Arturo Uslar Pietri
Había
llegado al extremo del barrio pobre. Las calles iban siendo más estrechas, más bajas las casas, más llenas
de puertas, ventanas y gentes. Gentes en las puertas, en las aceras, en grupos en
las esquinas, junto a los postes del alumbrado que todavía no se habían encendido.
Angostos ventorros, olorosos a fritanga, tiendas de un zaguán desbordantes de colgajos
de ropa, de juguetes, de jofainas y jarras. Caminando sin rumbo, lentamente, había
llegado hasta allí. No conocía a nadie. Pero las miradas de los que encontraba sí
lo conocían. Sabían que no era de allí. Era un extraño, metido en el barrio. Miradas
de curiosidad y de desconfianza caían sobre él.
Podía ser peligroso.
Sería mejor regresar, volver al centro, reintegrarse a los sitios y las gentes habituales.
En el momento
en que iba a dar vuelta sobre la acera quebrada y estrecha sintió el empellón. Dos
hombres lo habían tropezado y corrían huyendo. Se palpó los bolsillos. Algo debían
haberle arrebatado. Uno de los hombres volvió la cara hacia él. Había gritado algo.
Había enseñado con la mano hacia él. Se puso a correr como para alcanzarlo. Corría
y se palpaba los bolsillos. Nada parecía faltar. ¿Qué decía aquel hombre que volvía
la cabeza y gritaba palabras indistintas? Tal vez no era a él a quien se dirigía.
Volvió la cabeza. Por la esquina próxima desembocaban y corrían, detrás de él o
detrás de ellos, numerosas personas que a su vez gritaban. Se mezclaban sus voces
y era imposible entender. Pero gritaban y venían hacia él o hacia los que habían
pasado. Corrió con fuerza. Por las puertas fueron asomando otros hombres y mujeres.
El griterío iba de los unos a los otros. Enseñaban con las manos hacia adelante.
Los que estaban en grupos en las aceras empezaban a correr también. Toda la gente
que estaba en la calle corría entre gritos. Y todos volvían a cada instante la cabeza
hacia atrás para mirar otros grupos numerosos que surgían por las bocacalles y las
puertas.
Caras angustiadas
de mujeres y niños asomaban a su paso. Parecían gritarle algo que él no alcanzaba
a oír entre la carrera y el jadeo. Parecían preguntarle o anunciarle algo. Luego
al volver la cabeza los veía corriendo detrás. Algunos perros se habían incorporado
al gentío que corría y ladraban sin rumbo hacia los que estaban más cerca.
Detrás y delante
de él la calle corría, en millares de cabezas, como un torrente. Corría jadeante,
con la respiración corta y la garganta seca. Algunas voces decían: “Allí vienen”.
Había que mirar hacia atrás. Pero los que venían detrás miraban a su vez hacia atrás.
“Vienen. Ya llegan”.
Saltando a ratos
podía ver más lejos. Tres o cuatro cuadras hacia atrás el gentío parecía cambiar
de aspecto. Más unido, más compacto. Debían ser aquellos últimos que desembocaban
de los más lejanos cruces. Tal vez traían armas. Tal vez traían muerte. Recordaba
cómo había corrido y corrido de niño, junto a otros, perseguidos por un perro que
decían que estaba rabioso. Un perro grande y rápido que a cada instante parecía
alcanzarlos.
Ya nada estaba
quieto a lo largo de la calle. Por todas partes se divisaban grupos que huían, en
la misma dirección. El clamor de las cornetas de los automóviles ensordecía. Estaban
como atascados entre la masa humana y aullaban con su grito metálico. Había quienes,
en la angustia de no poder avanzar, los abandonaban y quedaban en medio de la calle
con su masa oscura como una roca en mitad de la corriente.
Había pasado por
las calles de la infancia. Por la fachada sucia de la escuela. Se veía vacía la
casa. Se veían vacías las tiendas y las paradas de autobuses. Todo parecía concentrado
en aquella calzada por donde todos huían.
“Vienen”, aquellos
ojos de pavorosa blancura que se volvían hacia él y más allá de él hacia el fondo
de la calle, acaso miraban lo que él no podía mirar.
