martes, 24 de junio de 2025

Deutsches Requiem

Jorge Luis Borges

 
Aunque él me quitare la vida, en él confiaré.
Job 13:15

 

Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio¹. En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, y a que de algún modo soy ellos.

Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.

 

Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.

Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe² sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.

Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.

Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de auga o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir: el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me atravesaron la pierna, que fue necesario amputar³. Días después, entraban en Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Schopenhauer. Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.

En el primer volumen de Parerga und paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades, más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz.

El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de las capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de Breslau al insigne poeta David Jerusalem.

Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla con el Ángel, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y4… A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte5.

Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable.

Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto, hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.) No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.

En octubre o noviembre de 1942, mi hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal, otro, a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y solo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.

Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.

Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.

 

1. Es significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota del editor.)
2. Otras naciones viven con inocencia, en sí y para sí como los minerales o los meteoros; Alemania es el espejo universal que a todas recibe, la conciencia del mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa comprensión ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de la tesis de Spengler.
3. Se murmulla que las consecuencias de esa herida fueron muy graves. (Nota del editor.)
4. Ha sido inevitable, aquí, omitir algunas líneas. (Nota del editor.)
5. Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura alemana. No creo, sin embargo, que se trate de un personaje falso. Por orden de Otto Dietrich zur Linde fueron torturados en Tarnowitz muchos intelectuales judíos, entre ellos la pianista Emma Rosenzweig. “David Jerusalem” es tal vez un símbolo de varios indivíduos. Nos dicen que murió al primero de marzo de 1943; el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del editor.)

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

El perdido

José de la Colina

 

Tras arduas buscas un aviador lo percibió a la mitad del desierto, allá abajo, en la gran extensión de fulgurante arena y muy lejos del avión caído. En el viaje de retorno fue hundiéndose en un terco silencio, fijando la mirada en las nubes que pasaban como gigantescas ballenas espectrales tras la redonda ventanilla del avión del rescate. Se mantuvo indiferente a los flashes de los fotógrafos y a las preguntas de los reporteros, a las exclamaciones de sorpresa y de alegría de los amigos, a los abrazos de los hermanos y a los besos de la esposa y las caricias de los hijos. Tardó meses en adaptarse a la, como suele decirse, vida común y corriente, y a la ciudad, a la oficina, a la tertulia, a los partidos de fútbol vistos por la tele y al coito conyugal del sábado en la noche. Y todo, al parecer, iba bien, pero a veces, en la alta noche, salía del lecho procurando no despertar a la esposa, iba a la salita, se servía una copa de coñac, fumaba un lento cigarrillo y se enfrentaba al gran espejo de encima del trinchador para escudriñarse la mirada, y si aquella era su noche feliz veía surgir de sus ojos reflejados en el espejo un vasto, un silencioso, un soleado desierto, al que retornaba durante el tiempo de un parpadeo, y, así, en pijama, con la copa en la mano y el cigarrillo en los labios, tarareando mentalmente una vieja y querida cancioncilla, caminaba gozosamente sin rumbo y se perdía en el horizonte de infinita arena que se confundía con el horizonte de infinito cielo que era en realidad (¿en realidad?) el horizonte del infinito espejo.

 

(Tomado de www.talesofmystery.blogspot.com)

 

lunes, 23 de junio de 2025

Bumbo

Juan Bosch

 

–Si no lo hubiera pechao; pero lo peché y ahora no hay remedio…

Cruzó las piernas, dio un “chupón” a su “túbano” y se golpeó la rodilla con la palma de la mano.

Creíamos que Bumbo no hablaría más. Tenía cara de cansancio, ojos lánguidos, labios caídos. Bumbo, el más alegre de todos nosotros, soltaba hoy las palabras como si se las “jalaran”.

–Pero tranquilícese, compai –dijo Tiola.

Bumbo nos miró. Tiola despertó en él al Bumbo malicioso, perspicaz. Fue una especie de inspección la que nos hicieron sus ojos. A poco apuntó en la comisura derecha de los labios una tentativa de sonrisa.

