jueves, 25 de septiembre de 2025

La pesca

Vanessa Téllez

 

–Siempre las avientan en esta playa –dice en tono serio Benigno Bejarano, alias La Bizca, comandante de la Policía Judicial del Estado de Guerrero. Está en lo cierto. Es la cuarta en lo que va del mes, y aún no llegan a la quincena.

Sigue en cuclillas, no puede levantarse con la rapidez con que lo hacía años atrás. Desde que entró a la policía estatal ha aumentado poco más de 20 kilos, los mismos que hoy le dificultan sostenerse hábil sobre sus regordetas rodillas. Lo movedizo del terreno en el que se encuentra le complica la labor. Su peso ha formado un cráter que obstaculiza su equilibrio. Inspecciona lo que ha podido o lo que ha querido.

–Nada puede hacerse –insiste ahora con fastidio, y enseguida añade–, a éstas las van a seguir matando y arrojando siempre en el mismo lugar, les queda de paso.

El cuerpo sobre el que dirige la mirada esa mañana descansa en total abandono en el horizonte baldío de una playa. El lugar ideal para deshacerse de ésa y otras mujeres que han corrido la misma suerte. Ya van más de 30 y todavía nadie se queja ni dice nada. Los cuerpos han aparecido en el mismo lugar desde hace seis meses; las circunstancias que los rodean son similares. Mujeres todas, en su mayoría de tez morena clara, cabello de ondulado a lacio, de castaño a negro. Casi siempre menores de 25 años. Ojos medianos, boca gruesa.

Esa mañana, como sucedió con las anteriores, una llamada advirtió en sesudo anonimato de su existencia. Era el pitazo. “Ya saben dónde…”, dijo la voz y colgó del otro lado del auricular. “Alguien tiene la cortesía”, dijo La Bizca, apenas le informó la voz del nuevo cuerpo que habían de encontrar. La decisión que debía tomar sorprendió por rápida, se necesitaba actuar regido por la urgencia más que por inteligencia. Ser preciso, discreto, actuar como si nada pasara. “Número equivocado”, dijo en cuanto colgó. Está acostumbrado a la mentira, siempre hay alguien que escucha. Su trabajo no sólo consiste en atender las advertencias que recibe, la discreción es básica, esencial. Responde sin dudar ante la pregunta: “¿Quién llamó?”, con dos posibilidades, o son llamadas equivocadas o números perdidos que alguien discó un par de minutos atrás.

Las excusas se le están acabando. Por muy jefe que sea no puede salirse de la oficina como si nada, como si mandara. Hay rangos, códigos, formas que obedecer. Ha matado a un par de parientes, y su mujer siempre está siendo arrollada por automovilistas irresponsables, todo para no llamar la atención. Está perdiendo credibilidad, improvisar ya no se le da. Aun así, sin importar lo accidentada que sea su justificación, debe repetirla, cantarla, como se diría en el argot policiaco. El compromiso es atender ésa y otras urgencias que repita la “voz”. Se apalabró con quien no debía y ésas son las consecuencias. Asiste sin chistar al llamado del teléfono. Se mueve discreto, sin exagerar demasiado, hay que actuar, no sobreactuar. Debió dedicarse al teatro, le sale bien. El teléfono sonó por la mañana. Es increíble cómo una frase puede movilizar el mundo, una oficina, el trabajo de un hombre cuya vida peligraría de no acatar lo solicitado. Está en la playa. El cuerpo es la meta, el destino de ese día.

Detrás de La Bizca, como si fuera algún tipo de aparición en mitad del desierto, la figura inmóvil de Rodolfo Pérez, policía y hombre de confianza de Benigno. No habla. Se queda quieto cada que encuentran a una nueva “muertita”, mote con el que le ha dado por llamarlas a La Bizca. Pareciera que más que policía, Rodolfo fuera un perrito. Se arrodilla hasta el cuerpo, en una actitud más similar a la de un beato que a la de un policía acostumbrado a ver ése y otros cadáveres. Sigue hincado, una inspección sensible, solemne. Permanece quieto, respeta la dureza del escenario a la que sus ojos se consagran. Una mujer muerta no es una desconocida cuya suerte no importe. La saña de la que ha sido presa, y cuya evidencia física revela cómo falleció, hiere a Rodolfo. Sostiene la mirada, como si al hacerlo enfrentara un duelo tácito con la maldad materializada en el homicidio.