Tal vez se habían
soltado los leprosos del lazareto. Era una de sus angustias de niño. Cuando pasaba
por ante el liso muro de aquel asilo. Dentro estaban aquellos seres contrahechos
por la enfermedad. Verlos daba miedo. A veces rozaba la pared y sentía el temor
de haber adquirido el contagio. Iban a empezar a crecerle las orejas y los labios
y a caérsele los dedos de las manos, como frutas podridas.
O eran los locos
los que se habían escapado. Aquellos furiosos que gritaban sin término, atados en
sus camisas de fuerza, detrás de rejas de casa de fieras.
O era una tropa
de enemigos. Había oído a su madre contar las viejas historias de las invasiones
de antaño. Cómo llegaban las partidas de hombres armados a robar y matar. Cómo la
gente se ponía a toda prisa a esconder y enterrar sus cosas de valor. Cómo se ocultaban
y se disfrazaban. Hombres vestidos de mujeres o de frailes. Cómo huían hacia los
campos y los montes.
O cuando el terremoto.
El último terremoto que destruyó media ciudad. Los que no quedaron debajo de los
techos y las paredes caídos escapaban sin rumbo buscando las plazas y los espacios
abiertos.
Pero no era eso
ahora. No sentía moverse el suelo, ni se desgajaban las casas. Pero era parecido.
La fluida creciente se enredaba en sí misma. Pasaban las calles, los parques, las
grandes bocas vacías de las puertas de los cines, con sus inmensos carteles de hombres
feroces disparando enormes pistolas y de mujeres desnudas. Caras de furia en rojo
y negro y senos y caderas en avalancha. Todos pasaban de largo. Nadie entraba ni
salía de los vacíos vestíbulos.
¿Por dónde vendrían?
Hasta dónde penetraban en la larga corriente oscura que llenaba la vía a pérdida
de vista. Se formaban cortos diálogos con los que iban más cerca. Con los que lo
alcanzaban, con los que se retrasaban y llegaban a su nivel para quedarse atrás.
Con los que daban traspiés ya para caer. Con los que trataban de gritar desde el
suelo con los brazos levantados en protección contra las pateaduras de los que llegaban
sobre ellos.
“Ya empezaron
a quemar”. “Yo sabía que iban a quemar”. Hacia el fondo lejano la calle se confundía
con aquel nubarrón de humo negro que crecía.
Por instantes
pasaban caras conocidas. “¿Qué te parece esto?”. “Un horror”. “Un espanto”. “¿Quién
lo iba a decir?”. “Yo sabía que esto iba a pasar”. “No se quede atrás, compañero”.
Todos estaban distorsionados y cambiados por el temor y el cansancio. Era lo mismo
que alguna vez le había pasado a alguno. Pero no a todos. Nunca en aquella forma.
¿Dónde empezaba y dónde terminaba? Era como una creciente que los arrastraba a todos,
pero la creciente eran ellos mismos. Había visto crecer ríos y quebradas barriendo
las casas de la orilla. Mesas, botellas verdes, perros, gentes y cochinos en ahogo.
Iban llevados. Buscaban cómo llegar a la orilla. La orilla ahora eran aquellas casas
a lo largo de la calle de las que seguían saliendo gentes en fuga. “Vienen”. “Llegan”.
“Nos van a alcanzar”. Había mujeres que corrían con un niño a cuestas. Un niño que
lloraba y hacía gestos desesperados con los brazos. “Esto no se había visto nunca”.
Un hombre que
corría a su lado parecía más gordo y más viejo que él. Una cara roja y una respiración
de fuelle. El vientre grueso le saltaba lentamente. La boca abierta. Palabras ahogadas,
escupidas, cortadas. “¿Qué es lo que pasa?”. No le oyó bien. Después le entendió.
“¿Lo que pasa?”. “Allá atrás”. Movía la cabeza para indicar la dirección. “Allá
vienen”. Después dijo, en dos o tres veces, completando las frases entrecortadas
por el ahogo. “Yo sabía que esto iba a pasar”. Esto. Todo aquel gentío en fuga.
