martes, 21 de octubre de 2025

Fuego infernal

Isaac Asimov

 

Hubo la agitación correspondiente a un muy cortés auditorio de primera noche. Sólo asistieron un puñado de científicos, un escaso número de altos cargos, algunos congresistas y unos cuantos periodistas.

Alvin Horner, perteneciente a la delegación de Washington de la Continental Press, estaba junto a Joseph Vincenzo, de Los Álamos.

–Ahora nos enteraremos de algo –comentó.

Vincenzo lo miró a través de sus gafas bifocales y dijo:

–No de lo importante.

Horner frunció el entrecejo. Iban a proyectar la primera película a cámara superlenta de una explosión atómica. Mediante el empleo de lentes especiales, que cambiaban en ondulaciones la polarización direccional, el momento de la explosión se dividiría en instantáneas de mil millonésimas de segundo. Ayer, había explotado una bomba A. Y hoy, aquellas instantáneas mostrarían la explosión con increíble detalle.

–¿Cree que producirá efecto? –preguntó Horner.

–Sí que surtirá efecto –repuso Vincenzo con aspecto atormentado–. Hemos hecho pruebas piloto. Pero lo importante…

–¿Qué es lo importante?

–Que esas bombas significan la sentencia de muerte del hombre. Y que no parecemos capaces de comprenderlo… Mírelos. Están excitados y emocionados, pero no asustados.

–Conocen el peligro. Y sí que están asustados –dijo el periodista.

–No lo bastante –replicó el científico–. He visto a hombres contemplar cómo una bomba H hacía desaparecer una isla, convirtiéndola en un agujero, e irse después a casa, a dormir tranquilamente. Así es el ser humano. Por espacio de miles de años le ha sido predicado el fuego del infierno. Nunca le causó una verdadera impresión.

–El fuego del infierno… ¿Es usted religioso, señor?

–Ayer vio usted el fuego del infierno. Una bomba atómica que explota significa el fuego infernal. Literalmente.

Aquello fue demasiado para Horner. Se levantó y cambió de sitio, aunque mirando intranquilo a la concurrencia. ¿Había alguien que sintiera temor? ¿Se preocupaba alguien por el fuego infernal? No se lo parecía.

Se apagaron las luces, y el proyector entró en funcionamiento. En la pantalla, apareció desvaída la torreta de disparo. La concurrencia permanecía atenta, llena de tensión.

Se encendió una mota de luz en la cúspide de la torreta, un punto brillante e incandescente, que aumentó lenta, perezosamente, formando recodos, cobrando desiguales formas luminosas y expandiéndose en un óvalo.

Alguien lanzó un grito sofocado y luego otro. Siguió un ronco y ruidoso balbuceo, al que sucedió un denso silencio. Horner olió el miedo, paladeó el terror en su propia boca y sintió que se le helaba la sangre.

De la ovalada pelota de fuego brotaron proyecciones. Hubo luego un instante de inmovilidad, como un éxtasis, antes de extenderse rápidamente en una brillante y uniforme esfera.

Y en aquel momento de éxtasis… la bola de fuego había permitido ver dos negros lunares semejantes a ojos, con oscuras y tenues líneas a manera de cejas, el nacimiento del cabello en forma de V, una boca estirada hacia arriba, en salvaje carcajada… y unos cuernos.

 

(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)

 

Estuviste perfectamente bien

Dorothy Parker

 

El joven pálido se acomodó cuidadosamente en la silla y movió la cabeza a un lado para que el tapiz fresco le aliviara la sien y la mejilla.

–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, mi amor. Ay.

La muchacha de ojos claros, sentada en el sofá erguida y tranquila, le sonrió vivamente.

–¿Ya no te sientes tan bien como ayer? –dijo ella.

–Qué va, estoy muy bien –dijo él–. Estoy flotando. ¿Sabes a qué hora me levanté? A las cuatro de la tarde en punto. Traté de levantarme, pero cada vez que quitaba la cabeza de la almohada se me iba rodando abajo de la cama. La cabeza que traigo puesta no es la mía. Creo que esta era de Walt Whitman. Ay, mi amor. Ay, ay, mi amor.

–¿Tú crees que con un trago te sentirías mejor? –dijo ella.

–¿Un poco de lo que me noqueó anoche? –dijo él–. No, gracias. Por favor, ya nunca vuelvas a mencionarme eso. Estoy muerto. Estoy muerto, completamente muerto. Mira mi mano: tan quieta como un colibrí. ¿Y me vi muy mal anoche?

–Ay, no inventes –dijo ella–, todos estaban iguales. Estuviste muy bien.

–Claro –dijo él–. Estuve de maravillas. Todos deben estar enojados conmigo.

–Por favor, claro que no –dijo ella–. Todos se divirtieron con lo que hacías. Claro que Jim Pierson se enojó un poco a la hora de la cena. Pero la gente lo regresó a su silla y lo calmaron. En las otras mesas ni se dieron cuenta. Nadie se dio cuenta.

–¿Me iba a pegar? –dijo él–. Ay, Dios mío. ¿Qué hice?

–Nada, no hiciste nada –dijo ella–. Estuviste perfectamente bien. Pero ya sabes cómo se pone Jim a veces, cuando se le ocurre que alguien se está metiendo con Elinor.

