Isaac Asimov
Linda, que tenía diez años, era el único miembro de la familia que parecía
disfrutar al levantarse.
Norman Muller podía oírla ahora a través de su propio
coma drogado y malsano. Finalmente había logrado dormirse una hora antes, pero
con un sueño más semejante al agotamiento que al verdadero sueño.
La pequeña estaba ahora al lado de su cama, sacudiéndolo.
–¡Papi! ¡Papi, despierta! ¡Despierta!
–Está bien, Linda –dijo.
–¡Pero papi, hay más policías por ahí que nunca! ¡Con
coches y todo!
Norman Muller cedió. Se incorporó con la vista nublada,
ayudándose con los codos. Nacía el día. Fuera, el amanecer se abría paso desganadamente,
como germen de un miserable gris… tan miserablemente gris como él se sentía.
Oyó la voz de Sarah, su mujer, que se ajetreaba en la cocina preparando el
desayuno. Su suegro, Matthew, carraspeaba con estrépito en el cuarto de baño.
Sin duda, el agente Handley estaba listo y esperándolo.
Había llegado el día.
¡El día de las elecciones!
Para empezar, había sido un año igual a cualquier otro. Acaso un poco peor,
puesto que se trataba de un año de elección presidencial, pero no peor en definitiva
que otros años de elecciones presidenciales.
Los políticos hablaban del electorado y del vasto cerebro
electrónico que tenían a su servicio. La prensa analizaba la situación mediante
computadoras industriales (el New York Times y el Post-Dispatch de
San Luis poseían cada uno la suya propia) y aparecían repletos de pequeños
indicios sobre lo que iban a ser los días venideros. Comentaristas y
articulistas ponían de relieve la situación crucial, en feliz contradicción
mutua.
La primera sospecha de que las cosas no ocurrirían como
en años anteriores se puso de manifiesto cuando Sarah Muller le dijo a su
marido la noche del 4 de octubre (un mes antes del día de las elecciones):
–Cantwell Johnson afirma que Indiana será decisivo este
año. Y ya es el cuarto en decirlo. Piénsalo, esta vez se trata de nuestro
estado.
Matthew Hortenweiler asomó su mofletudo rostro por detrás
del periódico que estaba leyendo, posó una dura mirada en su hija y gruñó:
–A esos tipos les pagan por decir mentiras. No los
escuches.
–Pero ya son cuatro, padre –insistió Sarah con
mansedumbre–. Y todos dicen que Indiana.
–Indiana es un estado clave, Matthew –apoyó Norman, tan mansamente
como su mujer–, a causa del Acta Hawkins-Smith y todo ese embrollo de
Indianápolis. Es…
El arrugado rostro de Matthew se contrajo de manera
alarmante. Carraspeó:
–Nadie habla de Bloomington o del condado de Monroe, ¿no
es eso?
–Pues… –empezó Norman.
Linda, cuya carita de puntiaguda barbilla había estado volteando
de uno a otro interlocutor, lo interrumpió vivamente:
–¿Vas a votar este año, papi?
Norman sonrió con afabilidad y respondió:
–No creo, cariño.
Pero ello acontecía en la creciente excitación del mes de
octubre de un año de elecciones presidenciales, y Sarah había llevado una vida
tranquila, animada por sueños respecto a sus familiares. Dijo con anhelante vehemencia:
–¿No sería magnífico?
–¿Que yo votara?
Norman Muller tenía un pequeño bigote rubio, que le había
prestado un aire elegante a los juveniles ojos de Sarah, pero que, al ir
encaneciendo poco a poco, había derivado en una simple falta de distinción. Su
frente estaba surcada por líneas profundas, nacidas de la inseguridad, y en
general su alma de empleado nunca se había sentido seducida por el pensamiento de
haber nacido grande o de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia. Tenía
mujer, un trabajo y una hija. Y excepto en momentos extraordinarios de júbilo o
depresión, se inclinaba a considerar su situación como un inadecuado pacto
concertado con la vida.
Así pues, se sentía un tanto embarazado y bastante
intranquilo ante la dirección que tomaban los pensamientos de su mujer.
–Realmente, querida –dijo–, hay doscientos millones de
seres en el país, y en lances como éste creo que no deberíamos desperdiciar
nuestro tiempo haciendo cábalas sobre el particular.
–Mira, Norman –respondió su mujer–, no son doscientos
millones, lo sabes muy bien. En primer lugar, sólo son elegibles los varones
entre los veinte y los sesenta años, por lo cual la probabilidad se reduce a
uno por cincuenta millones. Por otra parte, si realmente es Indiana…
–Entonces será poco más o menos de uno por millón y
cuarto. No apostarías a un caballo de carreras contra esa ventaja, ¿no es así?
Anda, vamos a cenar.
Matthew murmuró tras su periódico:
–¡Malditas estupideces!
