Isaac Asimov
Jesse Weill alzó la vista de su mesa. En su viejo y enjuto cuerpo, su afilada
nariz de elevado puente, sus ojos hundidos y sombríos y sus asombrosas greñas blancas,
había quedado estampada, por decirlo así, la marca registrada de Sueños Inc., durante
los años en que la sociedad se había hecho mundialmente famosa.
–¿Ya llegó el muchacho, Joe? –preguntó.
Joe Dooley era de baja estatura y cuerpo recio. Un puro descansaba
flojamente en su húmedo labio inferior. Lo apartó por un instante y contestó:
–Sus padres lo acompañan. Todos están muy asustados.
–¿Está seguro de no cometer un error, Joe? No dispongo de
mucho tiempo… –consultó su reloj–. Debo atender un asunto del gobierno a las dos…
–Absolutamente seguro, doctor Weill –el rostro de Dooley era
todo un poema de seriedad, y sus mejillas temblaron con persuasiva intensidad–.
Como le dije, lo capté mientras jugaba a una especie de basquetbol en el patio de
la escuela. Debiera usted haberlo visto. Apestaba. Cuando ponía las manos en la
pelota, su propio equipo tenía que apartarse rápidamente. Y sin embargo, adoptaba
todas las posturas de un jugador de primera. ¿Comprende lo que quiero decir? Para
mí es un punto y aparte.
–¿Le habló?
–Pues claro. Lo abordé a la hora de la merienda. Ya me conoce…
–Dooley dibujó un amplio ademán con su puro, recogiendo la ceniza esparcida con
la otra mano–. Mira, muchacho, le dije…
–¿Y cree que constituye material soñador?
–Le dije: Mira, muchacho, acabo de llegar de África y…
–Está bien –Weill lo contuvo alzando la mano con la palma
hacia arriba–. Su palabra me basta. No sé cómo se las arregla, pero, puesto que
lo afirma, apostaría a que el muchacho es un soñador en potencia. Tráigamelo.
El muchacho entró, enmarcado por sus padres. Dooley acercó
sillas, y Weill se puso en pie para estrechar sus manos, sonriendo al chico de manera
que las arrugas de su cara se convirtieron en surcos benévolos.
–¿Te llamas Tommy Slutsky?
Tommy asintió sin pronunciar palabra. Parecía tener unos diez
años y era bastante bajo para su edad. Su negro pelo estaba inverosímilmente pegado
y su cara limpia hasta un punto irreal, casi refregada y bruñida.
–¿Eres un buen muchacho? –preguntó Weill.
La madre del muchacho sonrió al punto, palmeó la cabeza de
su hijo (gesto que no suavizó la ansiosa expresión del niño) y respondió en su nombre:
–Siempre ha sido un niño muy bueno.
Weill decidió olvidar sus dudas.
–Dime, Tommy –dijo, tendiendo al pequeño un caramelo, que
éste miró primero dudoso y luego aceptó–. ¿Has oído alguna vez un sueño?
–Pues sí, algunas veces –respondió Tommy con voz atiplada.
El señor Slutsky carraspeó. Era hombre de anchas espaldas
y gruesos dedos, un labrador típico que, para confusión de la eugenesia, había engendrado
a un soñador.
–Alquilamos uno o dos para el chico. De los antiguos de verdad…
Weill asintió.
–¿Te gustan, Tommy?
–Bueno, son bastante tontos…
–Te los imaginas mejores, ¿verdad?
La sonrisa que se dibujó en la cara del chiquillo produjo
el efecto de hacer que se desvaneciera en parte la irrealidad del lustroso pelo
y el relavado rostro.
Weill prosiguió afablemente.
–¿No querrías contarme uno de tus sueños?
–Creo que no –respondió Tommy, al punto embarazado.
–No te costará ningún trabajo… verás, es muy fácil. Joe…
Dooley apartó una pantalla de la pared y puso al descubierto
un registrador de sueños. El niño lo miró como una lechuza.
Weill alzó el casco y lo acercó al muchacho.
–¿Sabes qué es esto?
–No –respondió Tommy, echándose hacia atrás.
–Es un pensador. Lo llamamos así porque las personas piensan
dentro de él. Se lo pone uno en la cabeza y se piensa lo que se quiere…
–¿Y qué pasa entonces?
–Pues nada en absoluto. Produce una sensación agradable.
–No –rechazó Tommy–. Prefiero no probarlo.
Su madre se inclinó presurosa hacia él.
–No te hará daño, Tommy. Haz lo que dice este señor.
En su voz asomaba un inconfundible tono de mando. Tommy se
irguió y pareció como si deseara echarse a llorar y no pudiera. Weill le colocó
el casco, muy despacio y con gran suavidad. Aguardó por espacio de treinta segundos
antes de hablar de nuevo, a fin de que el muchacho se asegurara de que no hacía
daño y se acostumbrara al insinuante toque de las fibrillas contra las suturas de
su cráneo (penetraban en la piel tan tenuemente como para resultar casi imperceptibles)
y, por último, para que se habituara también al tenue zumbido de los vórtices de
los campos alternos.
–¿Quieres pensar ahora para nosotros? –pidió luego.
