Elizabeth Flores
No es que no sepa nadar. No
es que vaya a ahogarme. Un episodio demuestra lo contrario; ya se verá cómo se puede
malinterpretar.
Tendría cuatro o cinco años cuando
me llevaron por primera vez al mar. A mis padres, en esa época aún de dicha, les gustaba
viajar. Siempre éramos al menos dos familias, a veces tres: los Acosta, los Trejo
y nosotros. Las posibilidades, según mi padre,
de que sucediera alguna desgracia, disminuían. En ocasiones viajábamos toda
la noche, sin parar. Recuerdo a mi madre dormida, abrazándome, o a mi hermano y
yo acurrucados, siempre dos extraños, en el asiento trasero del auto, un Dodge rojo
75. Despertarse de cuando en cuando, a media mañana, preguntando si faltaba mucho,
y ser tranquilizados por la voz de mi padre:
–Shh, duérmanse, al rato verán el mar.
No recuerdo el viaje, ni las sensaciones del camino,
aunque las fotografías confirman el modelo del auto. Hay otra imagen, en algún mirador,
en la que poso para la cámara, lista para el mar, en un traje de baño azul con blanco,
las manos extendidas sosteniendo una toalla blanca por encima de mi cabeza, a manera
de alas; el cuerpo un poco encorvado, la mirada ceñuda.
–Estabas furiosa por el sol –sonríe
mi padre al recuerdo.
–Te creías vampiro –corrige mi madre, sarcástica.
–Siempre has sido muy sensible al sol, te salían pústulas en los labios; lo odiabas, te daba fiebre, no podías
dormir –mi padre entorna los ojos, culpable por haberme heredado tan poca
melanina.
–Te creías vampiro y decías que el sol te quemaba
–insiste mi madre, orgullosa de su piel morena,
siempre con la mirada lista para hallar su huella en mí.
–Sí, pero eso lo inventaste porque te molestaban en
la escuela, inventabas cada cosa –anota mi padre,
incómodo.
–Sí, inventabas cada cosa –concede mi madre, harta.
El episodio, del que sólo conservo
el recuerdo de la fotografía, se borró de mi memoria por completo. Queda de él, sin embargo, el cadáver de
una imagen que representa casi cualquier cosa que se quiera inventar.
La primera parte del viaje culminó en Veracruz, en
un lugar de nombre Montepío que, en mi mente, siempre permanecerá como la mítica
playa virgen: había palmeras, y un perro insolado y agresivo al que mi madre ofreció
agua fresca.
El primer recuerdo del mar que tengo no es una bahía,
sino mar abierto: una punta de arena hiriendo la boca gigantesca de las olas. A los lados, en la base de la punta, rocas negras
y desperdicios abandonados por la resaca. “Mar abierto”, escuché la expresión varias
veces ese fin de semana; luego de muchos años
aún me representa el terrible poder de la naturaleza, incluso tras el gran
temblor. El “mar abierto” de Veracruz hería más
en el temor por las cosas adultas, las que me rebasaban.
Mentiría si dijera que recuerdo
la primera impresión que tuve del mar; lo que recuerdo
viene después, y los hechos los recuerdan mejor mis padres,
quienes, dependiendo del humor, fingen haberlo olvidado o ríen nerviosos al recordarlo.
Era casi mediodía, los coches avanzaban lentos por
kilómetros y kilómetros de terracería, a intervalos había trabajadores que cortaban
caña y miraban, entre curiosos –según mi padre– y amenazantes –según mi madre–,
la caravana de tres autos cargados de maletas, niños y tiendas de campaña. En algún
punto el camino se ensanchó un poco, y mi padre, desesperado por salir de la selvática
situación, pisó a fondo el acelerador. Unos metros adelante un perro famélico intentó
cruzar el camino. El golpe no fue directo, apenas lo suficiente para lanzarlo unos
metros más allá. Los tres autos frenaron y, repentinamente, dos niños llorosos se
abalanzaron sobre el animal, maltrecho y moribundo.
