Norma Lazo
La tarjeta postal llegó la mañana invernal del 14 de enero. Iba dirigida
a Eloísa Laffitte, anterior inquilina del departamento 3-C del edificio marcado
con el número 238 de la calle Eugenio Sue. La tarjeta postal destacaba en el buzón
de correspondencia porque lucía un toque antiguo: dos niños rubios, de mejillas
abultadas y sonrosadas, señalaban hacia el cielo, a través de una ventana escarchada
con nieve, a un trineo que se dirigía a la estrella más grande y brillante de todas.
Al lado de los niños sobresalía un árbol de navidad cargado de esferas y moños rojos.
Eloísa Laffitte había vivido en ese departamento hacía
casi dos años. El Nuevo Inquilino se sorprendió al recibir la tarjeta postal entre
su correspondencia. Él vivía anteriormente en la planta baja pero siempre quiso
mudarse al departamento de Eloísa. Envidiaba la pequeña terraza que da a la calle,
pletórica de luz, con plantas exuberantes colgando de los barandales. El Nuevo Inquilino
no recordaba en qué momento Eloísa había abandonado su departamento, sin embargo,
tiene clara la mañana que vio al portero colgando el letrero de “Se renta” en los
barandales de la terraza. Entonces le pidió que no lo colocara; él lo apartaría
desde aquel instante.
La tarjeta postal contenía un mensaje personal: “Eloísa,
hija mía, siento tanto remordimiento por todo lo que te hicimos, espero que algún
día puedas perdonarnos. Feliz navidad”. Cuando el Nuevo Inquilino leyó la nota intentó
recordar a Eloísa para así reconocer las cicatrices de eso que su madre, y alguien
más, le habían hecho. Extrañamente sólo recordó una sombra: una silueta bajando
las escaleras a toda prisa, regando las plantas de su terraza, entrando sigilosamente
al departamento con las manos ocupadas con los bultos del supermercado, alejándose
rápidamente en su automóvil compacto. Lo que el Nuevo Inquilino sí recordaba nítidamente
eran las manos de Eloísa: pequeñas, de uñas cortas al ras de los dedos, de un blanco
marmóreo que resaltaba con los vestidos oscuros y de manga larga que solía usar.
Le vino a su mente la imagen de las pequeñas manos trabajando en las plantas de
su terraza, acomodando hojas y flores con delicadeza.
El Nuevo Inquilino del departamento de Eloísa supuso
que el mensaje de la tarjeta postal era importante y debía hacérsela llegar. Cualquier
cosa que su madre le hubiera hecho, por grave que fuera, merecía el perdón. Se tomó
como empresa personal que la tarjeta postal llegara a manos de Eloísa. El Nuevo
Inquilino interrogó a la anciana del departamento 3-A, quien vive enfrente al que
ahora es su departamento. La anciana jamás vio a su vecina. Salía muy temprano en
la mañana y volvía ya entrada la noche. Luego, la anciana arrugó su rostro arrugado
de por sí e intentó reconstruir un vago recuerdo. Alguna madrugada en la que no
lograba dormir la escuchó llegar a su departamento, se asomó por la mirilla de la
puerta y alcanzó a verla de espaldas. Eloísa tenía el cabello rubio –como los niños
de la tarjeta postal– y le llegaba casi a la cintura.
El Nuevo Inquilino habló con el portero. Si alguien
sabe todas las minucias y los rumores de los arrendatarios de un edificio, ése es
el portero. A pesar de ello tampoco pudo contarle mucho respecto a Eloísa. Ella
jamás dejó de pagar puntualmente el mantenimiento pero acostumbraba dejarle el dinero
dentro de un sobre y arrojarlo por debajo de la puerta. Él hacía lo mismo con los
recibos. En varias ocasiones el portero arregló los electrodomésticos de Eloísa.
El voltaje del edificio cambiaba bruscamente y no era raro que los aparatos se descompusieran,
no obstante, ella le encomendaba los duplicados de las llaves de la misma forma
que el dinero del mantenimiento. El Nuevo Inquilino le preguntó al portero cómo
lucía Eloísa en las fotografías que con seguridad tendría en la sala del departamento,
cuando aún vivía allí. El portero, haciendo gala de buena memoria, le aseguró que
no había un solo retrato en la estancia o en las recámaras. No podría describirla
físicamente. Lo que sí podía decirle es que tenía un gato gris de nombre Carroll
–lo que supo por la placa que colgaba del cuello de la mascota– y que jamás puso
un árbol de navidad mientras vivió en el edificio. El Nuevo Inquilino receló de
la certeza con la que el portero aseveraba que Eloísa jamás había puesto un árbol
de navidad. Pese a la desconfianza, el portero tenía razones de peso para confirmarlo.