–¿Sobre qué?
Sólo se divisaban su nariz y su boca.
–Sobre lo que quieras. ¿Qué te gustaría hacer al salir de
la escuela?
–¿Volar en un reactor estratosférico? –aventuró el muchacho
tras pensar unos instantes y con animada inflexión de tono.
–¿Y por qué no? Seguro. Ya vas en un reactor. Ahora mismo
despega.
Dirigió una breve seña a Dooley, quien puso en marcha el congelador.
Weill tuvo sometido a prueba al muchacho sólo durante cinco minutos y luego lo hizo
salir del despacho con su madre, escoltados ambos por Dooley. Tommy parecía desconcertado
por la prueba, pero incólume.
–Y ahora, señor Slutsky –dijo Weill al padre del muchacho–,
si el resultado de esta prueba es positivo, nos será grato abonarle quinientos dólares
por año hasta que termine la enseñanza previa. Durante ese tiempo, sólo pedimos
que el niño acuda una hora por semana, en la tarde que prefieran, a nuestra escuela
especial.
–¿Tengo que firmar algún papel? –preguntó Slutsky con la voz
un poco ronca.
–Desde luego. Estamos hablando de negocios, señor Slutsky.
–Bien, no sé… Según tengo entendido, los soñadores son difíciles
de encontrar.
–En efecto. Pero su hijo, señor Slutsky, aún no es un soñador.
Acaso no lo sea nunca. Quinientos dólares al año significan una apuesta para nosotros,
no para usted. Cuando haya terminado el bachillerato, puede darse el caso de que
no sirva. Pero usted no habrá perdido nada. Al contrario, habrá ganado en total
unos cuatro mil dólares. Y si es un soñador, disfrutará de una vida magnífica y,
ciertamente, tampoco en este caso habrá perdido usted nada.
–Necesita un adiestramiento especial, ¿cierto?
–Desde luego, muy intenso. Sin embargo, no hemos de preocuparnos
por eso hasta que acabe el bachillerato. Luego, tras dos años con nosotros, se desarrollará.
Confíe en mí, señor Slutsky.
–¿Garantiza usted ese adiestramiento especial?
Weill, que había empujado un papel a través de la mesa y le
tendía a Slutsky una pluma, la dejó y rio entre dientes:
–¿Una garantía? No. ¿Cómo podemos darla si aún no estamos
seguros de que posea un verdadero talento? No obstante, siguen en pie los quinientos
dólares al año para usted.
Slutsky recapacitó y meneó la cabeza.
–Le hablaré con franqueza, señor… después de que convinimos
con su empleado en vernos aquí, llamé a Piensa-Sucio y me dijeron que me ofrecerían
la garantía.
Weill suspiró.
–Mire, señor Slutsky, no me gusta hablar contra un competidor.
Si le dijeron que garantizarían la instrucción, lo harán. Pero no pueden convertir
en soñador a un muchacho si no ha nacido para eso, con instrucción o sin ella. Si
toman a su cargo un muchacho que no posee el talento verdadero y lo someten a un
curso de desarrollo, lo destrozarán. No llegará a soñador, se lo aseguro. Y nunca
volverá a ser una persona normal. No corra el riesgo de que le ocurra así a su hijo.
Sueños Inc., en cambio, se mostrará absolutamente sincera. Si tiene madera de soñador,
haremos uno de él. En caso contrario, se lo devolveremos sin entrometernos y le
diremos: “Hágale aprender un oficio”. De este modo, será mejor y más saludable para
él. Se lo aseguro, señor Slutsky… y puesto que tengo hijos y nietos, sé muy bien
de qué hablo… yo no permitiría que destinaran uno de los míos a los sueños en caso
de no ser apto para ello. Ni por un millón de dólares.
Slutsky se secó la boca con el dorso de la mano y la extendió
para tomar la pluma.
–¿Qué dice el documento?
–Se trata de una opción. Le pagaremos a usted cien dólares
en efectivo ahora mismo, tras la firma. No hay ningún compromiso. Estudiaremos la
ensoñación del chico. Si opinamos que merece la pena proseguir, lo volveremos a
llamar y estableceremos el contrato definitivo, sobre la base de quinientos dólares
anuales. Póngase confiadamente en mis manos, señor Slutsky, y no se preocupe. No
le pesará en absoluto.
Slutsky firmó. Weill pasó el documento a través de la ranura
del archivo y le tendió un sobre al primero.
Cinco minutos después, ya solo en el despacho, se colocó el descongelador en
la cabeza y procedió a absorber intensamente la ensoñación del muchacho. Una típica
ilusión infantil en primera persona. El protagonista manejaba los mandos del avión,
el cual semejaba una combinación de ilustraciones extraídas de los seriales filmados,
que circulaban aún entre aquellos que no disponían de tiempo, afición o dinero para
adquirir cilindros de sueños.
Cuando se quitó el descongelador, vio que Dooley lo estaba
observando.
–¿Y bien, señor Weill, qué opina? –le preguntó con cierta
avidez, dándose aires de propietario.
