Arthur C. Clarke
Ya que lo hace observar, le diré que los enemigos del Profesor siempre
tuvieron una extraordinaria facilidad para verlo desde sus aspectos menos
favorables. Pero creo que su insinuación es algo injusta. Se trata de una
persona realmente bondadosa que no haría daño ni a una mosca. No digo que no se
comporte a veces como un viejo gruñón, pero siempre es honrado y franco, sin
doblez. Bueno, casi siempre. Quizás ésta fue la excepción. Y usted debe admitir
que Sir Roderick merecía todo lo que le ocurrió.
Cuando lo conocí, el Profesor acababa de salir de
Cambridge y luchaba ya por sostener la solvencia de la Compañía. Creo que en
ocasiones lamentaba haber abandonado los claustros académicos por la tumultuosa
y combativa industria, pero un día me confesó que disfrutaba al poner su
ingenio a prueba por primera vez en su vida. Electron Products (1960) Ltd.,
estaba precisamente a punto de cubrir sus gastos cuando ingresé a ella. Nuestro
negocio principal era la Integradora Harvey, una calculadora electrónica,
pequeña y compacta, que podía hacer casi todo lo que un analizador diferencial
y por una décima parte de su costo. Se vendía continuamente a las universidades
y organismos de investigación y es aún el favorito del Profesor. Siempre lo
está perfeccionando y el modelo 15 saldrá al mercado dentro de algunas semanas.
En aquella época, sin embargo, el Profesor contaba sólo
con dos ventajas en su activo. Una era la buena voluntad del Mundo académico,
que lo consideraba algo loco pero admiraba secretamente su valer y firmeza; sus
antiguos colegas del Cavendish tenían en excelente concepto sus productos y
ponían a su disposición una buena cantidad de investigaciones útiles. La otra
residía en la escasa perspectiva mental de los hombres de negocios con que trataba,
quienes daban por sentado que un exprofesor de universidad sería tan ignorante
en la estrategia comercial como un bebé recién nacido. Y esto era justamente lo
que el Profesor deseaba que pensaran de él. Algunos pobres ingenuos siguen aún
patéticamente fieles a esa teoría.
Fue precisamente la Integradora Harvey lo que provocó el
primer conflicto entre Sir Roderick y el Profesor. Tal vez nunca hayan visto al
Dr. Harvey; es una rara criatura que corresponde perfectamente a la imagen
popular de un científico. Un genio, desde luego, pero de esos que deben ser
encerrados en su laboratorio y alimentados con cuchara a través de una
ventanilla en la puerta. Sir Roderick hizo una floreciente colección de
negocios con científicos desvalidos como Harvey. Cuando el control estatal puso
fin a la mayor parte de sus turbias operaciones, tendió una mano generosa al
estímulo de inventos originales. La Ley de Empresas Privadas de 1955 había
tratado de seguir esta política, pero no en la forma que a Sir Roderick le
interesaba. Éste se aprovechó de las exenciones de impuestos y, al mismo
tiempo, mantuvo su prosperidad, apoderándose de patentes fundamentales de
inventores tan poco despabilados como Harvey. Alguien lo llamó una vez
salteador de caminos científico, lo que constituye una lograda definición.
Cuando Harvey nos vendió los derechos de su calculadora,
se retiró a su laboratorio privado y no volvimos a saber de él hasta un año más
tarde. Publicó entonces un estudio en el Philosophical Magazine, donde
describía un maravilloso circuito para calcular integrales múltiples. El
Profesor no lo leyó hasta algunas semanas después ya que Harvey, por supuesto,
no se acordó nunca de mencionarlo por hallarse muy atareado en otra cosa parecida.
La dilación fue fatal. Uno de los sabuesos de Sir Roderick (de los que éste obtenía
a buen precio una excelente información técnica) había obligado al pobre Harvey
a vender su descubrimiento por una fruslería a Fenton Enterprises.
El Profesor, naturalmente, se puso furioso. Harvey quedó
muy contrito cuando se dio cuenta de lo que había hecho y prometió no volver a
firmar nunca nada antes de consultarnos. Pero el daño ya estaba hecho y Sir
Roderick comenzaba a percibir sus mal adquiridas ganancias, esperando que
nosotros intentáramos negociar con él.