Linda volvió a preguntar:
–¿Vas a votar este año, papi?
Norman meneó la cabeza y todos se dirigieron al comedor.
Hacia el 20 de octubre, la excitación de Sarah había aumentado considerablemente.
A la hora del café, anunció que la señora Schultz, que tenía un primo
secretario de un miembro de la asamblea, le había contado que “todo el papel”
estaba por Indiana.
–Dijo que el presidente Villers pronunciaría incluso un
discurso en Indianápolis.
Norman Muller, que había soportado un día de mucho trajín
en el almacén, descartó las palabras de su mujer con un fruncimiento de cejas.
–Si Villers pronuncia un discurso en Indiana –dijo
Matthew Hortenweiler, crónicamente insatisfecho de Washington–, eso significa
que piensa que Multivac conquistará Arizona. El cabeza de bellota ése no
tendría valor para ir más allá.
Sarah, que ignoraba a su padre siempre que le resultaba
decentemente posible, se lamentó:
–No sé por qué no anuncian el estado tan pronto como
pueden, y luego el condado, etcétera. De esa manera, la gente que fuera
quedando eliminada descansaría tranquila.
–Si hicieran algo por el estilo –opinó Norman–, los
políticos seguirían como buitres los anuncios. Y cuando la cosa se redujera a
un municipio, habría un congresista o dos en cada esquina.
Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia su cabello
ralo y gris.
–Son buitres de todos modos. Escuchen…
–Vamos, padre… –murmuró Sarah.
La voz de Matthew se alzó sin tropiezos sobre su
protesta:
–Miren, yo andaba por allí cuando entronizaron a
Multivac. Él terminaría con los partidismos políticos, dijeron. No más dinero
electoral despilfarrado en las campañas. No habría otro don nadie introducido a
presión y a bombo y platillo de publicidad en el Congreso o la Casa Blanca. ¿Y
qué sucede? Pues que hay más campaña que nunca, sólo que ahora la hacen en
secreto. Envían tipos a Indiana a causa del Acta Hawkins-Smith y otros a
California para el caso de que la situación de Joe Hammer se convierta en
crucial. Lo que yo digo es que se deben eliminar todas esas insensateces. ¡Hay
que volver al bueno y viejo…!
Linda preguntó de súbito:
–¿No quieres que papi vote este año, abuelito?
Matthew miró a la chiquilla.
–No lo entenderías –se volvió a Norman y Sarah–. En un
tiempo, yo voté también. Me dirigía sin rodeos a la urna, depositaba mi
papeleta y votaba. Nada más que eso. Me limitaba a decirme: ese tipo es mi
hombre y voto por él. Así debería ser.
Linda dijo, llena de excitación:
–¿Votaste, abuelo? ¿Lo hiciste de verdad?
Sarah se inclinó hacia ella con presteza, tratando de
paliar lo que muy bien podía convertirse en una historia incongruente,
trascendiendo al vecindario.
–No es eso, Linda. El abuelito no quiso decir realmente
votar. Todo el mundo hacía esa especie de votación cuando tu abuelo era niño, y
también él, pero no se trataba realmente de votar.
Matthew rugió:
–No sucedió cuando era niño. Tenía ya veintidós años, y
voté por Langley. Fue una auténtica votación. Quizá mi voto no contase mucho,
pero era tan bueno como el de cualquiera. Como el de cualquiera –recalcó–. Y sin
ninguna Multivac para…
Norman intervino entonces:
–Está bien, Linda, ya es hora de acostarte. Y deja de
hacer preguntas sobre las votaciones. Cuando seas mayorcita, lo comprenderás
todo.
La besó con antiséptica amabilidad, y ella se puso en
marcha, renuente, bajo la tutela materna, con la promesa de ver el visor desde
la cama hasta las nueve y cuarto, si se prestaba primero al ritual del baño.
–Abuelito –dijo Linda.
Y se quedó ante él con la mandíbula caída y las manos a
la espalda, hasta que el periódico del viejo se apartó y asomaron las espesas
cejas y unos ojos anidados entre finas arrugas. Era el viernes 31 de octubre.
Linda se aproximó y posó ambos antebrazos sobre una de
las rodillas del viejo, de manera que éste tuvo que dejar a un lado el
periódico.
–Abuelito –volvió a la carga la pequeña–, ¿de verdad que
votaste alguna vez?
–Ya me oíste decir que sí, ¿verdad? ¿No irás a creer que
cuento mentiras?
–Nooo… Pero mamá dice que todo el mundo votaba entonces.
–Pues claro que lo hacían.
–¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo podía votar todo el mundo?
