viernes, 12 de diciembre de 2025

La luna roja

Roberto Arlt

 

Nada lo anunciaba por la tarde.

Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.

Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.

Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.

En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.

Nada lo anunciaba.

Por la noche fueron iluminados los rascacielos.

La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.

Los hombres timoratos pensaban: “¡Qué bien estamos defendidos!”, y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus choferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.

Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, blues oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un smoking, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.

Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.

Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los dancings económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.

Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.

El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del Danubio Azul, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.

Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.

Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se “lavaban las manos”. Tal dijo después un testigo.

Y si hubieran sido ellos solos.

Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.

Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.

Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.

El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.

No se registró ningún accidente.

A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.

El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos.

Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.

Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.

De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.

Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.

Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.

En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.

De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas.

La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.

Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.

Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.

De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de la multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.

De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.

Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.

Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.

Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.

Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.

No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.

Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.

Los hierros y las cornisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitrales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.

A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.

De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.

La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.

Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.

En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.

El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:

–Amigos, ¡qué pasa amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.

Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.

Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.

En una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.

Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.

Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:

–¡No queremos la guerra! ¡No… no… no!

Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Montevideo transformado

Antonio Ballesteros

 

Los iniciales choques en cadena se produjeron cuando los primeros rayos de sol alumbraron un Montevideo que comenzaba a desperezarse:

Los desconcertados conductores que llegaban al final de la Avenida 18 de Julio no desembocaban, como cada día, en Bulevar Artigas, sino que topaban con las rectas descampadas de General Flores y los alrededores del hipódromo.

Se sucedieron entonces los frenazos e, inevitablemente, las embestidas de los autos que circulaban a toda velocidad contra los que aminoraban la marcha para orientarse.

Un fenómeno parecido acaeció simultáneamente en múltiples puntos de la ciudad, y donde acostumbraba a estar la plaza Cagancha apareció de pronto un trozo de la plaza de la Independencia.

En la de los 33 apareció un trozo de rambla, y sobre su césped sesteaban los lobos marinos que poco antes se desayunaban con los peces del Río de la Plata. A su alrededor, cientos de perros ladraban, pero los lobos continuaban, indiferentes y perezosos, su indolente descanso.

Así, en menos de media hora el tránsito se colapsó absolutamente en todas las vías circulatorias montevideanas.

Por si lo anterior fuera poco, la gigantesca translación llevó las estaciones de energía eléctrica a las dársenas del puerto, donde quedaron medio sumergidas y humeantes, y el flujo eléctrico dejó de recorrer la ciudad.

La mayoría de los que por esa circunstancia quedaron atrapados en diversos ascensores, se afanaban desesperada e inútilmente en pedir socorro a través de unos celulares que ya no funcionaban. Sin embargo, una minoría de los encerrados convirtió el incidente en un suceso virtuoso, y de inmediato comenzó a intercambiar muy variados fluidos con el inesperado compañero o compañera de encierro que le había correspondido…

Al aeropuerto de Carrasco dejaron de llegar los aviones: ante la cambiante ubicación de las pistas, que tan pronto estaban como desaparecían, daban unas cuantas vueltas y después se desviaban a Ezeiza.

La mayoría de las esquinas fueron ocupadas por predicadores religiosos y apocalípticos: todos vociferaban el fin de los días y proclamaban el advenimiento de sus respectivos mesías, que sin excepción eran flamígeros y vengativos y muy de temer.

A esas alturas, los animales del zoológico campaban a sus anchas, y los más bravos y hambrientos correteaban jubilosos tras palomas, perros o incluso los transeúntes más artríticos, para darse un atracón de proteínas.

Los animales herbívoros que habían quedado sueltos, en cambio, pastaban tranquilos: las jirafas ramoneaban las jugosas hojas de los árboles; en uno de ellos, una familia de chimpancés se divertía con inverosímiles piruetas, tras haberse obsequiado con un festín de hamburguesas, panchos y chivitos al plato en un kiosco callejero abandonado por su dueño, que lo buscaba, infructuosamente, en otro trozo de la ciudad.

Caso aparte fue el de las serpientes y, en general, todo tipo de reptiles: nadie sabe por qué, se atrincheraron en los cajeros automáticos de los bancos y de las entidades financieras, privando a los montevideanos de practicar uno de sus deportes favoritos: integrarse en interminables colas para jugar apenas minuto y medio con la caprichosa maquinita que les dispensa, o no, su propio dinero.

