Jorge Luis Borges
Aunque él me quitare la vida,
en él confiaré.
Job 13:15
Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados,
Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de
Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de
Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el
capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en
1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio¹. En cuanto a mí, seré
fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde
el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la
prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en
mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, y a que de algún modo soy
ellos.
Durante el juicio (que afortunadamente duró
poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y
hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que
precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado,
porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme,
comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que
casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve
triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.
Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas,
me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la
música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay
dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer.
También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre
germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa
fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre
Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita
variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y
de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me
detuve ahí, yo el abominable.
Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y
Spengler. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere deber nada a sus
contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora,
escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler,
en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el
autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe² sino un poema
redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí
justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu
radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.
Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron
más duros para mí que para muchos otros ya que a pesar de no carecer de valor,
me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al
borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales
del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis
camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos
congregaba, no éramos individuos.
Aseveran los teólogos que si la atención del
Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería
en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo,
nadie puede probar una copa de auga o partir un trozo de pan, sin
justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la
guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un
soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de
Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir:
el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los
diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me
atravesaron la pierna, que fue necesario amputar³. Días después, entraban en
Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el
sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de
Schopenhauer. Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un
gato enorme y fofo.
En el primer volumen de Parerga und paralipomena releí
que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su
nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda
negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una
penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No
hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras
desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente
nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar
ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo
sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más
simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos
duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de
Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la
gloria son facilidades, más ardua que la empresa de Napoleón fue la de
Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de
concentración de Tarnowitz.
El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero
no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas; el
misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno.
El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre,
que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común,
entre el clamor de las capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo,
donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo
esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de
Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de Breslau al
insigne poeta David Jerusalem.
Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de
bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio
a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung
der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra
el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra
de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún
puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang,
pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está como cargado y
atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco olvidaré el
soliloquio Rosencrantz habla con el Ángel, en el que un prestamista londinense
del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar
que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus
clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de
Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David
Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los
depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me
ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años
que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un
rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a
una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que
continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio
al régimen disciplinario de nuestra casa y4…
A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró
darse muerte5.
Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo
destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni
siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de
mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con
él; por eso, fui implacable.
Mientras tanto, giraban sobre nosotros los
grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que
respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar
estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en
aquellos años, era distinto, hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui
plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.)
No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias
de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna
parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque
primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
En octubre o noviembre de 1942, mi hermano
Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales
egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal, otro,
a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el
Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él.
Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de
apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado,
el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas
explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque
secretamente me sé culpable y solo puede redimirme el castigo. Pensé: Me
satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me
satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a
todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un
solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con
la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres nacen
aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de
carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y
Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos,
las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos
registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las
legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor
de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para
siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en
1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un
país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa
que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de
judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le
enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos
comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en
él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a
muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que
destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de
esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de
nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que
nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una época
implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué
importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es
que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y
la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras
naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy,
para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.
1. Es significativa la
omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta
Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología
y cuya versión literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció la censura de
Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota del editor.)
2. Otras naciones viven con inocencia, en sí y para sí como los
minerales o los meteoros; Alemania es el espejo universal que a todas recibe,
la conciencia del mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa
comprensión ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de
la tesis de Spengler.
3. Se murmulla que las consecuencias de esa herida fueron muy
graves. (Nota del editor.)
4. Ha sido inevitable, aquí, omitir algunas líneas. (Nota del
editor.)
5. Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre
de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura alemana. No
creo, sin embargo, que se trate de un personaje falso. Por orden de Otto
Dietrich zur Linde fueron torturados en Tarnowitz muchos intelectuales judíos,
entre ellos la pianista Emma Rosenzweig. “David Jerusalem” es tal vez un
símbolo de varios indivíduos. Nos dicen que murió al primero de marzo de 1943;
el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del
editor.)
(Tomado de www.ciudadseva.com)