Matthew miró gravemente a su nieta y luego la alzó,
sentándola sobre sus rodillas. Por último, moderando el tono de su voz, dijo:
–Mira, Linda, hasta hace unos cuarenta años, todo el
mundo votaba. Pongamos que deseábamos decidir quién había de ser el nuevo
presidente de Estados Unidos… Demócratas y republicanos nombraban a su respectivo
candidato, y cada uno decía cuál de los dos quería. Una vez pasado el día de
las elecciones, se hacía el recuento de votos de las personas que deseaban al
candidato demócrata y las que deseaban al republicano. Y el que había recibido
más votos se llevaba el premio. ¿Ves?
Linda asintió.
–¿Cómo sabía la gente por quién votar? –preguntó–. ¿Se lo
decía Multivac?
Las cejas de Matthew se fruncieron, y adoptó un aspecto
severo.
–Se basaban sólo en su propio criterio, pequeña.
La niña se apartó un tanto del viejo, y éste volvió a
bajar la voz:
–No estoy enojado contigo, Linda. Pero mira, a veces
llevaba toda la noche contar… sí, hacer el recuento de lo que opinaban unos y
otros, a quién habían votado. Todo el mundo se impacientaba. Por ello se
inventaron máquinas especiales, capaces de comparar los primeros votos con los
de los mismos lugares en años anteriores. De esta manera, la máquina preveía cómo
se presentaba la votación en su conjunto y quién sería elegido. ¿Entiendes?
–Como Multivac –asintió ella.
–Las primeras computadoras eran mucho más pequeñas que
Multivac. Pero las máquinas fueron aumentando de tamaño y, al mismo tiempo,
iban siendo capaces de indicar cómo iría la elección a partir de menos y menos votos.
Por fin, construyeron Multivac, que puede preverlo a partir de un solo votante.
Linda sonrió al llegar a la parte familiar de la historia
y exclamó:
–¡Qué bonito!
Matthew frunció de nuevo el entrecejo.
–No, no tiene nada de bonito. No quiero que una máquina
decida lo que yo hubiera votado sólo porque un chunguista de Milwaukee dice que
está en contra de que se suban las tarifas. A mí tal vez me hubiese dado por votar
a ciegas sólo por gusto. O acaso me hubiese negado a votar en absoluto. Y tal
vez…
Pero Linda se había escurrido de sus rodillas y se batía
en retirada.
En la puerta tropezó con su madre, quien llevaba aún
puesto el abrigo. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el sombrero.
–Apártate un poco, Linda –ordenó, jadeante aún–. No me
cierres el paso.
Al ver a Matthew, dijo, mientras se quitaba el sombrero y
se alisaba el pelo:
–Vengo de casa de Agatha.
Matthew miró a su hija con aire de desaprobación y,
desdeñando la información, se limitó a gruñir y recoger el periódico.
Sarah se desabrochó el abrigo y continuó:
–¿A que no sabes qué me dijo?
Matthew alisó el periódico con un crujido, para proseguir
la lectura interrumpida por su nieta.
–Ni lo sé ni me importa.
–¡Vamos, papá…!
Pero Sarah no tenía tiempo para enfadarse. Necesitaba
comunicar a alguien las noticias, y Matthew era el único receptor a mano a
quien confiarlas.
–Joe, el marido de Agatha, es policía, ya sabes, y dice
que anoche llegó a Bloomington todo un cargamento de agentes de la secreta.
–No creo que anden tras de mí.
–¿Es que no te das cuenta, padre? Agentes de la secreta…
Y casi llega el momento de las elecciones. ¡En Bloomington!
–Acaso anden en busca de algún ladrón de bancos.
–No ha habido un robo en ningún banco de la ciudad hace
muchos años… ¡Padre, eres imposible!
Y Sarah abandonó la habitación.
Tampoco Norman Muller recibió las noticias con mayor excitación, al menos
perceptible.
–Bueno, Sarah, ¿y cómo sabía Joe, el marido de Agatha,
que se trataba de agentes de la secreta? –preguntó con calma–. No creo que anduvieran
por ahí con el carnet pegado en la frente.
Pero a la tarde siguiente, cuando ya noviembre tenía un
día, Sarah anunció triunfalmente:
–Todo Bloomington espera que sea alguien de la localidad
el votante. Así lo publica el News, y también lo dijeron por la radio.
Norman se agitó desasosegado. No podía negarlo, y su
corazón desfallecía. Si Bloomington iba a ser alcanzado por el rayo de
Multivac, ello supondría periodistas, espectaculares transmisiones por video,
turistas y toda clase de… de perturbaciones. Norman apreciaba la tranquila
rutina de su vida, y la distante y alborotada agitación de los políticos se
estaba aproximando de un modo que resultaba incómodo.
–Un simple rumor –rechazó–. Nada más.
–Pues espera y verás. No tienes más que esperar.
Según se desarrollaron las cosas, el compás de espera fue
extraordinariamente corto. El timbre de la puerta, sonó con insistencia. Cuando
Norman Muller la abrió, se vio frente a un hombre de elevada estatura y rostro
grave.
–¿Qué desea? –preguntó Norman.
