Roberto Bolaño
Parecía un gusano blanco, con su sombrero de paja y un Bali colgándole del
labio inferior. Todas las mañanas lo veía sentado en un banco de la Alameda mientras
yo me metía en la Librería de Cristal a hojear libros. Cuando levantaba la cabeza,
a través de las paredes de la librería que en efecto eran de cristal, ahí estaba
él, quieto, entre los árboles, mirando el vacío.
Supongo que terminamos acostumbrándonos el uno al otro.
Yo llegaba a las ocho y media de la mañana y él ya estaba allí, sentado en un banco,
sin hacer nada más que fumar y tener los ojos abiertos. Nunca lo vi con un periódico,
con una torta, con una cerveza, con un libro. Nunca lo vi hablar con nadie. En una
ocasión, mientras lo miraba desde los estantes de literatura francesa, pensé que
dormía en la Alameda, sobre un banco o en los portales de alguna de las calles próximas,
pero luego conjeturé que iba demasiado limpio para dormir en la calle y que seguramente
se alojaba en alguna pensión cercana. Era, constaté, un animal de costumbres, igual
que yo. Mi rutina consistía en ser levantado temprano, desayunar con mi madre, mi
padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y tomar un camión que me dejaba en
el centro, donde dedicaba la primera parte de la mañana a los libros y a pasear
y la segunda al cine y de una manera menos explícita al sexo.
Los libros los solía comprar en la Librería de Cristal
y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en la primera, donde siempre había
una mesa con saldos, si tenía suficiente en la última, que era la que tenía las
novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a menudo, los solía robar indistintamente
en una u otra. Se diera el caso que se diera, no obstante, mi paso por la Librería
de Cristal y por la del Sótano (enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre
lo indica, en un sótano) era obligado. A veces llegaba antes que los comercios abrieran
y entonces lo que hacía era buscar a un vendedor ambulante, comprarme una torta
de jamón y un jugo de mango y esperar. A veces me sentaba en un banco de la Alameda,
uno oculto entre la hojarasca, y escribía. Todo esto duraba aproximadamente hasta
las diez de la mañana, hora en que comenzaban en algunos cines del centro las primeras
funciones matinales. Buscaba películas europeas, aunque algunas mañanas de inspiración
no discriminaba el nuevo cine erótico mexicano o el nuevo cine de terror mexicano,
que para el caso era lo mismo.
La que más veces vi creo que era francesa. Trataba de
dos chicas que viven solas en una casa de las afueras. Una era rubia y la otra pelirroja.
A la rubia la ha dejado el novio y al mismo tiempo (al mismo tiempo del dolor, quiero
decir) tiene problemas de personalidad: cree que se está enamorando de su compañera.
La pelirroja es más joven, es más inocente, es más irresponsable; es decir, es más
feliz (aunque yo por entonces era joven, inocente e irresponsable y me creía profundamente
desdichado). Un día, un fugitivo de la justicia entra subrepticiamente en su casa
y las secuestra. Lo curioso es que el allanamiento tiene lugar precisamente la noche
en que la rubia, tras hacer el amor con la pelirroja, ha decidido suicidarse. El
fugitivo se introduce por una ventana, navaja en mano recorre con sigilo la casa,
llega a la habitación de la pelirroja, la reduce, la ata, la interroga, pregunta
cuántas personas más viven allí, la pelirroja dice que sólo ella y la rubia, la
amordaza. Pero la rubia no está en su habitación y el fugitivo comienza a recorrer
la casa, cada minuto que pasa más nervioso, hasta que finalmente encuentra a la
rubia tirada en el sótano, desvanecida, con síntomas inequívocos de haberse tragado
todo el botiquín. El fugitivo no es un asesino, en todo caso no es un asesino de
mujeres, y salva a la rubia: la hace vomitar, le prepara un litro de café, la obliga
a beber leche, etc.
