Edith Wharton
1
¿No
se ha sentido nunca inquieto ante la alta fachada con persianas echadas de una
vieja casa italiana? ¿Esa impávida máscara, uniforme, muda y engañosa como el
semblante de un cura tras el cual continúan zumbando los secretos escuchados en
el confesionario?
Hay casas que proclaman la actividad que albergan;
son la clara y expresiva cutícula de una vida que fluye próxima a la
superficie. Pero el palacio en su callejón o la villa oculta entre cipreses en
su colina resultan impenetrables como la muerte. Los ventanales asemejan ojos
ciegos, y el portón, una boca cerrada. En el interior tal vez podría brillar el
sol, oler a fragantes arrayanes… O podría percibirse algún latido de vida
recorriendo las arterias de la colosal estructura. O una soledad mortal en cuyo
seno se hospedan los murciélagos, entre las desencajadas piedras, donde las
llaves se oxidan en las cerraduras de puertas sin franquear…
2
Desde
la galería con sus desvaídos frescos, mirando hacia la avenida flanqueada por
una escalera de sombras de ciprés, divisé el escudo ducal y los desportillados
jarrones de la verja. El mediodía caía de plano sobre los jardines, sobre las
fuentes, sobre los pórticos y las grutas. Al pie de la terraza, donde un liquen
color cromo había tapizado la balaustrada como si se tratara de laminae
de oro, se sucedían los viñedos inclinándose hacia el fértil valle encajado
entre montañas. Las lomas más bajas aparecían salpicadas de blancas aldeas,
como estrellas cubriendo de lentejuelas una noche de verano. Y algo más allá,
cadenas de azulados montes, livianos contra el cielo de gasa. El aire de agosto
era débil, pero ligero y vivificante en contraste con la enrarecida atmósfera
de las estancias por las que me habían conducido. Sentí su frescor y acogí
agradecida el calor del sol.
–Los aposentos de la duquesa están al otro lado –dijo
el anciano.
Era el hombre más viejo que había visto en mi vida.
Tan engullido por el pasado que más parecía un recuerdo que un ser vivo. El
único rasgo que le vinculaba al presente era la fijeza con que sus pequeños
ojos saurios vigilaban el bolsillo del que, nada más entrar, yo había sacado
una lira para el hijo del conserje. Prosiguió sin apartar la vista:
–Nada ha cambiado en los aposentos de la duquesa en
los últimos doscientos años.
–¿Y no vive nadie ahora aquí?
–Nadie, señor. El duque pasa el verano en Como.
Me había apartado hacia el extremo opuesto de la
galería. Más abajo, entre el boscaje en suspensión, tejados y cúpulas de color
blanco destellaban como sonrisas.
–¿Y ésa es Vicenza?
– Proprio! –El viejo extendió unos dedos tan escuálidos
como los de las manos desdibujadas que se encontraban en las paredes, a
nuestras espaldas–. ¿Ve usted allí el tejado del palacio, a la izquierda de la
basílica? ¿El que tiene esa fila de estatuas que parecen pájaros a punto de
alzar el vuelo? Ese, el palacio del duque en la ciudad, fue construido por
Palladio.
–¿Y se aloja el duque allí alguna vez?
–Nunca. En invierno se marcha a Roma.
–Entonces ¿el palacio y la villa están siempre
cerrados?
–Siempre… Como puede comprobar usted mismo.
–¿Desde cuándo están así?
–Desde que yo puedo recordar.
Le miré a los ojos, espejuelos de metal opaco que no
reflejaban nada.
–Mucho tiempo debe de ser ése –dije sin querer.
–Mucho –corroboró el anciano.
Dirigí la mirada hacia los jardines. Una profusión de
dalias desbordaba las jardineras intercaladas entre cipreses que cortaban la
luz del sol como lanzas de basalto.
Las abejas remoloneaban sobre la lavanda, las
lagartijas se exponían al sol sobre los bancos para escurrirse luego entre las
grietas de las resecas piletas. Por todas partes quedaban rastros de la
fantástica horticultura cuyo arte ha perdido nuestra indolente era. A lo largo
de las galerías, las mutiladas estatuas extendían sus brazos como filas de
mendigos lastimeros.
Fáunicas hermas sonreían entre los arbustos y, por
encima de los muros cubiertos de laurentino, se alzaba lo que parecía el
trampantojo de un templo derruido, el cual exponía abiertamente su condición de
auténtica ruina bajo aquel aire fulgente y pulverizador. La luz resultaba
cegadora.
–Entremos –dije.
El anciano empujó una pesada puerta tras la cual
acechaba el frío, cortante como un cuchillo.
–Los aposentos de la duquesa –anunció.
Por encima de nuestras cabezas y a nuestro alrededor
se repetían de manera interminable los mismos frescos evanescentes; a nuestros
pies, las mismas volutas de escayola. Las vitrinas de caoba revestidas de
hermosos mármoles en engañosa perspectiva se alternaban a lo largo de la
estancia con una profusión de deslustradas consolas de oro que sostenían
monstruos chinescos. Desde la repisa de la chimenea nos ignoraba un altivo
caballero ataviado con hábito español.
–El segundo duque de Ercole –explicó el anciano–,
pintado por el Fraile Genovés.
Tenía un rostro de frente estrecha, cetrino como una
esfinge de cera, nariz prominente y pestañas recelosas, como si efectivamente
hubiese sido modelado por unas manos monacales. Más que crueles, los labios
parecían insuficientes y altivos; una boca regañona que, ante el más mínimo
error verbal, habría chasqueado como una lagartija cazando moscas, y que sin
embargo nunca habría llegado a adoptar la redondeada forma requerida para
articular un sí o un no. Una de las manos del duque descansaba sobre la cabeza
de un enano, una criatura simiesca con pendientes de perlas y estrafalaria
vestimenta; la otra volvía las páginas de un gran libro apoyado sobre una
calavera.
–Ahí detrás está el dormitorio de la duquesa –me
recordó el anciano.
Las persianas apenas dejaban pasar al interior dos
rayos de luz, dos barras doradas hendiendo aquella penumbra submarina. La cama
con baldaquino se alzaba adusta, nupcial e impersonal sobre una tarima. Un
Cristo amarillento agonizaba entre las cortinas y, desde la otra punta de la
habitación, desde el frontispicio de la chimenea, nos sonreía una dama.
El anciano descorrió una de las persianas y la luz
cayó sobre el rostro de la mujer.