“El año pasado…”. No le oyó el resto. El año pasado él venía con frecuencia a aquella
calle por donde huía ahora. A la hora en que el marido de Ana estaba en el trabajo.
A las mujeres les costaba más trabajo correr. Arrancaban con más velocidad pero
a poco iban disminuyendo. Cerca trotaban algunas jóvenes. Mujeres más viejas iban
de prisa pero al paso. Ana debía haber escapado de su casa. Ella por su lado y el
marido por el suyo. A Ana le gustaba el sobresalto de aquellas citas en que todo
toque en la puerta, toda llamada de teléfono podía ser de su marido. Él hubiera
preferido otra cosa. Era aquella casa con la puerta abierta. Se subía la escalera.
La primera puerta a la izquierda. “¿Usted no supo lo que pasó ayer en el fútbol?”.
“¿En el fútbol?”. “El fútbol”. El hombre atragantado de cansancio soltaba palabras
en el aire. Muchas se perdían. “La gente salió corriendo. Todo el mundo se fue.
De repente”. Había sido un anuncio. Hay animales que sienten las catástrofes. Como
los gatos sienten los terremotos. Se ponen grifos y se salen de la casa.
“Natividad Díaz
me lo había dicho”. “¿Natividad Díaz?”. El confidente se iba poniendo más lento.
“Usted ni lo conoce”. No. No lo conocía. Él también iba avanzando con menos velocidad.
Tal vez para no separarse del otro. “Yo esperaba esto desde hace tiempo”. Él, en
cambio, no. Iba a decirle que no había pensado que aquello podía ocurrir pero sentía
la garganta seca y no le salían las palabras. Tenía en la boca una saliva grumosa.
Había gente caída en el pavimento. Algunos tropezaban y se derrumbaban sobre ellos.
Había que esquivar los montones humanos. “Esos se fregaron”, balbuceaba el compañero.
“Todos estamos fregados”. Ya era un pequeño trote lo que llevaban. Pasaban ahora
junto a la plaza vacía, con algunos tranvías detenidos desamparados. Se veían saqueadores
que salían de algunas tiendas cargados de mercancías. Un joven llevaba sobre la
cabeza bamboleando un voluminoso aparato de televisión. “Mire eso”. Había dado un
traspiés y el aparato cayó. Lo vio desintegrarse sobre el suelo. Los que venían
detrás acabaron de aplastarlo. “¿Qué pensaría que podía hacer con eso?”. “Yo estoy
muy cansado”. “Yo también”. “Ya no aguanto más”. Voces cercanas y más frescas gritaban
cerca. “Allá vienen”. Él repetía sin pronunciar y adivinaba que el otro también
repetía. “Allá vienen”. Ahora todos volvían las cabezas sin detenerse. Lejos, en
la larga calle, se veía humo. Humo de incendios. Sobre techos lejanos crecían las
llamas. “Están quemando la ciudad”. “Esta es mi casa”. “¿Su casa?”. El asfixiado
compañero asintió con la cabeza. Él se volvió hacia aquel amasijo de edificios parejos.
Debía ser aquélla. La señaló con una mano temblorosa. Aquella más estrecha, más
vieja. Casa de angostos pisos, ventanas delgadas, y escaleras empinadas. Escaleras
de pararse a cada vuelta a tomar aliento. Las ventanas estaban abiertas. La puerta
abierta. No asomaba nadie. No se sabía si era una sonrisa o una mueca. “Mi casa”.
Tampoco debió haber sido suya. Tampoco la casa entera. Algún cuarto en lo de más
arriba. Con una sola ventana, con un ahogado pasadizo. Con aquel alquiler en billetes
viejos y arrugados que dejaba de pagar a veces. Con pleitos y recriminaciones del
casero. Ahora ninguna era de nadie. Todas vacías. Todas abandonadas. “Ahora se podría
uno meter en cualquiera”. Nadie se iba a meter. Quién se iba a meter. De lo que
se trataba era de irse. Irse lejos. Lo más lejos posible. Para no ser alcanzado,
para no ser atrapado. ¿Qué casa?
Había pasado del
trote cansino a un paso corto. A un paso que se iba haciendo más lento y arrastrado
por momentos. Fue derivando, entre empellones y tropiezos, hacia una de las aceras.