–¡Jum! –rezongó.

Finfo estaba tirado en el suelo a todo largo. Parece que le interesó la actitud de Bumbo y se sentó, es decir: puso las nalgas en el suelo. Como es tan “cuajao”, para no dejarse caer otra vez, se agarraba las rodillas con ambos brazos.

–Dipué de tó, uté no ha jecho mal, viejo. En no robando…

Dijo y clavó la mirada en mí, como preguntándome si tenía razón.

Bumbo estaba triste, muy triste. No teníamos luz en la habitación, pero se le notaba la tristeza: se hacían cada vez más largos los espacios entre una y otra chupada. La candela del túbano nos iluminaba intermitentemente, con resplandores rojizos.

En la calle había un arrastrarse de luz eléctrica. Por la ventana, en cambio, se nos colaba la oscuridad a todo cuadro.

 

Finfo ronca, Tiola debe dormir también. Yo no puedo hacerlo, no puedo. Es la primera vez en tantos años que veo pesaroso a Bumbo. Hay aquí poco aire. Si no es poco aire, se trata de algo parecido, porque me siento sofocado. El pecho se me hace muy pequeño; quizá sea que ha crecido esta noche mi corazón.

Bumbo se ha levantado. Le oigo trajinar. Tengo la sensación de que recoge algo.

–¿Qué pasa, Bumbo? –pregunto.

–Nada, Mano. Toy recogiendo mi tereque.

Esas palabras, dichas con voz suave, me han envuelto, me arropan, me asfixian. Es decir que Bumbo se va. No quiere esperar más; y está triste por eso…

–Oye Bumbo –digo–. Déjalo. Mañana hay tiempo.

–Pero yo quiero dar un cruce y pué ser que venga tarde –contesta.

Hay ahora un rato de silencio. Yo sé que Bumbo está pensando en lo mismo que yo: mañana estaremos alejados. Esta cuerda fraternal, tensa a fuerza de trabajos y alegrías repartidos, se romperá dentro de unas horas. Bumbo no quiere decir adiós y se va esta noche. Dice que volverá. Él y yo lo sabemos que no.

–Mira Bumbo –propongo–, tengo aquí unos clavaos. Larguémonos unos palos.

Me molesta mucho hablar así, sin verle la cara. Tal vez sea mejor, pero quiero saber qué siente Bumbo, qué piensa. ¡Bien que le conocería la idea en los ojos!

Pasa un largo rato antes de que responda. Yo estoy medio incorporado en el catre, acechando su voz, como si quisiera atraparla en el trayecto.

–Bueno… –contesta con voz ronca.

Inmediatamente dice:

–Prende la vela.

La luz comienza a bailar en su extremo. De vez en vez aleja la sombra del rincón donde duerme Finfo. Se le ve la cara brillante, como aceitada.

Finfo es un buen muchacho: sufrido como burro, compañero cordial y fiel. Tiene con él a Tiola, la mamá, una viejecita tranquila que nos lava la ropa y nos cuida cuando enfermamos.

Bumbo se vestía lentamente y estaba apretándose el cinturón cuando se fijó en Finfo. Entrecerró los ojos y dijo:

–Ñamemo a Finfo.

Yo asiento con un movimiento de cabeza. Me voy a la puerta. Al abrirla entra un aire frío.

Esta noche se ha portado bien la sanidad del cielo.

 

Media botella de nuestro ron favorito no logra sacarnos el buen humor a flor de piel. Por ejemplo, Bumbo se entretiene en arrancar la etiqueta a pedacitos, Finfo en morderse las uñas y yo en ver la bombilla.

Bebemos como si nos obligaran a hacerlo. Juraría que hoy pica el ron más que nunca.

Al volver el rostro sorprendo en los ojos de Bumbo un asombro de contento; pero bien sé que debe ser lejano, casi perdido. Algún recuerdo que salta neuronas y le envuelve muy lentamente hasta hacerle sonreír. Aprovecho el instante y aventuro:

–Bumbo, ¿cuántos galones de ron nos habremos bebido entre los dos?