–¿Es usted Norman Muller?
–Sí.
Su voz sonó singularmente opaca. No resultaba difícil
averiguar, por el porte del desconocido, que representaba a la autoridad. Y la
naturaleza de su súbita visita era tan manifiesta como inimaginable le
pareciese hasta unos momentos antes.
El hombre mostró su documentación, penetró en la casa,
cerró la puerta tras de sí y dijo con acento oficial:
–Señor Norman Muller, en nombre del presidente de Estados
Unidos, tengo el honor de informarle que ha sido usted elegido para representar
al electorado estadunidense el martes día 4 de noviembre del año 2008.
Con gran dificultad, Norman Muller logró caminar sin
ayuda hasta su butaca, en la cual se sentó con el rostro pálido y casi sin
sentido, mientras Sarah traía agua, le frotaba asustada las manos y le
cuchicheaba apretando los dientes:
–No vayas a desmayarte ahora, Norman. Elegirán a otro…
Cuando por fin logró recuperar el uso de la palabra,
Norman murmuró a su vez:
–Lo siento, señor.
–¡Bah! No tiene importancia –le tranquilizó el visitante.
Todo rastro de formalidad oficial parecía haberse desvanecido tras la
notificación, dejando sólo un hombre abierto y más bien amistoso–. Es la sexta
vez que me corresponde comunicarlo al interesado y he visto toda clase de
reacciones.
Ninguna de ellas se ajustó a la que vieron en el video.
Saben a lo que me refiero, ¿verdad? Un aire de consagración y entrega, y un
personaje que dice: “Será para mí un gran privilegio servir a mi país…” Toda
esa serie de cosas…
El agente rio para alentarlos. La risa con que Sarah lo
acompañó tuvo un acento de aguda histeria. El agente prosiguió:
–Permaneceré con ustedes durante algún tiempo. Mi nombre
es Phil Handley. Les agradeceré que me llamen Phil. Señor Muller, no podrá abandonar
la casa hasta el día de las elecciones. Usted, señora, informará al almacén que
su marido está enfermo. Puede salir a hacer la compra, pero habrá de
despacharla con la mayor brevedad posible. Y desde luego, guardará una absoluta
reserva sobre el particular. ¿De acuerdo, señora Muller?
–Sí, señor. Ni una palabra –confirmó Sarah, con un
vigoroso asentimiento de cabeza.
–Perfecto, señora Muller –Handley adoptó un tono muy
grave al añadir–: tenga en cuenta que esto no es un juego. Por lo tanto, salga
sólo en caso de que le sea absolutamente preciso y, cuando lo haga, la
seguirán. Lo siento, pero estamos obligados a actuar así.
–¿Seguirme?
–Nadie lo advertirá… No se preocupe. Y será sólo durante
un par de días, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. En cuanto a su
hija…
–Está en la cama –se apresuró a decir Sarah.
–Bien. Se le dirá que soy un pariente o amigo de la
familia. Si descubre la verdad, habrá de permanecer encerrada en casa. Y en
todo caso, su padre será mejor que no salga.
–No le gustará nada –dudó Sarah.
–No queda más remedio. Y ahora, puesto que nadie más vive
con ustedes…
–Al parecer, está muy bien informado sobre nosotros
–murmuró Norman.
–Bastante –convino Handley–. De todos modos, éstas son
por el momento mis instrucciones. Intentaré, por mi parte, cooperar en la
medida de lo posible y no causarles molestias. El gobierno pagará mi mantenimiento,
así que no supondré ningún gasto para ustedes. Cada noche, seré relevado por
alguien que se instalará en esta habitación. No habrá problemas de acomodo para
dormir. Y ahora, señor Muller…
–¿Sí, señor?
–Llámeme Phil –repitió el agente–. Estos dos días
preliminares antes del anuncio formal servirán para que se acostumbre a ver su
posición. Preferimos que se enfrente a Multivac en un estado mental lo más
normal posible. Descanse tranquilo e intente tomarse todo esto como si se tratara
de su trabajo diario. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –respondió Norman. De pronto, negó
violentamente con la cabeza–. ¡Pero yo no deseo esa responsabilidad! ¿Por qué
yo?
–Muy bien, vayamos al grano. Multivac sopesa toda clase
de factores conocidos, billones de ellos. Pero existe un factor desconocido, y
creo que seguirá siéndolo mucho tiempo. Dicho factor es el módulo de reacción
de la mente humana. Todos los estadunidenses están sometidos a la presión moldeadora
de lo que los otros estadunidenses hacen y dicen, de las cosas que a él se le
hacen y de las que él hace a los demás. Cualquier estadunidense puede ser
llevado ante Multivac para determinar la tendencia de todas las demás mentes
del país. En un momento dado, algunos estadunidenses resultan mejores que otros
a tal fin. Eso depende de los acontecimientos del año. Multivac lo seleccionó a
usted como al más representativo del actual. No el más despejado, ni el más
fuerte, ni el más dichoso, sino el más representativo. Y no vamos a dudar de
Multivac, ¿no es así?