¡Y menudo rostro!, con aquel esbozo de sorna
atravesándolo como atraviesa la brisa una pradera en el mes junio… Un rostro de
actitud sumisa, singularmente dulce, ¡como si alguna de las afables diosas de
Tiépolo se hubiese embutido en el rígido armazón de un traje del siglo XVII!
–Nadie más ha dormido nunca aquí, a excepción de la
duquesa Violante…
–¿Y ella era…?
–Aquella dama de allí. La primera mujer del segundo
duque de Ercole.
Sacó una llave de su bolsillo y abrió una puerta que
quedaba al fondo de la habitación.
–La capilla –anunció–. Y ésta es la terraza de la
duquesa.
Cuando me giré para ir tras él, la duquesa me dirigió
una sonrisa de soslayo.
Caminando sobre un entarimado que crujía a mi paso,
entré en la capilla festoneada con estuco. Entre las pilastras se intercalaban
esculpidos santos bituminosos. Las rosas artificiales de los jarrones del altar
se habían vuelto grises de polvo y tiempo, y un nido de pájaros colgaba de las
rosetas cubiertas de telarañas de la cúpula. Había ante el altar una fila de
sillones con el tapizado hecho jirones, y retrocedí al ver una figura
arrodillada junto a ellos.
–La duquesa –susurró el anciano. Del cavaliere
Bernini.
Era la imagen de una mujer envuelta en pieles con
rica gorguera; tenía la mano levantada y el rostro de cara al tabernáculo.
Había algo siniestro en la estampa de aquella presencia inmóvil perpetuamente
encerrada en oración ante un sagrario abandonado. Su rostro estaba oculto, y me
pregunté si sería dolor o gratitud lo que la hacía elevar las manos y dirigir
la vista hacia el altar, donde ningún otro orante correspondía a su marmórea
invocación. Bajé en pos de mi guía los escalones del entarimado, impaciente por
comprobar qué místicas versiones de aquellas gracias terrenales habría
reproducido el ingenioso artista.
El cavaliere Bernini era maestro en tales
artes. La actitud de la duquesa era de arrobamiento, como si unas brisas
celestiales alborotaran sus encajes y los mechones que se le salían de la
cofia. Advertí la forma admirable en que el autor había captado la pose de su
cabeza, la suave curva de los hombros. Entonces me acerqué y miré su cara… su
expresión de petrificado horror. Nunca antes había visto al odio, la rebeldía y
la angustia apoderarse así de un semblante humano…
El anciano se santiguó mientras arrastraba los pies
sobre el mármol.
–La duquesa Violante –repitió.
–¿La misma del cuadro?
–Eh… La misma.
–Pero, esa cara… ¿qué significa?
Se encogió de hombros y me miró poniendo los ojos en
blanco. Seguidamente barrió con la mirada aquel espacio sepulcral, me agarró de
la manga y susurró pegado a mi oreja:
–No siempre ha sido así.
–¿El qué?
–Esa cara… tan terrible.
–¿La cara de la duquesa?
–La estatua. Cambió después de…
–¿Después de qué?
–De que la pusieran aquí.
–¿Que la cara de la estatua cambió?
Él, confundiendo mi estupor con incredulidad, apartó
de mi manga su dedo confidencial.
–Bueno, es lo que se dice. Yo sólo le cuento lo que
he oído por ahí. ¡Qué sé yo! –Volvió a arrastrar sus pasos seniles por el
mármol–. Este no es buen lugar para quedarse, nadie entra nunca aquí. Hace
demasiado frío. Pero como el caballero dijo que quería verlo todo…
Hice tintinear la lira:
–Y es lo que deseo… Verlo y escucharlo todo. Y esta
historia de la que me habla, ¿a quién se la ha escuchado usted?
Señaló con una mano tras su espalda.
–A alguien que lo presenció.
–¿Que lo presenció?
–Mi abuela, para más señas. Soy muy viejo…
–¿Su abuela? ¿Su abuela era…?
–La criada personal de la duquesa, con todos mis
respetos.
–¿Su abuela? ¿Hace doscientos años?
–¿Es demasiado tiempo? Alabado sea Dios. Soy muy
viejo, y ella era muy vieja cuando yo nací. Cuando murió se puso tan negra como
una virgen milagrosa y su aliento silbaba como el viento a través de una
cerradura. Me contó la historia cuando yo era pequeño. Me la contó ahí fuera,
en el jardín, sentados los dos en un banco junto al estanque de los peces, una
noche de verano del año en que murió. No creo que me lo haya inventado, porque
puedo enseñarle el banco en el que estuvimos sentados.
3
El
mediodía caía perpendicularmente sobre los jardines. No se trataba de la adormecedora
canícula a la que estamos acostumbrados nosotros: era la reseca exhalación del
verano que se acaba. Incluso las estatuas parecían dormitar como enfermeros
ante un lecho de muerte. Las lagartijas surgían raudas del suelo resquebrajado
como si fueran llamas, y la oquedad del laurel aparecía recubierta con el
barniz azulado de los cuerpos de moscas muertas. Ante nosotros se hallaba el
estanque de los peces, un pozuelo de mármol ambarino erigido sobre secretos en
descomposición. La villa se erguía justo enfrente, pacífica como el semblante
de un difunto, flanqueada por cipreses que semejaban velas.
4
–¿Imposible,
dice usted, que la madre de mi madre fuera la criada de la duquesa? Y qué sé
yo… Hace tanto tiempo que aquí no ocurre nada que las cosas pasadas tal vez nos
parezcan más recientes a nosotros que a quienes viven en las ciudades… Pero
¿cómo si no llegó a saber ella lo de la estatua? ¡Respóndame usted a eso,
señor! Puedo jurar que ella lo vio con sus propios ojos y que no volvió a
sonreír (según me contó ella misma) hasta que le pusieron en los brazos a su
primer hijo. Sí, porque la tomó por esposa el hijo del administrador, Antonio,
el que se ocupaba de traer el correo… Pero ¿por dónde iba? Ah, sí, cuando la
duquesa murió, ella, mi abuela, no era más que una cría, sobrina de Nencia, la
gobernanta, pero sintió mucho lo de la duquesa por la gran cantidad de chistes
y canciones divertidas que sabía la señora. ¿Es posible, se preguntará usted,
que hubiese escuchado a otros lo que al cabo del tiempo acabó por creer que
había visto ella misma? Cómo pudo ser eso no le corresponde decirlo a un hombre
sin estudios como yo, pero por otra parte incluso yo mismo creo haber visto
muchas de las cosas que ella me contó. Este es un lugar extraño. Nadie viene
por aquí, nada cambia, y los viejos recuerdos persisten con la misma fuerza que
las estatuas del jardín.