Aunque a esas horas, y a decir verdad, el dinero servía ya para muy poco: sobre las diez de la mañana, el efecto translatorio había comenzado a producirse también en el interior de los inmuebles, y las habitaciones de los edificios comenzaron a aparecer en cualquier otro.

El intendente Martínez temblaba, pateaba y maldecía al ver aflorar por doquier las tripas de la ciudad, y al comprobar el surrealista estado en el que quedaban las veredas y el asfalto tras cada transformación.

Se cuenta que Pepe Mujica salió de su despacho para visitar, en el contiguo, a su asesor de imagen, pero no encontró a su camarada sino que se dio de bruces con un Alberto Lacalle que vestía un holgado uniforme de policía municipal.

Y es que había comenzado igualmente la transmutación de los objetos, y quien entraba a un baño ataviado como el ejemplar oficinista que era, salía de él embutido en un traje de bombero, cirujano, o bichicome.

Por cierto, cientos de bichicomes se vieron de pronto emplazados en los sillones de la cámara de senadores, vistiendo con austera elegancia trajes de dos mil dólares. Pero duraron poco allá, los bichicomes, y los más atrevidos incluso se llevaron el sillón al hombro.

Cerca del Palacio Legislativo vieron al presidente de Antel rebuscando en un contenedor de basura: el hombre no buscaba el decreto con el aumento de tarifas, como se rumoreó, simplemente pretendía rescatar de la caja fuerte de su despacho la escritura de propiedad de la chacra que el día anterior había comprado en un paradisíaco paraje de Rocha.

Quienes dormían cuando se iniciaron los cataclismos reseñados en esta crónica, se despertaban boquiabiertos junto a esposas que no eran las suyas o a maridos totalmente desconocidos.

El Presidente de Nacional C. de F. se vio de pronto rodeado de banderas y símbolos aurinegros que le produjeron violentos escalofríos, al despertar en la habitación del más forofo hincha de Peñarol. Peor incluso lo pasó el presidente carbonero: cuando despertó comprobó que vestía un gorro tricolor, idénticos colores a los de la camiseta y los calzones que –sin recordar cuándo se los había puesto– vestía.

Los militantes del Frente Amplio que aparecían en casas de blancos o de colorados se convencían de que habían sido condenados a un infierno en el que no creían.

Y si el fenómeno acaecía a la inversa, y un colorado o un blanco se descubría de pronto en la morada de un frenteamplista, lo primero que se le venía a la cabeza es que los del gobierno querían finalizar los rumores sobre lo sucedido en ANCAP y estaban raptando a los opositores.

Los seleccionados de la Celeste, que en ese momento entrenaban en el Centenario, vieron interrumpidas sus evoluciones y se encontraron de pronto medio sumergidos en el estanque del Parque Rodó. Los Suárez, Cavani y compañía comenzaron a disputar la bola con los patos, ante la impertérrita mirada del maestro Tabaré, que insistía en convencerles de que allá no pasaba nada extraño y que podían aprovechar la transmutación para ejercitarse sobre césped mojado.

A un sacerdote católico le apareció inopinadamente en las manos un polvillo blanco que semejaba talco; quedó atónito en un primer momento, pero luego se llevó los polvillos a la nariz y los aspiró, y comenzó entonces una experiencia mística que jamás olvidaría.

Los redactores de los principales periódicos y emisoras de radio y televisión, que al principio de la mañana y con extrema urgencia fueron enviados a la calle por sus directores, habían desistido ya de regresar a sus redacciones, perdidos en el plano de una ciudad a cada poco cambiante.

Varios miembros de Agarrate Catalina vieron bruscamente suspendido su ensayo y se encontraron, de pronto, entre los muros del convento de clausura de unas monjas ursulinas: tras unos segundos de estupor pronto convinieron que los hábitos monjiles en los que estaban embutidos, aunque un poco estrechos para sus atléticos talles, les sentaban de maravilla.

Los okupas del centro de la ciudad se despertaron repartidos por diversas y lujosas residencias de Pocitos, cuyos moradores, en cambio, cuando salían de su pasmo se descubrían, con amargo gesto, en diferentes asentamientos irregulares y cantegriles, a lo largo y ancho de todo el extrarradio de la desmembrada ciudad.

Algunos taximetristas, cual ubérrimos guías, invitaban a los desconcertados transeúntes a viajes gratis de apenas cincuenta metros, en los escasos tramos por donde se podía circular. Y los chóferes de Cutsa, algo nunca visto, transitaban con inusitada suavidad y sin frenazos.