Si no fuera por Rodolfo, La Bizca ni fingiría ningún interés. Y sin embargo, lo tiene. La asistencia de su subordinado le devuelve, aunque en partes, los retazos del hombre que alguna vez fue. Mira a Rodolfo, atiende, aunque un poco cansado, las pesquisas que éste le señala discreto. Detalles que al final no importan, que no cambian la historia. Si por La Bizca fuera, todo dependería de sentarse a un costado, llevar unas cervezas y esperar. Pero no puede, no tiene el valor de contradecir la fe con la que Rodolfo aún lo mira. Después de todo, los une el mismo tiempo de trabajo. Comenzaron en la policía el mismo año. Sin importar cuán lejano luzca aquel día, la relación entre ambos repite la rutina de aquella mañana en que por vez primera estrecharon sus manos. Entonces no sólo habían apretado sus manos, habían empezado una amistad que duraría pese a las diferencias de pensamiento, y que mantendrían incluso más allá de ellos mismos.

Y sin embargo, a pesar de las similitudes y las concordancias, sus destinos corrieron con el paso de los años, diferentes uno del otro. Mientras Rodolfo continuó creyendo en el sistema, en la impartición de justicia, en la búsqueda por la verdad, Bejarano cambió las bases de todo en lo que alguna vez creyó. Sus decisiones fueron regidas por la traición, el fastidio, el hastío, o quizá el conjunto de todo aquello. Mintió, traicionó, alteró sus principios. Ni siquiera supo cuándo y cómo se doblegó su ética. Escaló posiciones, subió de rango, conoció el poder y entonces, dejó de existir el hombre que era.

Contrario a él, Rodolfo permaneció en el mismo puesto, luchando día a día con un trabajo infestado por intereses y manipulaciones ajenas a los valores por los que ingresó al sistema. A ello debió agregar la interacción con compañeros que, como Bejarano, se traicionaron a sí mismos. Tuvo que ser La Bizca quien acuñara a su compañero bajo sus órdenes, quién si no él podía entender en lo que se había convertido. A partir de aquel momento, la relación entre ambos se volvió lacónica, formal, apenas el intercambio preciso de palabras. La relación sería lo que pactaba el rango, un superior y un subordinado sin otro pendiente que el laboral. Bejarano entendió que perdería la amistad del compañero de toda una vida, pero a cambio, ganaría la discreción de un policía. Y así fue. Esa mañana daba fe de los hechos anteriores, ésos en los que Rodolfo, al aceptar seguir bajo las órdenes de quien fuera su amigo, aceptaba discreto, sin argumentar, sin cuestionar. Su papel no era el de un policía, acaso el de un cómplice que por no dar conocimiento del hecho y obedecer las órdenes de Bejarano, estaba igual de inmerso que él.

La mujer que yace a los pies de ambos hombres, como las anteriores, no debe sobrepasar los 20 años, su cuerpo presenta rastros de violencia sexual, está desnuda de la cintura para abajo. El silencio de sus labios no se rompe, es de la otra boca desde donde se explica su historia. Su cuerpo contradice el escenario de la playa, desértica, lejana, un lugar más del gusto de turistas con pretensiones de exploradores. Cada año se dan cita surfers nacionales y extranjeros en búsqueda de la travesía marina, el despropósito por conquistar lo indomable. Mujeres y niños asisten cada año para ser partícipes del heroico espectáculo en el que más de cien hombres intentan dominar la furia de la naturaleza acuática.

La belleza del mar es avasalladora, las miradas se concentran sobre la línea divisoria entre el mar y el cielo. Dioses terrenales que intentan lo imposible, volver al agua tierra donde caminar. La cresta de las olas forma una columna de dantescas proporciones, prohibida para amateurs. El mar es libre, de un azul profundo, salvaje, ingobernable. Sobre la arena, dunas de formas curvilíneas dan cuenta de la presencia de la brisa. El viento constante borra toda huella humana. Si alguien cargó el cuerpo, hoy es imposible averiguarlo. Nada permanece sobre la arena.