–¿Coqueteé con Elinor? –dijo él–. ¿Eso hice?

–Claro que no –dijo ella–. Sólo estuviste haciéndole chistes, eso fue todo. Le pareciste simpatiquísimo. Ella estaba muy divertida. Sólo una vez se desconcertó un poco: cuando le echaste por la espalda el caldo de almejas.

–No, no me digas –dijo él–. Caldo de almejas por la espalda. Cada vértebra como concha. Ay, Dios mío. ¿Qué voy a hacer?

–No te preocupes, ella no te va a decir nada –dijo ella–. Sólo mándale unas flores, o algo así. Por eso no te preocupes. No es nada.

–No, si no me preocupo –dijo él–, ni tengo nada de qué apurarme. Estoy muy bien. Ay, mi amor, ay. ¿Y qué otro numerito hice en la cena?

–Ninguno. Estuviste muy bien –dijo ella–. No te pongas así por eso. Todo el mundo estaba fascinado contigo. El maître d’hôtel se apuró un poco porque no parabas de cantar, pero en realidad no le importó. Sólo dijo que tenía miedo de que con tanto ruido le volvieran a cerrar el lugar. Pero ni a él le importó. Bueno, estuviste cantando como una hora. Pero después de todo, no fue tanto ruido.

–Entonces me puse a cantar –dijo él–. Un éxito sin duda. Me puse a cantar.

–¿Ya no te acuerdas? –dijo ella–. Estuviste cantando una tras otra. Todo el mundo te estaba oyendo. Les encantó. Lo único fue que insistías en cantar una canción sobre no sé qué fusileros o qué cosa, y todo el mundo empezó a callarte, pero tú empezabas de nuevo. Estuviste maravilloso. Hubo un rato en que todos tratamos que dejaras de cantar, y que comieras algo, pero no querías saber nada de eso. En serio que estuviste divertido.

–¿Qué, no probé la cena? –dijo él.

–No, nada –dijo ella–. Cada vez que venía el mesero a ofrecerte algo se lo devolvías porque decías que él era tu hermano perdido, que una gitana lo había cambiado por otro en la cuna, y que todo lo tuyo era de él. El mesero estaba doblado de la risa.

–Seguro –dijo él–. Seguro que estuve cómico. Seguro que fui el Payasito de la Sociedad. ¿Y luego qué pasó, después de mi éxito arrollador con el mesero?

–Pues nada, no mucho –dijo ella–. Te entró una especie de tirria contra un viejo canoso que estaba sentado al otro lado del salón, porque no te gustó su corbata de moño y querías decírselo. Pero te sacamos antes de que el otro se enojara.

–Ah, conque salimos –dijo él–. ¿Pude caminar?

–¡Caminar! Claro que caminaste –dijo ella–. Estabas absolutamente bien. Bueno, la acera tenía una capa de hielo y resbalaste. Caíste sentado con un fuerte golpe. Pero, por favor, eso puede pasarle a cualquiera.

–Sí, claro –dijo él–. A la señora Hoover o cualquiera. Así que me caí en la acera. Por eso me duele el… Sí. Ya entendí. ¿Y luego qué? Digo, si te importa.

–¡Vamos, Peter! –dijo ella–. No puedes quedarte sentado ahí y decir que no te acuerdas de lo que pasó después de eso. Creo que sólo te viste un poco mal en la mesa; pero en todo lo demás estuviste perfectamente bien, yo sabía que te estabas sintiendo muy bien. Pero desde que te caíste te pusiste muy serio, yo no sabía que tú fueras así. ¿No te acuerdas de cuando me dijiste que yo nunca antes había visto tu verdadero yo? No puedo permitirte, no podría soportar que hayas olvidado ese hermoso paseo en taxi. De eso sí te acuerdas, ¿verdad? Por favor, me muero si no te acuerdas.

–Ah, sí –dijo él–. El paseo en taxi. Ah, sí, de eso sí. Fue un paseo muy largo, ¿no?

–Vueltas y vueltas y vueltas por el parque –dijo ella–. Los árboles se veían tan hermosos a la luz de la luna. Y dijiste que nunca antes te habías dado cuenta de que de veras tenías alma.

–Sí –dijo él–. Yo dije eso. Yo fui.

–Dijiste cosas tan pero tan bonitas –dijo ella–. Nunca me había dado cuenta de todo lo que sientes por mí y no me había atrevido a mostrarte lo que yo siento por ti. Pero lo de anoche, Peter, creo que la vuelta en taxi es lo más importante que nos ha pasado en nuestras vidas.

–Sí –dijo él–. Creo que sí.

–Y vamos a ser tan felices –dijo ella–. Quisiera contárselo a todo el mundo. Pero no sé. Creo que sería más dulce si lo guardamos como un secreto entre nosotros.

–Yo creo que sí –dijo él.

–¿No es muy hermoso? –dijo ella.

–Sí –dijo él–. Fabuloso.

–¡Encantador! –dijo ella.

–Oye –dijo él–, ¿no te importaría que me tomara un trago? O sea, médicamente, ya sabes. Estoy muerto; ayúdame, por favor. Creo que me va a dar un colapso.

–Sí, un trago te va a caer bien –dijo ella–. Pobrecito, qué pena que te sientas tan mal. Voy a prepararte un trago.