Pasan los días y las mujeres y el fugitivo comienzan
a intimar. El fugitivo les cuenta su historia: es un ex ladrón de bancos, un ex
presidiario, sus ex compañeros han asesinado a su esposa. Las mujeres son artistas
de cabaret y una tarde o una noche, no se sabe, viven con las cortinas cerradas,
le hacen una representación: la rubia se enfunda en una magnífica piel de oso y
la pelirroja finge que es la domadora. Al principio el oso obedece, pero luego se
rebela y con sus garras va despojando poco a poco a la pelirroja de sus vestidos.
Finalmente, ya desnuda, ésta cae derrotada y el oso se le echa encima. No, no la
mata, le hace el amor. Y aquí viene lo más curioso: el fugitivo, después de contemplar
el número, no se enamora de la pelirroja sino de la rubia, es decir del oso.
El final es predecible pero no carece de cierta poesía:
una noche de lluvia, después de matar a sus dos ex compañeros, el fugitivo y la
rubia huyen con destino incierto y la pelirroja se queda sentada en un sillón, leyendo,
dándoles tiempo antes de llamar a la policía. El libro que lee la pelirroja, me
di cuenta la tercera vez que vi la película, es La caída, de Camus. También
vi algunas mexicanas más o menos del mismo estilo: mujeres que eran secuestradas
por tipos patibularios pero en el fondo buenas personas, fugitivos que secuestraban
a señoras ricas y jóvenes y que al final de una noche de pasión eran cosidos a balazos,
hermosas empleadas del hogar que empezaban desde cero y que tras pasar por todos
los estadios del crimen accedían a las más altas cotas de riqueza y poder. Por entonces
casi todas las películas que salían de los Estudios Churubusco eran thrillers
eróticos, aunque tampoco escaseaban las películas de terror erótico y las de
humor erótico. Las de terror seguían la línea clásica del terror mexicano establecida
en los cincuenta y que estaba tan enraizada en el país como la escuela muralista.
Sus iconos oscilaban entre el Santo, el Científico Loco, los Charros Vampiros y
la Inocente, aderezada con modernos desnudos interpretados preferiblemente por desconocidas
actrices norteamericanas, europeas, alguna argentina, escenas de sexo más o menos
solapado y una crueldad en los límites de lo risible y de lo irremediable. Las de
humor erótico no me gustaban.
Una mañana, mientras buscaba un libro en la Librería
del Sótano, vi que estaban filmando una película en el interior de la Alameda y
me acerqué a curiosear. Reconocí de inmediato a Jaqueline Andere. Estaba sola y
miraba la cortina de árboles que se alzaba a su izquierda casi sin moverse, como
si esperara una señal. A su alrededor se levantaban varios focos de iluminación.
No sé por qué se me pasó por la cabeza la idea de pedirle un autógrafo, nunca me
han interesado. Esperé a que acabara de filmar. Un tipo se acercó a ella y hablaron
(¿Ignacio López Tarso?), el tipo gesticuló con enojo y luego se alejó por uno de
los caminos de la Alameda y tras dudar unos segundos Jaqueline Andere se alejó por
otro. Venía directamente hacia mí. Yo también me puse a andar y nos encontramos
a medio camino. Fue una de las cosas más sencillas que me han ocurrido: nadie me
detuvo, nadie me dijo nada, nadie se interpuso entre Jaqueline y yo, nadie me preguntó
qué estaba haciendo allí. Antes de cruzarnos Jaqueline se detuvo y volvió la cabeza
hacia el equipo de filmación, como si escuchara algo, aunque ninguno de los técnicos
le dijo nada. Después siguió caminando con el mismo aire de despreocupación en dirección
al Palacio de Bellas Artes y lo único que tuve que hacer fue detenerme, saludarla,
pedirle un autógrafo, ocultar mi sorpresa al constatar su baja estatura que ni siquiera
los zapatos con tacón de aguja lograban disimular. Por un momento, tan solos estábamos,
pensé que hubiera podido secuestrarla. La mera probabilidad me erizó los pelos de
la nuca. Ella me miró de abajo hacia arriba, el pelo rubio con una tonalidad ceniza
que yo desconocía (puede que se lo hubiera teñido), los ojos marrones almendrados
muy grandes y muy dulces, pero no, dulces no es la palabra, tranquilos, de una tranquilidad
pasmosa, como si estuviera drogada o tuviera el encefalograma plano o fuera una
extraterrestre, y me dijo algo que no entendí.