Yo hubiera dado cualquier cosa por estar presente en esta
entrevista pero, desgraciadamente, el Profesor insistió en ir solo. Regresó una
hora más tarde con el rostro encendido y muy molesto. El viejo tiburón había
pedido cinco mil libras esterlinas por las patentes de Harvey, lo que
representaba un poco menos de nuestro remanente por aquel entonces.
Comprendimos que la despedida del Profesor había carecido de cortesía. En efecto,
le respondió a Sir Roderick que se fuera al infierno, y señalándole un posible itinerario.
El Profesor desapareció en su oficina y lo oímos dar vueltas durante unos
minutos. Después salió con su sombrero y abrigo.
–Me estoy asfixiando aquí –dijo–. Vámonos lejos de la
ciudad. Miss Simmons puede ocuparse de todo. ¡Venga!
Estábamos ya acostumbrados a estos arranques del
Profesor. Al principio los creímos una excentricidad, pero ahora lo conocíamos
mejor. En momentos de crisis, una salida repentina al campo podía producir
maravillas y compensar de sobra el tiempo de oficina perdido. Además, era una
deliciosa tarde a fines del verano.
El Profesor condujo su gran Alvis –su único lujo y muy
necesario para él– a lo largo de la nueva Great West Road, hasta salir de los
límites de la ciudad. Abrió entonces los rotores y nos remontamos en el cielo
hasta unos doscientos metros sobre la campiña que se extendía debajo. Muy lejos
divisamos las blancas sendas de Heathrow y un gran avión de línea, de trescientas
toneladas, que descendía hacia ellas con los propulsores a chorro parados.
–¿Dónde vamos? –preguntó George Anderson, entonces
nuestro director gerente.
Paul Hargreaves, el otro miembro de la partida (usted no
lo conocerá porque se pasó a la Westinghouse hace un par de años), era
ingeniero de producción y de los mejores. Tenía que serlo para no desmerecer
del Profesor.
–¿Qué les parece Oxford? –sugerí yo–. Sería un contraste
agradable después de nuestras ciudades-satélite sintéticas.
Nos decidimos pues por Oxford. Pero antes de llegar, el
Profesor se fijó en unas colinas de muy buen aspecto y cambió de idea.
Descendimos en círculo sobre una llana extensión de brezal que dominaba un
largo valle. Parecía haber formado parte de una amplia hacienda privada, como
las que existían antaño. Hacía mucho calor y abandonamos el aparato, arrojando
ropas de abrigo sobrantes en todas direcciones. El Profesor extendió cuidadosamente
su sobretodo encima del brezo y se ovilló en él.
–No me despierten hasta la hora del té –fueron sus
instrucciones; cinco minutos después estaba profundamente dormido.
Charlamos en voz baja durante un rato, echándole una
ojeada de vez en cuando para asegurarnos que no se despertaba. Adquiría un
aspecto extrañamente joven al relajarse su rostro durante el sueño. Resultaba
difícil imaginar que tras esta plácida expresión se desarrollara toda una
complicada gama de maquinaciones, entre ellas la ruina de Sir Roderick Fenton.
Creo que finalmente dormitamos todos un poco. Era una de
aquellas tardes en las que hasta el rumor de los insectos parece apagado. El
calor era casi visible y las colinas lanzaban destellos a nuestro alrededor.
Me despertó un gigantesco estrépito. Durante un instante
seguí tendido, sin darme cuenta apenas de la naturaleza de la perturbación. Los
demás se agitaron también y miramos en torno, encolerizados.
Cuatro kilómetros más allá, un helicóptero flotaba sobre
una pequeña aldea cuyas casas se desparramaban a través del lejano extremo del
valle. Estaba bombardeando a sus habitantes con propaganda electoral y, a
intervalos de pocos minutos, el viento nos traía al azar algunos fragmentos de
discursos. Continuamos descansando un rato más, tratando de descubrir qué
partido era responsable del desaguisado, pero los altavoces no hacían más que
ensalzar las virtudes de un tal Mr. Snooks, y no descubrimos nada nuevo.
–No tendrá mi voto –exclamó Paul, colérico–. ¡Vaya
modales! Ese angelito debe ser un socialista.
Esquivó a tiempo el zapato de Anderson.
–Puede que los aldeanos hayan pedido que se les hable
–dijo con escasa convicción en un intento de restablecer la paz.
–Lo dudo –repuso Paul–. Hay que protestar por principios.