–Yo, la verdad –dijo él–, todavía no me explico cómo me sigues dirigiendo la palabra después del ridículo que hice anoche. Yo creo que mi única salida es meterme a un monasterio en el Tíbet.

–¡Estás loco! –dijo ella–. No te voy a dejar ir ahora. Ya deja de pensar en eso. Estuviste perfectamente bien.

De un salto ella se paró del sofá, lo besó con rapidez en la frente y salió corriendo de la habitación.

El joven pálido la vio alejarse, movió la cabeza lentamente y luego la dejó caer sobre sus manos húmedas y temblorosas.

–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, Dios mío.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

sábado, 18 de octubre de 2025

Princesa exégeta

Guillermo Bustamante Zamudio

 

El rey publicó un edicto: la Princesa se casaría con quien le llevase el más valioso regalo. Desde los cuatro puntos cardinales llegaron Príncipes que hacían gala de su riqueza, llevándole presentes únicos. Pero ella los despachaba con desdén. Hasta que llegó un humilde joven con una piedra.

–¿Una piedra? –preguntó ella, con la expectativa de escuchar la trama que llevaría, como es usual en el género, de una afrenta a una moraleja.

–Es mi corazón, Princesa. Lo más valioso que tengo. Si lo llenas de amor, se tornará tierno.

–Y, entonces, se supone que yo interprete erróneamente tu regalo, y luego me enmiende, para que al final haya cuento… ¿no?

–Algo así –dijo desconcertado el joven, pues no habían estudiado en el mismo colegio.

–Eso se demoraría mucho y éste es un relato breve –aclaró ella–. Pero, aun en caso de que funcionara, ¿no te das cuenta de que ya la magia no interviene en el ascenso social? ¡Ten, ponte tu piedra, antes de que tengas una complicación cardíaca en medio de Palacio!

El joven se fue sin entender por qué le habían empacado un plato de perdices para llevar y, de paso, dejó a los lectores sin saber cómo terminaba la historia de la Princesa.

 

(Tomado de www.enfrascopequeno.blogspot.com)

 

El ramo azul

Octavio Paz

 

Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:

–¿Dónde va señor?

–A dar una vuelta. Hace mucho calor.

–Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.

Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:

–No se mueva, señor, o se lo entierro.

Sin volver la cara pregunte:

–¿Qué quieres?

–Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi apenada.

–¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.

–No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.

–Pero, ¿para qué quieres mis ojos?

–Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.

–Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.

–Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.

–No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.

–No se haga el remilgoso –me dijo con dureza–. Dé la vuelta.

Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.

–Alúmbrese la cara.

Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.

–¿Ya te convenciste? No los tengo azules.

–¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió– A ver, encienda otra vez.

Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.

–Arrodíllese.

Me hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.

–Ábralos bien –ordenó.

Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.

–Pues no son azules, señor. Dispense.

Y despareció.

Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.

Entré sin decir palabra.

Al día siguiente hui de aquel pueblo.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Los ganadores

Arturo Uslar Pietri

 

Una vez el mundo se acabó por la sequía. Acaso, el último testigo fue un bibliotecario. Dejó de llover. Pasaban los meses y el cielo permanecía azul, limpio, seco. Toda la primavera se fue sin que lloviera. Se esperaba, día por día, la llegada del aguacero. Se percibían algunas nubes estrechas y remolonas pero no terminaban de condensarse. Pasaban altas y sueltas sobre los campos enjutos. Se recordaba en los periódicos años anteriores de larga sequía. Pero a cada día que pasaba parecía que esta vez iba a ser peor.

Empezó a sentirse una rara sequedad en el aire. La debían sentir también las hojas, que comenzaron a ponerse amarillas como si hubiera llegado el otoño. Los prados se tostaban y el ganado se agrupaba mustio bajo los árboles en busca de sombra, rumiando la escasa hierba.

Los ríos comenzaron a adelgazar. Se veía bajar el nivel bajo los puentes, que aparecían desproporcionadamente altos para la corriente tan flaca. Los cursos menores disminuían y se estancaban en lagunazos inertes. Arroyos y fuentes iban desapareciendo.

En los campos amarillos se veía enflaquecer las vacas y las ovejas. A veces un viento brusco movía las hojas resecas y a su ruido la gente se asomaba a las puertas creyendo que era lluvia, pero era viento de sequedad. Olía a papel, a paja, a polvo.

Las fotografías de la prensa traían la imagen de campesinos tristes, de pie sobre botas terrosas en un piso de tierra seca. Eran vistas sin fondo, sin árboles, borradas por la luz excesiva. En la televisión hablaban del fenómeno. Aparecían funcionarios y profesores que trataban, interrumpiéndose los unos a los otros, de los ciclos de sequía, del movimiento de las masas de aire sobre los continentes y los océanos. La gente los oía sin comprender y visualizaba una transparente mole de aire compacto fija sobre el continente que no dejaba que el tiempo cambiara. “Hay un anticiclón estabilizado entre el norte de África y el Mar del Norte”.

Nada veían los que miraban hacia el cielo. Todo de azul transparente más allá de capas, de corrientes y de masas inmóviles.