Y a Bumbo le surgió el alma a los dientes blancos y grandes y se le arrugaron las comisuras de los ojos al hacer un amplio gesto de satisfacción.

–¡Traiga otra media! –ordenó en alta voz.

Bumbo entonces como si nos hablara de muy lejos, con palabras lentas y metal sonoro, dice:

–Me taba acordando del banilejo. ¡Pobre Joyobita! ¡Tuvo que largarse aburrío!

Y los tres nos vamos por el mismo camino, hasta encontrarnos en los días felices y en las brillantes ideas traducidas en maldades para Joyobita.

–Me dijeron que tá en San Pedro cortando caña –ilustró Finfo.

Bumbo se metió en la garganta un trago de tres dedos y dejó huir los ojos hacia la puerta. Llamó con un gesto de la mano derecha. Yo estaba sirviendo más ron y sentí posarse en mi hombro un brazo. Era trigueño.

Fue la primera vez en alegrarme de tener entre nosotros una mujerzuela.

 

Tengo los párpados pesados y me hace daño la claridad. La luz es cernida, lejana y dispersa; pero me hace daño. Cien veces hemos amanecido así, acodados a una mesa mugrosa en estos cafetines de alturas, sin molestarme. Pero hoy tengo dos borracheras: la del ron y la partida de Bumbo.

Finfo tartamudea. Se le enredan las palabras y no sale de esto:

–¡Qué va, viejo! ¡Si uté se va no largamo lo tré!

Yo siento esa voz como si viniera de otra parte que no fuera cercana. Me parece que Finfo está detrás de la pared: suenan sordamente sus palabras. Tal vez tenga en la garganta algo más que alcohol.

–No pué ser, compadre –explica Bumbo–. El viejo me mandó a una deligencia y me fui donde Mongo. Uté sabe que taba grave ayer.

–¿Y por qué no le explicaste la verdad? –argumentó encolerizado.

–No hubo tiempo, Mano. Dende que me vio me ñamó. Me dio un boche y eso no se lo aguanto yo ni a Jesucrito.

–¡Pero fue muy poco! –vocifera Finfo acompañándose de fuertes puñetazos en la mesa–. ¡Yo no toy conforme! ¡Si uté le rompió la boca yo le abro la cabeza!

–Asina son la cosa –dice Bumbo calmosamente–… Si no lo hubiera pechao… –termina con cierta pesadumbre.

Mientras habla acaricia el seno oscuro de la mujerzuela. Ya la luz viene en pequeñas oleadas. Pienso en los “tereques” de Bumbo, amontonados en un rincón; pienso en el patrón grosero, que rompe sin dolor alguno una cuerda fraternal, tensa a fuerza de sufrimientos y alegrías repartidos. No recuerdo mi faena de hoy. La cabeza me da vueltas y la garganta se me llena de algo que sabe a humo.

La mujer sonríe estúpidamente, sin comprender por qué estamos aquí y por qué la mano de Bumbo le acaricia maquinalmente el seno izquierdo, oscuro y carnoso.

Bumbo dice con una voz honda, salida a borbotones:

–Manito, no hay remedio…

Por primera vez en mi vida se me queman los ojos con lágrimas. Son abundantes, hasta mojar la mesa…

El sirviente creerá que se ha derramado el ron.

 

Sententia Nominum

Enrique Anderson Imbert

 

Verano de 1116. Casa del canónigo Fulbert, en París.

Pierre Abélard ve acercarse a Héloïse. Va a abrazarla pero ella lo detiene diciéndole:

–No te equivoques. Solo soy la imagen que llevas en tu corazón.

Abélard replica:

–Según eso, yo seré la imagen que Héloïse lleva de mí en su corazón. Da lo mismo, pues.

Y las imágenes se tendieron sobre la alfombra y se juntaron.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

domingo, 22 de junio de 2025

Cuento de Navidad

Ray Bradbury

 

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

–¿Qué haremos?

–Nada, ¿qué podemos hacer?

–¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

–Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.