Es… es una violación de la vida privada. Como escribir en el cielo.
–No diría yo que el cielo sea una cosa íntima –comentó
George–. Pero comprendo lo que quiere expresar.
Ya olvidé el exacto desarrollo de la controversia, pero
eventualmente se desvió hacia una discusión acerca de los sonidos molestos en
general y de Mr. Snooks en particular. Paul y George observaban el helicóptero
desapasionadamente, cuando el segundo declaró:
–Me gustaría que fuera posible establecer una especie de
barrera al sonido donde lo deseara. Siempre creí que los tapones para los oídos
de Samuel Butler eran una buena idea, aunque no podían ser muy eficaces.
–Lo fueron desde su punto de vista –repuso Paul–. Hasta
el peor pelmazo se desanimaría si uno se colocara ostentosamente en las orejas
un par de tapones en cuanto se acercara. Pero la idea de una barrera sonora me
parece intrigante. Lástima que no pueda ponerse en práctica sin suprimir el
aire, cosa un tanto difícil.
El Profesor no había intervenido en la conversación. De
hecho parecía haberse vuelto a dormir. Pero luego, con un amplio bostezo, se
levantó.
–Es la hora del té –dijo–. Vamos a casa de Max. Le toca
pagar, Fred.
Un mes más tarde, aproximadamente, el Profesor me llamó a su oficina. Como
era su agente de publicidad y apoderado, ensayaba en mí nuevas ideas para
comprobar si las comprendía y las veía de alguna utilidad. Heargreaves y yo
constituíamos el lastre que conservaba al Profesor en contacto con la Tierra.
Pero no siempre teníamos éxito.
–Fred –comenzó–, ¿recuerda lo que George dijo el otro día
acerca de una barrera de sonido?
Tuve que reflexionar un instante antes de acordarme.
–Ah, sí… una idea disparatada. Supongo que no pensará en
ella seriamente…
–Humm. ¿Qué sabe usted sobre interferencias de ondas?
–No mucho. Explíquese.
–Suponga que tiene usted un tren de ondas, una cresta
aquí, un seno allí, y así sucesivamente. Ahora toma usted otro y lo superpone
con el primero. ¿Qué obtendrá?
–Bueno, me figuro que dependerá del modo de hacerlo.
–Justamente. Imaginemos que se dispone de forma que el
seno de una onda coincida con la cresta de la otra, y así sucesivamente, a lo
largo del tren.
–Entonces resultará una completa anulación… nada
absolutamente. ¡Santo cielo…!
–Exacto. Ahora vamos a considerar una fuente de sonido.
Junto a ella puso un micrófono y empleó el circuito de salida para alimentar lo
que llamaremos un amplificador inverso. Éste acciona un altavoz, y todo el
conjunto queda organizado de modo que el circuito de salida se conserva
automáticamente a la misma amplitud que el de entrada, sólo que desfasado con
él. ¿Cuál será el resultado?
–No parece razonable… pero en teoría obtendríamos un
silencio absoluto. Tiene que haber un fallo en alguna parte.
–¿Dónde? No es más que el principio de realimentación,
que se viene utilizando en la radio desde hace años.
–Sí, ya lo sé. Pero el sonido no consiste simplemente en
crestas y senos, como las olas del mar. Es una serie de compresiones y
rarefacciones de la atmósfera, ¿no es así?
–Cierto. Pero no afecta al principio en lo más mínimo.
–No creo que sirviera. Debe existir alguna cosa que usted
ha…
Y entonces sucedió algo extraordinario. Seguía aún
hablando, pero no podía oír mi voz. La habitación se había quedado de pronto
completamente silenciosa. Ante mis ojos el Profesor tomó un pesado pisapapeles
y lo dejó caer sobre la mesa. Hubo un choque y un rebote, en absoluto silencio.
Entonces movió su mano y, de pronto, el sonido entró a raudales en la habitación.
Me senté momentáneamente aturdido.
–¡No es posible!
–Muy bien, ¿quiere otra demostración?
–Es increíble… ¿Dónde lo ha ocultado?
El Profesor sonrió bonachonamente y tiró de uno de los
cajones de su mesa. Dentro había un curioso amasijo de piezas. Por los
goterones de soldadura, los alambres retorcidos y pegados unos con otros y por
el desaliño general, juraría que el Profesor lo había hecho con sus propias
manos. El circuito en sí parecía muy sencillo; seguramente menos complejo que
una radio moderna.