Se empezó a hablar de emergencia. Habría que importar pastos para alimentar animales, se movilizaron tropas para transportar paja seca a los lugares más afectados. Por último se comenzó a sacrificar ganados. La vaca flaca pasaba junto al pozo seco para ser degollada. El chorro de sangre caliente caía sobre los terrones agrietados.

Se dieron severas instrucciones para economizar agua. No se regaría, no se lavarían vehículos. Las calles se llenaron de automóviles polvorientos y los jardines se convirtieron en rastrojos.

En algunos pueblos y pequeñas ciudades la situación se hizo aguda. Se secaron las fuentes y la gente comenzó a emigrar dejando las casas vacías. Se iban hacia las ciudades grandes. Llegaban en automóviles, en carromatos, sobre viejos caballos, a pie, y acampaban en las riberas del río. Cubrían las orillas convertidas en campamentos de refugiados. Bajaban cubos con cuerdas y se los volcaban sobre la cara. Después se quedaban de pie hasta que el viento caliente les secaba la ropa.

Ni siquiera en una aldea al borde de un lago. Los campos se secaban mientras bajaba el nivel del agua. El embarcadero quedaba en seco en una cuesta que bajaba hacia el agua del fondo. Más oscura, porque estaban amarillos los campos y porque estaba el fondo más cercano. Miraban volverse su lugar otro lugar. Al bosque se le cayeron las hojas y los árboles se convirtieron en garras negras y huesudas tendidas hacia lo alto. Escaseaban las gabinas, morían las vacas. La campana de la iglesia cambiaba de tañido. En el aire más seco y metálico era cada día más duro y penetrante. Insoportable. Cada día había que bajar más abajo hacia el nivel del lago. El agua pareció comenzar a bajar más velozmente. Era que la evaporación se aceleraba con el aire seco. Casi se la oía silbar como el vapor de una marmita. Poco a poco se fueron todos. Todos los caminos iban hacia la ciudad. El borde de las calzadas estaba amojonado de muertos. Con viejas maletas y líos de ropa al lado. El olor era irrespirable y no había buitres ni gallinazos que vinieran a devorarlos. En los árboles sin hojas no quedaban pájaros.

Los que lograban llegar a una ciudad no reconocían nada. Se veía poca gente. Las puertas sin cerrar y las tiendas vacías. En algunas esquinas camiones cisternas repartían agua. Un agua caldosa que sabía a metal. Las gentes se apiñaban y formaban motines para alcanzar el reparto. Bebían a grandes tragos y se sentaban alelados en el suelo a mirar hacia las paredes y las perspectivas vacías. Se daban cuenta de que no se veían animales.

Todas las puertas abiertas. Se podía entrar a las casas y a las tiendas abandonadas, mirar las telas mustias sobre los mostradores, los zapatos caídos en desorden, las corbatas regadas por el suelo como serpientes disecadas. En los museos sin portero gente hipnotizada permanecía inmóvil delante de los grandes paisajes con bosques y ríos, de las naturalezas muertas colmadas de faisanes, tomates rojos, y panzudos cacharros de agua. Escenas de tormenta con chaparrón y rayos y campesinos que huían en busca de refugio. Miraban por entre las cabezas apretadas, por rendijas de visión, la lluvia, los ríos, las frutas. Ojos rojizos, y bocas descolgadas y secas.

“Es igual en todas partes”. Era lo que se oía. “No ha llovido en ninguna parte”. Fueron escaseando los periódicos. “Ya no va a haber papel. No hay transporte, se están acabando los bosques”. Se hizo cada día más escasa e intermitente la electricidad. Casas y barrios primero, y luego ciudades y regiones fueron borrándose en la oscuridad de las noches. Desapareció el radio y la televisión. Las pocas noticias que llegaban eran para confirmar la increíble extensión de la sequía. El agua desaparecía.

Los grandes supertanqueros, que eran como lagos de petróleo flotantes, llegaban ahora cargados de agua de los más lejanos ríos que conservaban algún caudal todavía, del Amazonas, del Congo, o de hielo derretido de la banquisa polar. Pero pronto empezó a escasear el petróleo para mover los tanqueros.

Corrían rumores cada vez más alarmantes. “Se está despoblando Tokio”. Los barcos anclados en el puerto de Nueva York tuvieron que hacerse a la mar porque el nivel del Hudson los hacía encallar en el fango. Se hablaba de alguna región donde todavía había agua y verdura. En algún valle de los Alpes casi inaccesible, pero los caminos estaban bloqueados y disparaban contra el que se acercara.

Era siempre en algún lugar remoto e inaccesible. “Allá hay agua”, se decía como en un secreto. Un lugar increíble donde todavía había bosques y fuentes, donde todavía se podía oír el ruido del agua corriendo entre las piedras. Aquel ruido ya olvidado y que ahora les parecía casi inaudito y difícil de recordar. ¿Cómo era el sonido del agua?

Bajo el tiempo agostizo todo se desecaba y parecía envejecer y cuartearse. Una capa amarillenta cubría los muros, cuarteaban los encalados, grietas surgían y crecían por paredes y pavimentos y por sobre la tierra que había sido húmeda. Como un juego de trazado de imperfectos cuadrados incompletos. Una tela de araña de grietas. Se tostaban los cuadros, sobre el paisaje o sobre el rostro de la pintura aparecía el cuadriculado que lo quebraba. Como también aparecía en los rostros vivos. Surgían arrugas en las pieles. Las caras de los viejos parecían vejigas vacías. Aparecían arrugas también en las de los jóvenes. Los niños se transformaban en enanos vetustos con fisonomías taraceadas de finos surcos secos sobre cuerpos menudos que ya no iban a poder crecer.

