Arturo Uslar Pietri
–Tú no eres papá mío, se lo dije, tú no eres papá mío para que me pegues.
¿Tú sabes lo que tú eres?
Hablaba entre dientes, con voz pareja, comiéndose las
palabras, con la cabeza metida en el pecho, mirando hacia el suelo, hacia los torcidos
zapatos grises llenos de mapas y paisajes de polvo y barro.
–Se lo dije.
El ventorrillero casi no lo oía, ocupado con su cantimplora
de café y sus tazas, casi no lo veía, parado contra el marco de la puerta estrecha,
bamboleándose de un lado a otro mientras repetía su relato. No le conocía el nombre,
pero lo había visto muchas veces, cuando venía y se paraba, como perdido u olvidado,
a la puerta del ventorrillo. Era uno de los muchachos del cerro. Parecía que le
había preguntado.
–¿Y qué le dijiste?
–¿Qué le dije? Le dije…
El ventorrillero no lo oía, pero él hablaba bamboleándose
con la cabeza gacha.
–Le dije: tú no eres mi papá. Tú no eres sino un borracho
sinvergüenza.
Con las mismas palabras volvía una y otra vez a la misma
escena. El hombre oscuro en la oscuridad de la madrugada que entraba a la choza.
Diciendo palabrotas y lanzando salivazos. Decía que los iba a botar a todos, que
los iba a matar a todos. Que él no tenía por qué aguantar todo ese bichaje. Empezaba
a tirar los peroles del fogón contra el suelo.
Y todo aquello sonaba como si fuera fin de mundo. Él
y sus dos hermanas se levantaron de la cama en que dormían. Su mamá se echó la manta
por los hombros y trató de hablarle. Pero él nunca oía. Gritaba y gritaba esas palabrotas,
esas groserías, esos espantosos nombres que sonaban y sonaban hasta que no se podía
oír más nada. Le daba patadas a las sillas. Sus dos hermanas lloraban, su mamá había
ido a dar al suelo de un empujón, hasta que él se paró en la puerta y le dijo: “Tú
no eres mi papá”.
Saltó para agarrarlo. Si lo hubiera cogido lo mata.
Pero él corrió como un conejo, cerro abajo, por entre la gente con sueño que se
asomaba a las puertas de los ranchos despertados por el alboroto.
–Tú no tienes papá. Eres hijo de perro, hijo de rata.
Bicho sucio. Eso quisieras tú, ser hijo mío. Yo no tengo hijos así. Deja que te
ponga la mano encima para que aprendas.
Éste era el peor de los hombres que había venido al
rancho a vivir con su madre. ¿Era el peor?
Iba recordando. Había habido aquel camionero que se
acostaba temprano y se levantaba antes de amanecer. Casi nada tenía que ver con
él y sus hermanas. Se tomaba un café y se iba en lo oscuro a buscar el camión, la
carga y la carretera. A veces, de los viajes, traía algo. Papelón, queso y una tarde
un periquito, amarrado por una pata. Pero se había ido. Se había ido él y se había
ido el periquito.
Había habido otros. Alguno, allá lejos, cuando él no
podía recordar debió haber sido su papá.
A la madre, alguna vez, cuando no estaba cansada, o
brava, o hablando con alguna vecina, o empezando a vivir con otro hombre, le había
preguntado:
–¿Quién es mi papá?
Nunca le contestó del mismo modo. Una vez le dijo que
era un vendedor de billetes y que no lo volvió a ver. Otra vez que era un señor
decente con sombrero, corbata y zapatos lustrosos. Otras veces le decía que era
el diablo.
–Tú eres hijo del diablo. Por eso eres tan malo.
La ciudad empezaba donde terminaba el cerro. Las últimas
calles rectas y pavimentadas, de casas en hilera, con postes y con zaguanes, topaban
con las primeras veredas, con los primeros racimos de ranchos, con los primeros
montones de casuchas que daban traspiés en recodos y cuestas, entre escalones mal
construidos, resbaladeros por donde rodaban los muchachos persiguiéndose y montones
de basura de todos los colores.
A veces se metía por la ciudad. Donde empezaban los
automóviles, las vitrinas de las tiendas, los pitos de la policía y el resonar de
las rocolas en los bares. En algunas vitrinas había aparatos de televisión encendidos.
Se podía quedar largo rato embebido mirando los vaqueros que perseguían otros vaqueros
a tiros. O aquellos besos de nunca acabar que unos hombres buenos mozos y bien vestidos
les daban a unas mujeres lindas.