–El altavoz, si podemos llamarlo así, está allí, tras las
cortinas de esta habitación. Sin embargo, no hay razón para que el equipo no
pueda ser compacto e incluso portátil.
–¿Qué alcance le ha conseguido usted? Quiero decir que
debe haber un límite para esa cosa infernal.
–No he hecho pruebas exhaustivas, pero este aparato puede
ajustarse para producir un silencio total en un radio de acción de seis metros.
De rebasarse a lo largo de otros seis metros los sonidos se amortiguan, y aún
más allá recobran su intensidad normal. Se puede cubrir el área que se desee,
basta con aumentar la potencia. El aparato tiene un circuito de salida de unos
tres vatios de sonido negativo y no domina ruidos muy intensos. Pero creo que
podré construir un modelo capaz de silenciar el Albert Hall, si se quiere, o
incluso mejor, el estadio de Wembley.
–Bueno, ya que lo ha conseguido, ¿qué pretende obtener
con ello?
El Profesor sonrió dulcemente.
–Ese es su trabajo… Sólo soy un científico poco
práctico. Pero supongo que habrá un montón de aplicaciones. Y no diga nada a
nadie; necesito conservarlo como una sorpresa.
Estaba ya acostumbrado a estas cosas, así que presenté mi informe al
Profesor algunos días después. Busqué datos en la sección de producción con
Heargreaves y fabricar el equipo parecía muy sencillo. Todas las piezas eran
comunes; hasta el amplificador inverso no tenía misterio alguno cuando se
conocía su composición. No resultaba difícil imaginar toda clases de usos para
el invento y realmente me dejé llevar. En su estilo, era el mecanismo más
inteligente que el Profesor había diseñado. Estaba convencido que podríamos convertirlo
en una provechosa fuente de beneficios.
El Profesor leyó mi informe detenidamente. Pareció
vacilar un poco en uno o dos puntos.
–No veo el modo de emprender la fabricación del
Silenciador –dijo, bautizándolo por primera vez–. No disponemos de
instalaciones ni de personal, y necesito dinero en el acto, no dentro de un
año. Fenton llamó ayer para decirme que había encontrado un comprador para las
patentes de Harvey. No me fío de él, pero quizá diga la verdad. La integradora
es mucho más importante que esto.
Me sentí decepcionado.
–Podríamos vender la licencia a cualquiera de las grandes
firmas de radio.
–Tal vez sea la mejor solución. Pero tengo que considerar
uno o dos puntos más. Voy a darme una vuelta por Oxford.
–¿Por qué Oxford?
–Oh, no todos los buenos cerebros están en Cambridge…
No lo volvimos a ver en tres días. Cuando regresó,
parecía bastante complacido consigo mismo. Pronto descubrimos el motivo. En el
bolsillo traía un cheque de diez mil libras extendido a R. H. Harvey y endosado
a Electron Products. Estaba firmado por Roderick Fenton.
El Profesor se instaló plácidamente en su despacho, sin
reparar en nuestras miradas de furia. El más encolerizado era Anderson. Después
de todo, se le suponía el director gerente. Pero lo que le ponía más
fuera de sí era el hecho que Sir Roderick hubiera comprado el Silenciador. No
podíamos admitirlo.
El Profesor parecía muy alegre mientras aguardaba a que
nos calmáramos. Al parecer consiguió que Harvey vendiera el Silenciador a
Fenton como invención suya, para camuflar con ello su verdadero origen. El financiero
había quedado gratamente impresionado por el mecanismo y lo había adquirido sin
vacilar. Si el Profesor deseaba conservarse al margen de la transacción, no
podía haber escogido mejor intermediario que el cándido Dr. Harvey. Era la
última persona de la que alguien sospecharía.
–Pero, ¿por qué se ha dirigido a este viejo ladrón? –nos
lamentábamos–. Aunque obtuvo un buen precio, lo que ya es sorprendente de por
sí, ¿no podía venderlo a una persona honrada?
–No importa –respondió el Profesor, abanicándose con el
cheque–. No podemos despreciar diez mil libras por un mes de trabajo, ¿verdad?
Ahora puedo comprar las patentes de Harvey y complacer al mismo tiempo a mis
banqueros.