Todos terminaban por parecerse. Eran poco a poco las mismas caras y las mismas manos transparentes y huesudas. Más que rostros iban siendo máscaras de vejiga seca.

La membrana transparente se abombaba sobre las caras y se redondeaba inerte con formas de globo desinflado. En la avitelada sequedad sólo asomaban vivos y reconocibles los huecos de los ojos, de la nariz y de la boca.

Cuando corría viento era como una ráfaga de finos cuchillos cortantes.

Era poco lo que se hablaba. Bastaba con verse, con palparse con las manos, con pasar al lado casi sin mirarse. La sola noticia dicha y redicha estaba en la vaguedad de la mirada. “Todo sabe a polvo”. Al fino polvo que cubría los objetos y los cuerpos. Las hojas sucias todavía sin caer, los tallos leñosos. “Sabe a polvo”.

Brotaban incendios del calor y la sequedad quemando las ramas secas, los pastos secos, los despojos de los animales, las casas vacías, los automóviles abandonados y los vagones de los trenes detenidos a medio camino. Pasaban de un árbol seco a otro árbol seco, de un montón de desechos a otro montón, entraban por las ventanas y las puertas y pasaban a otras puertas y ventanas. El vaho quemante cortaba los alientos con su soplo de chamuchina y de podredumbre.

La pata del perro muerto tocaba con el zapato deshecho del hombre caído, se movían cuerpos echados entre las cargas de tubos abandonados sobre patios y camiones, entre motocicletas inertes dispersas como saltamontes y los instrumentos de cobre pulido de una banda que había desaparecido. Hombres tambaleantes pasaban entre mujeres sin edad que los miraban apenas. Se cruzaban las sombras de los cuerpos. No se sabía si eran jóvenes o viejos, si eran de carne y hueso o maniquíes abandonados en las aceras. Alguien orinaba sobre el polvo y se hacía rueda para ver correr el escaso líquido amarillo que era como el jugo de la última humedad de la carne.

El que creía que había tomado una mujer y la arrastraba de las manos, al tiempo de pasar por puertas abiertas y corredores vacíos y patios sin árboles, se percataba de que era un maniquí, de mejillas de cera derretida y de ojos de vidrio opaco, con cabellera de paja quebradiza. Pasta, cartón y madera seca. La abandonaba por temor de que se le incendiara en las manos y se iba solo mascando una astilla, que había sido madera verde, que había sido árbol con hojas y que ahora crujía en su boca reseca.

Seres sutiles y casi desnudos trepaban con lentitud a los árboles que conservaban todavía algunas hojas. Subían a las ramas más altas y comenzaban a mascar las hojas ásperas y ya medio tostadas, rumiando sin parar, hasta que les asomaba un hilo de baba verde por las comisuras de los labios. Allí se quedaban hasta que caían en el mismo día o el siguiente.

“¿No habrá más nunca agua?”. Recordaban alelados los pozos, las fuentes, los ríos, la lluvia cerrada y resonante que rayaba el paisaje y deformaba los vidrios de las ventanas.

El fuego se encendía de pronto en el mueble viejo, en el montón de periódicos abandonados, en los depósitos de madera. Era una combustión espontánea que aparecía como una gota de llama. Se escondían los vidrios y los espejos y los últimos fumadores recogían papeles y los arrollaban con hojas secas que se deshacían en las manos. El viento arrastraba hojas de diarios, viejos de meses y amarillosos de intemperie, mostraban en sus vueltas las olvidadas noticias increíbles del otro mundo. Retratos de desaparecidos y olvidadas escenas de vida. Avisos desplegados con botellas de refrescos, un bebedor de cerveza con su enorme bock en la mano.

Con los libros había más peligro de fuego. Por las ventanas tiraban a la calle los volúmenes deslomados por miedo a que se incendiaran solos. Había montones y regueros de libros abiertos por todas las páginas. Fueron ardiendo los archivos desiertos y las bibliotecas abandonadas. De pronto un estante alto se convertía en una cortina de llamas. El humo del papel quemado hacía huir a los escasos empleados.

Todo esto lo vio y lo recordó el bibliotecario. El bibliotecario calvo y enteco, vestido de un viejo traje verdoso vio comenzar a arder los libros que tenía en su mesa. Se pasaba las manos por la frente y sentía el áspero contacto de aquella ampolla hueca que lo cubría. Era como papel de seda y podía arder también. Ya estaban en llamas todas las salas del piso alto y comenzaban a arder las de la planta baja. Las pastas viejas, los pergaminos, los diplomas en becerro daban un humo más acre y asfixiante. Los libros modernos ardían más rápido. El bibliotecario revisaba su catálogo en la mente. El sistema Dewey le servía como un mapa de ciego. Ya habían ardido los griegos y los latinos de la Edad de Augusto. Los pesados grimorios de la Edad Media fueron más lentos. Los anchos lomos de los libros de teología y las primeras ediciones heréticas de la Biblia. Había hecho varias veces el gesto de salvar algún volumen. Se acercaba al precioso estante de los incunables, pero mientras rodaba la escalera, los dedos de las llamas comenzaban a pasearse sobre los lomos oscuros.