–Podría ser, Joe, podría ser. Tiene los armónicos, lo cual
me parece esperanzador en un muchacho de diez años sin ningún entrenamiento. Cuando
el avión atravesó una nube, hubo una clara sensación de almohadas. También un olor
a sábanas limpias, lo cual supone un toque divertido. Seguiremos con él, Joe.
–Bien.
–Pero se lo repito, Joe, necesitamos descubrirlos aún más
pronto. ¿Y por qué no? Algún día, Joe, cada criatura será comprobada al nacer. Tiene
que existir forzosamente una diferencia en su cerebro, una diferencia que debería
ser hallada. Así separaríamos los soñadores ya desde el principio.
–¡Diablos, señor Weill! –protestó Dooley, con aire dolido–.
¿Qué sería entonces de mi trabajo?
Weill rio.
–No hay motivo de preocupación todavía, Joe. No sucederá en
toda nuestra vida. Por lo menos, no en la mía. Durante muchos años dependeremos
de los descubridores de talentos como usted. Siga vigilando playas y calles –la
mano de Weill se apoyó en el hombro de Dooley con amable gesto de aprobación–. Encuéntrenos
más muchachos y la competencia no nos alcanzará… ahora retírese. Voy a comer y disponerme
para mi cita de las dos. El gobierno, Joe, el gobierno… –terminó, con un gesto de
impotencia.
El visitante que Jesse Weill esperaba a las dos era un hombre joven, de mejillas
de manzana, anteojos, pelo rojizo y la resplandeciente energía de la persona encargada
de una misión oficial. Tendió a Weill sus credenciales a través de la mesa, a la
par que se anunciaba como John J. Byrne, delegado del Ministerio de Artes y Ciencias.
–Buenas tardes, señor Byrne –le saludó Weill–. ¿En qué puedo
servirle?
–¿Estamos en privado aquí? –preguntó el agente, con insospechada
voz de barítono.
–Completamente en privado.
–Entonces, si no le importa, voy a pedirle que examine esto.
Byrne le presentó un cilindro pequeño y bastante estropeado,
sosteniéndolo entre el pulgar y el índice.
Weill lo tomó, lo sopesó, lo miró y remiró por uno y otro
lado y dijo con una sonrisa que mostró toda su dentadura:
–No es producto de Sueños Inc., señor Byrne.
–No pensé que lo fuera –asintió el delegado–. Sin embargo,
me gustaría que lo examinara. He puesto el interruptor automático para cosa de un
minuto, creo.
–¿Es todo cuanto puede resistir?
Weill metió el cilindro en el compartimiento descongelador,
limpió ambos extremos de aquél con el pañuelo y probó.
–No hace buen contacto. Se trata del trabajo de un aficionado.
Se colocó en la cabeza el casco descongelador acolchado, ajustó
los contactos de las sienes, dispuso el interruptor automático y, sentándose en
su butaca con las manos cruzadas sobre el pecho, comenzó el proceso de absorción.
Sus dedos se tornaron rígidos y se asieron a sus solapas.
Una vez el interruptor funcionó, tras haberse realizado la absorción, se quitó el
descongelador. Parecía algo enojado.
–Una pieza muy burda –afirmó–. Por suerte, soy viejo. Estas
ya no me molestan.
Byrne anunció con tiesura:
–No es lo peor que hemos encontrado. Y al parecer, la manía
va en aumento.
–Desvaríos pornográficos… –comentó Weill–. Una evolución lógica,
supongo.
–Lógica o no –replicó el representante del gobierno–, representa
un peligro de muerte para la salud moral de la nación.
–La salud moral de la nación puede soportar un buen vapuleo
– repuso Weill–. A lo largo de la historia, el erotismo ha circulado en sus diversas
manifestaciones.
–No de ese modo, señor. Un estimulador directo, de cerebro
a cerebro, es más efectivo que las historias de fumadero o las películas obscenas.
Estos últimos procedimientos han de abrirse paso a través de los sentidos y pierden
algo de su efecto por el camino. El otro, en cambio, es directo, como digo.
Weill consideró que, en efecto, tal argumento no resultaba
discutible, por lo que se limitó a preguntar:
–Bien, ¿qué desea usted de mí?
–¿Podría sugerirnos la posible procedencia de este cilindro?
–Señor Byrne, no soy policía.
–No, no me refiero a eso. No le pido que trabaje para nosotros.
El ministerio es lo bastante capaz para efectuar sus propias investigaciones. Pero
usted puede ayudarnos, quiero decir mediante su competencia especializada. Acaba
de afirmar que su casa no lanzó esta porquería. ¿Quién cree usted que lo hizo?
–Ningún distribuidor de ensueños respetable, estoy seguro.
Es un producto muy toscamente elaborado.
–Tal vez se haya hecho así adrede.
–Y pienso, además, que no lo ideó ningún soñador original
–añadió Weill.
–¿Está usted seguro, señor Weill? ¿No podrían los soñadores
hacer algo de este género simplemente por dinero… o bien por simple diversión?
–Podrían, pero no algo así. No armoniza. Es bidimensional.
Desde luego, una cosa semejante tampoco necesita armónicos.
–¿Qué entiende usted por armónicos?
Weill rio afablemente:
–¿No es usted aficionado al ensueño?
