Carlos de Bella
Hubo una época en
Transilvania que no fue reflejada en las noticias que tradicionalmente se
transmitieron sobre sus habitantes, sus costumbres y fundamentalmente en lo
referido a su leyenda más famosa. No fue precisamente una época fácil, para
nada fácil, por lo tanto trataremos de acercarnos a ella con la mayor
rigurosidad posible, sin que nos arrastre la dramatización de los hechos, que
por otro lado, por ser de la vida cotidiana, contemplando afectos y reacciones
humanas, no tienen absolutamente nada de dramático.
Hasta ese día ¡extraño día! todo transcurría
dentro de lo previsible.
Los varones de la aldea trabajaban la tierra y
cuidaban el ganado desde la primera luz hasta el atardecer, entonces regresaban
a sus casas donde sus mujeres tenían pronta la comida y todo se impregnaba de
aroma a puerros y cebollas. En la decoración, varias ristras de ajos repartidas
por la estancia ponían el toque distintivo de estos hogares.
Las jóvenes ayudaban a sus madres en las tareas
propias de la casa y el cuidado del corral; ellas eran, por características
propias de su raza, tradicionalmente bellas y seductoras, vestían a la usanza
tradicional y peinaban sus cabellos rubios recogidos sobre sus nucas, dejando
al descubierto sus encantadores cuellos que parecían de alabastro.
Sobre ellas recaían los mayores cuidados
familiares y algunas prohibiciones férreas: que no salieran de las casas una
vez caído el sol, que por las noches mantuvieran las ventanas de su cuarto
perfectamente cerradas, que corrieran los visillos, que bajo ningún concepto se
quitaran el crucifijo que, pendiente de fina cadena colgaba de su cuello, que,
que, que… todos eran que.
Ahora ya sabemos qué relaciones tienen los
jóvenes para con los que, con las prohibiciones, con las normas a cumplir;
especialmente si los jóvenes son: mujeres tradicionalmente bellas y seductoras,
que vestían a la usanza tradicional y que peinaban sus cabellos rubios recogidos
sobre sus nucas, dejando al descubierto sus encantadores cuellos que parecían
de alabastro.
Hasta aquí lo normal, lo de todos los días, lo
acostumbrado.
Aunque también existían otras rutinas, otros
acontecimientos, no sabemos si tan normales, por lo menos evitaremos
denominarles así. Eventos tales como: una oveja que aparecía muerta desangrada,
un perro destrozado, una vaca que producía mucha leche amanecía con el cuello
partido; quizás fueron los lobos ¡seguramente fueron los lobos!
Ese día ¡extraño día! fue que la hija menor de
los Lowen hubo desaparecido; mejor dicho cuando esa mañana su madre observó que
no bajaba para dedicarse a las tareas del corral comienza a llamarla con
gritos, sube, fuerza su puerta (que jamás estaba cerrada), ve su cama con
sábanas que no mostraban signos de haber sido usadas, que su cuarto no tenía
rasgos de violencia, la ventana entreabierta, la lámpara encendida y que además…
¡ella no estaba! Entonces, comenzó a gritar y así bajo corriendo las escaleras,
salió de la casa y sus alaridos llegaron hasta donde su marido e hijos, que
salieron a su encuentro para conocer la causa del escándalo.
Antes del torbellino de gritos y corridas su
mirada no reparó en el crucifijo tirado bajo la ventana, aquel que ella misma
le había regalado y colgado de su cuello hace varios años, cuando aún era una
niña.
El Castillo desde su altura, dominaba los valles
y cercanías, sus plantíos, los ganados pastando, sus casas y sus gentes.
Simplemente era piedra sobre un promontorio de rocas y sobre todo esto la
hiedra que trepaba muros y cubría ventanas que siempre permanecieron cerradas.
A su costado la caballeriza que guardaba caballos hermosos, negros y
desafiantes. En todo ello un solo servidor que cumplía las funciones de
mayordomo, lacayo, administrador, sirviente, caballerizo y cochero.