Esto fue todo lo que pudimos sonsacarle. Nos despedimos
en un estado de incipiente rebelión, que continuó aunque la nueva calculadora
absorbió todo nuestro tiempo durante las semanas sucesivas. Sir Roderick había
entregado las preciosas patentes sin más dificultades. Probablemente se sentía
muy satisfecho con su nuevo juguete.
El Silenciador Fenton apareció en el mercado con gran
alarde de publicidad unos seis meses más tarde y casi causó sensación. El
primer modelo fue ofrecido a la sala de lectura del Museo Británico y la
propaganda que constituyó bien valía el costo de la instalación. Mientras los
hospitales se apresuraban a encargar equipos, permanecíamos en un estado de mudo
abatimiento, mirando acusadoramente al Profesor, que no parecía darle
importancia.
Ignoro por qué Sir Roderick puso a la venta el
silenciador portátil. Es probable que alguna persona interesada le sugiriera la
idea. Se trataba de un juguete muy ingenioso, diseñado en forma de pequeña
radio de transistores y, al principio, se ofreció solamente como novedad. Poco
después, el público descubrió su utilidad en ambientes ruidosos. Y entonces…
Por pura casualidad, asistí al estreno de la sensacional
ópera de Edward England. No es que yo sea especialmente aficionado a la ópera,
pero un amigo tenía una entrada sobrante y me prometió que sería un espectáculo
memorable. Y lo fue.
Los periódicos habían estado hablando de la ópera durante
las últimas semanas, sobre todo por el revolucionario empleo de instrumentos
eléctricos de percusión. La música de England había sido motivo de controversia
durante años. Sus defensores y detractores libraron casi una batalla campal
antes de la representación, pero ello no ofrecía nada de particular. La
gerencia del Sadler’s Wells había dispuesto previsoramente de una cantidad desusada
de policías y solamente se registraron algunos abucheos y rechiflas al alzarse
el telón.
Por si no conoce usted la ópera, le diré que se trata de
uno de esos dramas, fuertes y realistas, tan populares hoy. La acción se
desarrolla en la última era victoriana, y los personajes principales son Sarah
Stampe, la apasionada administradora de correos; Walter Partridge, el saturnino
guardabosques, y el hijo del amo, cuyo nombre no recuerdo. Es la vieja historia
del eterno triángulo, complicado con la aversión de los aldeanos hacia lo nuevo;
en este caso, un sistema telegráfico que las viejas de la localidad predicen
como perjudicial para la leche de las vacas y perturbador para la procreación
de los corderos.
Ya sé que esto suena bastante confuso e improbable, pero
las óperas siempre parecen ser de esta manera. Sea como fuere, no falta el
conocido drama de los celos. El hijo del terrateniente no quiere casarse en la
Oficina de Correos, y el guardabosques, enloquecido por su repulsa, trama el
desquite. La tragedia alcanza su terrible clímax cuando la pobre Sarah,
estrangulada con una cinta de hacer paquetes, es descubierta en el departamento
de cartas no reclamadas dentro de un saco de correos. Los aldeanos cuelgan a
Partridge del poste del telégrafo más próximo, con gran disgusto de los
operarios encargados de la línea; el hijo del terrateniente se da a la bebida,
o se va a las Colonias, y eso es todo.
Me imaginé toda la trama desde que comenzó la obertura.
Quizá resulte una persona anticuada, pero, de todas formas, este género moderno
me deja frío. Me gusta la música que tenga melodía, pero parece que nadie
cultiva ya ese estilo. No tengo paciencia con estos compositores modernos…
denme ustedes Bliss, Walton, Stravinsky, y otros músicos pasados de moda.
La cacofonía se extinguió entre vítores y rechifla,
mientras se alzaba el telón. La escena se situaba en la plaza de la aldea, en
Doddering Sloughleigh, alrededor de 1860. Entra la heroína leyendo postales
llegadas en el correo matutino. Halla una carta dirigida al joven terrateniente
y en seguida rompe a cantar.
El aria inicial de Sarah no fue tan mala como la
obertura, pero sí bastante triste y austera. A juzgar por las apariencias,
resultó tan penosa de cantar como lo fue de escuchar. Pero sólo tuvimos que
escuchar los primeros compases, porque bruscamente descendió un familiar manto
de silencio sobre el Teatro de la Ópera. Por un momento debí ser la única
persona de aquel inmenso auditorio que sabía lo que había ocurrido. Todos
parecían petrificados en sus butacas, al tiempo que los labios de la cantante
seguían sin producir un sonido. Hasta que ella también comprendió la verdad. Su
boca se abrió con lo que hubiera sido un chillido penetrante en cualquier otra
circunstancia, y salió disparada hacia los bastidores entre un diluvio de
postales.
