Javier García Sánchez
Un día le contaron la historia de Duncan, y desde
entonces vivió obsesionado. En cierto modo cambió su vida, aunque con
frecuencia hablaría de ella en términos de fantasía, y a veces incluso de
broma. Era la historia de alguien, un tal Duncan, que se tiró desde la azotea
de un edificio con la intención de suicidarse, pero nunca llegó al suelo.
Años antes, el padre de Carlos
entró cierta tarde en casa. Venía del trabajo. Entonces vivían en Madrid.
Aquella tarde el padre dijo a su esposa nada más llegar: “Duncan se ha
suicidado”. Luego explicó los pormenores hasta donde él sabía. Al parecer, los
hechos ocurrieron hacia media tarde. Duncan, como el padre de Carlos, trabajaba
en una compañía norteamericana, unos grandes almacenes. Tenía un puesto
importante, en concreto el de Gerente de Compras para España. Después de comer,
Duncan llegó a los despachos situados en pleno Paseo de la Castellana. Fue
hacia las tres y media, como todos los días, y al poco le dijo a su secretaria
que pensaba acercarse hasta Coslada para supervisar personalmente la llegada de
cierto pedido procedente de la central de Chicago. En las oficinas se cruzó con
varios ejecutivos y técnicos de la empresa, a los que saludó cortésmente, entre
ellos el padre de Carlos. Después tomó su auto y, unos veinte minutos más
tarde, llegó a esa zona periférica de la ciudad, no muy alejada del Aeropuerto
de Barajas.
En el almacén de Coslada estuvo
durante hora y media aproximadamente. Se mostró cordial con los empleados que
había por allí, y también bastante ajetreado yendo de un sitio a otro. Incluso
ayudó a descargar un material pesado. Fue hacia las cinco y cuarto cuando entró
en uno de los despachos. Habían llamado por teléfono preguntando por él.
Después se supo que se trataba de un hombre con acento inglés que se limitó a
decir: “¿Mr. Duncan, por favor?” Duncan estuvo en aquel despacho apenas un
minuto. Dos empleados pudieron observarle, serio el semblante pero en
apariencia no especialmente preocupado. No hablaba, más bien parecía atender a
lo que su interlocutor le decía. Sin embargo, otro empleado creyó oírle
comentar una frase en inglés. La estructura acristalada de aquellos despachos
permitía oír lo que se decía dentro si no sonaba ninguna máquina cerca, algo
que era bastante usual.
La
secuencia de los hechos fue rápida, aunque a la vez se desarrolló con
normalidad. Ocurrió en un par escasos de minutos. Duncan salió del despacho,
dirigiéndose a continuación a un sector del almacén en el que había una puerta
de acceso a los pisos superiores, también propiedad de la empresa. Subió por
aquella escalera recorriendo un estrecho y oscuro pasillo hasta alcanzar una
nueva puerta que sólo daba a la azotea. En total, la altura vendría a ser la
equivalente a seis pisos. Justo cuando entraba por esa puerta se encontró con
un empleado de mantenimiento que se hallaba en la última planta. El empleado, a
pesar de sorprenderse al ver al señor Duncan allí, le saludó como si tal cosa.
Duncan no correspondió a su saludo. Se limitó a sonreírle y entró por la
puerta, cerrándola tras de sí con fuerza. El empleado, no sin cierto
desconcierto, empezó a bajar las escaleras. Había descendido ya un piso cuando
tuvo un presentimiento inquietante. Se dio media vuelta y, a paso ligero, llegó
hasta la puerta por la que entrase Duncan. Seguía cerrada. Llegó a la azotea y,
para espanto suyo, comprobó que Duncan no estaba. Imposible que hubiese bajado,
pues se lo habría encontrado de frente al subir él. Tampoco había allí ninguna
otra escalera, ningún pasillo por el que descender a los pisos inferiores. Ese
era el único camino. Alarmado, miró una y otra vez por la azotea. Finalmente, y
ya temiéndose lo peor, se asomó cuanto pudo al vacío. Duncan se había tirado,
no cabía duda. Lo había hecho en unos pocos segundos. Pero desde arriba, y
debido a la peculiar forma de la cornisa que rodeaba la azotea, no lograba
verse la calle en una perspectiva vertical. Como es de suponer, el empleado
bajó dando gritos y avisando a todos de lo que acababa de suceder. Faltaba poco
para las seis y la noticia fue comunicada por teléfono a las oficinas centrales
de Corporación en los momentos de alboroto y nervios que siguieron. En el
almacén de Coslada se produjo la comprensible situación de caos y llamadas.