A veces se paraba en la puerta de un cine y pedía. Le
daban algunas monedas. Pero no faltaba gente brava que no le daba nada y encima
le decía:
–Los niños no piden.
Pero esto tampoco pudo durar. Al segundo día vino un
grandullón, mal encarado y le dijo:
–Si sigues pidiendo aquí te vas a llevar tu cabillazo.
Tenía cara de cumplir su amenaza. Lo acompañaban dos
o tres muchachos que oían con respeto.
–Aquí no pueden pedir sino los míos. Tú no tienes derecho.
A menos que entres en el arreglo.
Le explicaron el arreglo. Tenía que dar la mitad de
lo que lograra al grandullón. Así lo hacían todos los otros. Poco pudo durar en
este trabajo. El grandullón estaba pendiente de lo que les daban. Al terminar la
entrada o la salida del cine se iban a un solar vacío cercano y sacaban las cuentas.
Metían la mano en el bolsillo y extendían en las dos
palmas las monedas.
–Una para ti, una para mí.
Pero se le antojó aquel día darle una bofetada que lo
hizo rodar por el suelo.
–Me estás raspando.
–Yo no. No es verdad… –quiso decir, pero no le dieron
tiempo. El grande y los otros estaban sobre él dándole puños y patadas. En la carrera
se le cayeron las monedas que tenía en las manos. Cuando alcanzó la esquina, se
detuvo un momento, quería decirles algo.
–Cuando yo sea grande…
Cuando yo pueda pegar más fuerte que tú, cuando yo pueda
meter más miedo que tú, cuando tú y todos los tuyos me tengan que tener miedo, entonces
vas a ver…
Cuando yo sea grande podré ir a las calles de las mujeres.
Caminan y se tongonean parándose en los zaguanes y debajo de los faroles. O entran
con hombres en aquellos botiquines con gruesas cortinas de pepas que no dejan ver
hacia el interior. Pero él asomaba la cabeza por debajo y las veía sentadas, mostrando
los muslos y los senos, tomando licores verdes y rojos, pegadas a unos hombres que
parecían cansados.
–Hijo de puta, tan chiquito y estás viendo las mujeres.
Se retiraba apresurado del quicio por donde había asomado
la cabeza. Corría hasta la esquina y se paraba junto al poste. No lo tomaban en
cuenta porque era chiquito y no tenía dinero. Los hombres grandes cargaban dinero,
bebían en las cantinas y agarraban sin miedo a las mujeres. Pero él se asomaba y
fisgoneaba. Oía las risas, las palabrotas y veía los trozos pálidos de muslo desnudo.
Ya él sabía lo que era ser hombre.
Escupía con desenfado, lanzando el escupitajo a lo lejos
y decía a alguno de los otros muchachos.
–De esas mujeres la mejor es la turca. Yo lo sé. No
ve que yo he visto mucho.
Recogía una colilla y la encendía. O cuando tenía con
qué compraba una locha de cigarrillos rubios. Había aprendido a fumar como los hombres
grandes. Por eso lo botaron de la escuela del barrio.
–Tan chiquito y fumando.
Había pedido permiso para ir al excusado y le abrieron
la puerta y lo encontraron con el cigarrillo encendido.
Tanto escándalo por un pedazo de cigarrillo. Si ellos
supieran. Él conocía más.
Pablo, el que había cantado en la televisión, le ofreció
un día un pito de marihuana. Eso sí es de verdad. Pablo era alto, flaco, siempre
muy bien vestido y con el pelo muy brillante. Era cantante. Él decía que cantaba
en teatros y en fiestas elegantes. Y hasta un día salió en un programa de televisión.
De eso hablaba siempre.
–Si uno no está metido en la rosca se friega. Por eso
es que yo no pude seguir en la televisión.
Pablo parecía muy amanerado.
Vivía en una casa de vecindad cerca del cerro. Un día
le dijo que entrara para que oyera un disco suyo. Allí fue que le ofreció el pito.
Puso el disco. Se sentó en el suelo a su lado y comenzó a tararear la canción que
estaban oyendo. Sacó el pito y lo encendió.
–¿Sabes lo que es?
No sabía, pero contestó afirmativamente.
–¿Quieres probar? Es maravilloso.
Probó. Le supo a trapo quemado. Tosió y se quedó mirando
a Pablo que parecía transportado en un estado de plácida satisfacción.
Le había agarrado una mano con su mano caliente y un
poco temblorosa.
–¿No te gusta?
Le tendió el otro brazo por el hombro. Comprendió de
pronto y se puso de pie de un salto.
–¿Eso era lo que querías, desgraciado?
Pablo se asustó y trató de calmarlo.
–Pero si no era nada. ¿Qué te pasa?
“¿Qué me pasa?”. Era indignación y náusea lo que sentía.
Ganas de escupirlo. Atreverse con él. Qué creía que era él. Aquel Pablo envaselinado
y oloroso.
Pero otros días se hacían largos porque no pasaba nada.
Siempre venía a dar al carrito del vendedor de perros calientes. Se paraba a verlo
servir a los parroquianos como hipnotizado. Lo veía sacar el pequeño pan abierto,
tomar con una pinza, del fondo humeante, una salchicha de un rojo increíble. Colocarla
en la ranura del pan y empezar a poner sobre ella, con infinita delicadeza, hilos
rojos de crema de tomate, sal espolvoreada, gotas de picante y grumos blancos y
espumosos de salsa alemana. La boca se le hacía agua viendo al comprador dar los
primeros mordiscos. Con las manos en los bolsillos parecía buscar una moneda que
sabía que no estaba.
Aquél que estaba allí comprando había vivido en el rancho
con su mamá. El hombre le respondía con la boca llena de comida.
–¿Y tú quién eres?
–Guá. El hijo de Ramona.
–¿De Ramona? ¿Qué Ramona?
Qué Ramona. Hubiera tenido que explicarle. Hablarle
del rancho, de los otros hermanos. De la hermana mayor. Por la hermana mayor fue
que su mamá tuvo que pelear con él. Siempre se quería quedar solo con la muchacha.
–Mejor es que sea yo y no un vagabundo de por ahí, que
tú ni sabes quién es.
Pero ahora ni lo veía ni lo oía.
–¿Qué Ramona?
Tenía la boca llena de alimento y por las comisuras
le chorreaba la salsa blanca del perro caliente. Haciendo caminos y veredas.
El cerro estaba lleno de caminos y veredas. Eran trochas
entre los ranchos que se torcían a un lado y otro como cansadas y que de pronto
parecían derrumbarse por una cuesta. Pero todas llevaban a las mismas encrucijadas
sucias o a los comienzos de las calles de cemento. Se daba vueltas y siempre se
volvía al mismo punto.
Varias veces había pensado en irse. Pero ¿adónde y cómo?
Cerca pasaban las autopistas que llevaban lejos hacia otros pueblos y otras gentes.
Desde por la mañana se veía desfilar la ristra de camiones y automóviles. Todos
iban rápidos. Por la noche continuaba el desfile entre las luces encendidas, el
zumbido lejano de los motores y el deslizamiento de las ruedas. Era mucha la gente
que salía. Sobre los cargamentos de sacos llenos y de racimos de plátanos iban tumbados
algunos hombres. Y a veces algún muchacho. Despernancados, durmiendo, mientras el
camión se iba metiendo hacia lo que estaba lejos y que desde allí no se podía ver.
Si un camionero lo tomaba de ayudante, o simplemente
le daba permiso para subirse sobre la carga, se iría rodando en el día y en la noche
por caminos y caminos. Viendo otros camiones y otras gentes que regresaban o que
se desviaban para otros rumbos.
Pero no habría camionero que quisiera llevar a un muchacho
tan chiquito como ayudante. Él había visto hombres fuertes doblados debajo de un
fardo. Y si lo tomaban dónde iba a quedarse. Parado en alguna esquina, sin saber
adónde ir, como estaba ahora, como estaba todos los días en alguna vereda del cerro.
Había una época del año en que desde lejos se veía la
gran carpa del circo, inflada en medio de un terreno abierto. La carpa era color
de león. O los leones estaban vestidos con pedazos de la carpa. Y olía a cagajón.
Había caballos grandes y chiquitos y unos retratos de payasos con enormes caras
blancas manchadas de rojo. Lo más que podía hacer era dar vueltas en torno a la
carpa y mirar las jaulas de los animales y un elefante viejo, medio doblado, amarrado
por una pata a una cadena, que registraba entre el polvo con la trompa y recogía
papeles para comérselos.
Era una vez al año y después desaparecía el circo. Un
día veía desde el cerro para abajo y ya había desaparecido la carpa. Si se acercaba
lo que quedaba eran papeles viejos, pedazos de cajones, envoltorios de caramelos
y pilones de cagajón llenos de moscas.
