Augusto Roa Bastos
No aseguró al caballo en uno de los horcones del boliche
donde ya había otros, sino en un chircal tupido que estaba enfrente. Las peripecias
de la huida le obligaban a ser en todo momento cauteloso.
El malacara parecía
barcino en la luna. Se internó entre las chircas hasta donde lo pudiera dejar bien
oculto. La fatiga, quizá la desesperanza, fundía al jinete y a la cabalgadura en
un mismo tranco soñoliento. Sólo la instintiva necesidad de sigilo distinguía al
hombre de la bestia.
Desmontó, desanudó
el cabestro y lo ató a la mata de un caraguatá. Los cocoteros cercanos arrojaban
columnas de sombra quieta sobre ellos. Le aflojó la cincha, removió el apero para
que el aire fresco entrara hasta el lomo bajo las jergas y le sacó el freno para
que pudiera pastar a gusto. Después se acercó y juntó su rostro al hocico del animal
que cabeceó dos o tres veces como si comprendiera. Le friccionó suavemente las orejas,
el canto tibio de la nariz. Más abajo del ojo izquierdo del animal sintió una raya
viscosa. Retiró la mano húmeda, pegadiza. Pensó que sería un poco de baba, espesa
por la rumia. Al vadear el arroyo había bebido mucho. No le dio importancia. No
pensó en eso. Lo importante era ahora que los dos tenían un respiro hasta el alba.
Se dirigió al boliche.
Una raja de luz salía por la puerta del rancho. En una larga tacuara, amarrada a
un poste, manchaba levemente el viento de la noche un trapo blanco: el banderín
del expendio de Cleto Noguera. Caña y barajas. Tereré y trasnochadores orilleros
siempre dispuestos para una buena pierna.
Empujó la puerta
y entró. Un golpe de viento hizo parpadear el candil. En el movimiento de la llama
humosa las caras también parecieron ondear cuando se volvieron hacia el recién llegado.
Cesó el rumoreo incoherente de los que comentaban para adentro sus ligas. Cesó el
orejeo decidor de los naipes sucios y deshilachados. Hasta que alguien irrumpió
jovialmente:
–¡Pero si es Timó
Aldama! Apese pues el kuimba’é. Aquí está el truco esperándolo desde hace un año.
Hacía un año que
duraba la huida.
La faena recomenzó
con risas y tallas acerca del arribeño.
Timó Aldama se acercó
a la mesa redonda y se sentó en la punta de un escaño.
–Seguro que Timó
–añadió, “apretando” un envido, el que lo había reconocido– trae las espuelas forradas
de plata saguasú. ¿Ayé, cumpá? Él va a los rodeos y saca pirá-piré a talonazo limpio
de los redomones que doma.
–Y si no –apuntó
otro–, de las carreras y los gallos. Timó es un güen apostador. Tiene ojos de kavuré’í.
–Y es un truquero
de ley –dijo zalamero alguien más–. ¿Se acuerdan de la otra vez? Nos soltó a todos.
Karia’y pojhïi ko koa.
–Se llevó mi treinta
y ocho largo –recordó con cierta bronca un arriero bajito y bizco, rascándose vagamente
la barriga hacia el lugar del revólver.
–Y a mí me peló
el pañuelo de seda y el cuchillo solingen.
La conspiración
del arrieraje se iba cerrando alrededor del arribeño suertudo. Alguien, quizás el
mismo Cleto Noguera, le alcanzó un jarro. Aldama bebió con ansias. La caña le escoció
el pescuezo y le hizo cerrar los ojos mientras los demás lo seguían “afilándolo”
para la esperada revancha.
–Y a mí casi me
llevó la guaina. Si no hubiera sido por los treinta y tres de mano que ligué, el
catre se habría quedado vacío y yo andaría a estas horas durmiendo con las manos
entre las piernas, enfermo de tembo ätä.
Una carcajada general
coreó la chuscada obscena. El mismo Aldama se rio. Pero en seguida, casi serio,
levantó el cargo.
–No, Benítez. No
juego por mujer. Yo tengo mi guaina en mi valle. Soy güen padre de familia.
–Un poco jugador
nomás –chicaneó uno.