Tampoco recuerdo la imagen con claridad. Es mi padre
el que no la olvida. Sus ojos se contraen un poco; también el entrecejo. Pobre gente,
digo yo que me quise bajar, pero no tenía caso. Otro niño, quizás adolescente, aunque
de estatura disminuida a causa de la desnutrición, se acercó llevando en las terrosas
manos una bolsa de plástico que contenía media docena de trozos de caña.
–Compre caña –la frase flotó indecisa entre la orden
y la súplica hasta que mi madre, temblando ante la mirada imprecisa y pétrea de
los adultos que se acercaban, alargó unas monedas que apenas cupieron en la mano
izquierda del vendedor. Al instante, las cuatro ventanas del auto y las respectivas de los dos coches que habían quedado atrapados
detrás de nosotros, fueron rodeadas de niños descalzos.
–Compre tacos, compre caña –decían cansados, apenas
con la perspectiva de las monedas que entibiaban el tono.
–¿Me da taco? –creí escuchar, pero fue mi madre la
que palideció.
Los rostros eran, quizás, otros.
Las voces, sin embargo, eran
las mismas, cansadas y bajas.
–¿Me da caña?
–El tiempo que tarda uno en contar estas cosas siempre
es más largo que aquel en el que sucedieron –dice mi madre, mirando de nuevo la
foto en la que aparezco parada al borde de un precipicio.
Sé bien qué foto es la que sigue y lo que está a punto
de suceder. Conozco los detalles de la escena: me levanto a hacer café, agarro la
mano de mamá para contarle una vez más de aquel
perro que a los cinco años me saltó encima, y que yo pensé me iba a comer. O de
Iván, el hijo de la vecina, que se cayó del techo y se rajó en dos la cara.
Pero eso no en esta ocasión; mi madre pasa rápido
la página. La foto aparece añejada con un color amarillento en las orillas, y el
olor a pegamento nos quita el habla. No. Por supuesto que no es eso. La fotografía,
viéndolo bien, ahora sería considerada no sólo impropia, sino incluso sexual y políticamente
incorrectísima.
Un Chac Mool semidestruido. Dos niños miran a la cámara. Mi hermano sonríe. Yo, reprimiendo la sonrisa,
finjo estar muerta.
–Cierra los ojos. Y tú, levántate la playera, que
parezca que te va a sacar el corazón, pero acuérdate que lo hacían por debajo de
las costillas.
Mi madre observaba desde algún
lugar detrás de mi padre, cansada de discutir, temerosa de un castigo sobrenatural o eterno por participar en una farsa que involucraba
leyendas de canibalismo, sacrificios
humanos y adoración pagana.
Así que mi madre, veinte años más tarde, sentada en
la sala de su casa, mira la fotografía y hace el gesto mecánico de cubrirla, incluso
despega un poco la orilla. El pegamento amarillo que ha quedado descubierto, cruje.
Yo la miro de reojo, señalando otra fotografía de la página, en la que la familia
mira una isla llena de monos araña que gritan y se lanzan basura.
–¿Te acuerdas que preguntaron si queríamos que los
monos jugaran con los niños?
Ambas quedamos en silencio, con los pensamientos casi
paralelos, apenas desfasados unos días: la isla de los monos sucedió antes que el sacrificio en el Chac Mool.
Pero las dos hemos vuelto atrás treinta años. Nuestras manos sobre el enorme
álbum casi se tocan.
Nunca me he parecido a mi madre. Miro una fotografía
de ella a mi edad y me recorre un escalofrío.
Alguna vez que discutíamos, como si valiera la pena ponernos de acuerdo,
gritó que mis similitudes con mi padre la sacaban
de quicio.
–La misma maldita expresión de autosuficiencia, como
si no bastara con que cada día te parezcas más a él.
Yo di un portazo y no volví en tres días. Era la época
en que aún resentía su ausencia.
Nuestras manos, tan distintas, no se tocan hace tiempo.
Por un instante quiero tomarla de la mano, decirle que no importa, que puede quitar todas esas fotografías del
álbum, que ya no importa.
