Milia Gayoso Manzur
Cuando
volvió del mercado notó que algo había ocurrido en su ausencia. Fue a la cocina
a acomodar las verduras y la carne en la heladera, los paquetes de fideos en el
estante y el café en el frasco de vidrio. “Adela, quiero hablarte”, escuchó la voz
de su patrona, “Adela, se perdió el anillo del señor y como no entró otra persona
en la casa durante una semana, creemos que fuiste vos, así es que devolvelo por
las buenas porque de lo contrario…”. “Pe… Pero yo no fui señora, se lo juro, para
qué quiero un anillo, yo no fui”, balbuceó confusa y asustada.
“Lo único que te digo es que
lo devuelvas por las buenas o te mandamos al Buen Pastor para que te pudras, tenés
medio día para pensarlo”, y dicho esto la dejó sola, estrujando una papa con las
manos. Se sentó en una silla y tomándose la cabeza entre las manos se puso a llorar
silenciosamente. “Yo no toqué nada, tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme”,
se repitió varias veces. Sacó fuerzas y continuó con su tarea, arregló las cosas
y puso el agua en la cacerola, para la comida. Terminó de limpiar la casa, hizo
el almuerzo y cuando estaba todo servido lo anunció a los patrones. No hubo charla
en la mesa, sólo caras largas e indirectas.
Como estaba recién casada
y vivía a tres cuadras, le daban permiso para ir a su casa durante una hora por
la siesta para almorzar con su marido. Pero no pudo comer, apenas lo vio comenzó
a llorar y entre sollozo y sollozo le contó que le acusaron de un robo que no cometió.
Cuando regresó a las tres de la tarde todo parecía más tranquilo y tuvo la esperanza
de que si bien no aparecía el anillo se olvidaran del incidente. No volvieron a
decirle nada durante el día y cuando volvió a su casa a las nueve de la noche se
sintió más aliviada.
Al día siguiente los patrones
salieron temprano, como a las ocho, antes de irse la patrona le encargó que preparara
temprano el almuerzo y que lavara toda la ropa, además de baldear el patio y repasar
toda la casa. A las once y media de la mañana entró el jardinero a la cocina y le
dijo que preguntaban por ella.
Apenas le dejaron sacarse
el delantal mojado y agarrar su monedero. La sentaron entre dos oficiales y ante
sus preguntas insistentes y su llanto le contestaron que la acusaron de un robo.
Llenaron unos papeles con sus datos y la destinaron a una celda. Era viernes, Adela
pensó en su marido, en sus padres que estaban lejos, en la injusticia que estaban
cometiendo con ella. “No es cierto, no es cierto, no es cierto”, le repitió una
y otra vez a la policía que le tomó los datos y le dijo que iba a quedar presa.
“Yo no robé nada, nada, pero si apenas era un anillito barato, ha de estar por ahí,
yo no robé nada”. A nadie le importó. Se puso a llorar sentada sobre la estrecha
cama en su jaula triste.
No permitieron a sus familiares
que la vieran, porque era fin de semana, por esto, por lo otro. No comió durante
tres días, no tuvo ganas ni fuerzas. Recién el lunes pudo ver a su marido y a una
señora con quien había trabajado durante ocho años que fue a visitarla, enterada
de su situación. Con su poco dinero pudieron pagar a un abogado, que logró liberarla.
Una semana después, golpearon
a la puerta de su humilde piecita de alquiler. Era su ex patrona. “Adela, quiero
hablarte un ratito”, le dijo, sonriente, como si nada hubiera pasado. Ella no supo
si cerrarle la puerta en la cara o salir corriendo. “Adela, quiero decirte que encontramos
el anillo, había sido que se cayó en la rendija de la cabecera de la cama”.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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