Byrne trató de no parecer un puritano, aunque no lo logró
por completo.
–Prefiero la música –dijo.
–Bueno, eso no le desmerece –manifestó tolerante Weill–, pero
hace un tanto más difícil la explicación de los armónicos. Ni siquiera las personas
que absorben sueños sabrían explicárselo si los interrogara sobre la cuestión. Sin
embargo, saben que una ilusión no resulta buena si le faltan los armónicos, pese
a ser incapaces de decir por qué. Mire, cuando un soñador experimentado entra en
estado de ensueño, no se imagina una historia, como las de la anticuada televisión
o las películas, sino que tiene una serie de breves visiones, cada una de las cuales
presenta distintos significados. Estudiándolas atentamente, se hallarían hasta cinco
o seis. No se advierten en una absorción corriente, pero un cuidadoso estudio lo
demuestra. Créame, mi personal sicológico emplea muchas horas precisamente en ese
punto. Todos los armónicos, los diferentes significados, se amalgaman en una masa
de emoción encauzada. Sin ellos, todo aparecería monótono, soso, insípido. Esta
misma mañana probé a un chiquillo de diez años que presenta posibilidades. Para
él, una nube es una nube y al mismo tiempo una almohada. Las dos sensaciones simultáneas
superan a la suma de ambas por separado. Desde luego, el chico se encuentra en un
estadio muy primitivo. Pero cuando acabe su periodo escolar, será adiestrado y disciplinado.
Se le someterá a todo tipo de sensaciones. Almacenará experiencia. Estudiará y analizará
ensueños clásicos del pasado. Aprenderá cómo controlar y dirigir sus pensamientos,
a pesar de que… mire, siempre he dicho que cuando un buen soñador improvisa…
Weill se detuvo bruscamente. Luego, prosiguió en tono menos
apasionado:
–No debería excitarme tanto. Pretendo darle a entender que
cada soñador profesional tiene su propio tipo de armónicos, que no puede disimular.
Para un experto, es cómo si firmara sus ensueños. Y yo, señor Byrne, conozco todas
las firmas. Ahora bien, esta pieza obscena que me ha traído usted carece por completo
de armónicas. Fue hecha por una persona vulgar. Un pequeño talento acaso, pero como
el suyo o el mío… Realmente, no puede pensar.
Byrne enrojeció un tanto.
–Muchas personas pueden pensar, señor Weill, aunque no forjen
ensueños –repuso.
–¡Oh, vamos! –le calmó Weill, agitando su mano en el aire–.
No se enoje por las palabras de un viejo. No me refiero a la razón, sino al tipo
de pensamiento que se da en el sueño. Todos poseemos la capacidad de soñar en cierto
grado, del mismo modo que poseemos la de andar y correr. ¿Pero podemos usted y yo
correr dos kilómetros en cuatro minutos? Usted y yo hablamos, ¿pero somos grandes
oradores? Mire, cuando pienso en un bistec, pienso en la palabra. Acaso tenga una
rápida imagen de un bistec a la plancha en un plato. Quizás usted disfrute de una
mejor representación, viendo la rizada grasa, y las cebollas tiernas en derredor,
y las papas fritas, bien doraditas. No lo sé. Pero un soñador… la ve, la huele,
la paladea, y se imagina todo acerca de ella, desde las brasas donde fue asada hasta
la satisfecha sensación en el estómago, la manera como la corta el cuchillo y otros
cien detalles, todo al instante, fundidos y casi amalgamados. Muy sensual. Muy sensual.
Usted y yo no lo conseguiríamos.
–Bien, en ese caso, queda convenido que ningún soñador profesional
puede haber fabricado esto. De todos modos, algo es algo –dijo Byrne, metiendo el
cilindro en el bolsillo interior de su chaqueta–. Espero que dispondremos de su
completa colaboración para barrer esta inmundicia y extinguir su foco.
–Desde luego, señor Byrne, y de todo corazón.
–Así lo espero. –Byrne hablaba con la conciencia de un mandatario
del poder–. No es a mí a quien toca decir lo que se debe hacer o no, señor Weill,
pero este género de cosas –y se dio una palmada en el bolsillo donde había guardado
el cilindro– hará tremendamente tentadora la imposición de una censura muy estricta
sobre los ensueños… –se puso en pie–. Bien, buenos días, señor Weill.
–Buenos días, señor Byrne. Espero sus noticias en sentido
favorable.
Francis Belanger irrumpió en el despacho de Jesse Weill a todo vapor, como
de costumbre, con su rojo cabello en desorden y la preocupación marcada en el rostro,
un tanto sudoroso. Le chocó al punto la visión de Weill, con la cabeza apoyada en
el brazo doblado y el cuerpo inclinado sobre la mesa, apareciendo en primer plano
el brillo de su blanco pelo.
–¿Patrón? –dijo Belanger, después de tragar saliva.
–¿Ah, es usted, Frank? –respondió Weill, alzando la cabeza.
–¿Qué sucede, patrón? ¿Está enfermo?
–Soy lo bastante viejo para estarlo, pero todavía sigo en
pie. Tambaleándome, pero en pie. Un delegado del gobierno vino a visitarme.