–¿Qué…? –preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

–Quiero mirar por el ojo de buey.

–Todavía no –dijo el padre–. Más tarde.

–Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

–Espera un poco –dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

–Hijo mío –dijo–, dentro de media hora será Navidad.

–Oh –dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

–Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

–Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre.

–Pero… –empezó a decir la madre.

–Sí –dijo el padre–. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

–Ya es casi la hora.

–¿Me prestas tu reloj? –preguntó el niño.

El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.

–¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

–Ven, vamos a verlo –dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

–No entiendo.

–Ya lo entenderás –dijo el padre–. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

–Entra, hijo.

–Está oscuro.

–No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

–Feliz Navidad, hijo –dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Nubia

Milia Gayoso Manzur

 

Nubia llegó a la terminal con el colectivo de las cuatro de la tarde. Miró con asombro a la gente que se atropellaba para bajar primero, ella se movió despacio de su asiento. Miró hacia abajo por la ventanilla esperando encontrar una cara conocida, aunque sabía muy bien que no la encontraría. Tomó su bolsón y caminó por el pasillo hacia la puerta. Se mezcló con la gente, mirando hacia uno y otro lado, esperando que alguien la recoja.

Le tocaron el brazo. Era una señora elegante, muy linda. “¿Sos Nubia?”, le preguntó y ella apenas contestó con un sí apagado que se le atragantó en la garganta. “Yo soy tu patrona –le dijo–, conmigo vas a trabajar”. Y se dejó conducir por el pasillo largo atestado de gente. Subieron a un auto lujoso de color granate y partieron hacia lo que sería su nuevo “hogar”. La señora tendría como cincuenta años, tenía las manos blancas y delicadas y manejaba el volante como si se tratara de una cacerola. Le dijo que eran cuatro en la casa: su marido, sus dos hijos y ella, y que tres veces a la semana venía una señora a limpiar a fondo la casa. Ella asentía levemente y contestaba con timidez a las preguntas.

Prefirió mirar por la ventanilla y descubrir tantas cosas lindas, tantas calles entrecruzadas, tantos autos… tanta diferencia con el verde tras verde de su valle. “No pienses en nosotros porque vas a ponerte triste”, le había dicho su madre al salir de casa, pero no podía evitarlo. Es difícil tener catorce años y dejar la casita cálida para ir a trabajar lejos, es difícil tener catorce años y tener que abandonar las amigas, los coqueteos al atardecer, las fiestas del pueblo. Es difícil cambiar de golpe el paisaje verde salpicado de flores de agosto por el paisaje blanco y gris de la ciudad.

Llegaron sin que se diera cuenta. La señora tuvo que sacudirla para que reaccionara. La casa estaba bastante ordenada, la otra chica se había ido una semana atrás, pero seguramente la otra empleada habrá venido a limpiar hoy, pensó Nubia mientras acomodaba su bolsón sobre una mesita en la pieza que le indicaron. Se cambió de ropa y fue a preparar la merienda para los chicos, como le indicó la señora. La niña tenía diez años y era gorda y desagradable. Protestó porque el pan estaba mal tostado. “Agradecé que no se quemaron del todo”, pensaba Nubia, quien nunca había hecho tal cosa. A las siete llegó él, pero no era un niño, sino casi un hombre. Tenía puesto un conjunto blanco que le daba el aspecto de un médico y a ella le encantaban los médicos. Se esmeró en no quemar las tostadas y esperó con toda el alma que él se presentara para que ella le pudiera decir su nombre. Pero no ocurrió tal cosa, él se limitó a tomar su café y a mordisquear el pan sin siquiera mirarla.

Los días transcurrieron sin descanso, aprendiendo a repasar, cocinar y poner la ropa en la máquina de lavar, rompiendo vasos y soportando el rezongo de la patrona que se quejaba todo el día de que ella fuera tan inexperta y despotricando en contra de quien la recomendó.