La Bizca vuelve la mirada sobre el cuerpo, no puede sino pensar en lo estéril que es manejar por 40 minutos para llegar hasta ese lugar, abandonado, sin presencia de establecimientos o casas en un radio de 15 kilómetros y preocuparse por una muerta que a nadie importa. Si de él dependiera la dejaba ahí, las posibilidades de que alguien encuentre el cuerpo son remotas, total, si no son las gaviotas podrían ser los cerdos que merodean la zona quienes terminen el trabajo de borrar el rastro de la joven. Pero no puede, Bejarano debe ir, asistir al llamado de las muertitas. Su presencia garantiza el ocultamiento de éstas. Está ahí aún contra su propia comprensión. Camina un poco, la arena escarba en sus zapatos, el sol se levanta sobre el horizonte, la mañana corre presurosa en la playa, la arena refleja el calor de un sol que incendia todo lo que sus rayos tocan. Se lleva una mano a la cara, intenta desprenderse del sudor que comienza a escurrirle por la frente, siente la nuca mojada, la camisa debajo de las axilas se humedece rápido, en la espalda un círculo de sudor se hace presente. Por un segundo, lo que ve lo irrita. El panorama es desalentador. Sólo es posible acceder en vehículo propio, imposible hacerlo en transporte público. Quizá el tiempo invertido en la carretera lo ha puesto de malas.

A pesar de que no tiene ánimo de mirar, sigue haciéndolo. El cabello de la mujer luce quemado, y aunque revuelto con la arena, Bejarano podríasi inspeccionara con ganasencontrar alguna evidencia, quizá algún aroma atrapado que pudiera explicar las horas anteriores, pero no, de encontrar algo ya Rodolfo lo habría señalado. Mira las manos, lucen cortadas por algún instrumento fino, una navaja quizá. Los cortes son precisos, jirones de piel se levantan como cáscaras de naranja finamente rallada. A un lado del cuerpo, esparcido el resto de sus prendas: un pantalón de mezclilla negra y un tenis blanco con franjas color rojo. Sobre el rostro una rama de palmera. Rodolfo la quita, descubre las facciones infantiles. Parece una niña, lejos los rasgos de una mujer, lejana la violencia, más cerca la ternura con la que la imagen busca familiaridad.

–Mira, estaba bonita –reflexiona La Bizca mientras se rasca la entrepierna, está por tener una erección. “Si al menos nos dejaran las chulas, pero no, estos hijos de puta agarran parejo”.

Rodolfo la mira como si la conociera. Al igual que Bejarano, es un hombre mayor, casi de cincuenta años. Está casado, aunque por como se lleva desde hace once años con su esposa más pareciera que está por divorciarse. Se acerca de nuevo al cadáver. Como si buscara encontrar algo en él, como si éste pudiera decirle algo. Nada. El silencio del desierto es el único ruido que puede escucharse. Desvía la mirada, no quiere ver, algo lo cansa. Regresa la vista al mar, sobre la arena, la marisma ha dejado un camino de minúsculas presencias: estrellas de mar, conchas, cangrejos, caracolas.

Las olas del mar rompen a lo lejos sobre una pequeña roqueta cercana a la playa, un breve montículo de rocosidades. Una parvada de gaviotas se abalanza sobre el pequeño cielo de las piedras, las olas han depositado sobre el centro de la roqueta algunos peces. Las gaviotas se escuchan hambrientas, sobrevuelan el área, enardecidas. Esa mañana parece que la marisma ha arrojado una sirena, o eso piensa Rodolfo cuando después mirar a la roqueta regresa la vista sobre la arena.

–Siquiera respetaran a las muertas, pero ni eso, a ésta debieron “darle” luego de matarla asevera La Bizca. Rodolfo no responde. Extrae de su cartera una foto desgastada, la misma que saca cada que ve a una de las jovencitas asesinadas. Bejarano, indiferente, nunca se da cuenta de cada detalle, siempre tiene prisa por escapar de estos encuentros con la muerte.