–¿Qué quería?
–Nos amenaza con la censura. Trajo una muestra de lo que está
pasando. Sueños de baja estofa para reuniones de bebedores.
–¡Santo cielo! –exclamó Belanger impresionado.
–El único trastorno radica en que la moral constituye un buen
pasto para una campaña. Lo irán remachando por todas partes. Y a decir verdad, somos
vulnerables, Frank.
–¿Lo somos de veras? Fabricamos un género limpio. Tocamos
la cuerda de la aventura y el romance.
Weill plegó hacia abajo el labio inferior, y su frente se
arrugó.
–Entre nosotros, Frank, no estamos obligados a creerlo a pie
juntillas. ¿Limpio? Depende de como se mire… Acaso no sea como para una notificación
oficial, pero tanto usted como yo sabemos que todo ensueño tiene sus connotaciones
freudianas. No me lo negará…
–Desde luego, si lo considera así… Para un siquiatra…
–Para una persona corriente también. El observador vulgar
no advierte que existen, y acaso no sepa distinguir un símbolo fálico de una imagen
materna aunque se le indique. Sin embargo, su subconsciente lo sabe. Y son las connotaciones
las que forman el acompañamiento de muchos ensueños.
–Está bien. ¿Y qué piensa hacer el gobierno? ¿Limpiar los
subconscientes?
–Todo un problema. No sé lo que harán. A nuestro favor, y
con eso cuento principalmente, está el hecho de que al público le encantan sus sueños
y no renunciará a ellos… Bien, y entretanto… ¿qué le trae por aquí? Supongo que
querría verme para algo.
Belanger arrojó un objeto sobre la mesa y se remetió la camisa
en los pantalones.
Weill abrió la cubierta de reluciente plástico y sacó el cilindro
que contenía, el cual llevaba inscrita en un extremo, en color azul pastel, la mención:
A lo largo de la senda del Himalaya, y la marca de la sociedad competidora, El Pensamiento
Brillante.
–Producto de la competencia –corroboró Weill con los labios
apretados–. Aún no ha sido publicado. ¿De dónde lo sacó, Frank?
–No importa. Sólo deseo que lo examine.
Weill suspiró.
–Parece que hoy todo el mundo desea que yo absorba sueños.
Frank, ¿no será pornografía?
Belanger respondió con impertinencia:
–Tiene sus símbolos freudianos. Angostas grietas profundas
entre los picos montañosos. Espero que no lo desazone.
–Soy un viejo. Dejó de desazonarme hace años. Sin embargo,
lo que me ha presentado el representante del gobierno era de tan baja calidad que
asqueaba… Bien, veamos lo que me ha traído usted.
De nuevo el registrador. Otra vez el descongelador sobre el
cráneo y las sienes. Sólo que, en esta ocasión, Weill se quedó arrellanado en su
butaca por espacio de quince minutos, o tal vez más, mientras Francis Belanger consumía
un par de cigarros.
Cuando Weill se despojó de su casco, parpadeando, Belanger
preguntó:
–Bien, ¿cuál es su reacción, patrón?
Weill frunció el entrecejo.
–No corresponde a mi estilo. Demasiado repetitivo. Con una
competencia como ésta, Sueños Inc. no tiene nada que temer por algún tiempo.
–En eso comete un error, patrón. El Pensamiento Brillante
ganará con un género como éste. Debemos hacer algo.
–Escuche, Frank…
–No, escúcheme usted a mí. El porvenir está en esto.
–¿En esto? –Weill se quedó mirando el cilindro con aire de
semiburlona duda–. Un trabajo de aficionados, puramente repetitivo. Sus armónicos
carecen de sutilidad. La nieve presenta un definido sabor a nieve de limón. ¿Quién
saborea ya una nieve de limón en la nieve en nuestros días, Frank? En los tiempos
antiguos, sí. Hace veinte años, acaso. Cuando Lyman Harrison compuso sus Sinfonías
de la Nieve para la venta en el sur, fue una gran cosa. Helados y cimas montañosas
acarameladas, y riscos y laderas cubiertos de chocolate. Una especie de tarta plástica,
Frank. Pero en nuestros días, eso ya no funciona.
–No va usted a tono con los tiempos, patrón –repuso Belanger–.
Le hablaré con toda sinceridad. Cuando comenzó con este negocio, cuando adquirió
las patentes y empezó a lanzarlas, los ensueños significaban un producto de lujo.
El mercado era reducido e individual. Uno podía permitirse producir ensueños especializados
y venderlos al reducido público a elevados precios.
–Lo sé –asintió Weill–. Y eso lo hemos mantenido. Pero también
hemos creado un negocio rentable con productos para las masas.
–Si, es cierto, pero resulta insuficiente. Nuestros sueños
tienen sutileza, sí. Y pueden ser utilizados reiteradamente. A la décima vez, se
hallan en ellos nuevas cosas, producen todavía un nuevo placer. ¿Pero cuántos verdaderos
entendidos hay? Y otra cosa además. Vendemos un género sumamente individualizado.
En primera persona.
–¿Y bien?