Las primeras sombras caían sobre el valle,
arropaban el Castillo y llenaban todo el ámbito de humedades pegajosas. En ese
momento los aldeanos ponían a resguardo los ganados así como las doncellas y
cerraban sus casas. En ese mismo momento en el salón principal del Castillo, un
candelabro recién encendido iluminaba una figura pensativa que, sentada a la
mesa, sostenía su cabeza con la mano izquierda. Era el señor de todo ello: el
Conde Drácula.
Hacía varios meses que mostraba signos de
preocupación; pese que a través de los tiempos siempre recibió discursos
maledicientes, infundios, bisbiseos, murmuraciones que versaban sobre su
influencia directa o indirecta en cuanto a: las pérdidas de ganado, las malas
cosechas, el derrumbe de un tejado, un parto difícil, el guiso de cordero
quemado, la jarra del vino derramada, las doncellas que desaparecían,
¡especialmente las doncellas que desaparecían!
Todos estos temas en realidad eran la punta de un
iceberg, que ocultaban algo más profundo en la comunidad; había disconformidad
por ejemplo: ¿por qué no existía personal trabajando en el Castillo, que
cocineras, mucamas, ama de llaves, sirvientes diversos que podían reclutarse
entre los lugareños y esto mejoraría sus economías al ser bien remunerados por
el Conde? ¿Por qué no hacía consumo de productos que ellos eran capaces de
proveer como leche, huevos, aves, hortalizas, tal vez tejidos caseros, algunas
artesanías, todo ello como otra posibilidad de producir ingresos? ¿Por qué no
utilizar, para realizar tareas seguramente necesarias en tan vasto edificio,
las habilidades de los hombres del pueblo que, aunque rudimentarias, podrían
solucionar problemas artesanales más simples o complejos?
Y como corolario ¡El tema!
El verdadero tema de conflicto de la comunidad,
del que hablaban todas las madres con hijas en edad de casarse, cuyas virtudes
eran resaltadas con fanatismo, que su belleza, su dulzura, su carácter,
habilidades domésticas, bordados, bolillos, canto, danza y otras imposibles de
describir.
Todo ello recurría a una sola pregunta: ¿Por qué
el Conde no elegía esposa entre las doncellas del pueblo? Esto resultaría
invalorable para la elegida por supuesto, pero además para sus descendientes,
su familia y en definitiva para todo el pueblo.
Por todos estos hechos el Conde estaba preocupado
y necesitaba tomar una decisión. Había viajado mucho con estadías más o menos
prolongadas y ya conocía otros lugares, otras gentes, otros ámbitos. La
situación actual no se resolvía con un alejamiento temporal, debía emigrar,
trasladarse a otras sociedades más propicias, sin tantas envidias,
maledicencias y rumores.
Los viajes del Conde no eran tan fáciles de
resolver como para cualquier mortal.
Los traslados no eran el problema, el Conde podía
volar, aunque el avión no fuera conocido; los menús tampoco traían
inconvenientes, el Conde era, diríamos, monotemático en su alimentación y esto
era fácilmente resoluble.
La gran complicación era: ¡el alojamiento! Aquí
no tenía cabida ninguna posibilidad de modificación, no era cuestiones de lujo,
ni decoración, ni cantidad de sirvientes a disposición, solamente era su lugar
de descanso. Ni baldaquinos, ni lechos de roble tallado, menos aún sabanas de
fino lino, innecesarios cobertores, desechados mullidos almohadones, solamente
y nada más simple que un confortable ataúd (de buena madera, claro, no
olvidemos el linaje) que contenga una buena cantidad de tierra de su amada
Transilvania sobre la cual reposar. O sea: ¡sentirse como en casa!
Puesto a solucionar este tema, comenzó un estudio
detallado sobre carreteras principales, pequeños caminos vecinales, cursos de
agua navegables y de fácil acceso a puertos, características de estos, aduanas
y controles diversos, especialmente sobre transportes de cargas.
Luego se fueron sopesando posibilidades de
alquiler temporal o permanente de alguna propiedad que pudiera servir de
alojamiento, visto la actual infraestructura del Castillo, esto no resultaría
inconveniente de cuantía y así podrían ser interesantes: abadías en desuso,
mansiones decrépitas o faltas de mantenimiento, casas abandonadas en cercanías
de cementerios o zonas no consideradas residenciales y aunque estas
posibilidades seguramente reducirían los costos, esto no sería definitorio.