–¿Y no podría equivocarse? –preguntó Norman.
Sarah, que escuchaba impaciente, lo interrumpió:
–No le haga caso, señor. Está nervioso… En realidad, es
muy instruido y ha seguido siempre las cuestiones políticas de cerca.
–Multivac toma las decisiones, señora Muller –respondió
Handley–. Y ella eligió a su esposo.
–¿Pero seguro que lo sabe todo? –insistió Norman
tercamente–. ¿No podría haber cometido un error?
–Pues sí. No hay motivo para no ser franco. En 1993, el
votante seleccionado murió de un ataque dos horas antes del instante fijado
para notificarle su elección. Multivac no predijo aquello. Le era imposible. Un
votante puede ser mentalmente inestable, moralmente improcedente, incluso
desleal. Multivac no puede conocerlo todo sobre todos, si no se le proporcionan
los datos. Por eso, siempre se seleccionan algunos candidatos más. No creo que
tengamos que recurrir a ninguno de ellos en esta ocasión. Usted está en buen
estado de salud, señor Muller, y ha sido investigado a fondo. Sirve.
Norman ocultó el rostro entre las manos y se quedó
inmóvil.
–Mañana por la mañana se encontrará perfectamente bien
–intervino Sarah–. Tiene que acostumbrarse a la idea, eso es todo.
–Desde luego –asintió Handley.
En la intimidad del dormitorio, Sarah Muller se expresó de distinta y más
enérgica manera. El estribillo de su perorata era el siguiente:
–Compórtate como es debido, Norman. Parece como si
intentaras lanzar por la borda la suerte de tu vida.
Norman musitó desesperado:
–Me atemoriza, Sarah. Todo este asunto…
–¿Y por qué, santo Dios? ¿Qué otra cosa has de hacer más
que responder a una o dos preguntas?
–Demasiada responsabilidad. Me abruma.
–¿Qué responsabilidad? No existe ninguna. Multivac te
seleccionó, ¿no? Pues a ella le corresponde la responsabilidad. Todo el mundo
lo sabe.
Norman se incorporó, quedando sentado en la cama, en
súbito arranque de rebeldía y angustia.
–Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no lo saben.
Ellos…
–Baja la voz –siseó Sarah en tono glacial–. Van a oírte
hasta en la ciudad.
–No me oirán –replicó Norman, pero bajó en efecto la voz
hasta convertirla en un cuchicheo–. Cuando se habla de la Administración
Ridgely de 1988, ¿dice alguien que ganó con promesas fantásticas y demagogia racista?
¡Qué va! Se habla del “maldito voto MacComben”, como si Humphrey MacComben
fuese el único responsable por las respuestas que dio a Multivac. Yo mismo he
caído en eso… En cambio, ahora pienso que el pobre tipo no era sino un pequeño
granjero que nunca pidió que lo eligieran. ¿Por qué echarle la culpa? Y ya ves,
ahora su nombre está maldito…
–Te portas como un niño –le reprochó Sarah.
–No, me porto como una persona sensible. Te lo digo,
Sarah, no aceptaré. No pueden obligarme a votar contra mi voluntad. Diré que
estoy enfermo. Diré…
Pero Sarah ya tenía bastante.
–Ahora, escúchame –masculló con fría cólera–. No eres tú
el único afectado. Ya sabes lo que supone ser el Votante del Año. Y de un año presidencial
para colmo. Significa publicidad, y fama, y posiblemente montones de dinero…
–Y luego volver a la oficina.
–No volverás. Y si vuelves, te nombrarán jefe de
departamento por lo menos… siempre que tengas un poco de seso. Y lo tendrás,
porque yo te diré lo que has de hacer. Si juegas bien las cartas, controlarás
esa clase de publicidad y obligarás a los Almacenes Kennell a un contrato en
firme, a una cláusula concediéndote un salario progresivo y a que te aseguren
una pensión decente.
–Pero ése no es exactamente el objetivo de un votante,
Sarah.
–Pues será el tuyo. Si no te crees obligado a hacer nada
ni por ti ni por mí, y conste que no pido nada para mí, piensa en Linda. Se lo
debes.
Norman exhaló un gemido.
–Bien, ¿estás de acuerdo? –le atosigó Sarah.
–Sí, querida –murmuró Norman.
El 3 de noviembre se publicó el anuncio oficial. A partir de entonces, Norman
no se encontraba ya en situación de retirarse, aun en el caso de reunir el
valor necesario para intentarlo.
Sellaron su casa, y agentes del servicio secreto hicieron
su aparición en el exterior, bloqueando todo acceso.
Al principio, sonó sin cesar el teléfono, pero fue Phil
Handley quien respondió a todas las llamadas, con una amable sonrisa de excusa.