–Pues que El Pensamiento Brillante está abriendo salas de
ensoñación. Han inaugurado una en la ciudad de Nashville, con capacidad para trescientas
plazas. Entra uno, se sienta, se coloca su casco y recibe su sueño, el mismo para
cada uno de los asistentes.
–He oído hablar de la cuestión, Frank. Ya se hizo antes. No
dio resultado la primera vez, y tampoco lo dará ahora. ¿Y quiere saber por qué?
Porque, en primer lugar, el sueño es un asunto privado. ¿Le gustaría que su vecino
supiese lo que está usted soñando? En segundo lugar, en una sala de ese tipo los
ensueños han de ajustarse a un plan determinado, ¿no es así? Por lo tanto, el soñador
no sueña cuando lo desea, sino cuando cualquier gerente decide que lo haga. Y por
último, el sueño que complace a una persona, disgusta a la otra. Le garantizo que
la mitad de las personas que ocupen esas trescientas butacas quedarán insatisfechas.
Lentamente, Belanger se enrolló las mangas de la camisa y
se desabrochó el cuello.
–Patrón –dijo al fin–, usted desvaría. ¿De qué sirve demostrar
que no dará resultado? Ya lo está dando. Hoy mismo oí que El Pensamiento Brillante
ha adquirido un terreno para una sala de mil plazas en San Luis. A la gente se la
puede acostumbrar al ensueño público, a aceptar que los demás tengan el mismo sueño.
Y los soñadores se ajustarán a tenerlo en un momento dado, puesto que les resulta
barato y conveniente. ¡Diablos, patrón! Se trata de una cuestión de tipo social.
Un joven y una muchacha acuden a una sala de ésas y absorben cualquier romanticismo
vulgar, con armónicos estereotipados y situaciones triviales. Sin embargo, al salir
todavía les titilan las estrellas en el pelo. Han vivido juntos el mismo sueño.
Han experimentado las mismas emociones, por muy chapuceras que sean. Se encuentran
a tono, patrón. Apostaría cien contra uno a que vuelven a la sala de los sueños,
y todas sus amistades también.
–¿Y si no les gusta el ensueño que se les presenta?
–Ahí está el quid de la cuestión, el meollo de todo el asunto.
Debe gustarles forzosamente. Con una preparación especial y bien engranada, con
efectos y más efectos de sorpresa en distintos niveles, con sabias pinceladas e
impulsos significativos, con intencionados rodeos y giros, y todas las demás cosas
de las que nos sentimos tan orgullosos, ¿cómo no atraer a cualquiera? Los ensueños
especializados se destinan a gustos especiales. En cambio, El Pensamiento Brillante
los produce en tercera persona, de modo que causan un instantáneo impacto en ambos
sexos. Como el ensueño que acaba usted de absorber. Apuntan al más bajo denominador
común. Acaso nadie se entusiasme con esos sueños, pero tampoco los detestará.
Weill permaneció silencioso durante largo rato, mientras Belanger
lo contemplaba. Por último, dijo:
–Frank, yo partí de la calidad y a ella me atengo. Quizá tenga
usted razón. Tal vez las salas de ensueño signifiquen el futuro. De ser así, las
abriremos también, pero presentaremos buen género. A lo mejor, El Pensamiento Brillante
subestima a la gente vulgar. Deje que las cosas sigan su curso y no tema. He basado
toda mi política en la teoría de que siempre existe un mercado para la calidad.
Y en ocasiones, muchacho, le sorprendería descubrir lo extenso que es ese mercado.
–Patrón…
El sonido de la comunicación interior interrumpió a Belanger.
–¿Qué hay, Ruth? –preguntó Weill.
–El señor Hillary, señor –respondió la voz de su secretaria–.
Dice que desea verlo en seguida. Afirma que es muy importante.
–¿Hillary? –la voz de Weill sonó sorprendida. Luego dijo–:
espere cinco minutos, Ruth, y envíemelo –se volvió a Belanger–: decididamente, hoy
no es uno de mis días buenos, Frank. El lugar de un soñador está en su hogar, con
su pensador. Hillary, nuestro mejor soñador, debería por lo tanto estar en su casa.
¿Qué supone usted que le ocurre?
Belanger, rumiando aún en su pensamiento la cuestión de la
competencia y las salas de ensoñación, replicó brevemente:
–Recíbalo y lo descubrirá.
–Dentro de un minuto. Dígame… ¿cuál fue su último sueño? No
he examinado aún el de la semana pasada.
Belanger pareció caer de las nubes y arrugó la nariz.
–No tan bueno.
–¿Por qué no?
–Deshilvanado. Excesivamente entrecortado. No me importan
las transiciones bruscas, ya lo sabe, dan animación. Pero debe haber cierta conexión,
aunque sea sólo a un nivel profundo.
–¿Un fracaso total?
–Ningún sueño de Hillary es un fracaso total. Sin embargo,
pienso que llevará bastante tiempo editarlo. Lo recortamos un poco y encajamos algunas
otras secuencias que nos envió de cuando en cuando… Ya sabe, escenas sueltas. Con
todo, no pertenece a la categoría A, aunque pasará.
–¿Le dijo algo de esto a él, Frank?