Esa noche los patrones habían salido a cenar en casa de unos parientes, entonces ella pudo mirar un rato la televisión hasta que llegó el “Principito”, entonces lo apagó y se iba a su pieza cuando él le pidió que le prepare algo para cenar. Él la observó mientras cortaba la carne y cuando finalmente estuvo cocinada, dijo que ya no quería. Nubia se fue a la cama enseguida. No supo a qué hora volvieron los patrones, pero de pronto escuchó voces en su puerta y como pensó que la llamaban, se sentó en la cama.

Eran voces masculinas. “Anímate maricón”, decía la voz más gruesa que identificó como la del coronel, su patrón. “Es una nena papá, no debo”, le decía él, su principito. “¿Qué preferís?”, le decía el viejo. “¿Comenzar con ella o con una prostituta?”, al momento en que abría la puerta y lo obligaba a entrar. “Me quedo aquí en la puerta”, le dijo, “para que no me engañes”.

Nubia vio la sombra blanca que se sentó en su cama y levantó de golpe la sábana gastada.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

sábado, 21 de junio de 2025

Muerte del águila

Manuel Komroff

 

Juré que mataría ese pájaro. Lo hice.

En los primeros días de ese verano nos dimos cuenta de que el pájaro procedía de Pico Nevado. Esa montaña tiene una altura de tres kilómetros exactamente, y muy arriba, cerca de la cumbre, el animal debía tener su nido; allá muy alto, donde hay vetas de yeso.

Cerca de la cumbre, Pico Nevado tiene vetas de yeso y desde lejos presentan un aspecto muy bonito. Creo que esa ha de haber sido una de las razones que tuvo el pájaro para escoger ese lugar como sitio de descanso. Pero esto es sólo una teoría mía y no estoy seguro de estar en lo cierto.

Cuando el águila apareció por primera vez en el cielo pensamos que quizá era una especie de halcón. Nunca volaba lo suficientemente bajo como para que pudiéramos verla bien, y cuando las águilas vuelan alto es difícil distinguir claramente su color o estimar su tamaño. Pero ya nunca me equivocaré, porque hay mucha diferencia entre un halcón y un águila. Y la diferencia no está solamente en el tamaño. Hay un lento movimiento pesado de las alas que es peculiar del águila cuando se desliza y flota en el aire. Ahora ya lo conozco.

Frecuentemente yo me sentaba bajo el árbol que está junto al gallinero para observar a este solitario navegante del espacio. Miraba su vuelo gentil y lento, sin apariencia alguna de esfuerzo. Lo veía inclinarse graciosamente en las curvas, deslizándose pleno de elegancia. Todo el verano lo vi volar y cada día parecía tener más ánimo, más confianza, acercándose más a la tierra.

Su tamaño era enorme. A veces volaba tan cerca, que uno podía ver su abanico de plumas blancas bajo las grandes alas abiertas. Por su tamaño, yo lo bauticé con el nombre de “Roc”. Éste es el nombre del pájaro fantástico en Las mil y una noches que se robó a Simbad el Marino. Pero una vez ocurrió una pequeña tragedia doméstica.

Iba volando bajo, deslizándose sin movimiento alguno de las alas. Debe haber estado a más de un kilómetro de distancia, cuando de repente ya estaba sobre el gallinero. Pude ver que sus alas eran exactamente del color desteñido de las vigas del techo de mi casa.

Luego descendió más y, alzando el rostro, pude ver los espacios entre las plumas de sus alas, que formaban un hermoso diseño abierto. De repente, el águila quedó como clavada en un solo sitio. Yo no sé cómo puede hacer esto un pájaro. Se estuvo quieta, suspendida en el aire, con un ligero temblor en todo su cuerpo. Luego, apuntando sus dos alas al cielo, plegándolas por encima de su cuerpo, se dejó caer como una piedra, aterrizando en un campo vecino. Cuando llegué allí corriendo, oí el angustiado aullido de un perrito.

La alfalfa estaba muy crecida y por un momento no pude ver lo que pasaba. Pero luego, con un lento batir de sus alas, el águila levantó el vuelo con un perrito firmemente atrapado entre sus garras. El perrito chilló una vez más al verse en el aire, con un aullido penetrante, seguido de un quejido ahogado. Luego se quedó callado.