“Todo empezó el verano en que volvieron de la Brenta.
El duque de Ercole se había casado con una señora de Venecia, como quizá sepa
usted. Por entonces aquélla era una ciudad bulliciosa, según cuentan, de risas
y música constantes sobre las aguas, y los días discurrían como barcazas
arrastradas por la marea. Pues bien, a fin de complacerla, el duque regresó con
ella el siguiente otoño a la Brenta. Al parecer el padre de la señora tenía
allí un palacio grandioso, con jardines, boleras, cuevas artificiales y casinos
como no se han visto jamás. Había góndolas meciéndose al pie de los
embarcaderos, caballerizas atestadas de coches de punto revestidos de oro, un
teatro con muchos actores, y cocinas y comedores con incontables cocineras y
lacayos para servir chocolate a lo largo de todo el día a las elegantes damas
vestidas con máscaras y faralaes que pasaban por allí con sus perritos
falderos, sus criaditas negras y sus abates. ¡Vaya! Me lo conozco todo como si
yo mismo hubiese estado allí, porque Nencia, ya sabe, la tía de mi abuela,
acompañó allí a la duquesa y volvió con los ojos redondos como platos y sin
dirigirle la palabra durante el resto del año a ninguno de los muchachos que la
andaban cortejando aquí en Vicenza.
“Lo que pasó allí, yo no lo sé. Mi abuela no era
capaz de sacar nada en claro porque Nencia era una tumba en lo que se refería a
su señora, pero en cuanto regresaron a Vicenza el duque ordenó arreglar la
villa, y en primavera trajo a la duquesa y la dejó aquí. Ella no parecía
disgustada, decía mi abuela, ni tampoco daba motivos para que nadie le tuviera
lástima. Tal vez, después de todo, era mejor que estar encerrada en Vicenza, en
aquellas habitaciones de altas paredes por las que transitaban los curas con
sigilo de gatos a la caza de pájaros. El duque estaba permanentemente recluido
en su biblioteca, conversando con hombres instruidos. Era una persona culta,
¿no se ha fijado en que le retrataron con un libro? Bueno, los que saben leer
afirman que estos están llenos de cosas maravillosas, como el que va a una
feria cruzando los montes y vuelve contándoles a los suyos que aquello no se
puede comparar con nada que ellos vayan a ver en sus vidas.
“En cuanto a la duquesa, vivía para la música, las
representaciones y la compañía de gente joven. El duque era un hombre
reservado, que se movía sin hacer ruido y con los ojos bajos, como si acabase
de regresar de confesarse. Cuando el perrito chillón de la duquesa le ladraba
en los talones, brincaba de tal modo que parecía que le estuviese acosando un
enjambre de abejorros. Si la duquesa reía, él se encogía sobresaltado, como si
alguien hubiese arrojado un diamante contra el cristal de una ventana. Y la duquesa
reía continuamente.
“En los primeros tiempos, nada más llegar a la villa,
ella estuvo muy ocupada disponiendo los jardines, diseñando grutas
artificiales, plantando la arboleda y planeando toda suerte de amenas
sorpresas, como aspersores de agua que lo empapaban a uno cuando menos lo
esperaba, ermitaños en las cuevas o salvajes que surgían de la espesura para
echársete encima. Tenía mucho gusto para esa clase de cosas, pero pasado un
tiempo se aburrió, y como no tenía con quien hablar aparte de las criadas y del
capellán (un hombre torpón y ensimismado en sus libros), pues, claro, acabó
rodeándose de artistas ambulantes de Vicenza, de charlatanes y pitonisas de
feria, de médicos de paso y de astrólogos, así como de todos los animales
amaestrados que pueda usted imaginar. A pesar de todo, saltaba a la vista que
la pobre señora estaba necesitada de compañía. Las mujeres que la atendían, que
la apreciaban de verdad, se alegraron de corazón cuando el cavaliere
Ascanio, primo del duque, se instaló en el viñedo que quedaba al otro lado del
valle… ¿Ve usted aquella casa rosada de allá, encima de las moreras, la del
tejado rojo y el palomar?
“El cavaliere Ascanio era el benjamín de una
de las grandes familias venecianas, pezzi Grossi del libro de oro.
Estaba predestinado a la Iglesia pero, qué se le va a hacer, era más amigo de
combates que de rezos y, por si fuera poco, se cruzó en su camino el capitán de
los bravi, el duque de Mantua, a su vez de buena cuna veneciana,
aunque más bien enemistado con la justicia. Por lo que yo sé, el cavaliere
regresó a Venecia, quizá con la reputación perjudicada a causa de su relación
con este otro caballero del que le hablo. Algunos dicen que intentó secuestrar
a una novicia del convento de la Santa Croce. No tengo ni idea de cómo fue la
cosa exactamente, pero mi abuela aseguraba que tenía enemigos allí, y lo cierto
es que con un pretexto u otro los Diez acabaron por desterrarlo a Vicenza.
Siendo como era un caballero de su misma clase, el duque no tuvo más remedio
que comportarse de manera civilizada. Y fue así como llegó a la villa.
“Era un joven de buen porte, bello como un san
Sebastián, un músico singular que tocaba el laúd y cantaba canciones compuestas
por él mismo de tal forma que lograba derretir el corazón de mi abuela,
haciéndolo correr por todo su cuerpo como si fuese un vino cálido y aromático.
Además, siempre tenía una palabra amable para todo el mundo, vestía a la moda
francesa y olía como un sembrado de habas. Todos estaban encantados de verlo
aparecer por allí.