Sentado sobre la cajuela, hace la llamada de rutina. El celular tiene el número programado. Menos de un minuto después, y luego de dar los datos necesarios, Bejarano enciende el motor de la camioneta. El aire acondicionado que sale por las ventilas va mitigando el calor que aún siente bajo sus zapatos.

Rodolfo mira por última vez a la joven, le cierra los ojos: “En ellos ha de estar reflejado el que te asesinó”, piensa. Camina a la Suburban. Mientras lo hace, guarda la foto. Sigue sin hablar.

–Ya vienen, nomás hay que esperar tantito, si la dejamos ahí y alguien la ve, se nos arma –dice Bejarano.

Saca una cajetilla de cigarros maltratada, luego busca en la bolsa de su camisa el encendedor, prende el primero. El calor es insoportable. Se quita los zapatos con la misma dificultad con que se los puso esa mañana antes de partir rumbo al trabajo. Sus pies huelen a queso descompuesto, tiene las uñas enterradas y una segunda piel se ha formado en sus talones, los callos. Se acomoda en el respaldo. Extiende la mano sobre la ventana de la camioneta. Bejarano intenta que el humo no apeste la Suburban recién adquirida. No tiene ni dos meses con ella, apenas les dieron nuevas unidades, la que ahora conduce es un modelo reciente, vidrios blindados, polarizados. La que ha llevado es una de las cinco que el estado mereció.

–Ahora sí se están tardando estos cabrones, a ver si luego no quieren que de una vez levantemos otra, o peor, que tengamos que enterrarla –se queja.

A lo lejos, se aproximan dos camionetas negras. Tres hombres bajan de la primera, dos más de la segunda. Ninguno dice nada, lucen como si estuvieran uniformados, visten pantalones de mezclilla en azul claro, camisas a cuadros o rayas. Uno lleva sombrero de palma, y otro, unos lentes oscuros tipo aviador. Se dividen las tareas. Los tres primeros sostienen una pala cada uno. Comienzan a escarbar a unos pasos del cuerpo. Han elegido terreno firme donde poder enterrar el cadáver para que la marisma no lo saque más tarde. Hacen un hoyo lo suficientemente amplio en donde el cuerpo entra perfectamente. Los otros que han bajado de la camioneta buscan evidencia en los alrededores, alguien pudo dejar algo, quizá un celular o una huella obvia, nada. Entre dos levantan el cuerpo, se ha cumplido un día y ya están por velarla.

Actúan rápido, en menos de 25 minutos han limpiado todo rastro de la joven. La propia playa hace el trabajo final, las huellas de los hombres son borradas por un viento cómplice. Rodolfo no los mira, se voltea siempre que ellos vienen. La Bizca es cordial, se vuelve un anfitrión amigable siempre que tiene que llamarlos.

–¿Todo bien? –pregunta uno de los hombres a La Bizca.

–Sí, lo normal. Aunque, bueno, sería mejor si avisaran con tiempo cuándo van a aparecer, es que ya van varias veces este mes y luego en la misma playa.

El hombre sonríe parco, no responde, mira en dirección a los suyos, no puede hacer nada, igual que La Bizca recibe órdenes. Las “muertitas” seguirán apareciendo, en esa playa o en donde sea. Toma un sobre de su pantalón, se lo da a Bejarano. Como si fuera un secreto, un pitazo, le dice casi en susurro:

Yo que tú, mañana temprano me daba otra vuelta, pero esta vez, trae tu propia pala.

En cinco minutos las camionetas desaparecen. Una espesa ráfaga de polvo los envuelve.

La Bizca sube a la Suburban. Cuenta los billetes del sobre, reparte la mitad a Rodolfo, que los toma sin contar para guardarlos en la guantera. Bejarano luce tranquilo, ahora ni el calor infernal puede fastidiarlo, tiene plata para calmar la sed en el siguiente bar que encuentren. Enciende el segundo cigarro, voltea y un poco desesperado por el silencio de su acompañante, al fin encuentra el tema para romper la solemnidad:

A propósito, ¿ya apareció tu hija?

 

(Tomado de Varios, Lados B. Narrativa de alto riesgo, México, 2014)

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario