Voltaire
En
mis viajes encontré a un viejo brahmín, hombre muy cuerdo, lleno de ingenio y muy
sabio; era además rico, y pese a ello más cuerdo todavía; al no carecer de nada,
no tenía necesidad de engañar a nadie. Su familia estaba muy bien dirigida por tres
hermosas mujeres que se esforzaban en complacerle; y cuando no se entretenía con
sus mujeres, se dedicaba a filosofar.
Cerca
de su casa, que era hermosa, bien decorada y rodeada por deliciosos jardines, vivía
una vieja india beata, imbécil y bastante pobre.
Cierto
día el brahmín me dijo: “Ojalá no hubiera nacido”. Le pregunté la causa, y él me
respondió: “Estudio desde hace cuarenta años, y han sido cuarenta años perdidos;
enseño a los demás, y yo lo ignoro todo; esta situación humilla tanto mi alma y
me repugna tanto que la vida me resulta insoportable. Nací, vivo en el tiempo y
no sé lo que es el tiempo; me encuentro en un punto entre dos eternidades, como
dicen nuestros sabios, y no tengo ninguna idea de la eternidad. Estoy hecho de materia;
pienso, y nunca he podido saber nada de lo que produce el pensamiento; ignoro si
mi entendimiento es en mí una simple facultad, como la de caminar o digerir, y si
pienso con mi cabeza de la misma forma que cojo algo con mis manos. No sólo desconozco
el principio de mi movimiento, sino que también el principio de mis pensamientos
queda oculto a mi mente: no sé por qué existo. Sin embargo, me hacen preguntas a
diario sobre todos esos puntos; debo responder, no tengo nada que decir, hablo mucho
y después de haber hablado quedo confuso y avergonzado de mí mismo.
“Y
es mucho peor cuando me preguntan si Brahma fue producido por Visnú, o si los dos
son eternos. Pongo a Dios por testigo de que no sé una sola palabra de eso, y se
nota en mis respuestas. “¡Ay!, reverendo padre, me dicen, enseñadnos cómo inunda
el mal toda la tierra”. Sufro tanto como los que me hacen esa pregunta. A veces
les digo que todo está de la mejor manera del mundo; pero los que tienen arenilla
en la vejiga, los que han quedado arruinados y mutilados en la guerra no lo creen,
ni yo tampoco: me retiro a mi casa abrumado por mi curiosidad y mi ignorancia. Leo
nuestros libros antiguos, y aumentan mis tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos
me responden que hay que gozar de la vida y burlarse de los hombres; otros creen
saber algo, y se pierden en ideas extravagantes; todo aumenta la sensación de dolor
que siento. Algunas veces estoy a punto de caer en la desesperación al pensar que,
después de todas mis búsquedas, no sé ni de dónde vengo, ni lo que soy, ni adónde
iré, ni qué será de mí”.
El
estado de aquel hombre me dio verdadera pena; no había nadie más razonable ni de
mejor fe que él. Pensé que cuantas más luces tenía en su entendimiento y más sensibilidad
había en su corazón, más desgraciado era.
Ese
mismo día vi a la vieja que moraba cerca de su casa: le pregunté si alguna vez se
había afligido por no saber cómo se había formado su alma. No sólo no comprendió
mi pregunta, sino que nunca había pensado ni un momento siquiera de su vida en ninguno
de los puntos que atormentaban al brahmín; ella creía en las metamorfosis de Visnú
con todo su corazón, y con tal de poder tener algunas veces agua del Ganges para
lavarse, se creía la más feliz de las mujeres.
Atónito
ante la felicidad de aquella pobre criatura, volví a mi filósofo y le dije: “¿No
os da vergüenza ser desgraciado cuando a vuestra misma puerta hay una vieja autómata
que no piensa en nada y que vive contenta?
–Tenéis
razón –me respondió–; cien veces me he dicho que sería feliz si fuera tan necio
como mi vecina, y sin embargo no querría semejante felicidad.
Esta
respuesta de mi brahmín me causó mayor impresión que todo lo demás; pensé en mí
mismo y vi que, en efecto, no habría querido ser feliz a condición de ser imbécil.
Propuse
el asunto a unos filósofos, y fueron de mi misma opinión. “Sin embargo, decía yo,
hay una contradicción terrible en esta forma de pensar”. Porque, en última instancia,
¿de qué se trata? De ser feliz. ¿Qué importa entonces ser inteligente o necio? Es
más: los que están contentos con su ser están completamente seguros de estar contentos;
los que razonan no están tan seguros de razonar bien. “Es evidente, por tanto, decía
yo, que habría que elegir no tener sentido común, a poco que ese sentido común contribuya
a nuestro malestar”. Todo el mundo compartió mi opinión, y sin embargo no encontré
a nadie que quisiera aceptar volverse imbécil para estar contento. De donde deduje
que, si bien nos importa la felicidad, más nos importa todavía la razón.
Pero después de haber reflexionado en ello,
parece que preferir la razón a la felicidad es ser muy insensato. ¿Cómo puede explicarse
esta contradicción? Como todas las demás. En todo esto hay materia para hablar mucho.
(Tomado de Voltaire, Cuentos completos, Biblioteca
digital Minerd)
No hay comentarios:
Publicar un comentario