El pájaro se meció sobre las colinas cercanas, y pronto desapareció en el cielo. Entonces juré que lo mataría. Lo hice.

El viejo –tiene más de setenta años y se pasa el día sentado, preguntó que para qué. Y afirmó:

¡Nunca podrás acercártele lo suficiente!

Me eché un rifle a la espalda y tomé el camino de Pico Nevado a bordo de mi destartalado Ford. Fue un ascenso largo y varias veces me tuve que detener en el camino porque el agua del radiador comenzaba a hervir. Una de esas veces me bajé del auto y miré el paisaje. El valle se desplegaba abajo como una colcha de cuadritos verdes en distintos tonos y se podían ver a lo lejos dos arroyos, como dos hilitos que se han dejado caer descuidadamente sobre un tapete suave. Raro que nunca hubiera visto el paisaje desde ese lugar. El año pasado había llevado a algunos turistas a la cumbre para que vieran el panorama, pero desde este lado de la montaña parecía más salvaje, más íntimo y mil veces más hermoso. Encendí mi pipa y hasta el tabaco parecía más dulce.

En cuanto el radiador se enfrió, seguí mi camino hasta las vetas de yeso. Allí, saqué mi rifle, y me dediqué a vagar por todos lados, sin encontrar nada. No había ni trazas del águila ni siquiera del nido. El viejo tenía razón. Es muy difícil acercarse a un pájaro de esos.

Durante toda una semana, todas las mañanas, en mi viejo automóvil trepaba por la montaña. Recorría todos los sitios imaginables, y regresaba en la tarde, hambriento y cansado. Pero nunca pude ver la menor señal del pájaro.

Un día que estaba allá arriba, muy arriba, comenzó a llover. Una llovizna fina pero distinta de la que se siente usualmente. Las gotas estaban muy frías y al azotar en la cara se sentía una deliciosa sensación como cientos de agujitas picando suavemente la piel. Pero nada del pájaro.

Durante algunos días me olvidé completamente del asunto, pero de repente ahí estaba nuevamente el águila en el cielo. Nunca podría yo decir dónde se había escondido todo ese tiempo. Dos veces más subí a la montaña sin resultado alguno, pero al tercer día tuve mi recompensa. Iba yo en mi automóvil, a buena altura, y dando la vuelta en una curva cuando vi al águila, ahí derecho, enfrente de mí, a corta distancia. Debe haberme oído llegar, porque ya estaba emprendiendo el vuelo.

Antes de que pudiera detenerme, ya estaba bastante lejos y aunque parecía moverse pesadamente, no cabe duda de que iba a gran velocidad por el aire, demasiado aprisa para que le acertara un balazo en pleno vuelo. Si trajera una escopeta y apuntara un poco lejos, podría quizá pegarle. Pero con un rifle, era inútil.

Dos días después regresé al mismo lugar. Dejé el automóvil un poco antes y comencé a trepar, a pie, por entre los árboles, hacia donde había visto al pájaro. Las hojas secas comenzaban a caer y se despedazaban ruidosamente bajo mis pies. Pronto comenzaría a caer la nieve cubriéndolo todo. Eran ya los últimos días del otoño.

Me encontré con una abertura en una roca, tan grande que podía uno meterse por allí hasta una distancia como de tres metros. Entré al pequeño corredor, me senté y encendí la pipa. Miraba atentamente las paredes de roca, maravillándome de la fuerza del frío y de la escarcha, que podían partir una piedra así, con gran facilidad. ¡Qué suave es la naturaleza en sus efectos, y, a la vez, qué violenta! De repente miré hacia arriba, ¡y allí estaba, volando encima de mí!

No estaba lejos. Observé al animal con toda atención, hasta que descendió sobre una roca cercana. Estaba de cara al valle, viéndolo con su pequeña cabeza rapaz. Una vez movió las alas, agitándolas, para acicalarse las plumas, pero no voló. Era la oportunidad.