No era menor el apretujamiento y los empujones. Había entrado en medio de un matrimonio
que desde una ancha puerta comenzaba a disolverse entre el gentío. La novia llena
de tules blancos, con unos grandes ojos de terror. El novio con el cuello deshecho
y la corbata bamboleante. Los testigos, los padrinos, los invitados, toda aquella
gente vestida de oscuro que se iba desvaneciendo y perdiendo entre la turba de la
calzada. No era el primer matrimonio que había encontrado en la escapada. Había
tropezado con otros. Alguno no parecía de aquel tiempo. Más bien parecía salido
de aquella vieja fotografía que colgaba en su casa, con la estampa de su padre y
de su madre el día en que se casaron. Tiesas vestiduras anticuadas. Un hombre de
bigotes de largas puntas con un cuello muy alto, muy blanco, muy brillante y unos
grandes faldones como de levita y una novia de mucho pecho alto y cintura de avispa.
Había pasado en
medio de bautizos. El padrino todavía lanzaba al aire pequeñas monedas, pero nadie
se detenía a recogerlas. Y entre los matrimonios y los bautizos, salían entierros
atropellados. Los llorosos deudos volvían la cabeza con susto y empezaban a huir
con la muchedumbre. Los cargadores depositaban la urna sobre el suelo y desaparecían.
Sobre el cajón pulido resonaban los golpes sordos y profundos de los que tropezaban.
Era necesario
que hubiera pasado aquello para que todo apareciera mezclado y simultáneo. El entierro
con el bautizo y el matrimonio. Nunca ocurrían en el mismo día, en la misma calle,
con la misma gente. Era necesario que hubiera pasado aquello. Era necesario aquel
pavoroso acontecimiento para que él, jadeante, ahogándose, agotado de fatiga, estuviera
presente en todas aquellas ceremonias interrumpidas y rotas. Para que aquello que
era la largura de un año o de una vida se convirtiera en tumulto y mezcla y pareciera
pasar al mismo tiempo. El padrino de bautizo con la viuda, el muerto en su caja
y el recién nacido lleno de adornos de muñeco.
Él había tenido
un bautizo, pero no un matrimonio. No todavía. “¿Es usted casado?”, le preguntó
a un hombre lento que avanzaba a su lado. “Qué le importa a usted”. Todo el mundo
estaba de mal humor.
Cada vez había
que cuidarse más de la gente caída. Eran muchos los que estaban tumbados o encogidos
sobre el suelo. Los que miraban hacia arriba con unas caras de abandono y resignación,
con los brazos cruzados protegiendo las cabezas.
Así iría a caer
él también. Quedaban muchas calles todavía por recorrer. Si no los alcanzaban antes.
Muchas calles largas y cortas, anchas y angostas, antes de poder salir de nuevo
al descampado. Antes de que los alcanzara el incendio. Pero no era sólo el incendio.
Eran también ellos. Los que venían.
Policías sin gorra
huían también. Saltaban por sobre los caídos y desaparecían hacia adelante. “¿Ve
los policías?”. Un vecino asintió con un gesto mortecino. “Esos son los primeros”.
Unos hombres de dolmanes rojos y unos kepis emplumados manchaban una bocacalle como
un lampo de sangre. No sabía lo que eran. Nunca había visto esos uniformes.
“Son los del circo”.
Irían también a soltar las fieras. Los osos, las cebras, los elefantes y los leones.
Tropezó con un
pequeño bulto. Era un niño de bautizo abandonado. Tenía el faldellín blanco marcado
de pisotones. Se detuvo un instante. Se inclinó con esfuerzo y lo recogió. Le pareció
que pesaba mucho. El niño lloraba débilmente sobre su hombro. Tenía los ojos entrecerrados.
Empezaba a vomitar. Con gorgoritos y arrumacos que recordaba de su escaso trato
con los niños comenzó a calmarlo. Ahora caminaba más inseguro. A ratos el niño lo
veía vagamente. Qué entendería de todo aquello. Qué iba a entender. “Yo no me explico
esto”. Era una mujer gruesa y vieja. Iba a responderle cuando volvió con otra pregunta.