Varios empleados del Subte aparecieron sobre las cúpulas del Palacio de Salvo, pero por más que gritaban pidiendo auxilio nadie, desde el suelo, les escuchaba.

Una escuela de candombe de Palermo se vio transportada en bloque al interior de la Biblioteca Nacional, aunque sus componentes, por más que aporreaban sus instrumentos, hacían muy poco ruido porque sus tambores se habían trocado en los mullidos almohadones que unos segundos antes habían desaparecido, como por ensalmo, de varias sucursales de Tienda Inglesa.

Las estatuas ecuestres del Gaucho y de don José Artigas se habían liberado de sus anclajes y galopaban jubilosas y libres por el celeste y despejado cielo montevideano, quizá buscando los restos desperdigados del hipódromo para largarse una picadita.

Sobre las 15 horas, cuando no quedaba ya ningún supermercado, tienda ni kiosco libre de saqueo, y por las calles deambulaban personas abrazadas a televisores de plasma, microondas, torres de pc o incluso a heladeras que no sabían adónde llevar porque ni remotamente encontraban el camino hacia sus casas, se produjo en cadena otra transmutación: la de los líquidos, y en los termos el agua se trocó en medio y medio.

Por doquier comenzaron entonces a escucharse miles de sugerentes descorches, y quienes deambulaban por las calles con electrodomésticos los dejaron de inmediato en las veredas, para libar el burbujeante líquido.

Pero el alivio duró poco: a las cinco de la tarde, cuando el ambiente climatológico comenzaba a refrescar de forma alarmante, y parecía que a punto estaba el sol de zambullirse en el horizonte, de pronto el astro rey se detuvo y, luego de unos minutos de inmovilidad, trazando graciosas espirales comenzó a elevarse de nuevo.

No hubo noche ese día, y las transmutaciones y traslaciones continuaron sucediéndose en Montevideo. Al no encontrar nadie su verdadera casa, casi todas las cerraduras fueron forzadas, y en múltiples lugares, cuando la gente se convenció de que nada tenía ya que perder, comenzaron a brotar solidarias amistades.

Y en fin, esta apresurada crónica podría extenderse de manera indefinida si no fuera porque las páginas del cuaderno en las que este escribano escribe se trocan en tierna y moldeable arcilla (que este escriba no sabe manejar) y porque –este escriba lo empieza a notar en la rigidez de sus falanges y en la opacidad y pesadez de sus párpados–, el propio escribano está comenzando a petrificarse y en pocos minutos quedará convertido en una más de las estatuas descolocadas de esta cambiante ciudad…

Si se quedan acá lo verán.

 

(Tomado de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)

 


Entre líneas

José Luis Enciso

 

Ella se apoderó de mis ojos, de mi deseo, de mi corazón; le fue fácil despojarme, entonces, de mi voluntad y de mi billetera. Me hizo pedazos, primero; después, polvo. Avezada en el manejo feroz de mi tarjeta de crédito, la utilizó para machacarme una y otra vez. Y al último billete que yo guardaba, mi última reserva de dinero, lo usó como turulo para esnifar las líneas que formó conmigo. Sus ojos ardieron, su cabello se volvió el oro encendido más hermoso jamás visto. Entonces me sentí completo: al fin era mía, por fin la estaba poseyendo.

 

jueves, 11 de diciembre de 2025

Otelo

Carlos García Miranda

 

Bruno comenzó a sospechar que Amalia lo engañaba una noche mientras hacían el amor. En pleno acto, ella hizo algo inédito en los cinco años que llevaban juntos: lo cogió de las nalgas y las apretó violentamente contra sus caderas. Al principio, interpretó este evento como producto del vino que tomó durante la reunión de amigos que tuvieron horas antes. Amalia era de poco beber. Pero pocas noches después, sin licor ni nada, volvió a hacerlo. Y no solamente eso, sino también notó un cambio en la expresión de su rostro. Tenía la boca abierta, el ceño fruncido y los ojos blancos y vueltos hacia atrás. Nunca la había visto así. Era como si tratara de recuperar un placer perdido. Eso fue lo que pensó mientras la veía coger un trozo de papel higiénico y limpiarse la humedad vaginal. Y surgieron las dudas. Se le ocurrió que si ella trataba de recuperar un placer perdido, ¿entonces cuándo conoció tal placer? ¿O quién se lo hizo sentir?