“Bien, pues al parecer también la duquesa lo acogió
con entusiasmo. La juventud a la juventud llama y la alegría busca la alegría,
así que los dos congeniaron como los candelabros de un altar. La duquesa…
Bueno, ya ha visto usted su retrato, señor, aunque por lo que decía mi abuela
se le parecía lo mismo que un huevo a una castaña. Como buen poeta, el cavaliere
la comparaba en sus romanzas con todas las diosas paganas de la Antigüedad, y
ni que decir tiene que éstas eran mucho más agradables a la vista que las
mujeres normales y corrientes. También lo era la duquesa, según parece. Si es
verdad lo que decía mi abuela, a su lado las demás mujeres se asemejaban a la
muñeca de estilo francés que se exponía en la piazza durante los días
de la Ascensión. No era, sin embargo, de las que necesitan excesivo perifollo
para estar bellas. Cualquier vestido que se pusiera le quedaba tan natural como
las plumas a los pájaros. Y el pelo no había adquirido ese color claro por andar
blanqueando en el tejado, precisamente. Brillaba de forma natural, como los
hilos de una casulla de Pascua. Tenía la piel blanca como el mejor pan de trigo
y su boca era dulce como un higo maduro…
“En fin, señor, que resultaba del todo imposible
mantenerlos a ambos a distancia, tan imposible como mantener a las abejas lejos
de la lavanda. Siempre estaban juntos, cantando, jugando a los bolos, al
boliche, paseando por los jardines, visitando las pajareras, y consintiendo a
los monos y a los perros amaestrados de su excelencia. A la duquesa se le veía
feliz como un potrillo, gastando bromas y riendo todo el tiempo, vistiendo a
sus mascotas como si fueran cómicos de circo, disfrazándose ella misma de campesina
o de monja (debería haberla visto usted el día en que se hizo pasar ante el
capellán por una hermana de la orden mendicante) o enseñando a los muchachos y
a las mozas de los viñedos a bailar y cantar madrigales juntos. El cavaliere
tenía un especial talento para ese tipo de pasatiempos y les faltaban horas al
día para tantas distracciones. Pero hacia finales de verano la duquesa se
volvió taciturna y escuchaba únicamente música triste. Ambos se sentaban a
menudo en el cenador situado al otro extremo del jardín. Allí los encontró el
duque cierto día que volvió de Vicenza en su carruaje. Sólo acudía a la villa
una o dos veces al año y, como decía mi abuela, quiso la mala suerte que justo
aquel día la pobre señora se hubiese puesto aquel vestido veneciano de hombros
al descubierto que siempre hacía fruncir el ceño al duque, y que llevara el
cabello con los bucles sueltos y empolvados de oro. Los tres tomaron chocolate
en el cenador y lo que pasó a continuación no lo sabe nadie, pero lo cierto es
que cuando el duque se marchó instó a su invitado a compartir asiento en el
carruaje. El cavaliere no regresó nunca más.
“En vista de que se acercaba el invierno y de que la
pobre señora volvía a encontrarse tan sola como antes, las mujeres que la
servían barruntaban que no tardaría en sumirse en un estado de ánimo más
sombrío. Pero lejos de ser éste el caso, la duquesa dio tales muestras de buen
humor y estabilidad de carácter que mi abuela se sintió un poco resentida al
comprobar que no dedicaba un solo pensamiento al joven que mientras tanto
estaría penando en la casa al otro lado del valle. Bien es cierto que la duquesa
dejó de lado los vestidos de encaje dorado y empezó a usar velo para ocultar su
rostro, pero, en opinión de Nencia, aquel cambio la hacía parecer incluso más
bella, lo cual disgustaba más si cabe al duque. Por su parte, él empezó a ir
más a menudo por la villa y, aunque siempre encontraba a su señora ocupada con
tareas como el bordado o la música, o bien jugando a las cartas con otras
damas, volvía a marcharse con una expresión amarga en la mirada, no sin antes
haberle susurrado algo al capellán. En cuanto a dicho capellán, mi abuela
admitía que su excelencia no siempre había estado acertada en su trato con él.
Y es que, según Nencia, parece que su reverencia, de continuo sepultado entre
libros como un ratón dentro de un queso, no se acercaba jamás a la duquesa… Y
un día tuvo la desfachatez de abordarla para pedirle cierta suma de dinero, una
considerable suma, para comprar libros, según contaba Nencia, un arcón de
libros que le había traído un vendedor ambulante. La duquesa, que no soportaba
los libros, soltó una carcajada ante semejante petición y retomando por un
instante sus pasadas chanzas le espetó:
“–Santa Madre de Dios, ¿es que todavía voy a tener
más libros a mi alrededor? Casi me ahogo en ellos durante mi primer año de
matrimonio… –y, viendo que el capellán enrojecía por la afrenta, añadió–: puede
comprarlos, faltaría más, mi querido capellán, siempre que encuentre usted el
dinero, porque en lo que a mí respecta todavía estoy buscando la manera de
pagar mi collar de turquesas, la estatua de Dafne que está al final del campo
de bolos y el loro indio que mi joven sirviente negro me trajo de las Bohemias
el año pasado por San Miguel… De modo que, como usted comprenderá, no dispongo
de dinero para gastar en tonterías.
“Ya se retiraba el otro de su presencia, visiblemente
molesto, cuando va ella y le suelta por encima del hombro:
“–¡Debería usted pedirle a santa Blandina que abra el
bolsillo del duque!
“Ante lo cual, sin apenas alzar la voz, respondió el
capellán:
“–Me parece admirable la recomendación de su
excelencia. Ya me había encomendado yo a esta bendita mártir para que le abra
al duque el entendimiento.
“Según me contó Nencia, que estaba presente, aquel comentario
hizo que la duquesa se sonrojara violentamente y que despidiera al capellán con
un displicente gesto de la mano. A continuación, se volvió hacia mi abuela y la
llamó con impaciencia.
“–¡Rápido! –le dijo (a ella le encantaba que la llamara
para aquel tipo de recados)–. Búscame a Antonio, el ayudante del jardinero, que
estará con los cajones de flores. Tengo que hablar una cosa con él referente a los
nuevos claveles dentados.
“Puede, señor, que tal vez no le haya contado que en la
cripta que se encuentra bajo la capilla ha habido durante más generaciones de las
que alguien sería capaz de recordar una sepultura de piedra que contiene un hueso
femoral de la bendita santa Blandina de Lyon; reliquia ofrecida, según tengo entendido,
por un gran duque de Francia a alguno de nuestros propios duques cuando combatieron
juntos a los turcos. Desde entonces dicha pieza se convirtió en objeto de particular
veneración en el seno de esta ilustre familia. De hecho, desde que la duquesa se
vio obligada a prescindir de otra compañía que no fuera la suya propia, se despertó
en ella una ferviente devoción hacia la reliquia que la llevaba a orar asiduamente
en la capilla. Incluso mandó sustituir la puerta de piedra que cubría la entrada
de la cripta por una de madera para poder bajar cuando quisiera a postrarse ante
el catafalco. Su actitud fervorosa fue un ejemplo a seguir para todos los miembros
de la casa, y de manera particular tendría que haber complacido al capellán pero,
con todos mis respetos, él era de esa clase de personas que se las arregla para
volver amargo el mordisco de la manzana más dulce.