Al fin, la central pasó todas las llamadas al puesto de policía.
Norman pensó que de ese modo se ahorraba no sólo las
alborozadas (y envidiosas) felicitaciones de los amigos, sino también la pesada
insistencia de los vendedores que husmeaban una perspectiva y la artera
afabilidad de los políticos de toda la nación… Quizás hasta las amenazas de
muerte de los inevitables descontentos.
Se prohibió que entraran periódicos en la casa, a fin de
mantenerlo al margen de cualquier presión, y se desconectó amable pero
firmemente la televisión, a pesar de las indignadas protestas de Linda.
Matthew gruñía y se metía en su habitación; Linda, pasada
la primera racha de excitación, hacía pucheros y lloriqueaba porque no le
permitían salir de casa; Sarah dividía su tiempo entre la preparación de las
comidas para el presente y el establecimiento de planes para el futuro, en
tanto que la depresión de Norman seguía alimentándose a sí misma.
Y la mañana del martes 4 de noviembre del año 2008 llegó por fin. Era el
día de las elecciones.
El desayuno se sirvió temprano, pero sólo comió Norman
Muller, y aun él de manera mecánica. Ni la ducha ni el afeitado lograron
devolverlo a la realidad, ni desvanecen su convicción de que estaba tan sucio
por fuera como sucio se sentía por dentro.
La voz amistosa de Handley hizo cuanto pudo para infundir
cierta normalidad en el gris y hosco amanecer. La predicción meteorológica
había señalado un día nuboso, con perspectivas de lluvia antes del mediodía.
–Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del señor
Muller. Después, dejaremos de estar colgados de su cuello.
El agente del servicio secreto vestía ahora su uniforme
completo, incluidas las armas en sus fundas, abundantemente tachonadas de
cobre.
–No nos ha causado molestia alguna, señor Handley –dijo
Sarah con bobalicona sonrisa.
Norman se echó al coleto dos tazas de café bien cargado,
se secó los labios con una servilleta, se levantó y dijo con aire decidido:
–Estoy dispuesto…
Handley se levantó a su vez.
–Muy bien, señor. Y gracias, señora Muller, por su amable
hospitalidad.
El coche blindado atravesó con un ronquido las calles vacías. Siempre lo estaban
aquel día, a aquella hora determinada.
Handley dio una explicación al respecto:
–Desvían siempre el tráfico desde el atentado que por
poco impide la elección de Leverett en el 92. Habían puesto bombas.
Cuando el coche se detuvo, Norman fue ayudado a descender
por el siempre cortés Handley. Se encontraba en un pasaje subterráneo, junto a cuyas
paredes se alineaban soldados en posición de firmes.
Lo condujeron a una estancia brillantemente iluminada.
Tres hombres uniformados de blanco lo saludaron sonrientes.
–¡Pero esto es un hospital! –exclamó Norman.
–No tiene importancia –replicó al instante Handley–. Se
debe sólo a que el hospital dispone de las comodidades necesarias…
–Bien, ¿y qué he de hacer yo?
Handley inclinó la cabeza, y uno de los tres hombres
vestidos de blanco se adelantó.
–Yo me encargaré de él a partir de ahora, agente.
Handley saludó con desenvoltura y abandonó la habitación.
El hombre de blanco dijo:
–¿No quiere sentarse, señor Muller? Yo soy John Paulson,
calculador jefe. Le presento a Samson Levine y Peter Dorogobuzh, mis ayudantes.
Norman estrechó envaradamente las manos de todos. Paulson
era hombre de mediana estatura, con un rostro de perenne sonrisa, y un evidente
tupé. Usaba gafas de montura de plástico, de modelo anticuado. Mientras
hablaba, encendió un cigarro. Norman rehusó el que le ofrecieron.
–En primer lugar, señor Muller –dijo Paulson–, quiero que
sepa que no tenemos prisa. En caso necesario, permanecerá con nosotros todo el día,
para que se acostumbre al ambiente y descarte la idea de que se trata de algo
insólito, para que olvide su aspecto… clínico. Creo que sabe a qué me refiero.
–Sí, desde luego –contestó Norman–. Pero me gustaría que
todo hubiera terminado ya.
–Comprendo sus sentimientos. Sin embargo, deseamos
exponerle con exactitud el procedimiento. En primer lugar, Multivac no está
aquí.
–¿Que no está?
Aun en medio de su abatimiento, había deseado ver a
Multivac, de la que se decía que medía más de kilómetro y medio de largo, que
tenía una altura equivalente a tres pisos y que cincuenta técnicos recorrían
sin cesar los corredores interiores de su estructura. Una de las maravillas del
mundo.
Paulson sonrió.
–En efecto, no es portátil –confirmó–. De hecho, está en
un subterráneo y pocos conocen el lugar preciso. Muy lógico, ¿verdad?, ya que
supone nuestro supremo recurso natural. Créame, las elecciones no constituyen
su única función.