Lentamente alcancé mi rifle, alzándolo y apuntando con todo cuidado. Bajé la mira por todo el largo de su cuerpo y luego comencé a alzarla mientras aumentaba la presión de mi dedo en el gatillo. En cuanto oí el disparo, lo seguí con otro, tan aprisa como pude.

Las alas se abrieron, y antes de que estuvieran anchas en toda su amplitud, el pájaro ya estaba en el aire, alzándose lentamente en círculos cada vez más amplios. Estuve absolutamente seguro de que había errado la puntería. Pero de repente se inclinó violentamente, cayendo en un círculo vicioso, resbalándose de lado, hasta que, ¡zas!, cayó con gran estrépito sobre la carretera, abajo de mí.

¡Lo tengo! ¡Lo tengo! exclamé, corriendo tan aprisa como me fue posible hacia el sitio donde lo vi caer.

Ahí estaba el gran pájaro abatido. Ese genio del aire, con su cabeza en el polvo. Su pequeño ojo lanzaba una mirada vidriosa. Esa era la misma mirada que podía rasgar el aire desde una milla de altura. Tenía un cierto brillo metálico en su pico curvo, como el pulido fulgor en el casco emplumado de un guerrero romano muerto en la batalla. Una pequeña bala había atravesado, desgajando, las carnes suaves y los músculos tensos, y por la herida goteaba lentamente la sangre.

¡Oh pájaro… o lo que seas! Tú y todo de lo cual eres el dueño: el aire, el cielo, los caminos invisibles sobre las nubes que llevan de una cumbre a otra, en ese mundo inexplorado de las alturas; tú y todo de lo cual eras el genio dominante, todo acabó. Te ha sido arrebatado y el suelo hostil a tu naturaleza tiene ahora que ser tu tumba. Tú, que volaste tan alto entre las nubes, entre el viento y la neblina, ahora tienes que tender tus alas entre las piedras, entre la arena, la tierra, el pasto suave y las picantes varitas caídas de los árboles. Todo esto sólo por una pequeña gota de plomo y por una ciega decisión de matarte; todo, sólo por –miré al águila. Comenzó a temblar todo su cuerpo poderoso, como si tuviera un terrible frío postrero–… todo porque juré matarte, y día tras día trepé por la montaña deslizándome y escondiéndome como si fuera un bandido: y mientras tanto, la bala estaba lista, en su estuche artero diseñado por el hombre sabio para enviar súbitamente la muerte. Y esperé y esperé, día tras día y ahora… ¡pum! ¡Moriste!

Sí, hay sangre en la pulida coraza de plumas grises de tu pecho, y la sangre se parece a un rico vino tinto. Es del color que un gran maestro usó para pintar la capa, en la trágica escena obscura. Nunca pensé que la sangre podría estar henchida de tan rico poder.

Pensaste que podías volar con una bala dentro de ti; lo intentaste. Alzaste el vuelo un poco y luego, como un barco sin timón y sin piloto, te perdiste. Llegó la voltereta, el resbalón y una curva desplomada hasta el suelo, que aplastaría cualquier esqueleto y destrozaría cualquier anatomía. Y ahora, desde tu pico hasta tu cola, te ha invadido un temblor intenso… todo porque… ¿cuál es ese odio antiguo que se agita y golpea como una puerta abierta en el corazón del hombre?

Me acerqué un poco más. Estaba el águila echada sobre un lado, con una de sus inmensas alas extendida debajo de su cuerpo, como un tapete para yacer en él. Ahora podía darme cuenta de su enorme tamaño y podía ver claramente su pico curvo y sus poderosas garras. Éstas, de grandes uñas afiladas, eran tan gruesas como mis manos. Me acerqué un poco más aún.

Sus músculos se agitaban en espasmo, y los nervios se estaban contrayendo. Y todo este mecanismo que estaba libre y dúctil, pronto estaría duro e inmóvil, muerto. Muerto como muerta está la roca. Muerto como muerto está el suelo. Muerto como las cosas que rodean al hombre. Sus propiedades. Su dinero. Sus joyas y todos sus tesoros huecos. Muerto como el hombre que ambula, cadáver, por el mundo, cubriendo su desnudez con pompa y envidias, con odios y pasiones y deseos de matar.