“En cualquier caso, tan pronto se hubo librado del capellán,
se vio a la duquesa correr en dirección a los jardines, donde mantuvo una seria
conversación con el joven Antonio sobre los claveles dentados. Durante el resto
del día permaneció sentada sin salir de casa arrancando dulces notas al virginal.
Nencia siempre mantuvo que su excelencia cometió un error al rechazar la petición
del capellán, pero no le dijo nada a ella porque hacer entrar en razón a la duquesa
era igual de inútil que orar pidiendo lluvia en temporada de sequía.
“Aquel año el invierno llegó prematuramente: para el Día
de Todos los Santos ya había nieve en las cumbres, el viento desarboló los jardines
y los limoneros fueron pronto puestos a cubierto en los invernaderos. Durante esta
estación sombría, la duquesa permanecía encerrada en su habitación, sentada junto
a la lumbre, bordando, leyendo libros piadosos (algo que nunca antes había hecho),
y orando frecuentemente en la capilla. En lo que respecta al capellán, no pisaba
aquel sitio salvo para celebrar la misa dominical a la que la duquesa asistía desde
el palco, y los sirvientes, aquejados de reumatismo, sentados sobre el suelo de
mármol. A su vez, el capellán detestaba el frío y corría todo cuanto podía para
acabar pronto la misa, como alma perseguida por un hatajo de brujas. Pasaba el resto
del día en su biblioteca, inclinado ante un brasero, con sus sempiternos libros…
“Se preguntará usted, señor, si voy a llegar alguna vez
al meollo de esta historia. Y la verdad es que voy lento, lo admito, por miedo a
lo que viene a continuación. Pues eso, el invierno fue largo y duro. Cuando hacía
frío, el duque no solía venir desde Vicenza, y la duquesa no tenía a nadie con quien
hablar salvo sus doncellas y los jardineros de la villa. Y a pesar de todo era asombroso,
según decía mi abuela, cómo mantenía la señora el buen color y alegre el estado
de ánimo. El único cambio que todos pudieron apreciar fue que pasaba cada vez más
tiempo en la capilla, tanto que se mantenía encendido un brasero a lo largo del
día para ella. Cuando a los jóvenes se les niegan sus goces naturales, suelen refugiarse
en la religión. Con todo, aseguraba mi abuela que fue providencial que la duquesa,
que no tenía ni un solo pecador vivo con quien poder conversar, hallara tanto alivio
en la compañía de una santa muerta.
“Aquel verano mi abuela la vio poco, porque aunque ante
todos exhibía un talante jovial, cada vez se aislaba más del resto. Sólo consentía
tener cerca a Nencia, e incluso a ella la despachaba cuando se disponía a orar.
Y es que su fervor llevaba la impronta de la devoción verdadera: no deseaba ser
observada. En consecuencia, Nencia tenía instrucciones estrictas de avisar enseguida
a su señora si aparecía el capellán mientras ella se encontraba orando.
“Bueno, ya había pasado el invierno y estaba bien avanzada
la primavera cuando mi abuela, cierta noche, se llevó un buen susto. No voy a negar
que la culpa la tuvo ella misma por estar paseando por el limonar con Antonio cuando
su tía la hacía cosiendo en su habitación. Resulta que, viendo de pronto una luz
encendida en la ventana de la habitación de Nencia, le entró miedo de ser descubierta
en su desobediencia y atravesó rauda el bosquecillo de laureles para entrar en la
casa. De camino hacia su dormitorio tenía que pasar por delante de la capilla, y
cuando cruzaba sigilosamente con intención de escabullirse a través del vestíbulo
de la cocina, tanteando el camino porque la oscuridad se había echado encima y apenas
había luna, escuchó algo desplomándose justo a sus espaldas, como si alguien se
hubiese caído desde una ventana de la capilla. A la pobre tonta le dio un vuelco
el corazón, pero mientras corría miró hacia atrás y aseguró haber visto a un hombre
huyendo por la terraza. Mi abuela juraba haber distinguido el revuelo de los faldones
del capellán justo cuando doblaba la esquina de la casa. Aquello era bastante extraño,
no cabe duda… ¿Por qué iba a salir el capellán por la ventana de la capilla en lugar
de hacerlo por la puerta? Como habrá usted advertido, señor, hay una puerta que
conduce de la capilla al salón de la primera planta. Sólo existía otra salida, a
través del palco de la duquesa.
“Mi abuela le dio vueltas al asunto en su cabeza y en
la siguiente ocasión en que se reunió con Antonio en el paseo del limonar (lo cual
no ocurrió hasta pasados unos días, tan grande había sido el susto que se había
llevado) puso en su conocimiento lo que había pasado. Para su sorpresa, el otro
se echó a reír y le dijo:
“–Mira que eres bobita: no estaba saliendo por la ventana,
sino intentando mirar dentro.
“Ella no fue capaz de sacarle ni una palabra más al respecto.
“Así las cosas, la estación seguía su curso hasta que,
entrada Pascua, llegó la noticia de que el duque se había marchado a Roma para pasar
allí aquella festividad santa. Sus idas y venidas no afectaban en nada a la villa
y, pese a ello, no había quien no se sintiese mejor sabiendo que su rostro bilioso
estaba en la otra punta de los Apeninos, a excepción, tal vez, del capellán. Pues
bien, un día de mayo en que la duquesa había estado paseando un rato con Nencia
por la terraza, disfrutando con antelación del plan y del agradable aroma de los
alhelíes plantados en los jarrones de piedra, se retiró hacia mediodía a sus habitaciones,
dando instrucciones de que se le sirviese la cena en su alcoba. Mi abuela ayudó
a llevar los platos y no pudo dejar de advertir, según dijo, la singular belleza
de su ama, quien, en homenaje al buen tiempo, se había puesto un vestido con incrustaciones
de plata y había rodeado con perlas sus hombros desnudos, como si se dispusiera
a asistir a un baile en la corte de un emperador. También había pedido una cena
poco habitual en una dama que se preocupaba tan poco por lo que comía: gelatinas,
empanadas de carne, fruta en almíbar, dulces condimentados y una jarra de vino griego.
Asintió con entusiasmo y aplaudió cuando las mujeres le pusieron todo aquello delante,
repitiendo una y otra vez: “Hoy quiero comer bien”.
“Pero, de repente, se produjo en ella un cambio de humor,
le dio la espalda a la mesa, pidió su rosario y le dijo a Nencia:
“–El buen tiempo me ha hecho descuidar mis oraciones.
Debo rezar una letanía antes de cenar.