Norman pensó que el hombre de blanco se mostraba
deliberadamente parlanchín, pero de todos modos se sentía intrigado.
–Me gustaría verlo…
–No lo dudo. Mas para ello se necesita una orden
presidencial, refrendada luego por el departamento de seguridad. Sin embargo,
nos mantenemos en conexión con Multivac por transmisión de ondas. Cuanto ella diga
puede ser interpretado aquí, y cuanto nosotros digamos le será transmitido. Así
que, en cierto sentido, nos hallamos en su presencia.
Norman miró a su alrededor. Las máquinas y aparatos que
había en la estancia carecían de significado para él.
–Permítame que se lo explique, señor Muller –prosiguió
Paulson–. Multivac posee ya la mayoría de la información necesaria para decidir
todas las elecciones, nacionales, provinciales y locales. Únicamente necesita comprobar
ciertas imponderables actitudes mentales y, para ello, recurriremos a usted. No
podemos predecir qué preguntas formulará, aunque cabe en lo posible que no
tengan mucho sentido para usted… ni siquiera para nosotros en realidad. Tal vez
le pregunte qué opina sobre la recolección de basura en su ciudad o si
considera preferibles los incineradores centrales. O bien, si tiene usted un
médico de cabecera o acude a la seguridad social… ¿Comprende?
–Sí, señor.
–Pues bien, pregunte lo que pregunte, usted responderá
como mejor le plazca. Y si cree que ha de extenderse un poco en su explicación,
hágalo. Puede hablar durante una hora si lo juzga necesario.
–Sí, señor.
–Una cosa más. Debemos emplear algunos sencillos aparatos
que registrarán automáticamente su presión sanguínea, las pulsaciones, la conductividad
de la piel y las ondas cerebrales mientras habla. La maquinaria le parecerá
formidable, pero es totalmente indolora… Ni siquiera la notará.
Los otros dos técnicos se atareaban ya con relucientes y
pulidos aparatos, de ruedas engrasadas.
–¿Desean comprobar si estoy mintiendo o no? –preguntó
Norman.
–De ningún modo, señor Muller. No se trata en absoluto de
detección de mentiras, sino de una simple medida de la intensidad emotiva. Por ejemplo,
si la máquina le pregunta su opinión sobre la escuela de su pequeña, quizá
conteste usted: “A mi entender, está atestada”. Mas ésas son sólo palabras. Por
la manera en que reaccionen su cerebro, corazón, hormonas y glándulas
sudoríparas, Multivac juzgará con exactitud con qué intensidad se interesa
usted pon la cuestión. Descubrirá sus sentimientos, los traducirá mejor que
usted mismo.
–Jamás oí cosa igual –manifestó Norman.
–Estoy seguro de que no. La mayoría de los detalles de
Multivac son secretos celosamente guardados. Cuando se marche, se le pedirá que
firme un documento jurando que jamás revelará la naturaleza de las preguntas que
se le formularon, como tampoco sus respuestas, ni lo que se hizo o cómo se
hizo. Cuanto menos se conozca a Multivac, menos oportunidades habrá de
presiones exteriores sobre los hombres que trabajan a su servicio o se sirven
de ella para su trabajo –sonrió melancólico–. Nuestra vida resulta bastante
dura…
–Lo comprendo.
–Y ahora, ¿desearía comer o beber algo?
–No, gracias. Nada por el momento.
–¿Alguna otra pregunta que formular?
Norman meneó la cabeza en gesto negativo.
–En ese caso, usted nos dirá cuando esté dispuesto.
–Ya lo estoy.
–¿Seguro?
–Por completo.
Paulson asintió. Alzó una mano en dirección a sus
ayudantes, quienes se adelantaron con su aterrador instrumental. Muller sintió
que su respiración se aceleraba mientras los veía aproximarse.
La prueba duró casi tres horas, con una breve interrupción para tomar café
y una embarazosa sesión con un orinal. Durante todo ese tiempo, Norman Muller
permaneció encajonado entre la maquinaria. Al final, tenía los huesos molidos.
Pensó sardónicamente que le sería muy fácil mantener su
promesa de no revelar nada de lo que había acontecido. Las preguntas ya se
habían reducido a una especie de vaga bruma en su mente.
Había pensado que Multivac hablaría con voz sepulcral y
sobrehumana, resonante y llena de ecos. Ahora concluyó que aquella idea se la
había sugerido la excesiva espectacularidad de la televisión. La verdad lo decepcionó
en extremo. Las preguntas aparecían perforadas sobre una cinta metálica, que
una segunda máquina convertía en palabras. Paulson leía a Norman estas
palabras, en las que se contenía la pregunta, y luego dejaba que las leyera por
sí mismo.
