Pedro Juan Soto
Distinguió a lo lejos la capota roja del taxi, lo enfocó y persiguió luego
en la curva donde el verde húmedo de los jardines resplandecía al sol, emplazó entonces
su mirada en el parachoques delantero y lo atrajo hasta la entrada del edificio.
Se abrió la portezuela de la izquierda… y no era él. Un cuerpo repulsivo –tan pequeño,
tan escuálido, tan distinto al de él– cruzó la entrada cargando una maleta y subió
el empinado pasadizo que conducía a la sala de espera.
No vendrá, pensó. Le bastó con un simple apretón de manos en
el porche, siempre pendiente de los ojos de Inés y mamá. Canalla. Cobarde. No… Probablemente
Inés, sin siquiera darse cuenta, lo mantiene a raya con sus encargos: Nene, necesito
ajos. Tomates, nene. Nene… Y seguramente ese renacuajo también lo hace pensar. Aunque
me quiera –¡y me quiere!–, no querrá dejarlo. Cobarde. Yo puedo darle hijos de más,
un buen hogar, hacerle felicidad, maldita Inés, estar contentos en una eterna luna
de miel, es mío, Inés; yo puedo y si en verdad me quiere –¡y me quiere, me quiere!…
En la pared de cristal vio el reflejo de la frente arrugada
bajo el ridículo sombrerito de fieltro, los ojos acuosos y la boca fruncida (sobre
los labios había trazado unas curvas gruesas que ahora formaban un minúsculo corazón),
y sintió deseos de derribarla a cabezazos.
–Fernanda, yo ehtoy cansá y quiero sentarme.
–Pueh siéntate. Yo no te tengo aguantá –dijo ella, volviendo
airada la cabeza hacia la anciana peliteñida e incómodamente enhiesta dentro de
su ceñido traje floreado.
–Ay, virgen, que tú… Fernanda, te dicho que no llores
más. La gente se va dar cuenta.
–Déjame quieta –musitó ella, secándose el ojo derecho
con los dedos.
Rugió el sistema de altoparlantes:
–Su atención, por favor. Llamada telefónica para Aníbal
Montero, Señor Aníbal Montero, favor de acudir al mostrador de la Pan American…
Se dio vuelta porque ya no quería seguir a caza de taxis.
Necesitaba olvidarse de él y del tiempo que tan lentamente transcurría.
A uno y otro lado de la sala, los pasajeros paseábanse
alrededor de los bancos –sin animarse a tomar asiento, por no arrugar el uniforme
de la excitación que lucían sobre sus vestidos de viaje–, se entretenían recogiendo
hojas y folletos de propaganda comercial, se sentaban dentro de la caseta junto
al portal de la sala para posar por las cuatro instantáneas de a veinticinco centavos,
o llevaban a los niños a montar los caballos que por diez centavos no mordían ni
coceaban ni relinchaban pero sí hacían chirriar sus piezas oxidadas cada vez que
giraban en los tubos palmisudados.
Todos se hallaban empeñados en la matanza de un enjambre
de minutos como quienes se han impuesto la tarea de papar moscas en una pescadería.
Sin ánimo de imitarlos, volvió a darles la espalda.
Detuvo otro taxi y tampoco de este lo vio descender.
Fernanda, t’estoy viendo –dijo la anciana rascándose
disimuladamente la espalda con la pared–. No lo sigas ehperando, que no viene. Ya
se lo dije anoche, que si se presenta voy se lo cuento to a Inés.
Su mirada giró hacia la izquierda y embistió como una
antorcha contra el semblante añejo, desolado y grietoso.
–Pero ¿qué tú te crech? –resistió la anciana–. Lo qui
has hecho ehterrible y ya Dios te cahtigará. No le dicho na Inés porque lo botará
de la casa y se quedará sola y amargá. No eh por él que me priocupo. Él no vale
na.
–Enhtá bien –dijo ella reanimándose–. Ponle punto final,
por ahora. Pero tengo esperanzah…
–¿Tú me quiereh decir que si te busca…?
–Yo no sé.
–Él es un sinvergúenza, Fernanda. Deja que Inés lo coja
con otra.
–Él no tuvo la culpa.
–Ponte a defenderlo ahora –cuchicheó la anciana, mirando
de soslayo al hombre que pasaba silbando–. Si él fuera persona decente…. Él no rehpetó
ni la casa donde toh estábanoh unidos, ni rehpetó mis canas, ni a Inés, ni a ti.
La mujer en el hospital, dando a luz, y él en tu cuarto, Fernanda…
–Yo los oía de noche –dijo ella, persiguiendo otro taxi–.
Aunque mi acohtaba temprano, me quedaba en vela pa oírlos….
–¿Oírlos?