“Despidió a las mujeres y echó el pestillo a la puerta,
como era su costumbre. Nencia y mi abuela bajaron a hacer la colada. Desde la lavandería,
que da al patio, mi abuela vio acercarse a una extraña comitiva. En primer lugar
venía el carruaje del duque (a quien todos hacían en Roma), y tras él, tirado por
una larga reata de mulas y bueyes, un carro transportando lo que parecía ser una
figura arrodillada y envuelta en ropajes luctuosos. Tan estrambótico resultaba aquello
que la chica quedó paralizada por la impresión, tanto que, antes de poder dar aviso
de su llegada, el carruaje del duque ya se había detenido ante la puerta. Al verlo,
Nencia se puso lívida y salió corriendo de la habitación. Demudada del susto, mi
abuela fue tras ella, y ambas atravesaron volando el corredor hasta llegar a la
capilla. Por el camino se toparon con el capellán, que, completamente absorto en
un libro, les preguntó sorprendido adónde iban con tanta prisa. Al responderle ellas
que a anunciar la llegada del duque, el hombre quedó tan profundamente desconcertado,
les hizo tantas preguntas y prorrumpió en tantos “ohs” y “ahs”, que para cuando
finalmente las dejó pasar el duque casi les pisaba los talones. Nencia llegó la
primera a la puerta de la capilla y anunció a voz en grito que había llegado el
duque. Antes de obtener respuesta, el aludido estaba junto a ella seguido del capellán.
“Un momento después se abrió la puerta y tras ella apareció
la duquesa. Sostenía el rosario en una mano y sus hombros, aunque cubiertos con
un chal, relucían bajo la tela como la luna entre la niebla. Su rostro resplandecía
de belleza.
“El duque le tomó la mano al tiempo que le hacía una inclinación
de cortesía:
“–Señora, nada podría haberme proporcionado mayor felicidad
que sorprenderla ocupada de este modo en sus rezos.
“–Y mi propia felicidad –repuso ella– habría sido mayor
si su excelencia la hubiese prolongado mediante el anticipado anuncio de su llegada.
“–Señora –dijo–, si me hubiese estado esperando no se
habría esforzado tanto en arreglarse para la ocasión. Pocas damas conozco de su
juventud y belleza que se acicalen para venerar a un santo como si se dispusieran
a reunirse con su amante.
“–Señor –contestó ella–, puesto que nunca he gozado de
la oportunidad de lo segundo, no me queda más remedio que esmerarme en lo primero.
¡¿Qué es eso?! –gritó de pronto retrocediendo espantada al tiempo que se le caía
el rosario de la mano.
“Se había producido un fuerte ruido al otro extremo del
salón, como si se estuviese arrastrando un objeto por el corredor, y justo en aquel
momento una docena de hombres aparecieron en el umbral descargando del carro de
bueyes aquella cosa cubierta con una especie de mortaja. El duque la señaló con
un gesto de la mano.
“–Este, señora –dijo–, es un tributo a su extraordinaria
piedad. Me ha producido una singular satisfacción saber de la devoción que les profesa
a las santas reliquias de la capilla, y para honrar un tesón que no han debilitado
ni los rigores del invierno ni el bochorno estival, he dispuesto que, ante el altar,
a la entrada de la cripta, sea colocada una escultura a imagen suya, maravillosamente
tallada por el cavaliere Bernini.
“La duquesa, que se había puesto pálida, no dejó de sonreír
y bromear al respecto.
“–Por lo que se refiere a honrar mi piedad –dijo–, advierto
claramente una de las galanterías de su excelencia…
“–¿Galantería? –la interrumpió el duque, al tiempo que
hacía una señal a los hombres, los cuales casi habían llegado ya hasta la entrada
de la capilla. En un instante cayeron los paños que cubrían la figura y apareció
ante ellos la duquesa arrodillada como si fuese a cobrar vida en un instante. Un
clamor de asombro surgió de entre los allí reunidos, pero la duquesa se puso blanca
como el mármol.
“–Como ve, no se trata de ninguna galantería –dijo el
duque–, sino de otro éxito del cincel incomparable de Bernini. El modelo se tomó
del retrato en miniatura que le hizo la divina Elisabetta Sirani, que yo mismo envié
al maestro hace unos seis meses con los resultados que ahora todos admiramos.
“–¡Seis meses! –exclamó la duquesa, que se hubiera desplomado
de no haber sido porque su excelencia la sujetó de la mano.
“–Nada puede producirme mayor placer que la desbordante
emoción que manifiesta, pues la genuina piedad es siempre discreta y esta manera
suya de expresar gratitud, señora, no podría ser más acorde a su persona. Y ahora
(les indicó a los hombres) pongan la imagen en su sitio.
“Para entonces la duquesa parecía haberse recobrado del
pasmo, y le respondió con una marcada reverencia:
“–Como su excelencia acaba de admitir, es propio de mi
condición abrumarme ante una gracia tan inesperada, y puesto que por encima de todo
me complace aceptar lo que corrobore su criterio, pediría que en virtud de esa misma
modestia se coloque la imagen en el rincón más apartado de la capilla.
“Ante aquello, el duque adoptó una expresión sombría.
“–¡Cómo! ¿Acaso va a quedar esta obra maestra, fruto del
cincel más reputado, y que (no voy a negarlo) me ha costado el precio de una viña
en monedas de oro, arrumbada para que nadie la vea como si se tratara de la obra
de un picapedrero local?
“–Es mi semblante, no la obra del escultor lo que deseo
ocultar.
“–Si es usted apta para mi casa, señora, lo es también
para la de Dios. Y en ambos sitios merece un lugar destacado. ¡Traigan para acá
la estatua, haraganes! –les gritó a los hombres.
“La duquesa retrocedió sumisa:
“–Tiene razón, señor, como siempre, pero al menos me gustaría
que la estatua estuviese a la izquierda del altar, de modo que, con sólo alzar la
vista, mirase hacia el asiento que su excelencia tiene en el palco.
“–Un bonito pensamiento, señora, el cual agradezco. Sin
embargo, tengo intención de poner en breve una imagen mía, gemela a la suya, al
otro lado del altar y, como bien sabe, el lado de la esposa es siempre a la derecha
de su esposo.
“–Cierto, señor, pero, insisto, si mi humilde representación
va a gozar del inmerecido honor de arrodillarse junto a la suya, ¿por qué no colocar
ambas imágenes ante el altar, que es donde acostumbramos rezar los vivos?