Ubicados y en este orden: el posible lugar, la
ciudad y sus vías de acceso, quedaba aún un tema banal a resolver, la efectiva
realización. Para todos esos trámites se necesitaban personas que realizaran
tareas administrativas y financieras para contratar, pagar, alquilar, fletar,
retirar, entregar, etc., etc., que además de ser eficientes fueran ¡confiables!
El Conde sabía que podía, con reparos, delegar
algunas funciones en personajes de diversa alcurnia, conocidos en viajes
anteriores, que formaban parte de la Comunidad y que se consideraban
comprometidos (por denominar el vínculo de algún modo) con él y que más por
temor que por afectos realizarían lo encargado.
Así durante años el Conde deambula por distintos
lugares de la Europa de esas épocas, teniendo estadías felices y de las otras,
permanencias más largas y otras bruscamente interrumpidas. Todo ello lejos de
casa, su amada Transilvania, de la cual sólo llevaba consigo una cantidad de su
tierra y sus recuerdos, especialmente aquellos referidos a las muchachas
tradicionalmente bellas y seductoras que vestían a la usanza tradicional y
peinaban sus cabellos rubios recogidos sobre sus nucas, dejando al descubierto
sus encantadores cuellos que parecían de alabastro.
En las diferentes ciudades había personajes de la
sociedad que, enterados de la llegada de un Conde de la Europa Central, de
orígenes misteriosos pero elegante porte, le invitaban a reuniones que
generalmente en los comienzos de su estadía él aceptaba.
Luego, claro comenzaba un proceso que aunque en
otra escala social no resultaba diferente de aquellos bisbiseos y murmuraciones
propias de su tierra natal, con referencias siempre a su vida privada.
El Conde, además de frecuentar la alta sociedad
local también se relacionaba con clases sociales más bajas sin desdeñar
profesiones nobles o de las otras; claro estas relaciones eran accidentales y
casi furtivas, aunque los destinatarios coincidían en algunas características:
belleza y juventud. No existía discriminación de sexo lo que habla a favor,
evidentemente.
También hubo de soportar que le endilgaran (sin
ninguna prueba, claro) unas cuantas acciones indignas. Estas en realidad se
medían por los efectos y no por sus posibles causas. Algunas eran mínimas:
desapariciones de personas, enfermedades sin explicación científica conocida, pérdidas
de memoria, muertes repentinas, angustias, embarazos interrumpidos y más. Otras
consideraban magnitudes de mayor importancia: pérdidas de cosechas, fracasos
bursátiles, naufragios, guerras civiles y otras, caídas de gobiernos,
epidemias, tempestades, catástrofes climáticas y más.
Así fueron los últimos siglos del Conde, por
demás azarosos y llenos de inquietudes. Todo esto ocurría en el llamado Viejo
Mundo, lugar por otro lado en el cual su linaje y cuna era aún reconocido.
Pero, los nuevos tiempos ¡oh, los nuevos
tiempos!, hablaban de otra sociedad del otro lado del océano, que estaba
formada y se había desarrollado con otros conceptos, otros ideales, en fin,
otras circunstancias. Allí se hacía culto del eficientismo, de la iniciativa
personal, de las habilidades en los negocios, del libre juego de las fuerzas de
mercado, de la competencia y otras rarezas. Todo esto llamaba a reflexión y
duda ¿Sería este un nuevo destino?
El nuevo alojamiento era muy diferente de los
últimos que se habían sucedido durante muchos tiempos: un edificio de dos
plantas que había sido utilizado como depósito de mercaderías y que ahora, como
tantos otros de la zona, se hallaba vacío en espera de una futura
reconstrucción edilicia de la zona. No poseía amplios salones, ni detalles
ornamentales, ni absolutamente ningún estilo, solamente ventanas tapiadas y un
montacargas que aún funcionaba. Su alquiler resulta favorecido por un
desconocido que contestó con suma eficiencia a la primera búsqueda y las llaves
fueron remitidas por correo. Esto ya era un signo favorable.