Pero pasa la página y aparece
Montepío. Ella se sonríe y yo también. ¿De qué humor estará hoy? Es temprano, si
se enoja aún tengo tiempo de prepararle su té preferido, correr a la tienda a comprar
helado de fresa e irme sin sentir culpa.
–¿Te acuerdas? –tensa un poco los brazos, pero se
relaja al instante, está de buen humor.
–Sí, la primera vez que te metiste al mar, casi te
ahogas. Me dio tanto miedo –su voz adquiere un tono extraño, uno que no le conocía–.
Tenías cinco años, ¿te acuerdas?
Quedamos en silencio y voy a
la cocina. El fuego calienta el agua en la tetera. Las burbujas comienzan a subir. Burbujas. Espuma. Eso es lo que recuerdo. Ese es mi
primer recuerdo del mar: la espuma en mis oídos, en mi nariz, en mi boca.
Espuma en mi cabeza. Arriba fue abajo y adentro de mí estuvo el mar que me rodeaba.
–Mis piernas flotaron, surgieron
un momento antes de desaparecer –dijo después mi padre.
Las olas no eran peligrosas. Pero yo tenía cinco años.
Mi padre abrió la puerta trasera del auto y yo salté a la arena caliente. Parecía,
según mi madre, un animalito enloquecido. Corrí los doscientos metros que me separaban
de la lengua húmeda. Y no me detuve.
–Todo ocurrió muy rápido –contaba después mi madre,
aunque no con frecuencia–. El señor Morales –tras el divorcio, siempre que hablaban
del otro con algún extraño usaban sus apellidos– era un irresponsable; estaba de
espaldas y no vio a la niña corriendo hacia el mar abierto –lo decía como
decía el diablo, el lobo, el divorcio–, cuando yo corrí ya
era demasiado tarde, la ola la había arrastrado.
Espuma, espuma, sal, arena, la ola, el sonido que
después volvería a escuchar, apagado por una caracola marina. Fue –alguien me explicó
después– el instinto de supervivencia. La ola, que no era muy poderosa, ni muy alta,
me soltó a unos metros de la orilla, y se retiró un poco preparando la nueva embestida.
Mis manos se asieron entonces de la arena que cedía inexorable, como un animal que ha sido descubierto y se retira buscando el cobijo,
cualquier escondrijo.
Mis dedos se clavaban en la arena, cada vez más desesperados, y la resaca me sorbía como un grano de arena
más. Las manos, otras, más grandes, me levantaron en vilo y las voces se
hicieron claras. La única y estentórea del mar se deshizo en las conocidas de los
adultos que me rodeaban, y en la de los niños a quienes se pedía que no se acercaran.
Pero esta vez mi madre no cuenta la historia. Cuando
vuelvo a la sala, el álbum está cerrado y mamá mira por la ventana.
–¿Quieres azúcar en el té?
–Siempre fuiste tan testaruda, te tuvimos que amarrar
para que no te volvieras a aventar. ¿Tienes idea de cuánto me hiciste sufrir?
–Por eso te ofrecí azúcar, para compensar –bromeo,
esperando que la conversación derive hacia sus múltiples problemas de salud.
–Se te hace tarde, voy a llamar
un taxi –se levanta; frente a mí pasan sus caderas que me contuvieron, sus brazos que me salvaron,
su útero ya inútil del que surgí. Mi madre como el mar que me arrastraba.
–No hace falta, puedo tomar el metro.
–Siempre tan testaruda –dice, esta vez sonriendo.
También yo también sonrío y me siento a esperar el
taxi.
Las tazas de té están vacías y afuera espera el auto
negro; un hombre cansado detiene la puerta trasera. El abrazo se presenta como una
incómoda posibilidad, pero en vez de ello, mi madre me entrega una bolsa con galletas
y un juego de té. Luego, como si no importara, me pone en las manos un paquete grande
envuelto en papel.
De camino a casa desenvuelvo el álbum. Sólo falta
una foto.
(Tomado
de www.ficticia.com)
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