“–¿Y dónde nos íbamos a arrodillar nosotros, señora mía,
si las esculturas ocuparan nuestro lugar? Además –añadió el duque, sin abandonar
su tono neutro–, tengo otro motivo más particular para desear poner la estatua a
la entrada de la cripta. Y es que, de ese modo, no sólo dejaría yo constancia de
la especial devoción de mi señora hacia las santas reliquias que aquí reposan, sino
que, al quedar bloqueada la entrada que da acceso al corredor, tendría asegurada
la perpetua conservación de los huesos de la santa mártir, los cuales han estado
hasta la fecha demasiado alegremente expuestos a sacrílegas tentativas.
“–¿Qué tentativas, mi señor? –exclamó la duquesa–. Nadie
entra en la capilla sin mi permiso.
“–Eso tengo entendido y bien que me lo creo por cuanto
he oído acerca de su perseverante piedad. Aun así, cualquier noche podría colarse
un malhechor por la ventana, señora, sin que se percatase de ello su excelencia.
“–Tengo el sueño ligero –dijo la duquesa.
“El duque le dirigió una mirada de preocupación:
“–¿De veras? Mala señal a su edad. Me ocuparé de que le
proporcionen algún brebaje para dormir.
“Los ojos de la duquesa rebosaban estupor:
“–¿Privándome así del consuelo de visitar esas venerables
reliquias?
“–Preferiría teneros a vos como eterna guardiana de las
mismas, pues no conozco nadie más apto para confiárselas.
“Ya había sido arrastrada la imagen hasta la losa de madera
que cubría la entrada de la cripta cuando la duquesa, dando un salto hacia delante,
se interpuso en el camino.
“–Señor, permita que la estatua sea colocada en su sitio
mañana, consintiendo así en que pueda yo orar esta noche junto a esos sagrados huesos.
“El duque dio unos pasos colocándose al instante junto
a ella:
“–Bien pensado, señora. Bajaré ahora mismo con usted y
rezaremos juntos.
“–¡Ay, señor mío! Sus prolongadas ausencias han fomentado
en mí el hábito del rezo en solitario. Debo confesar que la presencia de cualquier
otra persona supone para mí motivo de distracción.
“–Señora mía, acepto de buen grado el reproche. Es cierto
que hasta ahora las responsabilidades propias de mi posición me han obligado a largas
ausencias, pero de aquí en adelante voy a permanecer a su lado mientras usted viva.
¿Bajamos, pues, juntos a la cripta?
“–No, temería que le retornasen las fiebres. El aire ahí
es excesivamente húmedo.
“–Razón de más para que usted misma deje de exponerse
a él. Y para evitar la intemperancia de su fervoroso tesón voy a hacer que dicho
lugar sea clausurado de inmediato. Ante aquellas palabras, la duquesa cayó de rodillas
sobre la losa de piedra, llorando desconsoladamente y elevando las manos al cielo.
“–¡Oh, qué cruel es usted, señor, al privarme del acceso
a estas santas reliquias que hicieron posible que pudiera sobrellevar con resignación
la soledad a la que me condenaron las muchas responsabilidades de su excelencia!
Y si la oración y las meditaciones me proporcionan alguna autoridad para pronunciarme
en la materia, permítame la osadía de advertirle, señor, que temo firmemente que
la bendita santa Blandina nos castigue por abandonar sus venerables y santas reliquias.
“Ante aquello, el duque pareció vacilar, pues era hombre
piadoso. A mi abuela le pareció ver que intercambiaba una fugaz mirada con el capellán,
el cual, avanzando vacilante hacia ellos y con la mirada gacha, dijo:
“–En verdad, no deja de haber sabiduría en las palabras
de su excelencia, pero me permito sugerir, señor, que respetando los píos deseos
de la señora y para que la santa pueda ser honrada de manera más abierta, se trasladen
las reliquias de la cripta a algún lugar bajo el altar.
“–¡Cierto! –gritó el duque–. ¡Y que se haga sin la menor
dilación!
“Pero en ese momento la duquesa se puso de pie con una
terrible expresión en el semblante.
“–¡No, por Dios santo! –gritó ella a su vez–. Que no se
diga que, tras haber rechazado su excelencia cada una de mis peticiones, acato yo
su consentimiento para una petición que no ha partido de mí.
“El capellán se puso rojo, y amarillo el duque. Durante
unos instantes ninguno articuló palabra.
“A continuación el duque repuso:
“–Ya está bien de palabras, señora. ¿Desea o no que las
reliquias sean trasladadas desde la cripta?
“–No quiero que se haga nada que implique la intervención
de terceras personas.
“–Pongan, pues, la imagen en su sitio –dijo furioso el
duque. A continuación fue y acompañó a su gracia hasta una silla.
“Allí se sentó ella, decía mi abuela, tensa como una flecha,
con las manos entrelazadas, la cabeza erguida, los ojos fijos en el duque, mientras
la imagen era arrastrada hasta ser colocada en su lugar.
“Acto seguido se levantó y se marchó de allí. Al pasar
junto a Nencia quiso susurrarle: ‘Avísale a Antonio’, pero antes de que las palabras
salieran de su boca, el duque se interpuso entre ambas.
“–Señora –dijo el duque ahora ya todo sonrisas–, he venido
directamente desde Roma para traerle lo antes posible esta prueba de mi estima.
Hice noche en Monselice y estoy en camino desde el alba. ¿Es que no va a invitarme
a cenar?
“–Sin duda, señor –respondió la duquesa–. En una hora
la cena estará servida en el comedor.
“–¿Por qué no en su alcoba y enseguida, señora? Creo que
es su costumbre cenar allí.
“–¿En mi alcoba? –dijo la duquesa desconcertada.
“–¿Tiene algo en contra? –preguntó él.
“–Por supuesto que no, señor, si me da un poco de tiempo
para arreglarme…
“–Esperaré en su antecámara.
“Decía mi abuela que la duquesa adoptó una expresión similar
a la que adoptarían las almas del infierno tras haberse cerrado ante ellas las puertas
de Nuestro Señor. A continuación llamó a Nencia y entró en su dormitorio.
“Lo que sucedió allí dentro no llegó a saberlo mi abuela,
salvo que la duquesa se vistió a toda prisa y con extraordinario esplendor, empolvándose
el pelo de oro, pintándose el rostro y el escote y cubriéndose de joyas hasta brillar
como Nuestra Señora del Loreto. Apenas había completado tales preparativos cuando
el duque, que aguardaba en la antecámara, entró seguido de los criados que traían
la cena. La duquesa despidió a Nencia y lo que ocurrió después sólo lo supo mi abuela
por el pinche de cocina, el cual les llevó los platos y se mantuvo a la espera en
la antecámara.