El traslado fue realizado por barco y la carga
fue entregada puntualmente en la dirección que se consignaba. Nuevos aires,
nuevas gentes, Todo novedoso.
El Conde se sorprendía gratamente de casi todo;
sus salidas a la caída del sol iban de una punta hasta otra de la isla, pero no
desdeñaba tampoco las poblaciones de tierra firme. Frecuentaba lugares
diversos: funciones de ópera, conciertos, teatro, exposiciones, en estos la
concurrencia digamos era selecta, aquí no existían títulos honoríficos ni de
realeza, los status solamente estaban definidos por el dinero y los bienes
poseídos, cambiando estos de manos según la suerte y habilidades de resolver
los negocios. Este tipo de reuniones sociales terminaba temprano, siempre antes
de la medianoche, demasiado temprano para los horarios habituales del Conde.
Así que luego de alguno de estos eventos se dirigía hacia las zonas marginales
de la ciudad que mantenían una actividad casi permanente.
Una de las tantas posibilidades nuevas que
encantaba al Conde era que no necesitaba cambiar su vestimenta según el lugar
que frecuentaba; en los círculos sociales más elegantes se encontraba en su
medio y lucía su estampa de smoking riguroso y ¡obviamente! oscura capa. Esta
figura producía efectos sobre el público femenino y más de una era encontrada
desmayada, quizá un poco pálida y falta de fuerzas en un corredor del teatro o
en la penumbra de un palco, siendo que el ultimo recuerdo era una sonrisa
caballeresca.
Cuando mudaba de ámbitos y se dirigía a otros
menos sofisticados o incluso excesivamente degradados a nadie absolutamente le
llamaba la atención su vestimenta. Por supuesto, habiendo tanta cantidad de
estrafalarias posibilidades en su alrededor, por qué no agregar una más, así en
varias oportunidades precisamente esta diferencia favoreció el acercamiento
hacia alguna nueva conocida o conocido, en realidad recordemos que no importaba
su sexo.
Estas épocas fueron más tranquilas, realmente
mucho más tranquilas, sólo hubo que realizar una mudanza hacia unos galpones en
desuso sobre la margen del río, pues la zona donde estaba radicado se había
transformado y avanzaba en ese sentido hacia un reciclaje de los viejos
edificios devenidos en lofts y ateliers de pintores jóvenes
famosos. El propietario pretendía a la renovación del contrato un aumento
importante sobre el precio actual debido a la demanda de interesados, pero el
tema decisorio no fue ese, sino que los nuevos vecinos decidieran interesarse
en demasía sobre ese edificio de ventanas permanente cerradas.
Así fue transcurriendo el tiempo y el Conde se
encontraba a gusto en esta nueva organización social donde nadie reparaba en
las acciones del otro.
Las gentes se mueven durante los días y las
noches por la ciudad cada vez más rápido a medida que avanza el siglo, exceden
sus límites, no les contienen las fronteras y se expanden por el mundo y más y
llegan a otros mundos. En esa aceleración también se ven pasar sus excesos, a
veces el Conde se sorprendía pese a su experiencia, de tanto desenfreno. Y
otras veces casi en un dejo de nostalgia extrañaba aquel Viejo Mundo y aquellos
viejos siglos, eso duraba un segundo apenas y entonces con las primeras sombras
salía a los bordes del río a recorrer los lugares de esa ciudad que ahora era
su lugar.
Los nuevos tiempos traerían acontecimientos y
noticias de un mal desconocido, una nueva peste, un enemigo que los
antibióticos no podían derrotar pues no estaba en ningún capítulo de ningún
vademécum. La mala nueva comenzó a conocerse en la ciudad, luego se fue
extendiendo al igual que las mareas. Todos hablaban de lo mismo y ya comenzaban
las víctimas. La memoria del mundo creía que esas épocas estaban olvidadas.
Error, recién comenzaban.
El Conde comenzó a escuchar en distintos ámbitos
primero un comentario, luego otro, pero lo que más llamaba su atención era el
cambio de actitudes, lentamente el pánico iba ganando los habitantes de la
ciudad, ya no eran los jóvenes sonrientes, alegres y excitados que agotaban las
copas del placer hasta su última gota. El virus había irrumpido en ese entorno
virtual cambiando los parámetros.