Al día siguiente, en el desayuno, continuaban sus dudas. Inconscientemente, comenzó a fijarse en cada uno de sus gestos, miradas y comentarios, tratando de hallar algún indicio de su traición. Pero no descubrió nada extraño. Como todos los días, ella untaba su pan con mantequilla mientras veía el noticiero en el televisor. Cuando se marchó a dictar sus clases él se quedó sumido en una gran angustia. Volvió a recordar su rostro ansioso en la cama, también esas manos en sus nalgas. Debe tener otro, se dijo, y fue a la habitación a buscar entre las cosas de Amalia. De lo alto del guardarropa sacó varias cajas donde ella solía guardar algunos recuerdos. Encontró innumerables fotos de distintas épocas, tarjetas de Navidad, boletos de cine, postales y versos borroneados en hojas de cuaderno escolar. Buscó también en sus ropas, la mesa de noche, bajo el colchón, en el baño, y hasta tras los cuadros de la sala. Nada. Desalentado, se tendió sobre el sillón y comenzó a fumar. Veía el humo expandirse en el reducido espacio de la pieza. ¿Y si ahora está con él? pensó. Entonces la imaginó saliendo con uno de sus estudiantes del Conservatorio. Seguro que el muchacho estudiaba para pianista, se dijo. Ella siempre deseó serlo. Aún se emociona cuando habla de eso. ¿Pero por qué un estudiante? A lo mejor sale con un pianista de verdad. Podría ser ese tal Piero, al que siempre suele alabar. O también algún desconocido. Un tipo que toma el mismo microbús que ella, la corteja cuando se sientan juntos, y que ha terminado por llevársela a la cama.

Cerca de las diez salió a su trabajo. Era corrector de pruebas en un periódico conservador. En el trayecto se detuvo a llamarla por teléfono. Le dijeron que estaba dictando clases. Una hora más tarde volvió a hacerlo, pero esta vez desde la redacción. La voz en el auricular le dijo que había salido. Al colgar, imaginó el rostro de Amalia satisfecho de placer. Nuevamente la angustia se apoderó de él. Así comenzó a corregir la edición. Inútilmente trató de concentrarse en las notas. A cada rato tenía que iniciar la lectura. A eso de las ocho de la noche recién pudo tener un descanso. Y salió a tomar un poco de aire. Sentado en el sofá de la recepción, seguía con la angustia. Poco después decidió volver a llamarla. Esta vez lo hizo desde un teléfono público. El fono timbraba al otro lado de la línea. Nadie contestaba. Colgó. Lo intentó varias veces más, pero seguían sin atender. Al regresar, encontró la redacción alborotada. El jefe de edición daba órdenes apresuradas, los reporteros y fotógrafos iban de un lado a otro, y los teléfonos no dejaban de timbrar. Había ocurrido algo en una embajada. En la oficina todo se había detenido. Van a rehacer todo política, comentó Saúl, uno de sus compañeros de oficina. El jefe de la sección fumaba tras su escritorio, y los otros estaban excitados con la noticia. Un grupo de terroristas había tomado por asalto la residencia del embajador de Japón. Tenían más de trescientos rehenes. Para muchos, era el suceso periodístico del año. Para Bruno no era nada. Él sólo pensaba en Amalia, en lo que estaría haciendo en esos momentos, tal vez empiernada con otro hombre.

En las siguientes semanas sus dudas se intensificaron debido a otro descubrimiento. Nuevamente sucedió mientras hacían el amor. Esa noche, mientras ella se agitaba bajo su pecho, él comenzó a sentir que su vagina era más profunda que antes. Durante años de relaciones su penetración siempre había llegado a coparla, pero ahora sentía que dejaba un resto. Eso lo estuvo perturbando varios días. Al principio, pensó que se trataba de un desarrollo orgánico natural. Inclusive, llegó a comentárselo, pero ella lo miró como si la hubiera insultado, así que no insistió en el tema. Luego, viendo un programa de televisión sobre trasplantes de órganos, se le ocurrió la siguiente teoría: como él había sido el primer hombre de Amalia, entonces la profundidad de su vagina tendría que estar acorde con la extensión de su pene. Si ahora su vagina era más honda, eso podría significar que alguien la había penetrado. Alguien, obviamente, con un pene más grande. Cuando llegó a esa conclusión, las imágenes en el televisor se volvieron difusas. En realidad todo se volvió confuso. Sólo había algo nítido: Amalia lo engañaba.