Lamento confesar que lloré de risa durante los diez
minutos siguientes. El caos fue indescriptible. Gran número de personas habían
descubierto lo ocurrido y trataban de explicarlo a sus amigos. Pero, como es
natural, no podían, y sus esfuerzos para lograrlo resultaban increíblemente
cómicos. Al poco rato, comenzaron a pasarse trozos de papel y a mirarse también
con recelo unos a otros. Sin embargo, el culpable gozaba de un buen escondite,
porque no llegó a descubrirse.
¿Quién fue? Sí, supongo que es posible. Nadie podía
sospechar de la orquesta. También pudo ser un motivo; no había reparado en
ello. El caso es que los periódicos del día siguiente fueron implacables con
Sir Roderick y exigieron una investigación. Las acciones de la Fenton
Enterprises comenzaron a hacerse impopulares. Y el Profesor tenía un aspecto más
alegre que en los días precedentes.
El episodio del Sadler’s Wells inició una avalancha de
incidentes similares, no importantes, pero todos divertidos. Algunos de los
responsables fueron capturados y, entre la consternación general, se descubrió
que no existía ninguna ley que permitiera aplicarles una acusación. Mientras el
Lord Canciller intentaba hacer extensiva al caso la Ley de Hechicerías, tuvo
lugar el segundo escándalo grave.
Siempre tengo a mano un ejemplar del Hansard, pero
al parecer alguien me lo quitó. Y mis sospechas se dirigen hacia el Profesor.
¿Recuerda usted aquel deplorable incidente? El Parlamento discutía los
Presupuestos Civiles, los ánimos se iban caldeando y el Canciller del Echiquier
golpeaba la mesa con los puños, cuando de repente se acalló el estrépito. Fue
exactamente como en el caso del Sadler’s Wells, con la única excepción de que ahora
todo el mundo conocía el motivo.
La sesión se convirtió en un silencioso pandemónium. Cada
vez que un orador de la oposición se disponía para hablar, se borraba el campo
sonoro y, de este modo, el debate se hizo unilateral. Las sospechas recayeron
en un infortunado liberal a quien se le había ocurrido llevar una radio
portátil. Fue prácticamente linchado, mientras prodigaba mudas protestas de
inocencia. La radio quedó destrozada, pero los silencios continuaron. El locutor
se levantó para intervenir y se le hizo callar. Esta fue la gota que derramó el
vaso, y salió furioso de la sala, terminando el debate en un desorden sin
precedentes.
Sir Roderick debía sentirse por aquel entonces muy enojado con el
Silenciador, al que su nombre había quedado irrevocablemente unido por su
propio engreimiento. Todo el mundo estaba furioso contra él. Pero nada
realmente serio había ocurrido aún. Hasta que…
Poco tiempo antes, el Dr. Harvey nos había llamado para
darnos la noticia de que Fenton lo necesitaba para diseñar un equipo de gran
potencia, un pedido especial. El Profesor lo llevó a cabo, por unos honorarios
bastante elevados. Por mi parte, continuaba muy sorprendido al ver que Harvey
llevara adelante el fingimiento con tanto éxito, pero el caso es que Sir Roderick
nunca sospechó nada. Obtuvo su supersilenciador, Harvey consiguió el mérito y el
Profesor recibió el dinero al contado. Cada cual quedó satisfecho, incluso el
cliente. Porque un par de días después del incidente en la Cámara de los
Comunes, se produjo un robo en una joyería de Hatton Garden a primeras horas de
la tarde, a plena luz del día. Lo más extraordinario del suceso fue que una
caja de caudales había sido volada, sin que nadie oyera ni a los asaltantes
ni la explosión.
¡El colmo! Esa fue precisamente la opinión de Scotland
Yard. Y Sir Roderick comenzó a experimentar deseos de no haber oído hablar
jamás del Silenciador. Podía probar, desde luego, que no tenía la menor idea
del uso que pudiera hacerse del modelo especial encargado a su firma.
Obviamente, la dirección del cliente había resultado falsa.
