martes, 26 de agosto de 2025

El refugio

Milia Gayoso Manzur

 

Aún hoy, el baño sigue siendo para Nara un lugar de sosiego. Allí piensa, lee el diario o el capítulo de algún libro; allí llora, se desahoga, allí sueña. Cuando era niña solía encerrarse durante horas en el baño a fin de huir de los problemas. Vivió algunos años en Buenos Aires, en una casa de inquilinato en donde los dos únicos baños se compartían entre la docena de departamentos y generalmente uno de los dos estaba ocupado por ella durante largo tiempo.

¿Qué hacía allí durante lapsos interminables? Nada. Simplemente bajaba la tapa del inodoro y se sentaba encima: los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos esperando que pase la tormenta. Una de las inquilinas, doña Dominga, española y temperamental, pero de gran corazón, fue quien influyó muchísimo en su formación porque le daba consejos. La pileta de lavar ropa, también compartida, se encontraba al lado de la puerta de la buena señora, entonces mientras Nara lavaba la ropa, doña Dominga sermoneaba todas las mañanas: “Haz esto, aquello no se hace, esto debe ser así o de aquella manera”.

Hablaban, discutían sobre diferentes puntos sobre el amor, la amistad o la moralidad. Doña Dominga le hablaba de su niñez en un enorme viñedo en su lejana España, de los hombres con pies enormes que pisaban la uva, de las bondades del vino para darle brillo a los cabellos, del recuerdo de su madre, del marido muerto muy joven, de los años duros para sacar adelante la crianza de sus dos hijos varones. Uno de ellos estaba casado, el otro, con más de cuarenta años vivía con ella. A Nara le gustaba escuchar la historia de Cervando: él había tenido parálisis infantil y le practicaron una operación exitosa para que caminara bien, pero al abandonar el hospital, cuando cruzaban una plaza, un niño que jugaba lo lastimó con su pelota. Todo fue inútil, no lo pudieron recurar y él quedó rengo.

Día a día, doña Dominga le sermoneaba sobre lo incorrecto de pasar encerrada tanto tiempo en el baño cuando los demás tenían que estar esperando para entrar, pero no todo era sermón, porque entre plagueo y plagueo le preparaba enormes sándwiches que la gula de los diez años de Nara devoraba en dos minutos.

Cuando llegaba el momento del encierro en el baño, doña Dominga le golpeaba la puerta y le gritaba que no era la única que necesitaba el baño. Esto ocurrió durante bastante tiempo, hasta que un día relacionó los gritos, los ruidos y los golpes con los escapes de la niña: Nara se encerraba en el baño cuando su mamá y su padrastro se peleaban.

Entonces nunca más la apuró a salir, a abandonar su refugio, sólo le decía: “Quedate tranquila, nena, vamos a usar el otro baño”.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

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