–¿Cree que me he vuelto loco, patrón? ¿Cree que voy a decirle
algo desagradable a un soñador?
En el mismo momento, se abrió la puerta, y la atractiva y
joven secretaria de Weill introdujo con una sonrisa a Sherman Hillary en el despacho
de su jefe.
Sherman Hillary, de treinta y un años de edad, habría sido reconocido como
un soñador por cualquiera. Sus ojos, sin anteojos, presentaban el mirar velado de
la persona que los necesita o que raras veces se fija en algo mundano. Era de mediana
estatura, poco peso, con pelo negro que precisaba un buen corte, débil mentón, tez
pálida y expresión turbada.
–Hola, señor Weill –musitó, saludando con la cabeza un tanto
avergonzado, en dirección a Belanger.
Weill dijo cordialmente:
–¡Sherman, muchacho, qué buen aspecto tiene! ¿Qué le sucede?
¿Un sueño que se está cocinando en su casa? ¿Alguna preocupación al respecto…? Vamos,
tome asiento…
El soñador obedeció, sentándose en el borde de la silla, con
las piernas muy juntas, como dispuesto a levantarse al punto obedeciendo a una posible
orden.
–Señor Weill, he venido a comunicarle que los dejo.
–¿Que nos deja?
–Sí, señor Weill, no deseo soñar más.
El arrugado rostro de Weill representó más edad que en cualquier
otro momento de aquel atareado día.
–¿Y por qué, Sherman?
Los labios del soñador se apretaron con fuerza.
–Porque esto no es vivir, señor Weill –profirió bruscamente–.
La vida pasa de largo por mi lado. Al principio, la cosa no iba tan mal. Incluso
disponía de tiempo para descansar. Soñaba los atardeceres, los fines de semana en
que tenía deseos de hacerlo o en cualquier otro instante en que me sentía dispuesto.
Pero ahora, señor Weill, me he convertido en un veterano. Usted me dijo que soy
uno de los mejores de la profesión, y la industria espera que mis productos contengan
cada vez más sutilezas, que introduzca cambios en los antiguos de buena calidad,
como ilusiones flameantes y sátiras artificiosas.
–¿Y quién mejor que usted, Sherman? Su pequeña secuencia de
dirección de una orquesta se ha vendido sin interrupción durante diez años.
–De acuerdo, señor Weill, pues ya cumplí. Lo hecho, hecho
está, pero no quiero seguir. Descuido a mi mujer. Mi hijita casi no me conoce. La
semana pasada fuimos a una cena a la que habían invitado a Sarah… y no recuerdo
nada de ella. Sarah dice que permanecí sentado todo el tiempo, con la mirada fija
y canturreando. Luego lloró durante toda la noche. Estoy cansado de cosas como éstas,
señor Weill. Quiero ser una persona normal y vivir en este mundo. Se lo prometí
y yo lo deseo también. Por lo tanto, adiós, señor Weill.
Hillary se puso en pie y tendió desmañadamente su mano. Weill
la apartó con suma amabilidad.
–Si desea irse y dejarnos, Sherman, no tengo nada que oponer.
No obstante, espero que hará usted un favor a un viejo y me permitirá que le explique
algo.
–No voy a cambiar de parecer –se obstinó Hillary.
–Ni tampoco pretendo que lo haga –repuso Weill–. Sólo quiero
aclararle algo. Soy viejo ya, como le he dicho. Entré en este negocio antes de que
usted naciera. Me gusta hablar sobre él. Por favor, Sherman, muéstrese condescendiente…
Hillary se sentó de nuevo. Se mordió el labio inferior y se
miró con aire hosco las uñas.
–¿Sabe usted lo que es un soñador, Sherman? –comenzó Weill–.
¿Sabe lo que significa para la gente vulgar? ¿Sabe lo que supone ser una persona
como yo, como Frank Belanger, como Sarah? ¿Tener una mente tullida, incapaz de imaginar,
incapaz de construir? Las personas como yo, la gente vulgar, deseamos evadirnos
también de nuestra propia vida, aunque sea por poco tiempo. Pero no podemos. Necesitamos
ayuda. Antes había libros, obras de teatro, radio, películas, televisión… puros
artificios, pero no importaba. Lo importante era que, por un momento, se estimulaba
la imaginación. Pensábamos en bellos amantes y maravillosas princesas. A través
de ellos, podíamos ser arrogantes e ingeniosos, fuertes, capaces… en fin, todo lo
que no éramos… ahora bien, la transmisión de la ilusión del soñador a quien la captaba
nunca resultaba perfecta. Debía ser traducida en palabras. El mejor soñador del
mundo tal vez no fuese capaz de hacerlo. Y el mejor escritor del mundo acaso sólo
cifraba en palabras una mínima parte de sus sueños. ¿Comprende? Ahora, en cambio,
con la grabación del ensueño, éste queda al alcance de todo el mundo. Usted, Sherman,
y un puñado de hombres como usted, suministran esos sueños directa y exactamente.
Pasan sin intermediarios de su cerebro al nuestro, con toda su potencia. Sueñan
ustedes para cien millones de seres a la vez. Y eso es una gran cosa, muchacho.