“Pues bien, señor, según este muchacho, que estuvo todo
el tiempo observando y escuchando con los cinco sentidos (por así decirlo y dado
que nunca antes se le había permitido estar tan cerca de la duquesa), parece que
la noble pareja se sentó a la mesa con bastante buen humor, regañando la duquesa
entre bromas a su marido por sus largas ausencias mientras el duque juraba que el
deslumbrante aspecto que ella presentaba era la mejor forma de castigarlo. En ese
mismo tono prosiguió la charla, con similares bromas por parte de la duquesa y similares
galanterías cariñosas por la del duque, tanto así que el chico declaró que a todas
luces parecían una pareja de enamorados cortejándose en una noche de verano en los
viñedos. Y así siguió la cosa hasta que el criado les sirvió el vino aromático.
“–¡Ah! –comentaba el duque justo en aquel momento–. Esta
agradable noche me compensa por las muchas veladas tediosas que he tenido que pasar
lejos de usted. Tampoco recuerdo haber disfrutado de unas risas así desde aquella
tarde del año pasado en que bebimos chocolate en el cenador del jardín con mi primo
Ascanio. Y, hablando del tema –dijo–, ¿está mi primo bien de salud?
“–No tengo noticias suyas –contestó la duquesa–. Pero
su excelencia debería probar estos higos rellenos de malvasía…
“–Estoy dispuesto a probar cualquier cosa que me ofrezca
–dijo él, y mientras ella le servía los higos, añadió–: De no ser porque mi felicidad
es ahora mismo absoluta, casi desearía que estuviera con nosotros mi primo Ascanio.
El tipo resulta una grata compañía, de las que no abundan, para amenizar las cenas.
¿Y si enviamos a buscarlo?
“–¡Ah! –exclamó la duquesa con un suspiro y adoptando
una expresión compungida–. Veo que su excelencia ya se ha cansado de mí.
“–¿Yo, señora? Ascanio es sin duda un buen hombre, pero
en lo que a mí respecta, su mayor mérito en este momento es su ausencia. Y dicha
ausencia me predispone hacia él de forma tan entrañable que podría brindar ahora
mismo a su salud.
“En tal punto el duque alzó su copa e hizo señas al criado
para que rellenara la de la duquesa.
“–Por el primo –dijo, elevando la voz y poniéndose de
pie–, que tiene el buen gusto de mantenerse a distancia cuando no se requiere su
presencia. Brindo por su larga vida… ¿Y usted, señora?
“La duquesa, que había permanecido sentada mirándolo fijamente
con una expresión extraña en el semblante, se levantó a su vez y se llevó su copa
a los labios.
“–Y yo brindo por que llegue a tener una muerte dichosa
–dijo con voz audaz. Y, mientras hablaba, la copa vacía cayó de su mano y ella se
desplomó en el suelo.
“El duque llamó a gritos a las mujeres al servicio de
la duquesa diciéndoles que se había desvanecido, y ellas acudieron y la llevaron
a la cama. Padeció horriblemente durante toda aquella noche, contaba Nencia, retorciéndose
como un hereje en una pira, y sin que se le oyera pronunciar una sola palabra. El
duque velaba junto a ella y, al despuntar el día, mandó buscar al capellán. Pero
para entonces ella estaba inconsciente y así, con los dientes apretados, no había
forma de que el cuerpo de Nuestro Señor pasara a través de ellos.
“El duque anunció a sus parientes que su señora había
fallecido tras haber compartido alegremente con él un vino aromático y una tortilla
de huevas de carpa, en el transcurso de una cena que ella misma había dispuesto
con motivo de su regreso. Y al año siguiente trajo una nueva duquesa a la casa,
la cual le dio un hijo y cinco hijas”.
5
El
cielo se había vuelto plomizo y, contra él, la villa se alzaba cetrina e inescrutable.
Un vientecillo se colaba entre los jardines, arrancándole
aquí y allá una hoja amarilla a los sicomoros. Al otro lado del valle, las cimas
de las montañas despuntaban cárdenas como nubes de tormenta.
–¿Y la estatua…? –pregunté.
–¡Ah, la estatua! Bueno, señor, esto es lo que me contó
mi abuela aquí, en este mismo banco en el que estamos usted y yo sentados. La pobre
muchacha, que adoraba a la duquesa como cabe esperar que una chica de su edad adore
a un ama tan bella y atenta, pasó la noche aterrorizada, como se puede usted imaginar,
expulsada de la habitación de su señora, escuchando los lamentos que de allí salían
y observando, acurrucada en un rincón, el ir y venir de las mujeres con caras desquiciadas,
el enjuto rostro del duque asomado a la puerta y al capellán recorriendo de un lado
a otro la antecámara con los ojos clavados en su breviario. Nadie le echó cuenta
a mi abuela ni aquella noche ni durante la mañana siguiente. Y al caer la tarde,
cuando todos sabían que la duquesa ya no estaba entre ellos, la desdichada criatura
sintió el compasivo deseo de orar por su difunta señora. Se dirigió a hurtadillas
hacia la cripta y se coló dentro sin que nadie la viera. El lugar estaba vacío y
en penumbra, pero a medida que avanzaba escuchó un apagado gemido. Una vez frente
a la estatua observó que su rostro, tan dulce y risueño el día anterior, tenía esa
expresión que ya conoce usted… y el gemido parecía salir de sus labios. Mi abuela
se quedó petrificada, pero algo (según contaría ella más tarde) le impidió avisar
a los demás o ponerse a gritar.
Se dio la vuelta y salió corriendo. En mitad del pasillo
cayó desmayada y, cuando recobró el sentido, ya en su habitación, oyó decir que
el duque había mandado cerrar con llave la capilla y prohibido a todo el mundo poner
un pie allí… El lugar no volvió a abrirse hasta la muerte del duque unos diez años
más tarde y fue entonces cuando otros criados, al servicio del nuevo heredero, tuvieron
oportunidad de contemplar el espanto que mi abuela había conservado en su pecho…
–¿Y la cripta? –quise saber yo–. ¿No ha vuelto a abrirse?
–¡Dios no lo quiera, señor! –exclamó el viejo, persignándose–.
¿Acaso no fue expreso deseo de la duquesa que no se perturbasen nunca las reliquias?
(Tomado
de www.ciudadseva.com)