Sin compartir los temores de los humanos comenzó
a interesarse sobre el porqué del pánico, efectos, síntomas, avances de la
enfermedad, víctimas y muertes. Aunque eran todas suposiciones e hipótesis se
empezó a tener claro que los contagios se producían por el intercambio de
fluidos en las relaciones sexuales o por sangre.
Justamente en este punto comenzó todo. Validado
por sus conocimientos (que, aunque no se supiera, provenían de mucho tiempo
atrás) ingresó en foros médicos y de investigación. Cómo no recordar otras
pestes y otras muertes si ellas fueron causas de maledicencia hacia su persona.
Mantenía activa correspondencia con algunos
científicos, muchos de ellos provenientes como él desde tiempos lejanos. Esta
comunidad de intereses comenzó a estudiar los posibles efectos que podrían
producir sobre sus integrantes el virus que afectaba a los humanos. A través
precisamente, de la sangre de esos humanos.
No se produjeron en realidad avances
significativos, lo que hoy sugería un éxito, luego derivaba en otra incógnita,
todo era confusión. Se aplicaban analogías con algunas epidemias del último
siglo, otras con pestes históricas que asolaron Europa, incluso más atrás, pues
de todas ellas se guardaban memoria y datos.
Algunos decían que se podían producir afecciones
en la vista, esto llevaría a no tomar nota correcta de la salida del sol o
imaginar que ya había ocurrido su puesta y salir a la luz, lo cual acarrearía
consecuencias nefastas como podemos imaginar. Otras teorías predecían cambios
en el sabor de la sangre que producirían alteraciones digestivas, posibles
problemas en la dentición, caída de cabello, debilidades musculares y otros
males. Esta confusión comenzó a alterar la tranquilidad de la especie que se consideraba
a salvo de esta nueva peste, como en otros momentos estuvo de otras.
Los humanos realizaban ya hacía mucho tiempo una
serie de estudios de laboratorio para cerciorarse acerca del estado de su
sangre, la que median, contaban, diseccionaban, analizaban, separaban y volvían
a recomponer, expresaban en porcentajes, etc. Ahora además de lo tradicional
buscaban afanosamente detectar en esos tubos de vidrio rastros del virus.
El Conde siempre había sido de avanzada y en su
momento llego a tomar decisiones que resultaban innovadoras para cada una de
las distintas épocas, ¡ahora no debía ser diferente!
La hipótesis esgrimida fue: los humanos se
encuentran preocupados por algo que no conocen, se interesan en la detección de
un signo y en aquellos que no lo poseen su sangre no representaría amenaza;
¡serian ellos los elegidos!
La organización de una fundación para el análisis
e investigación de las causas y posibilidades de erradicación del virus, fueron
los primeros pasos a seguir. Algunos científicos de la Comunidad fueron
convocados a colaborar y se radicaron en la ciudad. Poco a poco y visto algunos
avances significativos la “Fundación D” (nombre adoptado en su reconocimiento
legal) comenzó a tener predicamento en los foros de investigación y participar
de ellos en forma significativa. De estos lugares se fue formando en la
Fundación una base de datos clasificando en infectados y sanos; a fin de poner
el énfasis en estos últimos. Se ofrecieron test de realización gratuita para
aquellos que no poseían recursos para solventarlo. Esto produjo un efecto
instantáneo en la sociedad y se comenzó a mencionar a la Fundación como una de
las asociaciones filantrópicas más importantes entre las existentes para el
tema.
Este reconocimiento público se vio reforzado por
el hecho cuando uno de los laboratorios más poderosos del planeta propuso
colaborar técnica y económicamente en los proyectos que la Fundación
desarrollara.
Así se lograba una homogeneización de criterios:
aunque los afectados por el virus eran muchísimos y su número se propagaba en
forma terrible, desde el punto de vista matemático los supuestamente no
afectados era un número infinitamente mayor; como delimitación de mercado no
existía duda.
Aunque coincidentes, los razonamientos del Conde
y los principales investigadores de la Fundación (pertenecientes obviamente a
la Comunidad) apuntaban en definitiva a su supervivencia, la cual venia
garantizada desde tiempos de los cuales casi se había perdido memoria.
