Marcial Fernández
Se castigaba con
severidad a todo aquél que escribiera una mala historia. Andy Watson supo de
este ajusticiamiento: luego de publicar su primera novela, misma que era
aburridísima, los soldados del emperador simplemente le cortaron las manos.
Los revisteros de moda reseñaron el hecho,
dijeron que Watson sería siempre –de permitírsele seguir escribiendo– un pésimo
escritor, y se olvidaron de su nombre.
Empero, Andy Watson aprendió a escribir con los
pies y publicó otro libro. La ley, en esta ocasión, de nueva cuenta fue
implacable: le cortaron las piernas.
Watson ya no publicaría más obras, en cambio
gustó de contar cuentos, invariablemente insulsos, en el ágora del pueblo.
Todos los que por casualidad lo oían, temerosos de perder las orejas –según el
más reciente decreto–, le arrancaron la lengua.
Hoy, lo único que hace es tomar el sol en una
banca del parque, y quien lo mira, piensa inevitablemente en una buena
historia: la de la azarosa vida de Andy Watson.
(Tomado
de www.ficticia.com)
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