Policía, ambulancia. Fue ése el instante en el que al padre de Carlos le
comunicaron lo ocurrido. Supuso un jarro de agua fría para todos,
principalmente para quienes estaban en relación más estrecha con Duncan.
Quedaron anonadados. Duncan era un hombre delgado y canoso, parco de palabras
pero de aspecto apacible y hasta risueño. Contaba cincuenta y tres años y tenía
cuatro hijos.
Carlos y su madre oyeron
impresionados el relato. En un par de ocasiones ella había coincidido con el
matrimonio Duncan en sendos cócteles organizados por la empresa. Aquella noche
Carlos tuvo pesadillas. Esas cosas siempre le habían afectado, pero lo que más
le dio que pensar fue lo de la sonrisa de Duncan, su última sonrisa al empleado
que se cruzó con él, su último contacto con la vida. A Duncan sólo lo había
visto en una foto, y realmente aquél parecía un tipo entrañable, con una
especial serenidad en el rostro. Una vez más se hizo la pregunta acerca de la
parsimonia y el dominio de sí mismos que tienen ciertos suicidas, ese postrero
y desesperado desafío a todas las reglas establecidas.
Al día siguiente, a eso de media
mañana, se produjo el mazazo. Carlos no había ido a la Universidad, ya que
debía preparar un trabajo en casa. Sonó el teléfono y lo cogió su madre. De
pronto se quedó demudada, dejando escapar un significativo “¿qué?” al aparato.
Luego colgó y dijo escuetamente: “Duncan no aparece por ningún lado”. Tan sólo
eso. Carlos preguntó y ella repitió lo que el padre acababa de detallarle. Que,
en efecto, el cadáver de Duncan no había aparecido, que le vieron entrar en la
azotea y que no salió de allí. Que había ido una dotación de la Policía al
almacén de Coslada, y también una ambulancia. Que buscaron por todas partes, en
los cuatro lados del edificio, y Duncan no estaba. Sí su auto estacionado
frente al almacén, a la vista de todos. Sí su chaqueta, apoyada en el respaldo
de una silla, en un despacho. También estaba su documentación, sus llaves e
incluso algo de dinero que llevaba encima. Aquello parecía magia.
El padre de Carlos volvió a
llamar a su esposa después del mediodía informándole de nuevos pormenores. En
la empresa la consternación había crecido hasta lo indecible. El empleado que
viese entrar a Duncan en la azotea se hallaba ahora en las dependencias
policiales. Había sufrido una pequeña crisis nerviosa. En cualquier caso, su
testimonio era esencial. Duncan no apareció. Durante bastantes días sólo se
habló de ese tema. Fue unos meses más tarde cuando Carlos se ofreció para
acompañar a su padre al almacén de Coslada. Allí todavía parecía flotar el
fantasma de Duncan. A diferencia de lo que acaeció en las oficinas de
Corporación, donde la opinión general era que Duncan se había marchado a alguna
parte y a saber por qué razón, en el almacén cundía un evidente malestar cuando
se mencionaba el asunto. Aunque una gran parte del personal del almacén también
había acabado por pensar que lo de Duncan debía tratarse de una fuga
meticulosamente planificada.
Daba igual que en teoría, y por
lo que había llegado a saberse de él, no tuviera ni un solo motivo aceptable
para hacerlo. Ese era el recurso mental fácil, obvio. Pero aquella tarde
Carlos, no sin antes vencer su timidez, se atrevió a abordar al empleado que se
cruzase con Duncan en la puerta de la azotea. Al principio éste no se mostró en
exceso dispuesto a explayarse. Durante los pasados meses incluso habían llegado
a burlarse veladamente de él, juzgando su versión de inverosímil. Pero Carlos
creyó leer en sus ojos que aquel hombre no mentía, que hasta donde él había
contado era verdad. Aún se emocionaba al hablar. El misterio, lo inexplicable,
fuese lo que fuese, ocurrió en la azotea.