Cuando ya no se podía respirar tuvo que huir a la calle. Una que otra figura humana se divisaba junto a las torres y a los vacíos edificios. Largas sombras de figuras solitarias, junto a filas de arcadas que se perdían de vista.

“Están ardiendo los libros”. No lo oía nadie. “No van a quedar libros, no va a quedar memoria. Cuando esto pase…”. Calló asustado de su propio pensamiento. No tenía a dónde dirigirse, pero avanzaba sin parar.

Cuando logró salir del dédalo de las calles vacías y de las gentes dispersas se halló en un campo inmenso. Inmenso por la soledad y por la quemante luminosidad que profundizaba el espacio sin término. A veces caminaba por las calzadas de asfalto donde nada se movía, otras veces tomaba al azar por caminos estrechos del campo y veredas que pasaban junto a alquerías abandonadas. Se detenía a reposar sin encontrar a nadie. En ocasiones hallaba un charco de agua mustia, terrosa y espesa. Sorbía, de bruces, hasta que la boca se le llenaba de tierra y comenzaba a toser.

A lo lejos se divisaban siluetas de cerros. Hacia allá caminó a cortos trechos. Deteniéndose mucho, tirándose al suelo agotado, con una somnolencia llena de delirios. Tenía tiempo sin hablar con nadie. Ahora hablaba solo. Alzaba la voz. Todas las palabras sonaban a agua. Y llegaban a significar agua. En los estantes de las enciclopedias y los diccionarios estaban todas las voces de todas las lenguas. Era agua lo que resonaba de boca en boca, de generación en generación, de pueblo en pueblo. “Hidro”, “aqua”, griegos, hebreos, romanos, flumen, uad, wasser, river. Todas venían de algún eco del sonido del agua. Se oía el agua detrás de ellas. Estaba modulando aullidos que imitaban el sonido del agua. “Aes” y “úes” mugidas. A cuatro patas, en medio del campo, como una bestia perdida.

Llegó a perder los zapatos y la mayor parte de la ropa. Iba descalzo y sucio, barbudo y despelucado, cubierto apenas con los restos del pantalón y de la camisa.

Estuvo cerca de edificios de piedra fortificados. Grupos de hombres armados los rodeaban con ferocidad. Lo alertaban amenazantes, a la distancia, para que no se acercara. Custodiaban pozos, decididos a todo.

Al pie de un monte halló una caverna húmeda. Una aguaza rezumaba de las paredes musgosas. Chupó lentamente el agua y comió el musgo. Sintió un inmenso alivio. Se puso entonces a buscar en los restos del bosque una rama para armarse con ella. Encontró un grueso y retorcido brazo de árbol seco. Lo limpió y se colocó con él a la puerta de la caverna. A esperar. ¿A esperar qué? Nadie pasaba a la vista. Cuando le entraba el sopor se quedaba dormido. Despertaba al ruido. Era el viento entre los restos secos del bosque. No iba a venir nadie. La caverna le recordaba a la biblioteca. La misma sombra informe. La misma inconsistencia de las paredes, la misma estrechez del espacio. Las paredes eran ocres, en algunas partes asomaban manchas rojas y negras. Uno de los días ¿cuántos fueron? en que sintió más agobio, puso la mano sobre la pared ocre y extendió sobre ella la carbonosa greda. Cuando la retiró había quedado una palma abierta recortada en negro sobre la superficie.

Había perdido la cuenta de los días. Contaba con los dedos y con rayas que hacía en el suelo. Pero con frecuencia se olvidaba de hacerlas y cuando despertaba tarde, con el sol alto y con aquel fogaje de pesadez y ahogo en la cabeza, no sabía si era viernes o martes. Recordaba haber visto a Venus y a Marte, carnosos, rosados, unidos por el lazo que tendía en torno de ellos un niño mofletudo, en medio de paisajes de árboles, ríos y montes que llenaban los muros de los museos. Ahora no había sino aquella sequedad sin movimiento y aquel tiempo sin nombres.

Hasta que vio, ¿qué día?, aquella forma que avanzaba a lo lejos. Distinguía con dificultad entre la calina y la reverberación que turbaban el espacio. Era un hombre y algo le brillaba en las manos.

Se fue precisando la visión. Se acercaba un intruso. Solo en medio de tanta soledad quieta. Parecía un cazador. ¿Qué podría cazar? Traje de kaki, botas, sombrero ancho y aquel fusil resplandeciente en las manos. ¿Lo habría visto? Poco a poco se fue replegando en la cueva para ocultarse. Seguramente pasaría de largo. Pero de pronto apareció enorme y poderoso en la boca deslumbradora de la caverna. Lo había visto y lo apuntaba con el arma. Ya no podía ver otra cosa que aquel metal reluciente que lo apuntaba. La luz le pasaba por los bordes de la piel abombada de la cara como por el papel de una linterna.

“No me vaya a matar. No puedo hacerle daño. ¿No me ve?”.

No contestaba, seguía apuntándole fijamente.