Los días subsiguientes Bruno estuvo tentado a enfrentarla, decirle todo lo que sabía y obligarla a confesar. Pero como no tenía pruebas, pensó que ella podía negarlo, ponerse a llorar y dejarlo como una zapatilla. Sabía que no soportaría verla en ese estado, y terminaría dándole la razón. Además, podía ponerla sobre aviso, haciendo que fuera más cuidadosa con su infidelidad. Tenía que descubrirla con las manos en la masa. Para ello tramó un plan. Decidió realizar una reunión en su pieza. Ella no se podría negar, pues desde que vivían juntos siempre se lo había reclamado. Invitaría a todos aquellos que podrían ser sus amantes. Estaría Rubén, Adalberto, Juan Castro, Manuel y hasta ese engreído de Salomón. También vendría ese tal Piero. Amalia se sorprendió con su decisión, inclusive, se podría decir que no le gustó la idea. Eso lo alentó, y no le dio tiempo de negarse. Simplemente, le dijo que sería el fin de semana. Y así lo hizo.

El día de la reunión notó que ella se arregló con mucho cuidado. Generalmente, detestaba el maquillaje y los vestidos de noche. Bruno interpretó eso como un indicio de su infidelidad: quería estar bella para su amante. Cuando llegaron los invitados él ocupó el sillón central de la sala. Desde ahí comenzó a observarlos. Adalberto llegó con una amiga. Eso lo hizo descalificarlo desde el inicio. Pero luego pensó que era una buena coartada, así que no lo perdió de vista. Rubén estuvo muy cortés toda la noche, algo poco común en él. Bruno pensó que podría estar tratando de agradar a Amalia. Juan Castro pasó desapercibido. Desde que llegó se sentó en un extremo del salón y ahí permaneció toda la velada. Salomón parecía el dueño de la casa. Se la pasó piropeando a Amalia y ayudándole con los bocaditos. Era el primer candidato. Y el tal Piero se emborrachó hasta terminar vomitando en el baño. Amalia tuvo que llevarlo al cuarto a que descansara. Bruno estuvo tentado a ir tras ella. Pensó que todo eso podría ser una estratagema para meterse en su cama. Pero se contuvo. Su plan tenía otras fases.

Luego de terminada la reunión, ya de madrugada, Bruno pasó revista a sus candidatos. Estaba entre ese tal Piero y Salomón. A Salomón ambos lo conocían desde la universidad. Ellos eran amigos desde mucho antes de que Bruno los conociera. En algún momento pudieron tener un desliz amoroso, imaginó Bruno. Eso suele ocurrir. Con respecto al tal Piero, él estaba casi seguro que Amalia sentía algo más que amistad y admiración hacia él. Le gustaba. Lo notó cuando lo llevó al cuarto. Pero dudaba de que fuera recíproco. Le pareció que a Piero le gustaban los hombres. Finalmente, decidió jugársela por Salomón. Era un candidato demasiado fuerte como para dejarlo de lado. Además, con él sería más fácil llevar a cabo la otra parte de su plan.

Una semana después, Bruno llamó a Salomón. Le dijo que necesitaba conversar con él sobre algunos proyectos que tenía en mente. Le inventó algo sobre una revista literaria y unas conferencias. Al principio, Salomón dudó, pero cuando le mencionó algunos nombres que estarían involucrados en el proyecto, se entusiasmó y aceptó. Quedaron en encontrarse al día siguiente en su pieza a eso de las diez de la mañana. Su plan era el siguiente: Amalia estaría en casa toda esa mañana, él saldría antes de la cita con Salomón, y cuando éste llegara se encontraría con Amalia. Si son amantes no perderían la ocasión de meterse en su cama. Era un plan perfecto.

Esa mañana salió diciendo que había tenido una llamada urgente del periódico. No le dio tiempo a Amalia para que hiciera preguntas. Una vez afuera, cruzó la calle y se metió en un café. Se sentó en una de las primeras mesas, desde donde se veía la fachada de su edificio. Ahí aguardó la llegada de Salomón. Llegó pasadas las diez. Lo vio entrar al edificio. Esperó unos veinte minutos. Fueron veinte minutos terribles. Cientos de imágenes cruzaban por su mente. El rostro de ambos se le aparecía a cada rato. Se reían. Luego, se levantó y volvió a su pieza. Seguía con la imagen de ambos. Ahora los veía desnudos en un cuarto enorme. Al llegar metió lentamente la llave, la giró y empujó la puerta con los dedos. En la sala no había nadie. Descubrió la casaca de Salomón en el sillón. Había también dos copas en la mesa de centro. Avanzó hacia la cocina. Nadie. Entonces se dirigió al cuarto. En el pasillo escuchó murmullos. Siguió. Los murmullos se intensificaron. La puerta del cuarto estaba entreabierta. La empujó levemente. Luego se detuvo. Y vio en el enorme espejo del ropero la figura desnuda de ambos en su cama.