¿Por qué tantas ideas se me vinieron a la cabeza en aquellos momentos? ¿Por qué me llegaron demasiado tarde?

Repentinamente las garras de la bestia comenzaron a abrirse y a cerrarse rápidamente. Estaban tratando de asir algo que no alcanzaban. Y la pata, bajo el cuerpo, empezó a moverse para adelante y para atrás, levantando el polvo del camino. Luego, el cuerpo gigantesco se irguió sobre el ala, y plantando las patas bien abiertas, se enderezó con la cabeza en alto, mirando una vez más al sol.

Lentamente las alas se abrieron y el cuerpo se inclinó hacia adelante, como para emprender el vuelo. Pero un intenso temblor invadió todo el organismo, impidiéndole abandonar la tierra. Una vez más el águila se enderezó, y una vez más fue abatida al suelo por una fuerza invisible. Y ahora, viendo inútil su esfuerzo, las alas golpeaban la tierra desesperadamente, levantando el polvo y arañando con las plumas. Cayendo nuevamente sobre un costado, el águila agitaba sus alas, arrastrándose a la orilla del camino, hasta donde se abría el precipicio. Por un instante vaciló en la orilla, la mitad del cuerpo en el vacío. Luego, con un esfuerzo final se lanzó al espacio.

¡Abajo, abajo, abajo descendió en un ala, en loco girar de tirabuzón! Abajo, abajo, hasta estrellarse en los árboles de la barranca. Se oyó el crujido de las ramas, y su cuerpo desapareció de mi vista.

Las rocas, la tierra, las ramas secas desgarraron mi ropa y mi carne cuando bajé violentamente a buscar su cuerpo. Fue en vano. Nunca podría imaginar dónde escondió su cuerpo en agonía. Busqué por todos lados pero fue inútil. El gran pájaro que yo había matado nunca entregaría su cuerpo al hombre.

Luego trepé nuevamente al camino y en la tierra me encontré una enorme pluma de sus alas, arrancada de cuajo. Le quité el polvo y, guardándola cuidadosamente dentro de mi saco, inicié el retorno.

Me senté bajo el árbol cerca del gallinero, y sacando la maravillosa pluma me le quedé viendo. Era muy hermosa, de graciosa curva. Y el eje era tan blanco, desde la raíz hasta el extremo, fino y delicado. Más delicado que cualquier cosa del hombre. Y esta pluma, tan ligera, tan débil, remó incontables distancias en el cielo azul e infinito.

Pero el cielo sobre mi cabeza se estaba oscureciendo y pronto habría llegado la noche. Y el águila, en algún sitio, escondida a la vista del hombre, estaría en estos momentos cerrando los ojos para internarse en la noche inmensa y larga.

Miré sobre mí y el cielo estaba vacío. Ni una mancha apareció en la vasta inmensidad. Y ahora que el águila murió, continuará vacío mucho tiempo. Vacío y solitario. Y ya no tendré motivo para trepar a la montaña, si no es para mostrarles el panorama a algunos estúpidos turistas que no saben lo que ven. No habrá motivo para trepar de nuevo a la montaña y sentir la lluvia fría, y respirar el aire fragante de las alturas. De las alturas salvajes.

El águila murió. Ya es tiempo de regresar a la casa a guardar el rifle.

El viejo estaba sentado en su mecedora. El viejo es muy anciano y pronto él también cerrará los ojos para dormir en la noche eterna; pero él los cerrará en paz y con calma. Vio cómo guardaba el rifle y me dijo:

–Veo que has andado tras ese pájaro de nuevo. Bueno, creo que nunca te podrás acercar lo suficiente a él.

No había para qué contestar. Me sentí avergonzado. En cierto sentido el viejo tiene razón. Nunca, nunca podré acercarme lo suficiente al águila. Ni en la vida ni en la muerte.

 

(Tomado de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)