“¿Me entiende? Tiene que entenderme. Debe ser de aquí o de muy cerca. Ya debe quedar poca gente. Tal vez seamos los últimos. ¿Se da cuenta? Los últimos”.

Le produjo desazón lo que había dicho. Hacía tiempo que no hablaba y antes tampoco había hablado mucho, pasaba la mayor parte del tiempo metido en los libros, doblado en la mesa leyendo junto a una lámpara.

“¿No me entiende?”.

Parecía haber movido la cabeza afirmativamente.

“Sería absurdo que usted me matara. Debemos ser de los últimos”.

Por detrás del cazador, más allá de la boca, en un gran pedazo de cielo luminoso se veía un leve rasgo de nube blanca.

“Mire, una nube”. No se volvió a mirar. “Todo puede cambiar. Pueden venir otras nubes. Puede volver la lluvia. Todo volvería a recomenzar. Todo volvería a ser como antes. Menos para los que ya se han muerto”.

No hacía ningún gesto ni de comprender, ni de responder.

Ya hablaba para sí mismo. Con una voz delgada y seca. “Tiene uno que morirse algún día”. “Claro. Pero antes debe vivir su vida. Hacer lo que tiene que hacer”. Era larga su tarea de clasificar libros. No tenía término. “Pero ahora somos de los últimos. Los últimos. Se acababan los libros y no había tampoco para quién clasificarlos”. Respondía a sus propias objeciones. “Cada hombre que muere es el último, ¿verdad?”.

Nada respondía, tan mudo como aquel cañón de arma que lo apuntaba.

“No tiene sentido que me amenace si todos estamos condenados. Voy a morirme yo con mi mundo y usted con el suyo. ¿Qué cambia que sea yo el último o usted el último? Cuando yo me acabe usted también se acaba para mí”.

No respondía.

“Yo he leído muchos libros. Toda mi vida. Soy bibliotecario, ¿sabe?, hombre de libros. He leído muchas historias y muchas imaginaciones. Son la misma cosa. Lo que pasa y lo que pudo pasar es lo mismo. Se confunden. He leído muchos Apocalipsis también. ¿Sabe?, las revelaciones del fin del mundo. Son muchedumbres de vivos, de muertos y de resucitados. La verdad, ahora lo veo, es que el fin siempre es de uno solo. Yo solo. Usted solo. No hay escape”.

No parecía entender. Ni siquiera oír. Pero el amenazado seguía hablando.

Al fin bajó el arma. Dio una brusca vuelta y siguió su camino.

Le tomó largo tiempo reponerse de aquella indefinida impresión. El resto del día y de la noche los pasó en somnolencia y delirios.

Lentamente, con cautela, volvió al aire libre. No había nadie a la vista. Tomó la rama y comenzó a caminar hacia una mancha de arboleda, en limpios troncos y ramas, que se divisaba a lo lejos. En medio de ellos se destacaba un pequeño grupo de árboles de increíble verdor. De un verdor olvidado. Apresuró el paso lo más que pudo.

Una cerca de piedra, dos árboles con un alto penacho de limpia verdura junto al techo oscuro de una casa. Olor a podredumbre. Entre la yerba seca, en cerco roto, estaban cuerpos muertos, dispersos en posiciones torcidas. Los más eran jóvenes. Algunos parecían haber sido arrastrados para alejarlos de la casa. Los más cercanos parecían los más recientemente muertos. Mostraban manchas secas de sangre y algún hueco de herida en la cara o en el pecho.

Anduvo un rato entre los cuerpos dispersos, mirando a cada instante hacia la silenciosa casa cercana. Esparcidos, tendidos, quietos, simulaban nadar en la muerte hacia el arbolado cercano. Despernancados, torcidos, boca abajo, brazos en aspas, todos se parecían hasta en la reseca máscara de los rostros. Creyó reconocer a uno. Era el que lo había amenazado en la caverna. Mal caído sobre un costado, media cara oculta, el arma al lado. Lo empujó con el pie hasta ponerlo boca arriba. Era él. Tenía una negra mancha de sangre seca sobre un hueco en el pecho. Tomó el arma. Con movimientos seguros y rápidos movió el mecanismo y vio asomar en la cámara el quieto enjambre de balas grises y doradas. Lo puso en posición de tiro.

Miró a la casa y avanzó hacia ella con paso resuelto. Apretaba con fuerza el arma y pisaba con firmeza. Parecía otro. La puerta de entrada estaba abierta y parecía desencajada de sus goznes. Llegó hasta ella. Ningún ruido, ninguna presencia sino aquella mortecina de los cuerpos abandonados que pesaba en el aire.

No aparecía nadie, no se oía nada. Adentro podía quedar el que había matado a los que se acercaban. Ya estaba en la entrada. En medio del patio abierto asomaba el brocal de un pozo. Un carro de labranza abandonado estaba entre montones de paja. El corte de las sombras de las paredes y de los árboles caía a cuchillo sobre el suelo. Desparramó la mirada por todo el ámbito. Nadie asomaba. Había que registrar la casa. Adentro podían estar acechándolo.