No había dejado de ofrecerse a alguno de aquellos hombres
con botas y látigo que salían de la carpa.
–¿No necesita un muchacho para ayudar?
No. ¿Quién iba a necesitar un muchacho. Un muchacho
como él. Flaco, sin fuerza y que no sabía hacer nada?
Ya habían cerrado el ventorrillo. Caminando sin rumbo
fue mirando como iban cerrándolos todos. Siempre era el mismo camino por donde quiera
que tomara. Toda la noche parecía llenarse de luces solas arriba y abajo. Las del
cielo y las de las autopistas.
Por delante de él trotaba un perro. Siempre eran los
mismos perros. Los podía reconocer todos. Tomó una piedra y se la lanzó.
Era la hora de la noche en que las luces parecían más
altas limpias y quietas. Como si se hubieran puesto más solas. La ciudad parecía
aquietada y más lejana y las veredas del cerro aparecían vacías y más grandes.
Llegaba un viento frío que anunciaba la madrugada. Las
pocas voces que se oían parecían lejanas. Un canto de borracho. Un aullido, que
se iba adelgazando en la distancia, de perro apedreado. El crujido lejano de un
frenazo de automóvil.
Caminaba dando vueltas. Vueltas que lo iban acercando
a la casa de la madre. Lo sabía pero seguía marchando lentamente, deteniéndose,
escarbando con el pie en los montones de basura, lanzando una mirada al interior
penumbroso de los ranchos con las puertas abiertas.
Cuando ya iba más cerca, vio brillar algo en el suelo.
Como un chispazo de luz que había saltado. Se apresuró para ver qué era. Era un
cuchillo viejo, sin mango, mellado, respingado hacia arriba en la punta. Le pasó
el dedo gordo por el filo. Todavía tenía filo. Se lo metió en la cintura, pegado
al cuerpo. Sintió el frío de la hoja, pero después ya se puso del calor del pellejo.
Ahora tenía un cuchillo. Los que no tienen cuchillo
respetan a los que tienen cuchillo. Basta sacarlo y amenazar. “Con cuchillo no”.
“¿Con cuchillo no?”. Cuando se saca el cuchillo todos lo ven. No ven otra cosa.
Ni la mano, ni la cara, ni el cuerpo. No ven sino el cuchillo. Como cuando alguien
saca un revólver. Él había visto sacar un revólver. Todo el mundo se callaba. El
que apuntaba y el que estaba apuntado. Y los tiros sonaban menos de lo que uno podía
esperar. Sonaban como si fuera lejos. Y la gente empezaba a correr y a esconderse.
Por eso decían: “Ese está armado, ten cuidado”. Ahora
él estaba armado. En toda la vereda sola, en toda la noche sola, caminando por aquellos
recovecos que llevaban a la casa.
Bajó por un zanjón que le pareció distinto y se encontró
frente a la casa. Creía que estaba más lejos.
Adentro todo estaba quieto y oscuro. Sacó el cuchillo
y lo apretó con fuerza. Asomó la cabeza por la puerta entrejunta. En la cama estaba
el hombre durmiendo. Boca abajo, con un brazo descolgado que tocaba el suelo. Medio
desnudo. Roncaba como si se estuviera ahogando. Se le veía todo el cuello gordo
descubierto desde la nuca hasta el hombro. Al lado, boca arriba, sin ruido, estaba
su madre. En los colchones del suelo se veían las formas de sus hermanas.
Ahora el espacio parecía más grande. Él era el más alto.
A todos los veía desde arriba.
Se fue acercando al camastro muy poco a poco. El hombre
se sacudía con los ronquidos. Con el cuchillo apuñado se inclinó sobre él. De un
solo golpe le podía abrir todo el pescuezo. No tendría tiempo ni de gritar. Él saldría
corriendo cerro abajo, o cerro arriba. Buscaría donde esconderse, o donde irse.
Buscaría.
Fue entonces cuando se encontró con los ojos de la madre
que lo estaban viendo.
–¿Qué fue?
Hablaba bajo con temor de despertar al hombre.
–Dame eso. Estás loco.
Suavemente le tomó el cuchillo. Se lo entregó sin fuerza.
–Vete a acostar que ya va a ser de día.
Caminó hacia su rincón. Tropezó con una de las hermanas
que refunfuñó semidormida. Se tendió boca arriba en un pedazo de manta. Se metió
una mano en la boca, mordió con fuerza y comenzó a llorar sin que lo oyeran.
(Tomado
de www.literatura.us)
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