–Y… cuando se presenta
la ocasión, no le saco el bulto a la baraja. Cada uno trae su signo.
–Así me gusta –aduló
el que había hablado primero alcanzándole nuevamente el jarro–. Timó Aldama es de
los hombres que saben morir en su ley. Así tiene que ser el macho de verdá.
El elogio resbaló
sobre Timó sin tocarlo. Empezaba a ponerse ausente. El otro insistió:
–¿Hacemos una mesa
de seis, Timó?
–No. Voy a mironear
un poco nomás.
Pero lo dijo sin
pensar en lo que decía. Su rostro ya estaba opaco por el recuerdo. Recordaba ahora
algo que había olvidado hacía mucho tiempo. Tal vez fue la alusión a las barajas,
eso que él mismo había dicho respecto a los signos de cada vino. Tal vez lo que
dijo el otro con respecto a eso de “morir en su ley”. El hecho fue que lo recordó
en ese momento y no en otros que acababa de pasar y en los cuales también ese recuerdo
hubiera podido surgir y envolverlo en su humo invisible hasta ponerlo de espaldas
contra la fiera realidad que lo perseguía sin descanso. Por ejemplo, cuando huyendo
de la comisión que casi lo tenía acorralado, el malaca había rodado al saltar una
zanja incrustando la cabeza en una maraña espinosa.
La caída del caballo
resultó en realidad una providencial zancadilla a la muerte. La violencia del golpe
los aplastó a los dos durante un momento en la espesura dónde se habían hundido,
mientras los otros pasaban de largo sin verlos. Desde la flexible hamaca de ramas
y hojas a la que él había sido arrojado, veía aún al caballo incorporarse renqueando
y maltrecho, mientras el galope de la partida se desvanecía en el monte.
Pero no fue el ímpetu
secreto de la rodada sino esa trivial referencia a las barajas la que había arrancado
del fondo de él las palabras de la vieja que ahora recordaba como si acabara de
oírlas.
Fue en una función
patronal de Santa Clara. Todavía no se había “juntado” con Anuncia; todavía Poilú
no había nacido.
Una tribu de gitanos
había acampado en las afueras del pueblo. Era un espectáculo musitado, extraño,
nunca visto, el de esa gente extraña ataviada con andrajos de vivos colores. Su
extraño idioma. Las largas trenzas de las mujeres. Las sonrisas misteriosas de los
hombres. Las criaturas que parecían no conocer el llanto.
Timó Aldama, rodeado
de compinches, venía de ganar en las carreras. Al pasar delante de los gitanos,
les ofreció unas demostraciones acrobáticas con su parejero y, por último, lo hizo
bailar una polca sinuosa y flexible. Dos razas se miraban frente a frente en la
insinuación de un duelo hecho de flores, sonrisas y augurios sobre el verde paisaje
y la luz rojiza del atardecer. La juventud hacía ligero e indiferente el cuerpo
de Timó Aldama. El ritmo del caballo le cantaba en las espuelas; un ritmo que él
contenía con sus manos huesudas y fuertes. Los gitanos sólo tenían su noche y sus
distancias; su miseria rapaz. De allí se arrancó una vieja gorda que se aproximó
y detuvo de las riendas al parejero del rumboso jinete. Los ojos oscuros y los ojos
verdes se encontraron:
–¿Qué quiere, yarü?
–Decirte tu destino,
muchacho.
–Mi destino lo hago
yo, abuela. ¿No es así acaso con todos?
–Sin embargo, no
sabes una cosa.
–¿Qué cosa?
–Cuándo vas a morir.
–Ah, para eso falta
mucho. Se muere en el día señalado. No en la víspera.
–Pero ese día lo
puedes saber…
–¿Cómo?
–¿Quieres saberlo?
–Sí. Para sacarle
la lengua al diablo.
–Tiene un precio.
Timó Aldama sacó
del bolsillo varios billetes, los arrugó en su puño y los bajó hasta la mano de
la vieja convertidos en un solo y retorcido cigarro gris. Las risas hombrunas estallaron
en torno al dadivoso. La gitana gorda atrapó el cigarro y lo hizo desaparecer en
su seno. La tribu miraba impasible.
–No morirás, muchacho,
hasta que el ojo de tu caballo cambie de color.
