearían
una especie de valla en tomo a la Tierra que nos mantendría como en un corral, impidiéndonos
abandonarla y que otros entraran en ella. Lo sabía.
Cuando ambos individuos desaparecieron, recuperé el habla…
Demasiado tarde.
–¡Cameron! –chillé–. ¡Por el amor de Dios, venían del espacio!
¿Por qué los despidió?
–¿Del espacio? –repitió, mirándome con fijeza.
–¡Mire! –aullé.
No sé cómo lo conseguí, pesando como pesa trece kilos más
que yo, pero le cogí del cuello de la camisa y casi lo arrastré hasta la ventana.
Estaba demasiado sorprendido para resistirse. Cuando recuperó
lo bastante el sentido como para dar aparentes muestras de que iba a asestarme un
puñetazo, reparó en lo que acontecía en el exterior, a través de la ventana, y se
quedó sin respiración.
Los dos individuos entraban en aquel momento en el platillo
volador, grande, redondo, reluciente y poderoso. Se alzó un poco, ligero como una
pluma. Surgió un fulgor rojo anaranjado en uno de sus lados, fulgor que se tomó
cada vez más brillante, al tiempo que la nave se hacía más pequeña, hasta convertirse
de nuevo en una estrella fugaz, que fue desvaneciéndose lentamente.
–¿Sheriff, por qué los despidió? –insistí–. Tenían que ver
al presidente. Ahora no volverán nunca.
–Pensé que eran extranjeros –se disculpó Cameron–. Dijeron
que habían tenido que aprender nuestro idioma. Y hablaban de una manera muy chistosa.
–Claro, claro… Extranjeros.
–Ellos lo confirmaron. Parecían italianos. Yo pensé en efecto
que eran italianos.
–¿Cómo podían ser italianos? Dijeron que venían del planeta
Venus. Los oí muy bien. Eso es lo que dijeron.
–¡El planeta Venus…!
Los ojos de Cameron se abrieron desmesuradamente, redondeándose
como los de un búho.
–Eso es. Lo denominaron lugar acuático, o algo semejante.
Ya sabe que Venus tiene gran cantidad de agua.
Así que ya ven. Se debió sólo a un error, un estúpido error
del tipo que cualquiera puede cometer. Pero a causa de él, la Tierra no conseguirá
nunca efectuar viajes espaciales. Jamás aterrizaremos en la Luna, ni nos visitarán
de nuevo los venusianos. Y todo por culpa de Cameron y su maldita declaración de
renta.
Entretanto, él murmuraba:
–¿Venus? ¡Cuando hablaron del lugar acuático, pensé que se
referían a Venecia!
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos.
Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
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