La pluma, dijo, la pluma para firmar. Busqué en el bolsillo
de mi chamarra un bolígrafo e hice que me firmara la primera página de La caída.
Me arrebató el libro y lo estuvo mirando durante unos segundos. Sus manos eran pequeñas
y muy delgadas. ¿Cómo firmo, dijo, como Albert Camus o como Jaqueline Andere? Como
tú quieras, dije. Aunque no levantó la cara del libro noté que sonreía. ¿Eres estudiante?,
dijo. Contesté afirmativamente. ¿Y qué haces aquí en vez de estar en clases? Creo
que nunca más volveré a la escuela, dije. ¿Qué edad tienes?, dijo ella. Dieciséis,
dije. ¿Y tus papás saben que no vas a clases? No, claro que no, dije. No me has
contestado una pregunta, dijo ella levantando la mirada y posándola sobre mis ojos.
¿Qué pregunta?, dije yo. ¿Qué haces aquí? Cuando yo era joven, añadió, los novillos
se hacían en los billares o en las boleras. Leo libros y voy al cine, dije. Además,
yo no hago novillos. Ya, tú desertas, dijo. Esta vez fui yo el que sonreí. ¿Y qué
películas se ven a esta hora?, dijo ella. De todas, dije yo, algunas tuyas. Eso
pareció no gustarle. Volvió a mirar el libro, se mordió el labio inferior, me miró
y parpadeó como si le dolieran los ojos. Después me preguntó mi nombre. Bueno, pues
firmemos, dijo. Era zurda. Su letra era grande y poco clara. Me tengo que ir, dijo
alargándome el libro y el bolígrafo. Me dio la mano, nos la estrechamos y se alejó
por la Alameda de vuelta hacia donde estaba el equipo de rodaje. Me quedé quieto,
mirándola, dos mujeres se le acercaron unos cincuenta metros más allá, iban vestidas
como monjas misioneras, dos monjas mexicanas misioneras que se llevaron a Jaqueline
hasta quedar debajo de un ahuehuete. Después se les acercó un hombre, hablaron,
después los cuatro se alejaron por una de las sendas de salida de la Alameda.
En la primera página de La caída, Jaqueline escribió:
“Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jaqueline Andere.”
De golpe me encontré sin ganas de librerías, sin ganas
de paseos, sin ganas de lecturas, sin ganas de cines matinales (sobre todo sin ganas
de cines matinales). La proa de una nube enorme apareció sobre el centro del D.F.,
mientras por el norte de la ciudad resonaban los primeros truenos. Comprendí que
la película de Jaqueline se había interrumpido por la proximidad inminente de la
lluvia y me sentí solo. Durante unos segundos no supe qué hacer, hacia dónde ir.
Entonces el Gusano me saludó. Supongo que después de tantos días él también se había
fijado en mí. Me volví y allí estaba, sentado en el mismo banco de siempre, nítido,
absolutamente real con su sombrero de paja y su camisa blanca. Al marcharse los
técnicos cinematográficos, comprobé asustado, el escenario había experimentado un
cambio sutil pero determinante: era como si el mar se hubiera abierto y pudiera
ahora ver el fondo marino. La Alameda vacía era el fondo marino y el Gusano su joya
más preciada. Lo saludé, seguramente hice alguna observación banal, se puso a diluviar,
abandonamos juntos la Alameda en dirección a la avenida Hidalgo y luego caminamos
por Lázaro Cárdenas hasta Perú.
Lo que sucedió después es borroso, como visto a través
de la lluvia que barría las calles, y al mismo tiempo de una naturalidad extrema.