–…pero en los últimoh meses ella no quería y yo entonceh…
–Dios mío, Fernanda. Y siendo tu hermana…
Sin mirar a la anciana, ella sacó el pañuelo de su bolso
y, limpiando el marco de resignación que colocaba alrededor de sus ojos, dijo
–Yo me voy, ¿no?
Fue entonces cuando lo vio descender del taxi, pagar
al chofer, y entrar pausadamente al edificio. No supo qué hacer. Si mamá lo ve…
pensó. Echó a andar más hacia el fondo de la sala. Que no se enfrente ahora a
mamá. Que espere.
–¿Pa dónde tú vas? –dijo la anciana yendo tras ella.
–¿Tú no queríah sentarte? Yo también ehtoy cansá.
–Pero si aquí hay un banco, Fernanda.
Simuló no haber oído. Sin pedir excusas, rompió el corro
de los cuatro hombres: cuatro caras festivas, cuatro pares de pantalones abombachados,
algo sobre “la dulce vida de los sábadoh”, y una mano distraída que hacía girar
una leontina en el aire bullicioso.
Dejándose caer en el banco vacío, de espaldas al portal,
se quitó los zapatos. Aléjalo un poquito, san Alejo, hasta que mamá me deje sola.
–¿Qué te pasa?
–Aquí no hay tanta gente y me puedo quedar en mediah.
–Eso no se ve na de bien –dijo la anciana sentándose
a su lado.
–Na de lo que yo hago se ve bien.
¿Me habrá visto?, pensó. Estará plantado en la entrada
buscándome. Calzose de nuevo, se incorporó, se dio vuelta, se llevó una mano
a la frente y cerró los ojos. Él la miraba desde lejos, muy tieso, luego se viraba
y salía. ¿Para dónde vas? No tengas tanto miedo, que ella no come gente.
Le temblaban las manos. Su corazón era un cachorro secuestrado
y furioso dentro de un saco.
–Tengo dolor de cabeza. Voy a buhcar aspi…
Evadió a los dos niños que corrían a través de la sala,
enredó el borde de su vestido en la punta de una sombrilla, tropezó con la pareja
que caminaba cogida de manos, recibió un pisotón del piloto que caminaba absorto
en la lectura del periódico, y por fin cruzó el portal en dirección al ala izquierda
del edificio. De repente, se detuvo en seco. Él la observaba desde la pequeña terraza
de la izquierda, entre los estanques. Instintivamente, su mano se alzó un poco para
blandir un saludo o una señal de cautela, y en seguida miró atrás, al gentío por
entre el cual avanzaba la anciana.
Retrocedió hacia el portal, puso la ancha columna como
muro a los ojos de la anciana, y esperó a que esta se acercara.
–Dios mío! Ehta gente no deja uno caminar…
–Cómprame unas ahpirinas en la falmacia –rogó ella–.
Me siento muy mal pa ir allá.
La anciana miró en torno, como quien teme una puñalada
en la espalda.
–Ehtás tratando de deshacerte de mí, ¿verdá?
–Me siento mal. No es lo que tú piensas.
–La falmacia no ehtá tan lejos, Fernanda. Vamoh las
doh.
–Déjalo, déjalo –dijo ella, y se abrió paso hasta el
mostrador de la Pan American.
–¿Hay algún cambio en la salida del dos cincuentiséis?
–La hora sigue igual –dijo el empleado–: Doce y cinco.
–Graciah.
Se hizo a un lado, volvió el cuerpo hacia el portal,
y descansó un codo en el mostrador. Su madre permanecía frente a ella, leyendo el
itinerario al otro lado del mostrador.
–Voy simplemente a vivir todo un mes en Harlem –decía
el hombre larguirucho, orondo, al joven que garrapateaba en la libreta de apuntes–.
Mi labor será, verdá, realizar una invehtigación de las condicioneh de vida del
puertorriqueño en Nueva York. Diga en su periódico también…
–Your attention, please –clamó la voz que, a
través del sistema de altoparlantes, parecía transmitir bajo una lluvia de cascajo–.
Eastern Airlines announces the departure of Flight Three-sixty-four to Miami.
Please present your tickets at Gate Three. Su atención,
por favor. La Eastern Airlines…
Rojos, seriotes, cargando libros y revistas bajo el
brazo, siete pasajeros se movieron hacia la puerta número tres.
La anciana cambiaba de uno a otro pie el peso de su
cuerpo, resollaba, preocupábase porque ninguna mano al pasar rozara sus caderas,
mientras ella miraba con disimulo la pared de cristal que daba a la terraza. Ahora
él se hallaba escondido tras de una columna y, bajo el ala del sombrero, dejaba
ver la mano fija al cigarrillo caviloso. Como en el cine, pensó ella. Él
es Alan Ladd, yo soy Ava Gardner, y mamá es Bela Lugosi. Solo que aquí Alan Ladd
ha empeñado su pistola.