Las respuestas de Norman se inscribían en una máquina
registradora, repitiéndolas para que las confirmara. Se anotaban entonces las
enmiendas y observaciones suplementarias, todo lo cual se transmitía a
Multivac.
La única pregunta que Norman recordaba de momento era una
incongruente bagatela:
–¿Qué opina usted del precio de los huevos?
Ahora todo había terminado. Los operadores retiraron
suavemente los electrodos conectados a diversas partes de su cuerpo, desligaron
la banda pulsadora de su brazo y apartaron la maquinaria a un lado.
Norman se puso en pie, respiró profundamente, se
estremeció y dijo:
–¿Ya está todo? ¿Se acabó?
–No, no del todo –respondió Paulson, sonriendo animoso–. Debemos
pedirle que se quede durante otra hora.
–¿Y por qué? –preguntó Norman con cierta acritud.
–Es el tiempo preciso para que Multivac incluya sus
nuevos datos entre los trillones de que ya dispone. Sepa usted que existen
miles de alternativas, algo sumamente complejo… Puede suceder que se produzca
algún raro debate aquí o allá, que algún interventor en Phoenix, Arizona, o
bien alguna asamblea en Wilkesboro, Carolina del Norte, formulen alguna duda.
En tal caso, Multivac precisará hacerle una o dos preguntas decisivas.
–No –se negó Norman–. No quiero pasar de nuevo por eso.
–Probablemente no sucederá –trató de tranquilizarle
Paulson–. Raras veces ocurre… De todos modos, habrá de quedarse pon si acaso.
–Cierto tonillo acerado, un tenue matiz, asomó a su voz–. No tiene opción, ya
lo sabe. Debe quedarse.
Norman se sentó con aire fatigado, encogiéndose de
hombros.
–No podemos dejarlo leer el periódico –añadió Paulson–,
pero si quiere una novela policiaca o jugar ajedrez… cualquier cosa que esté en
nuestra mano proporcionarle para que se entretenga, dígalo sin reparos.
–No deseo nada, gracias. Esperaré.
Paulson y sus ayudantes se retiraron a una pequeña
habitación, contigua a la estancia en que Norman había sido interrogado. Y éste
se dejó caer en un butacón tapizado de plástico, cerrando los ojos.
Tendría que esperar a que transcurriera aquella hora lo
mejor posible.
Bien retrepado en su asiento, poco a poco fue cediendo su tensión. Su respiración
se hizo menos entrecortada y, al entrelazar las manos, no advirtió ya ningún
temblor en sus dedos.
Tal vez no hubiera ya más preguntas. Tal vez hubiera
acabado de modo definitivo.
Y si todo había terminado, ahora vendrían los desfiles de
antorchas y las invitaciones para hablar en toda clase de solemnidades. ¡El
Votante del Año!
Él, Norman Muller, un vulgar empleado de un almacén de
Bloomington, Indiana, un hombre que no había nacido grande ni había realizado
jamás acto alguno de grandeza, se hallaría en la extraordinaria situación de impulsar
a otro a la grandeza.
Los historiadores hablarían con serenidad de la Elección
Muller del año 2008. Ése sería su nombre, la Elección Muller.
La publicidad, el puesto mejor, el chorro de dinero que
tanto interesaba a Sarah, ocupaban sólo un rincón de su mente. Todo ello sería
bienvenido, desde luego. No lo rechazaba. Pero, por el momento, era otra cosa
lo que comenzaba a preocuparlo.
Se agitaba en él un latente patriotismo. Al fin y al
cabo, representaba a todo el electorado. Era el punto focal de todos ellos. En
su propia persona, y durante aquel día, se encarnaba todo Estados Unidos…
Se abrió la puerta, despertando su atención y
despabilándolo por completo. Durante unos instantes, sintió que se le encogía
el estómago. ¡Que no le hicieran más preguntas!
Pero Paulson sonreía.
–Hemos terminado, señor Muller.
–¿No más preguntas, señor?
–No hay ninguna necesidad. Todo ha quedado completamente
claro. Será usted escoltado hasta su casa y volverá a ser un ciudadano particular…
en la medida en que el público lo permita.
–Gracias, muchas gracias. –Norman se sonrojó–. Me
preguntaba… ¿Quién ha sido elegido?
Paulson meneó la cabeza.
–Tendrá que esperar al anuncio oficial. El reglamento se
muestra muy severo al respecto. No podemos decírselo ni siquiera a usted.
Supongo que lo comprende…
–Desde luego.
Norman parecía embarazado.
–El servicio secreto tendrá dispuestos los papeles
necesarios para que los firme usted.
–Sí.
De pronto, Norman se sintió orgulloso, lleno de energía.
Ufano y arrogante. En este mundo imperfecto, el pueblo soberano de la primera y
mayor Democracia Electrónica habla ejercido una vez más, a través de Norman
Muller (a través de él), su libre derecho al sufragio universal.
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos.
Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
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