–¿De éste, abuela?
–el rostro cetrino de Timó planeaba sobre ella como un cuervo.
–Del que montes
en ese momento. Y entonces, tal vez, tal vez puedas conjurar el peligro si te quedas
quieto, si no huyes. Pero… eso no es seguro.
–Bueno, abuela;
gracias por el aviso. Cuando llegue el momento me acordaré de usted –y el parejero
de Timó Aldama volvió a encabezar la tropa de jinetes bulliciosos, marcando en el
polvo con sus remos finos y flexibles el ritmo de una polca, apagando con el polvo
la agüería de la gitana.
Después habían sucedido
muchas cosas.
Aquella trenza en
que había herido a un hombre por una apuesta estafada, la muerte del herido unos
días después, la persecución, esta misma partida de truco en que él ahora estaba
envuelto ofreciendo a esos hombres más que una revancha una restitución casi póstuma,
eran solamente las últimas circunstancias, no los últimos episodios, de un destino
que, salvo aquella casual e indescifrable adivinanza de la vieja gitana, le había
negado constantemente sus confidencias y favores. De tal modo que él había venido
avanzando, huyendo como un ciego, en medio de una cerrazón cada vez más espesa.
Esos mismos hombres
que le estaban simbólicamente exterminando sobre el poncho mugriento del truco se
le antojaban sombras de hombres que él no conocía. Sabía sus nombres, los ignoraba
a ellos. Y el hecho mismo de que ellos no le mencionaran el crimen ni la huida,
los hacía aún más sospechosos. Ellos deberían saberlo, pero simulaban una perfecta
ignorancia para que la emboscada jovial diera sus frutos. Se dio cuenta de que esos
hombres estaban ahí para que ciertas cosas se cumplieran.
No pudo evitarlo.
Las suertes del truco le arrebataron en la decreciente noche todo lo que él a su
vez había arrebatado a aquellos hombres un año atrás, en ese mismo pueblo de Cangó,
el primero en que había pernoctado al comienzo de su huida.
El pañuelo de seda,
el cinturón con balera, el treinta y ocho caño largo, el solingen con cabo de asta
de ciervo, herrumbrado y desafilado, las nazarenas de plata, todo estaba nuevamente
en poder de sus dueños.
Después comenzó
a perder –a entregar– sus propias cosas; una tras otra, sin laboriosos titubeos.
Al contrario, era una minuciosa delicia; un hecho simple, complicado tan sólo por
su significado. Era como si él mismo hubiera estado despojándose de estorbos, podándose
de brotes superfluos.
El alba le sorprendió
sin nada más que la camisa puesta y la bombacha de liña rotosa. Tuvo que salir de
allí atajándosela con las manos. El cinturón y los zapatones habían quedado en el
último pozo.
Cleto Noguera cerró
sobre él las puertas del boliche. En su borrachera, en el mareo ominoso que lo apretaba
hacia abajo pero que también lo empujaba, él sintió que esas puertas se cerraban
sobre él dejándolo, no en el campo inmenso lleno de luz rosada, de viento, de libertad.
Sintió que lo encerraban en una picada oscura por la que no tenía más remedio que
avanzar.
Entre las chircas
arrancó un trozo de ysypó y se lo anudó alrededor de la bombacha que se le deslizaba
a cada momento sobre las escuetas caderas.
El malacara estaba
echado entre los yuyos. Cuando lo vio venir, movió hacia él la cabeza y la dejó
inclinada hacia el lado izquierdo. Timó Aldama lo palmeó tiernamente. El caballo
se levantó; la grupa, después las patas delanteras. Ya estaba repuesto, listo para
reanudar la fuga interminable. Timó Aldama volvió a juntar su rostro al hocico del
animal, como lo hiciera a la noche, antes de dejarlo para entrar al boliche. También
el animal volvió a cabecear dos o tres veces, como si correspondiera.
Fue entonces cuando
se fijó. El ojo izquierdo del malacara había cambiado de color: tenía un vago matiz
azulado tendiendo al gris ceniza, y estaba húmedo, como con sangre. No reflejaba
nada. Miraba como muerto, El otro ojo continuaba oscuro, vivo, brillante. El alba
chispeaba en él con tenues astillas doradas.