Al día siguiente, la mitad de los periódicos ostentaban
grandes titulares:
“EL SILENCIADOR FENTON DEBE SER PROHIBIDO”
Su unanimidad hubiera parecido desconcertante de no
saberse que el Profesor estableció desde tiempo atrás excelentes relaciones con
todos los reporteros científicos del Fleet Street. Por otra extraña
coincidencia, un agente de una compañía estadunidense visitó a Sir Roderick
aquel mismo día con una oferta de compra inmediata del Silenciador. Su visita coincidió
con la salida de los detectives, y cuando la resistencia de Sir Roderick se
hallaba en su más bajo nivel. La transacción se llevó a efecto por veinte mil
dólares y creo que el financiero quedó satisfecho de haberse desembarazado de
las patentes.
El Profesor, por su parte, parecía muy alegre cuando nos
llamó a su oficina la mañana siguiente.
–Creo que debo disculpas a todos ustedes –explicó–. Sé lo
que sintieron cuando vendí el Silenciador. Sin embargo, lo recuperamos y creo
que todos hemos hecho un buen trabajo, a excepción de Sir Roderick, cuyo
corazón Dios bendiga.
–No presuma tanto –repuso Paul–. Tuvo una suerte loca,
nada más.
El Profesor se mostró molesto.
–Admito que hubo algo de suerte –convino–. Pero no tanta
como cree. ¿Recuerda mi excursión a Oxford después de recibir el informe de
Fred?
–Sí. ¿Qué tiene que ver?
–Bueno, fui a ver al doctor Wilson, el sicólogo. ¿Conoce
sus trabajos?
–No mucho.
–Lo suponía; no ha publicado aún sus conclusiones. Pero desarrolló
lo que llama las matemáticas de la sicología social. Es muy complicado, pero
asegura que es capaz de expresar las características de una sociedad en forma
de determinante de un centenar de columnas. Si se quiere saber lo que ocurrirá
en dicha sociedad en determinadas circunstancias –por ejemplo, cuando se
aprueba una nueva ley– hay que multiplicar por otra matriz. ¿Capta la idea?
–Vagamente.
–Los resultados son puramente estadísticos, por supuesto.
Es más una cuestión de probabilidades, como los seguros de vida, que de
certidumbre. Tenía mis dudas acerca del Silenciador desde el principio, y me
preguntaba qué ocurriría si no se restringiera su uso y su difusión. Wilson me
lo explicó; no con detalle, naturalmente, sino en líneas generales. Predijo que
si un uno por ciento, digamos, de la población los utilizaba, los silenciadores
tendrían que ser prohibidos antes de un año. Y si elementos criminales
comenzaban a usarlos, la perturbación surgiría mucho antes.
–¡Profesor! ¿No pretende decir que…?
–¡Santo Dios, no! ¿Por quién me ha tomado? Todo fue un
golpe de suerte, aunque tenía que ocurrir más pronto o más tarde. Lo único que
me sorprende es que haya pasado tanto tiempo sin que nadie pensara en ello.
Le miramos sin hablar.
–¿Qué otra cosa podía hacer? Necesitaba el Silenciador y
el dinero. Corrí un albur y me salió bien.
–Sigo creyendo que es usted un tramposo –dijo Paul–. ¿Y
qué piensa hacer con el aparato ahora que ha conseguido recuperarlo?
–Tendremos que aguardar hasta que se olvide todo este
alboroto. Por lo que he comprobado, los aparatos vendidos por la Fenton
Enterprises, volverán a sus talleres para ser reparados en el plazo de un año,
así que podremos deshacernos de ellos. Entretanto, nuestros modelos estarán
listos para salir al mercado, debidamente reformados, integrados en una
estructura, por lo que no podrán ocasionar más accidentes. Y serán alquilados,
no vendidos al contado. Tal vez les interesará saber que estoy esperando un
importante pedido de la Empire Airways. Los cohetes atómicos producen un
estrépito infernal y nadie hasta ahora ha sido capaz de amortiguarlo.
Tomó sus papeles y los estrujó cariñosamente.
–Este es un buen ejemplo de los inescrutables designios
de la providencia. Les demostrará que la honradez siempre triunfa y que aquel
cuya causa es justa…
Todos nos adelantamos al unísono. Y le costó bastante
rato sacar la cabeza desde la papelera.
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