Durante las fiestas decembrinas se recrudecen los problemas de voltaje por el exceso
de guías con foquitos y adornos luminosos. La mayoría de las veces que el portero
hacía arreglos en el departamento de Eloísa era a mediados y finales de diciembre.
El Nuevo Inquilino volvió a leer la tarjeta postal:
“Eloísa, hija mía, siento tanto remordimiento por todo lo que te hicimos, espero
que algún día puedas perdonarnos. Feliz navidad”. El Nuevo Inquilino sintió pena
por no haber conocido a Eloísa. Le pidió al portero que investigara con el dueño
del departamento si conocía alguna dirección donde localizarla o los datos del fiador
que sin duda sabría su domicilio actual. El portero prometió hacer su mejor esfuerzo
sin obligarse a nada.
El Nuevo Inquilino del departamento de Eloísa intentó
imaginarla caminando por la espaciosa estancia. No pudo hacerlo. Lo único que logró
fue dotar a la sombra de una cabellera rubia y de pequeñas manos níveas que acomodaban
con delicadeza las plantas en la terraza. Cuando él ocupó el departamento estaba
completamente vacío. Eloísa lo entregó limpio, en excelentes condiciones y sin ningún
detalle que revelara su paso. El Nuevo Inquilino caminó por el departamento sin
dejar de pensar que anteriormente fue el departamento de Eloísa. Observó cada habitación.
Intentó adivinar dónde colocaba sus objetos personales. Seguramente acostumbraba
guardar los cosméticos y la secadora de pelo bajo el lavabo del baño, junto a las
toallas femeninas. Mientras fantaseaba en el cuarto de baño, el Nuevo Inquilino
creyó verla cruzar el pasillo que conecta a la recámara del fondo con la estancia;
aunque tampoco podría asegurarlo.
Pasaron varios días sin que la sombra de Eloísa dejara
de perturbar al Nuevo Inquilino. Sujetaba por horas la tarjeta postal. Los niños
rubios de mejillas abultadas y sonrosadas atisbaban con ilusión el trineo acercándose
a la estrella más grande. Sus sonrisas emocionadas reflejaban la sorpresa de haber
visto el transporte del huidizo San Nicolás. Pensó en Eloísa como uno de esos niños
rubios que probablemente colgaron los adornos rojos en el pino natural. Se preguntó
si Eloísa niña prefería los adornos rojos; él se inclinaba por los dorados aunque
la estrella de la rama más alta siempre fuera plateada. El Nuevo Inquilino especuló
que quizás, ya desde la infancia, Eloísa había perdido toda ilusión por los árboles
de navidad.
El lunes 27 de enero el portero tocó a la puerta del
departamento del Nuevo Inquilino. Éste, al reconocerlo por la mirilla, abrió emocionado.
Estaba seguro que le traía noticias del paradero de Eloísa. El portero lo puso al
tanto: había hablado con el propietario del departamento quien, en tono tajante,
le había dicho que sólo vio a Eloísa la tarde que le entregó las llaves. Solamente
recordaba su cabello, prematuramente canoso, cubriéndole la mayor parte del rostro
mientras agarraba con timidez los juegos de llaves. Eloísa no dijo mucho. Quizás
un “gracias” más bien murmurado. Tampoco aceptó una taza de café y estuvo en la
casa del dueño sólo lo necesario.
El Nuevo Inquilino se dio por vencido. Decidió que era
momento de seguir con su vida a pesar de que la sombra de manos blancas como la
nieve siguiera deambulando por las habitaciones del departamento. No quiso conservar
la tarjeta postal. La colocó en un sobre en el que anotó la dirección del remitente.
Dentro puso una nota de su puño y letra: “Eloísa no los perdonará”. El Nuevo Inquilino
caminó a la oficina de correos para enviar de regreso la tarjeta postal.
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