Luego de haber atendido con suma
atención las explicaciones del empleado, quien por fin se desahogó largo y
tendido por encontrar a alguien que parecía dar crédito a su historia, Carlos
decidió hacer algo que en realidad deseaba desde que se enteró de la ilógica
desaparición de Duncan: subió a la azotea. Lo hizo rápidamente, procurando que
nadie le viese. Estaba completamente decidido a hacerlo, y ni siquiera su padre
hubiera podido impedirlo. Subió por aquellas oscuras escaleras con el corazón
latiéndole de tal modo que, pensó, iba a salírsele del pecho. Cruzó
sigilosamente la puerta metálica en la que Duncan fue visto por última vez. Los
pasos finales hasta pisar la azotea los efectuó como un autómata. Una vez allí,
con el aire pegando en su rostro, se acercó con cuidado a la cornisa. Incluso
antes de mirar tuvo una sensación de inmenso vértigo. Una rara vibración se
cebó en sus sienes. Sintió, aunque de hecho tardó aún bastante en comprender el
verdadero alcance de esa percepción, que las cosas dejaban de tener color. Eran
en blanco y negro, opacas. También le pareció que todo se hallaba encuadrado en
una dimensión plana, no en relieve. Lo cierto es que estaba lo suficientemente
impresionado como para que ese tipo de sensaciones no le parecieran algo preocupante
o anómalo. Desde la cornisa no se veía el suelo de la calle. Un saliente de
ladrillo lo impedía, por esa razón el empleado no alcanzó a ver el supuesto e
inexistente cuerpo de Duncan. Para comprobarlo debería haberse arrastrado más
allá de la barandilla, pisar la cornisa y asomar la cabeza por el extremo del
saliente, operación que hubiera supuesto un indudable riesgo. Después observó
con detenimiento a dónde iban a dar las tres fachadas laterales del edificio.
La primera, a una estrecha callejuela en la que había dos contenedores de
basura. Otra, a un patio anexo al almacén, de unos cien metros cuadrados o más,
en el que solían aparcar los camiones o furgonetas de carga y descarga. La
tercera daba directamente a un descampado en el que el terreno tenía una ligera
inclinación. Allí sólo había arbustos, tierra, piedras y restos de unas gruesas
tuberías metálicas. También rollos de goma industrial que parecía recién
quemada. Pero quedaba aún una posibilidad, en la que Carlos no dejó de pensar
en todo este tiempo: que Duncan hubiese saltado hasta otro tejado, huyendo
luego a saber cómo y dónde, ya que su dinero y su auto seguían en el almacén.
Esa posibilidad se desvaneció en el acto. El tejado más próximo estaría a unos
diez o quince metros de distancia. En medio, el vacío. Una caída en picado
hasta el pavimento o, de haberse tirado por la parte trasera, a ese escampado
en pendiente. En cualquiera de los casos aquellas caídas debían resultar
mortales.
Pero ¿y si por una casualidad,
por uno de esos azares de los que se da uno por cada millón, Duncan no había
caído ni al pavimento ni al campo, sino sobre algo que amortiguó su caída?
¿Quizá a uno de los contenedores de basura situado allí accidentalmente, o
sobre algún camión que frenase la caída, consiguiendo que el impacto del
cuerpo, al no haber nadie cerca en aquel preciso momento, pasase desapercibido?
¿O acaso fue a caer en ese descampado de arbustos, piedras y desechos
industriales, y allí pasó algo que imposibilitó su hallazgo? No, eso era
imposible. Carlos reconstruyó la conversación mantenida con el empleado que vio
a Duncan por última vez, así como otros detalles que le relatasen varios
empleados del almacén y su propio padre en las jornadas posteriores al suceso.
La Policía había rastreado minuciosamente, y por espacio de horas, los
alrededores del edificio. Asimismo se preguntó al personal de esas fábricas y
almacenes contiguos, indagando, por ejemplo, si el cuerpo podía haber ido a
parar justo encima de algún camión de gran tonelaje que aquellos momentos
pudiera transitar por aquel sitio. Las investigaciones duraron semanas.
Finalmente, aunque con multitud de puntos oscuros, fue la misma Policía la que
se inclinó por la hipótesis de una huida voluntaria y meditada. No sería ni el
primero ni el último caso de circunstancias similares en los que las familias
de los desaparecidos son las más perplejas. Y como una de las características
inherentes al género humano acostumbra a ser la negación sistemática de todo
aquello que a simple vista no se puede comprender, cuando no negarse a
concebirlo desde otros ámbitos que trasciendan la estricta lógica, fue en la
propia empresa donde se empezaron a hacer referencias a Duncan con una oblicua
sonrisa que no era de extrañeza o de reprobación, sino simplemente de sospecha.