Proporcionan a todas esas personas un vislumbre de lo que no saben obtener por sí
mismos.
–Pero yo ya cumplí… –balbuceó Hillary. Se puso en pie, lleno
de desesperación–. Estoy agotado. No me importa lo que diga. Y si quiere demandarme
por ruptura de contrato, hágalo. Tampoco me importa.
–¿Y por qué habría de demandarlo? –repuso vivamente Weill,
poniéndose de pie a su vez–. Ruth… –llamó por el intercomunicador–, haga el favor
de traerme el contrato del señor Hillary.
Quedaron en silenciosa espera. Weill sonreía, tamborileando
con los dedos sobre la mesa.
Apareció la secretaria con el contrato. Weill lo tomó y se
lo mostró a Hillary.
–Sherman, muchacho, si no desea quedarse conmigo, no le forzaré
a hacerlo.
Y de pronto, antes de que Belanger llegara a iniciar siquiera
un horrorizado movimiento para detenerlo, rompió el contrato en cuatro pedazos y
los arrojó a la papelera.
–Solucionado –dijo lacónicamente.
La mano de Hillary se tendió hacia la de Weill para estrecharla,
diciendo con voz ronca y grave:
–Siempre me trató usted bien, por lo que le estoy agradecido.
Siento mucho que hayan de ser así las cosas.
–Está bien, muchacho, no se preocupe… está bien.
Sherman Hillary se marchó casi lloroso, farfullando de nuevo
su agradecimiento.
–¡Por todos los santos, patrón! ¿Por qué lo dejó irse? –preguntó aturdido Belanger–.
¿Es que no vio el juego? Me parece que metió la pata… seguro que Hillary se va derecho
a El Pensamiento Brillante. Lo han comprado…
Weill alzó una mano perentoria para atajar la verborrea de
su empleado.
–Se equivoca. Se equivoca de medio a medio. Conozco bien a
Hillary y ése no es en absoluto su estilo. Además –añadió secamente–, Ruth es una
excelente secretaria y sabe lo que debe traerme cuando le pido el contrato de un
soñador… Por lo tanto, rompí sólo una copia. El contrato auténtico continúa a buen
recaudo, créame. De todos modos… ¡Vaya día que he pasado! Tuve que discutir con
un padre para que me diera la oportunidad de formar un nuevo talento, con un representante
del gobierno para evitar la censura, con usted para impedir que adoptara una política
fatal y ahora con mi mejor soñador para que no nos abandone. Al padre, probablemente
lo conquisté. Al representante del gobierno y a usted, lo ignoro. Tal vez sí o tal
vez no. En cuanto a Sherman Hillary, no creo que haya problema alguno. El soñador
volverá.
–¿Cómo lo sabe?
Weill sonrió. Sus mejillas se contrajeron hasta convertirse
en una red de finísimas líneas.
–Mire, Frank, muchacho, entiende usted mucho de redactar y
editar ensueños. Por eso, se cree que conoce todos los engranajes, herramientas
y máquinas del oficio. Pero permítame que le diga algo. La más importante herramienta
en el negocio del ensueño, la constituye el propio soñador. Hay que comprenderle
a fondo… y créame que yo los comprendo. Escuche, siendo yo joven –no había cinco
ensueños entonces–, conocí a un individuo que escribía guiones para la televisión.
Se quejaba con gran amargura de que, cada vez que conocía a alguien y descubrían
a qué se dedicaba, le decían: “¿Pero de dónde saca usted todas esas chifladuras…?”
Para ellos resultaba de una absoluta imposibilidad incluso imaginárselas. Así pues,
¿qué podía responder mi amigo? Me habló muchas veces de eso. Me confiaba: “¿Cómo
contestarles que no lo sé? Cuando me acuesto, la cantidad de ideas que me bullen
en el cerebro me impiden el sueño. Cuando me afeito, me corto; cuando hablo, pierdo
el hilo de lo que digo, y cuando conduzco… arriesgo la vida. Y siempre, siempre
a causa de las ideas, situaciones y diálogos que se entretejen y se agitan en mi
cerebro. No sabría decirle de dónde saco mis ideas. En cambio, tal vez me pueda
decir usted de qué truco se vale para no tenerlas. Tal vez así conseguiré por fin
un poco de paz…” Ya ve pues por dónde va la cosa. Usted, Frank, puede dejar de trabajar
aquí cuando quiera. Y también yo. Para nosotros esto significa nuestro trabajo,
no nuestra vida. Las cosas son muy distintas para Sherman Hillary. Vaya donde vaya
y haga lo que haga, siempre habrá de soñar. Nosotros no lo retenemos contra su voluntad…
nuestro contrato no lo encierra tras unos muros de hierro. Es su propio cerebro
el que lo aprisiona, Frank. Volverá. ¿Qué otra cosa puede hacer?
Belanger se encogió de hombros.
–Si lo que dice es verdad, lo siento por él.
Weill asintió melancólicamente.
–Y yo lo siento por todos ellos. En el curso de los años,
he descubierto una cosa; que eso es lo que les corresponde: hacer felices a las
personas. A otras personas.
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen
I, Ediciones B, Madrid, 2002)