Comenzó a reír y no calló hasta darse cuenta de que
el movimiento de su boca y el escozor en los ojos no concertaban con la risa.
–Y ahora ¿qué te pasa?
–Na –logró balbucear–. Es un chiste.
–Pero ehtás queriendo llorar otra vez.
–No eh na, no eh na.
Sacó el pañuelo, se secó los ojos, y se sonó. Luego
fue a sentarse en el banco más cercano al portal, de perfil a la terraza. La anciana
se escurrió a su lado.
–¿Por qué tú no te vah pa tu casa? Tú debeh tener algo
qui hacer.
–Cuando salga el avión –dijo la anciana.
–Quieres ehtar segura, ¿ah? Pero ¿qué más necesitah?
Tú mihma l’ehcribihte a Julio diciéndole que yo iba trabajar.
–Y a vivir con elloh, Fernanda. Que no se ti olvide.
Ya mi ocuparé yo di averiguar si tú te has ido a vivir sola.
–O si he cogido el avión otra veh pa Puerto Rico.
–O si has cogido el avión otra veh pa Puerto Rico. Yo
ehtaré pendiente de to tuh pasos.
–¿Debo mantenerte al tanto de mis amoreh?
–Julio te velará, que pa eso eh tu hermano mayor. Yo
lo único que no quiero eh verte aquí en Puerto Rico, hahta que to vuelva ehtar bien.
–Bien ¿cómo?
–Hahta que crehcas y te deh cuenta del pecado qui hah
cometido.
–¿Y cuándo me daré cuenta? ¿Cuando cumpla loh veintiún
añoh?
–¡Ojalá!
Cuatro años más, pensó. Después podré venir a pelear por él. A llevármelo,
a casarme con él, si es que aún no ha tenido el valor de abandonar a Inés para buscarme.
–Le dices a Julio que quizáh yo vaya verlo pa Navidadeh
–dijo la anciana–. Quiero conocer la mujer y los doh nenes…
No me va a dejar sola, pensó ella. Ni siquiera voy a
poderlo besar. Detuvo su vista en los letreros –”Viaje ahora y pague después”,
“Asegúrese por $25,000″– tratando de olvidar aquella boca
parlanchina. Sobre el escaparate de los objetos de concha, giraba el anuncio con
su aureola neón: “Tim’s Shell Gifts… “Tim’s Shell Gifts”… Tim’s…”
Miró de reojo hacia la terraza. Todavía estaba allí,
escondido como un gángster, fumando su viciosa precaución. Cruzó las piernas.
Que las vea, pensó. Que se fije en lo que va a perder. Inés las tiene flacas.
Inés no tiene nada de lo que yo tengo. Excepto a él. Pero eso no fue más que suerte,
labia, y yo era entonces solo un muchachita con barros y trenzas. Pero él tampoco
se fijaba en eso. Me tiraba la vista a la espalda como un garfio para rasgarme el
traje sobre las caderas y los muslos. No era bobo y yo tampoco.
–…Y en Nueva York cualquier trabajo secretarial lo pagan
mejor que aquí –decía la anciana.
–Sí.
–Se trabaja duro, pero se hace buen dinero. Y cuando
uno sabe dos idiomas…
Comenzaba a oír el ronco fragor de unos motores invadiendo
la sala, cuando repercutió la voz:
–Your attention, please.
Pan American World Airway announces the arrival of Clipper Flight Two-sixteen from
New York. Su atención,
por favor…
Conversando agitadamente, varias personas corrieron
a asomarse por las aberturas redondas que dominaban la pista de aterrizaje.
–…Llegada del Clipper Vuelo dos dieciséis de Nueva York….
Ella miró su reloj de pulsera. Quince minutos más,
pensó. Anda y ven a besarme. Mamá no dirá nada. Atrévete. Ven acá, ven acá. No
estabas leyendo el periódico, sino que me hablabas con esos ojos diabólicos. Ven
acá, decías. Estas manos, esta boca y esto van a ser tuyos. Todo eso con los ojos,
cuando echaste a un lado el periódico y te estiraste en la butaca mordiendo tu bostezo.
Ven acá. Toma. Ven acá, que ya tu mamá se fue a la cama.
–Fernanda.
–¿Qué quiereh?
–Que si no vah almorzar. En el avión seguro que no darán
almuerzo, porque ya to el mundo habrá comido.
–No tengo hambre.
–Aunque sea un vaso de leche y un sándwich.
–No quiero na.