Por una puerta abierta entró en una habitación espaciosa. Una mesa, unas sillas desordenadas, unas ristras secas de viejas frutas colgadas de las paredes. Nada se movía. Nada se oía. Con el arma preparada avanzaba como en la peligrosa proximidad de un animal salvaje. Pasó a otra habitación más pequeña donde había dos camas deshechas. Por el vano de una puerta del fondo le pareció ver cruzar una sombra. Disparó a ciegas y avanzó con rapidez. Al fondo de la habitación, contra el muro, estaba un hombre con un fusil en las manos. Su mirada era de terror. No había tiempo que perder. Le disparó a la cabeza. Vio una bocanada de sangre borrarle media cara. Cayó hacia adelante y quedó con la cabeza metida entre las piernas como en mitad de una pirueta. El cuarto quedó resonando del estampido.

Se acercó al caído. Desgonzado, cubierto de una vieja ropa desgarrada. Le quitó el fusil de las manos yertas. Manos delgadas que no eran de campesino. Abrió el mecanismo. No había ningún proyectil en la cámara. Lo contempló un rato. Ahora estaba más solo. No debía quedar más nadie.

Recorrió los otros cuartos y volvió al patio. Se acercó al pozo. Adentro el espejo de agua lo reflejó deslumbrándolo. Tomó la vasija atada a una cuerda y la dejó caer. Oyó el profundo chasquido sobre el líquido. Luego la subió lentamente, estaba pesada, la tomó en las manos y comenzó a beber a enormes tragos. El agua le rebosaba la boca y le corría por la barba y el pecho. Caía sobre sus pies como lluvia. Tragaba ahogadamente aquella blandura sin sabor, aquel gusto de gota, aquella frescura deshecha y huidiza. Sabía a cántaro, a rumor de torrente. Tragaba y el agua le corría cuerpo abajo hasta que se vació el cubo.

Se puso a mirar hacia el fondo. En lo hondo espejeaba el agua. Había agua para mucho tiempo. Tal vez para años. Se podía sacar con el cubo y regar el suelo para sembrar semillas. Se podía permanecer allí mientras durara aquella sequía de horror. Mientras la gente y los animales perecían. Podría esperar hasta que cambiara el tiempo. Hasta que un día aquella delgada nube que había divisado en la mañana se convirtiera en una gruesa nube oscura, en un cielo negro de tormenta, en un diluvio que cayera por semanas sobre la tierra reseca y solitaria. Él podría estar allí hasta entonces. Aunque fuera el último. Sonrió. Todos habían perecido. Él solo, sobre la tierra limpia de gente. Veía ahora de otro modo lo que lo rodeaba. Asentado, seguro. Con la manga secó el agua que había mojado el fusil. Sentía cansancio.

Con aquella arma en la mano recordó todo el tiempo que llevaba sin libros. No había pasado día sin estar con ellos, sin leerlos y tocarlos. Y ¿ahora? Hasta que aquello terminara si es que iba a terminar. Solo, por campos sin vida, con un arma. Seguramente aquello iba a pasar. Se lo había dicho al cazador amenazante. “Cuarenta días y cuarenta noches”. Era un eco de libros. Se daba cuenta. Podía en el recuerdo volver al rincón de las Biblias. Las impresas, las manuscritas, las iluminadas, las tejidas como encajes con letras góticas. “Cuarenta días y cuarenta noches duró el diluvio”. También había ríos subterráneos. En el Xanadu de Kubla Kahn hay uno. Libros y libros de agua.

Ondulan los arcos de los acueductos romanos. El tiempo los había roto. Alta y sola corría el agua por el canal abierto. A vuelo de pájaro. Borbolloneaba en las fuentes antiguas, por bocas, brazos y barbas de dioses copiosos. Recordaba las églogas. Versos griegos y latinos que podía soltar al aire como una mariposa muerta. El río Alfeo era un dios. Un río era un dios. Se enamoró de la ninfa Aretusa. La ninfa era una fuente. Y la persiguió por los campos hasta alcanzarla. Se echó sobre ella y mezclaron sus aguas. Agua sobre agua sobre agua.

El patio parecía más solo y vasto que en el momento de llegar. Sentado en el brocal examinaba el contorno. Podía tal vez quedar alguien como él en alguna parte, en una alquería o en una fortaleza, junto a un pozo, esperando. Pero también podía ser el último. Más nadie. Miró en redondo la casa, las puertas y ventanas abiertas, tan silenciosas.

Se puso a examinar el fusil. Olía a pólvora. Le costó trabajo mover el mecanismo. Hizo un esfuerzo. El fusil se le escapó de las manos y rodó hacia el pozo. Hizo una rápida contorsión para atraparlo. Perdió el equilibrio. Manoteó en el vacío de las paredes lisas y empezó a caer. La caída fue lenta. Trataba de sujetarse con pies y manos de las paredes musgosas. Gritaba. Abajo entró en el agua. Sintió el chapuzón sordo. Pudo volverse sin tocar fondo. Ahora braceaba en el hueco estrecho buscando donde afirmarse, las manos resbalaban en el musgo y la piedra lisa.

“Me voy a ahogar”. Agua y gritos le salían cuando asomaba por encima del agua. Arriba, lejos, aquel redondel de luz que parecía bambolearse. “Socorro”. Su voz y el agua le entraban y salían a borbotones.

 

(Tomado de www.literatura.us)