“¿Es hijo suyo?”. No sabía lo que había contestado. “¿Es suyo?”. Hubiera sido difícil
responder. Era suyo desde hacía un momento. “¿Y la mamá?”. Hizo un gesto negativo
con la cabeza. “Pobrecito”. “Sí, pobrecito”. Iba a proponerle que se encargara del
chico. Pero la mujer ni lo hubiera comprendido. Habría pensado que era un padre
desnaturalizado. Ahora jadeaba con más esfuerzo y el peso del niño parecía aumentar.
“Nos van a alcanzar”.
La mujer que le
había hablado siguió de largo. Eran otros o distintos los que se emparejaban con
él en la atropellada marcha. Lo depasaban o se rezagaban. Él apretaba el niño y
arrastraba los pies. Ahora se le hacía más difícil volver la cabeza hacia atrás.
Hacia los que venían con más ímpetu. “Vienen”. Lo alcanzarían finalmente. Cada vez
más lento y más rezagado. Lo atraparían. Las manos de ellos o las lenguas ennegrecidas
y chisporroteantes del incendio. Como aquellas fauces de fiera o aquellos cuernos
de toro perseguidor que siempre estaban a punto de darle alcance en las pesadillas
de la infancia. Cuando quería huir y no podía. Cuando quería correr y los pies se
le hacían pesados y como adheridos al suelo. Tan inmóvil como aquellos árboles a
los que iba alcanzando el incendio en la sabana. Todavía de una casa cercana salía
una boda tardía. En dispersión de cuerpos y de gritos. Entre hombres vestidos de
negro la novia de blanco trataba de correr. Velos de punto hirsuto flotaban sobre
las cabezas. Las manos forradas en guantes blancos volaban dando aletazos de angustia.
Un momento la
novia estuvo frente a él. Le miró el niño que apretaba en los brazos. Algo le iba
a preguntar pero no habló o no le pudo oír entre el ruido. Eran bocas abiertas y
ojos en blanco. Ahora era otra gente la que lo rodeaba. Con el niño cada vez más
pesado entre los brazos. Sentía dolor en los codos y en los hombros. Como si se
hubiera puesto muy pesado y ya no pudiera sostenerlo. Él mismo parecía haberse ido
poniendo más bajo. Casi en cuclillas. Ahora había puesto el niño en el suelo. Lo
miraba desde arriba. Estaba quieto, con los ojos abiertos y la boca descolgada.
Flojo y desmadejado. Lo colocó poco a poco con el pie, en un portal vacío. Hacia
adentro se miraba el pasadizo vacío al que daban, abiertas, todas las puertas.
Ya no lo veía.
Lo habían desplazado a empujones. Iba ahora más lejos. Más lento entre la gente
que parecía moverse más a prisa. No veía ahora caras sino hombros y espaldas. Cerca
de sus ojos.
Intentó regresar.
Logró con dificultad pegarse a la pared y comenzar poco a poco a remontar. Avanzaba
muy lentamente. Todos los pechos y las voces venían contra él.
“Tengo que recogerlo”.
Por ratos no lograba ver la pared, metido entre tantos cuerpos en contra. No debía
estar lejos. Era el mismo portal, pero no estaba el niño. O no era el mismo portal.
Logró remontar otro trecho. Iba sobre el borde de la pared aplastado por los que
venían. Casi no avanzaba. Ahora sí estaba en el portal. Era la misma puerta entreabierta,
el mismo largo zaguán vacío, las mismas puertas abiertas, sin gente. Era un hombre
el que estaba tendido sobre el umbral. Casi desnudo, largo, blanco. Con una barba
negra como de santo. Los ojos abiertos, muertos. Un taparrabos de tela rota. Parecía
una imagen de procesión sin velas y sin vidrios. Tan viejo como el padre del niño.
Menos viejo que él.
Ahora lo veía
alejarse. Era él mismo quien se alejaba. Reculando. Sostenido y llevado entre pechos
y espaldas de los que huían. Ya fuera de la ciudad, tal vez.
(Tomado
de www.literatura.us)
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