El bar se llamaba Las Camelias y estaba lleno de mariachis y vicetiples. Yo pedí
enchiladas y una TKT, el Gusano una Coca-Cola y más tarde (pero no debió de ser
mucho más tarde) le compró a un vendedor ambulante tres huevos de caguama. Quería
hablar de Jaqueline Andere. No tardé en comprender, maravillado, que el Gusano no
sabía que aquella mujer era una actriz de cine. Le hice notar que precisamente estaba
filmando una película, pero el Gusano simplemente no recordaba a los técnicos ni
los aparejos desplegados para la filmación. La presencia de Jaqueline en el sendero
en donde se hallaba su banco había borrado todo lo demás. Cuando dejó de llover
el Gusano sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero, pagó y se fue. Al día siguiente
nos volvimos a ver. Por la expresión que puso al verme pensé que no me reconocía
o que no quería saludarme. De todos modos me acerqué. Parecía dormido aunque tenía
los ojos abiertos. Era flaco, pero sus carnes, excepto los brazos y las piernas,
se adivinaban blandas, incluso fofas, como las de los deportistas que ya no hacen
ejercicios. Su flaccidez, pese a todo, era más de orden moral que físico. Sus huesos
eran pequeños y fuertes. Pronto supe que era del norte o que había vivido mucho
tiempo en el norte, que para el caso es lo mismo. Soy de Sonora, dijo. Me pareció
curioso, pues mi abuelo también era de allí. Eso interesó al Gusano y quiso saber
de qué parte de Sonora. De Santa Teresa, dije. Yo de Villaviciosa, dijo el Gusano.
Una noche le pregunté a mi padre si conocía Villaviciosa. Claro que la conozco,
dijo mi padre, está a pocos kilómetros de Santa Teresa. Le pedí que me la describiera.
Es un pueblo muy pequeño, dijo mi padre, no debe tener más de mil habitantes (después
supe que no llegaban a quinientos), bastante pobre, con pocos medios de subsistencia,
sin una sola industria. Está destinado a desaparecer, dijo mi padre. ¿Desaparecer
cómo?, le pregunté. Por la emigración, dijo mi padre, la gente se va a ciudades
como Santa Teresa o Hermosillo o a Estados Unidos. Cuando se lo dije al Gusano éste
no estuvo de acuerdo, aunque en realidad la frase “estar de acuerdo” o “estar en
desacuerdo” para él no tenían ningún significado. El Gusano no discutía nunca, tampoco
expresaba opiniones, no era un dechado de respeto por los demás, simplemente escuchaba
y almacenaba, o tal vez sólo escuchaba y después olvidaba, atrapado en una órbita
distinta a la de la otra gente. Su voz era suave y monocorde aunque a veces subía
el tono y entonces parecía un loco que imitara a un loco y yo nunca supe si lo hacía
a propósito, como parte de un juego que sólo él comprendía, o si no lo podía evitar
y aquellas salidas de tono eran parte del infierno. Cifraba su seguridad en la pervivencia
de Villaviciosa en la antigüedad del pueblo; también, pero eso lo comprendí más
tarde, en la precariedad que lo rodeaba y lo carcomía, aquello que según mi padre
amenazaba su misma existencia.
No era un tipo curioso aunque pocas cosas se le pasaban
por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba, uno por uno, como si le costara
leer o como si no supiera. Después nunca más volvió a interesarse por mis libros
aunque cada mañana yo aparecía con uno nuevo. A veces, tal vez porque de alguna
manera me consideraba un paisano, hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo
había ido una vez, para el funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari,
Bacoache, Fronteras, Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para
mí tenían las mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos
de Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua,
y entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a bostezar.
Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas y La Cieneguita,
la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio y la sierra Cibuta,
la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en el territorio de Arizona,
la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el noreste junto a Chihuahua, la sierra
La Pola y la sierra Las Tablas en el sur, camino de Sinaloa, la sierra La Gloria
y la sierra El Pinacate en dirección noroeste, como quien va a Baja California.
Conocía toda Sonora, desde Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California,
hasta los villorrios perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la
pápago (que circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender
la seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un
ligero aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras
de tu abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.