Llegó a ser así hasta tal punto que el padre de Carlos, años después y en tono
de broma, le dijo a su mujer en cierta ocasión: “Un día de éstos haré como
Duncan, buscarme un lío por ahí e irme a Brasil”.
Pero aquella tarde, en la azotea
del almacén, Carlos entendió que una tras otra se esfumaban todas las
posibilidades de dar con una tesis fidedigna o cuando menos aceptable para
saber qué sucedió con Duncan. No obstante, antes de abandonar la azotea, aún
hizo otra cosa. Aquel gesto marcó su vida en el futuro, una parte fundamental
de su vida, la interior. Nadie lo supo nunca, nadie le vio. Avanzó hacia la
cornisa cerrando los ojos cuando estuvo a un metro escaso del vacío. Imaginó
estar en la mente de Duncan, intentó sentir a través de sus sentidos, ver a
través de sus ojos. A un escalofrío sucedió una debilidad general. Y se vio a
sí mismo cayendo lentamente, el mundo y las cosas al revés, pero sin pánico en
la conciencia. No percibió impacto alguno en el suelo. La sensación se cortó en
el acto. Al contrario, una remota y poderosa sensación de plenitud recorrió sus
venas. Estaba empapado en sudor, con claros síntomas de mareo, y de nuevo su
corazón se había acelerado. Cuando bajó, su padre hizo una alusión a la palidez
que Carlos no lograba disimular.
El tiempo pasó y, como suele
suceder con el transcurso de los años, Carlos se dio cuenta de que el instinto
de supervivencia acabaría relativizándolo todo. Tal vez fuese cierto que
Duncan, a saber cómo, se las ingenió para huir de la vida cotidiana que llevaba
hasta entonces. Quizá era verdad que en esos mismos momentos Duncan vivía en
algún lugar lejano, con otra identidad. A pesar de todo, Carlos siguió
pensando, esforzándose en hallar otras explicaciones, si no lógicas sí al menos
coherentes para tan extraño caso. Siempre tuvo la convicción de que la clave de
todo estaba en aquella llamada telefónica que Duncan recibió en los instantes
previos a que subiese a la azotea. Puestos a especular, ¿y si estaba metido en
algún problema enorme, algo relacionado con los servicios de inteligencia, por
ejemplo, y fue recogido por un helicóptero en la azotea? De todas, ésa sería la
única versión posible, siempre que el empleado tuviese razón, sobre todo en lo
concerniente al tiempo transcurrido desde que vio entrar a Duncan a la azotea
hasta que volvió allí. En tal caso cabía pensar que alguien, tanto en el
almacén como en la zona, debiera haberse apercibido de la presencia de un
helicóptero, aparato que provoca un gran ruido.
Pero aún tenía dos certezas:
una, que a la mujer de Duncan jamás le correspondió un seguro o pensión por
viudedad, ya que su marido estaba oficialmente desaparecido. La otra, aunque
eso Carlos ya lo sintió al acercarse a la cornisa del edificio con los ojos
cerrados, y por lo inexplicable no podía siquiera comentarlo con nadie de modo
serio, era que Duncan había estado en el vacío por algunos momentos. Pero su
cuerpo jamás tocó el suelo. ¿Por qué? Eso nunca se sabría. Para aventurar
alguna explicación o teoría al respecto habría que ser niño, genio o loco. Y él
no era ninguna de las tres cosas.
Carlos llegó a ser profesor de
Lengua y Literatura en un instituto de cierta provincia cántabra. También quiso
hacer poesía, pero comprendió que sólo el día que llegase a imaginar qué le
sucedió a Duncan, sólo ese día podría considerarse poeta. En el instituto, cada
varios años, a los más capacitados e imaginativos de entre sus alumnos les
proponía un juego a medias perverso y literario. Era una especie de redacción,
de cuento fantástico. Él daba el punto de partida explicándoles la increíble
historia de un hombre que se tiraba desde un tejado, pero cuyo cuerpo nunca
llegaba al suelo. Cierto que obtuvo algunas versiones ingeniosas o delirantes
hasta lo genial, pero ninguna le sirvió realmente. Tampoco podía volver a ser
niño. Le quedaba, pues, la alternativa de enloquecer. Quizá allí, aguardándole,
estuviera Duncan.
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