Pese a que la participación en congresos, foros
médicos, simposios, opiniones en artículos de revistas especializadas era
realizada por los científicos de la Fundación, en la industria de la
información mediática comenzaba a hablarse de una figura que era el alma de la “Fundación
D”.
Cuando el Conde detectó aquellos primeros
comentarios sobre su influencia en la Fundación, y que uno de los diarios más
amarillos del Viejo Mundo comenzó a hacer algún tipo de asociación entre su
figura y otra de otros tiempos (sin imaginar todavía las coincidencias),
sugiriendo que podía provenir de algún país del Este; vislumbro una posibilidad
que surgieran historias de otrora críticas, infundios y mala prensa, comenzando
así a gestarse, como en tantos momentos su descrédito. Aquí entonces, surgió la
idea del reportaje.
En sus primeros momentos de llegada a la ciudad
se relacionó con un joven periodista (el cual, obviamente, continuaba siendo
incondicional del Conde) que con el correr del tiempo fue ascendiendo
posiciones hasta ser hoy secretario de redacción de la revista de información
más importante del planeta; por salir en su tapa podían trepar a lo más alto o
caer en oscuro abismo, según fuera lo que se opinaba del personaje, así fueran
reyes, presidentes, políticos, científicos, escritores, deportistas o cualquier
otra figura.
Entonces, entre ambos, se gestó el reportaje al
filántropo que había decidido formar la “Fundación D”, mostrando una historia
de un aristócrata europeo que decidió radicarse en la ciudad visto las
posibilidades de desarrollo de aquellos que deseaban vivir en una sociedad
donde la libertad y el respeto del prójimo resultaban fundantes.
Se hacían algunas menciones vagas de los
antecedentes de su familia y se enfatizaba el enorme esfuerzo realizado en pos
de la lucha en la investigación para encontrar algún paliativo y finalmente
solución sobre el virus.
En este punto y considerando que aún faltaban
muchas pruebas de un avance efectivo en el conocimiento se daba como casi
seguro (tema que ya habían adelantado los científicos en diversas
publicaciones) que en los próximos meses se iba a dar a conocer a la comunidad
científica una solución sobre el problema. Como complemento de la nota
principal se presentaban las opiniones de los más importantes representantes
del establishment médico, así como los presidentes de los laboratorios
más prestigiosos (destacando aquél asociado de la Fundación) que volcaban loas
sobre el perfil filantrópico de nuestro reporteado.
Todo este producto fue un golpe de impacto
inmediato en todo el mundo y a su vez resultó un antídoto eficaz contra
aquellas primeras posibilidades de difamación que habían comenzado.
Cuando a raíz de su repercusión otras
publicaciones pretendieron lograr entrevistas similares, la Fundación
distribuyo un comunicado donde se agradecía el interés de los medios, indicando
que el Conde prefería estar a un lado y daba el lugar a los personajes
científicos que pudieran abundar sobre las noticias.
Así transcurrieron algunos meses, los suficientes
para que la institución más señera del Viejo Mundo eligiera como todos los años
los personajes destacados en las diferentes disciplinas científicas, y además a
aquél que había contribuido de manera significativa a la paz y al bienestar de
todo el mundo.
Este reconocimiento se otorgaba por unanimidad de
los miembros de la institución a… ¡la “Fundación D”! representada en la figura
de su mentor a quien invitaban a recibir el galardón en la recepción de gala
que se realizaría el próximo mes.
Esto fue lo que motivó la decisión de un regreso,
tantas veces deseado pero tantas demorado. La ceremonia de entrega del premio
sería solamente una excusa para volver al Viejo Mundo, en definitiva. ¡A su
tierra!
El Conde extrañaba, aunque no lo mencionaba, su
castillo, sus tierras, los olores de aquellos lugares propios y, especialmente,
las jóvenes del lugar que eran, por características propias de su raza,
tradicionalmente bellas y seductoras, vestían a la usanza tradicional y peinaban
sus cabellos rubios recogidos sobre sus nucas, dejando al descubierto sus
encantadores cuellos que parecían de alabastro.
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