Cada mañana nos encontrábamos. A veces intentaba hacerme
el distraído, tal vez reanudar mis paseos solitarios, mis sesiones de cine matinales,
pero él siempre estaba allí, sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto,
con el Bali colgándole de los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de
la frente (su frente de gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre
las estanterías de la Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo
y al final acudiera a sentarme a su lado.
No tardé en descubrir que iba siempre armado. Al principio
pensé que tal vez fuera policía o que lo perseguía alguien, pero resultaba evidente
que no era policía (o que al menos ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie
con una actitud más despreocupada con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás,
nunca miraba hacia los lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por
qué iba armado el Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato.
Llevaba el arma en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas
veces?, le pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días
el arma del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me
la pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la devolvía
al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba reparo estar
sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con un hombre armado,
no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer instante supe que el Gusano
y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que nos viera la policía del D.F.,
por miedo a que nos cachearan y descubrieran el arma del Gusano y termináramos los
dos en algún oscuro calabozo.
Una mañana se enfermó y me habló de Villaviciosa. Lo
vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual que siempre, pero al acercarme
a él observé que la camisa estaba arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta.
Al sentarme a su lado noté que temblaba. Poco después los temblores fueron en aumento.
Tienes fiebre, dije, tienes que meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas,
hasta la pensión donde vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso
la pistola debajo de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con
los ojos abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha,
una mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres
camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos pantalones
del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama distinguí una maleta
de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una cerradura como de caja
fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista. La habitación olía a desinfectante,
igual que las escaleras de la pensión. Dame dinero para ir a una farmacia a comprarte
algo, dije. Me dio un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió
a quedarse inmóvil. De vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los
pies como si se fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé
que tal vez lo mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano
no le iba a gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca-Cola,
se había dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para
bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca-Cola. También había
comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía hambre. Cuando
ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo
no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que
las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los
patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba
insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia
de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo
tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y
de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo,
que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes
que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras
y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo
pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo
que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y
que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa
por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte,
el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color
carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le
pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego:
el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato
creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Me marché en silencio.
A la mañana siguiente, antes de ir a la pensión del
Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de Cristal. Cuando me disponía
a salir, a través de las paredes transparentes, lo vi. Estaba sentado en el mismo
banco de siempre, con una camisa blanca holgada y limpia y unos pantalones blancos
inmaculados. La mitad de la cara se la tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba
del labio inferior. Miraba al frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese
mediodía, al separarnos, me alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo
acerca de las molestias que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le
dije que no me debía nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano
insistió en que cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo
muchos, contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le
quité el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta,
el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para comprarme
veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad era una fortuna.
Al Gusano no le faltaba el dinero.
Nunca más me volvió a hablar de Villaviciosa. Durante
un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada mañana y nos despedimos cada mediodía,
cuando llegaba la hora de comer y yo volvía en el camión de la Villa o en un pesero
rumbo a mi casa. Alguna vez lo invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le
gustaba hablar conmigo sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles
de los alrededores y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre
buscaba al vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol.
Pocos días antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de
Jaqueline Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo
rubio ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado
que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al frente,
como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por primera vez.
Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una pregunta estúpida,
hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo. Pero el Gusano se la tomó
al pie de la letra y durante mucho rato estuvo cavilando la respuesta. Al final
dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo los muertos están tranquilos. Y al
cabo de un rato: ni los muertos, bien pensado.
Una mañana me regaló una navaja. En el mango de hueso
se podía leer la palabra “Caborca” escrita en finas letras de alpaca. Recuerdo que
le di las gracias efusivamente y que aquella mañana, mientras platicábamos en la
Alameda o mientras paseábamos por las concurridas calles del centro, estuve abriendo
y cerrando la hoja, admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi
mano, maravillado de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico
a todos los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba.
Dos días después lo fui a buscar a su pensión y me dijeron
que se había marchado al norte. Nunca más lo volví a ver.
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