En la sala, habiendo sometido su equipaje al examen
aduanero, los pasajeros que acaban de descender a tierra repartían besos y abrazos
entre amigos y parientes alborozados.
–Y cuando cai la nieve, aquello parece una taljeta de
Navidá –decía un hombre.
–Yo no tardo seih meseh más en irme di aquí, porque
ya el campo s’está volviendo un patio pa to ese montón de fábricas que van levantando
–decía otro.
Ella volvió la vista hacia el chiquillo que, medrosamente
y solo a instancias de su madre, acariciaba un flanco del caballo de madera. La
madre le hablaba y el chiquillo sacudía la cabeza. No, me va a doler. La
madre seguía hablándole con ternura, mesándole los cabellos, pasándole una mano
sobre la mejilla. No me atrevo porque me duele y porque tú eres mi cuñado.
El chiquillo al fin se dejaba convencer. La mujer lo alzaba, lo colocaba en la montura,
y echaba la moneda en la ranura. Entonces el caballo comenzó a brincar, a girar,
a mecerse… Y brincaba, giraba y se mecía luego sin dejar caer el tembluzco grito
del jinete asido a su pescuezo.
Se movió nerviosamente en el banco. No fue tanto
el dolor; pero hubiera querido gritar de dolor y de placer. Miró hacia el agua
del primer estanque y, sin levantar la cabeza, alzando solo los ojos, escudriñó
la columna. Ahora el humo del cigarrillo era lo único que delataba su presencia.
Cobarde, ¿por qué no vienes acá? Un solo beso. Mamá no dirá nada. Ella se conforma
con verme volar. Lo que no te perdona es que hayas salido de mi cuarto cuando ella
volvía a acostarse después de ir al baño. Escríbeme,
cobarde. Piensa en mí.
–Your attention, please.
Pan American World Airways announces the departure of Clipper Flight Two-fifty-six
to New York. Passengers please present your tickets at Gate Seven.
Un tropel de gente comenzó a hacer fila para pasar a
través del torno de la galería de observación. Las niñas que se acicalaban frente
al espejo de la caseta de fotografías, echaron a correr hacia quienes las llamaban.
–…Anuncia la salida del Clipper Vuelo dos cincuentiséis
con destino a Nueva York. Sírvanse presentar sus boletos en la puerta número siete.
La sala servía ahora de pista a la turba que, riendo
y llorando y dando voces frenéticas y taconeando apresuradamente, desfilaba hacia
la puerta señalada.
La anciana terminaba de prensar los labios sobre cada
uno de sus ojos, y ella cerraba la boca para rozar la mejilla descarnada.
–Que Dios te bendiga, Fernanda. Yo voy ehtar arriba,
en la galería.
Cuando la vio alejarse, miró hacia la terraza. Pero
ya no lo divisaba en el lugar de antes. Miró en derredor, sobre las caras desconocidas,
y no lo halló.
–Su boleto, por favor.
Dio el boleto y volvió a buscarlo con la mirada.
–Perdone, señorita, pero hay más pasajeros.
Echó a andar hacia la pista de aterrizaje, donde trepidaba
un carromato lleno de equipaje y vociferaban los mecánicos. Subió las escalinatas
ladeando la cabeza hacia la galería de observación, y vio entre el montón de brazos
y rostros el pañuelo de la anciana. Entró precipitadamente, sin corresponder a aquel
gesto, para tomar asiento junto a una ventanilla, Su vecino de asiento no cesó de
lanzar besos ni de agitar la mano hasta que el avión comenzó a moverse.
Desapareció de su vista la galería de observación, toda
la fachada trasera del edificio, y luego se esparció ante ella la carretera interior
del aeropuerto. ¿Por qué no aprovechó cuando mamá me dejó sola?, pensó.
Un beso nada más hubiera sido suficiente. Maldita seas, mamá. Si te hubieras ido…
Súbitamente, cuando el avión giraba lentamente hacia
la torre de señales, la figura que salía a la acera atrajo su atención. Se detenía
–las manos en los bolsillos, la corbata al viento, el sombrero aleteando– y contemplaba
el avión. ¡Es él, es él! Desesperadamente, su mano gesticuló un adiós a través
de la ventanilla. Y él seguía con su cabeza alzada, su sombrero aleteando, sus manos
en los bolsillos.
Tú sabes que yo voy aquí. Encórvate un poco, aunque
no llores. Él ensanchaba
el pecho, afirmaba las piernas, A menos que no te importe, que solo hayas venido
para estar seguro. A menos que como mamá…
El avión giró por completo, corrió sobre la pista y
despegó. Entonces ella comenzó a reír sin ganas, sin fuerzas. Y él llanto le vino
luego.
(Tomado de www.ciudadseva.com)
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