La agüería de la
gitana cayó sobre él. Sintió un fragor, le pareció ver un cielo oscuro lleno de
viento y agua, vio un inmenso machete arrugado que venía volando desde el fondo
de ese cielo negro, entre relámpagos deslumbradores, que lo buscaba, que caía sobre
él con ira ciega y torva, inevitable.
Ya no pudo pensar
en nada más que en la inminencia de esa revelación que le aturdía los oídos. Toda
posibilidad de justificar los hechos simples había huido de él. Por ejemplo, que
el cambio de color del ojo de su caballo se debía simplemente a una espina de karaguatá
que se había incrustado en él cuando rodara en la zanja. Para él, el ojo tuerto
del caballo era el ojo insondable de la muerte.
La vieja de colorinches
le había dicho también:
–Y entonces tal
vez, tal vez puedas conjurar el peligro si te quedas quieto, si no huyes. Pero…
eso no es seguro.
Tampoco podía ya
recordarlo. Y echó a correr por el campo en el rosado amanecer.
Los cuadrilleros
del ferrocarril, que hacían avanzar la zorra moviendo rítmicamente las palancas
de los pedales, vieron venir por el campo a un hombre que les hacía desde lejos
con los brazos desesperadas señales. Parecía un náufrago en medio de la alta maciega.
Detuvieron la marcha y lo esperaron. Apenas pudo llegar al terraplén. Se desplomó
sin poder trepar hasta el riel. Entonces los cuadrilleros lo subieron a pulso a
la zorra y prosiguieron su marcha hacia el sur. Debían llegar esa noche a Encarnación.
El hombre parecía
un cadáver. Flaco, consumido, pálido. Probablemente hacía varios días que no comía
ni bebía. Tenía los pies llagados y las carnes desgarradas por las espinas. De su
ropa no restaban sino tiras de lo que debía haber sido una camisa y una bombacha
vieja sujeta con un trozo de bejuco en lugar de cinto.
Por el camino reaccionó
y pareció reanimarse un poco, pero no habló en ningún momento. Los ojos mortecinos
miraban algo que ellos no veían. Pidió con señas que detuvieran la zorra o que la
hicieran avanzar más velozmente. Su gesto ansioso fue ambiguo. Los cuadrilleros
supusieron que era un loco, pero no podían abandonarlo a una muerte segura al borde
de la vía, en ese descampado inmenso, con la tormenta que se venía encima. El cielo
hacia el sur estaba encapotado y negro con una calota gigante que parecía de hierro
fundido. El hombre volvió a insistir en el gesto. Algo le urgía sordamente. Los
cuadrilleros, sin dejar de remar en la zorra, le alcanzaron una cantimplora con
agua y un trozo de tabaco torcido. El hombre los rechazó con un gesto. Daba la impresión
de que había perdido la memoria de esas cosas.
La zorra entró en
los arrabales de Encarnación en el momento en que el ciclón que arrasó la ciudad
comenzaba a desatarse.
El hombre saltó
ágilmente de la zorra y se encaminó hacia las casas cuyos techos empezaban a volar
en medio del fragor del viento y de la tromba enredada de camalotes y raigones que
subía arrancada del Paraná. Avanzaba impávido, sin una vacilación, como un sonámbulo
en medio de su pesadilla, hacia el centro tenebroso del vórtice.
Negro, con tinieblas
viscosas de cielo destripado, verde de agua, ceniciento de vértigo, blanco como
plomo derretido proyectado por una centrífuga, el viento chicoteaba la atmósfera
con sus grandes colas de kuriyúes trenzadas y masticaba la tierra, la selva, la
ciudad, con su furiosa dentadura de aire, de trueno sulfúrico. Entre los machetones
arrugados de las chapas de cinc volaban pedazos de casas, pedazos de carretas, pedazos
humanos salpicando agua o sangre. Planeaban zumbando, bureando a inmensa, a fantástica
velocidad sobre el hombre que iba dormido, que había pasado sin transición de una
magia a otra magia, que aún seguía avanzando, que avanzó unos pasos más hasta que
el vientre verdoso y mercurial de la tormenta lo chupó hacia adentro para parirlo
del otro lado, en la muerte.
(Tomado
de www.literatura.us)