Nunca supo a ciencia cierta cómo fue que salió de su pieza. Estaba muy perturbado. En su mente la imagen de Amalia revolcándose con Salomón en su cama daba vueltas y vueltas. Cuando recobró el sentido de la realidad estaba en un microbús atravesando las costas de Magdalena. Inmediatamente pidió al chofer que se detuviera. Y bajó. Caminó a lo largo de la vía cerca de una hora o más. Mientras andaba lo primero que se le ocurrió fue vengarse. No sería muy difícil. Salomón era un tipo muy vulnerable. Ni siquiera necesitaba un revólver. Bastaría con esperarlo en su casa y matarlo a golpes. Lo esperaría con las luces apagadas. Seguro entraría al baño, luego al cuarto a cambiarse. Ahí lo atacaría. Era cuestión de torcerle el cuello, se decía. Nada más. También podría invitarle un trago envenenado. En realidad había una infinidad de maneras de acabar con él. ¿Y Amalia? ¿Podría matarla? En ese momento pensaba que sí sería capaz. Inclusive, hasta imaginó su hermoso cuello blanco cortado con una gillette. La degollaría como a un animal.

Con estos pensamientos llegó a Miraflores. Cuando dobló hacia Pardo comenzó a sentirse raro. Sentía que ya había matado a los dos infieles, y que sus ropas estaban manchadas de sangre. También tenía la impresión de que la gente lo sabía. Y que era el blanco de miles de miradas acusadoras. Estuvo dando vueltas por la avenida Larco y el parque Salazar hasta muy entrada la tarde. Un poco antes de que oscureciera decidió volver a casa.

El microbús se tomó todo el tiempo del mundo en llegar. Tras la ventanilla Bruno veía caer lentamente la garúa sobre las calles, plazas y la gente. Recordó un otoño memorable con Amalia. Hacía mucho frío en la ciudad. Ella le propuso ir a un café. Fueron. Hablaron de muchas cosas. Luego se miraron largamente. Entonces le inventó esa historia del ángel en las niñas de sus ojos. Le encantó. Y terminaron pasando la noche en una hermosa casona colonial. Era su hostal favorito.

Eso ocurrió hace muchos años. Otra vez pensó en matarlos e imaginó nuevas formas de hacerlo sin que lo atraparan. ¡Sin que lo atraparan!

Entró a su departamento casi dando tumbos. Las luces de la sala y comedor estaban apagadas, pero no las de la cocina. Atropelladamente se dirigió a ella. Ahí encontró a Amalia. Estaba de espaldas a él. Tenía el grifo abierto. Seguro lavaba platos. Bruno se sentó en la silla al lado de la mesa. Ella no volteó. Estuvieron en silencio varios minutos. Él jugaba con un vaso nerviosamente y ella seguía de espaldas. Era una situación bastante tensa. Finalmente, Bruno se le acercó y bruscamente la tomó de los hombros haciendo que volteara. Entonces vio su rostro invadido por abundantes lágrimas. Después ella se arrojó contra su pecho, dijo que lo amaba sobre todas las cosas, y que se había convertido en una basura, una mala mujer. Eso decía mientras lo abrazaba con desesperación. Luego le contó su historia.

Dijo que en la mañana había llegado Salomón a buscarlo, y que lo hizo entrar. Ella le explicó que él no estaba, y que no sabía a qué hora volvería. Salomón decidió esperar. En ese lapso se pusieron a conversar como los dos viejos amigos que eran. Y mientras tomaban una copa de vino ocurrió. Algo se removió dentro de su vientre y sus pechos. A él le sucedió lo mismo. Poco después estaban revolcándose en la cama. En medio de un mar de llanto ella le suplicó perdón, diciéndole que lo amaba, que lo de Salomón no tenía importancia.

Fue una confesión inesperada para Bruno. Tan inesperada que tardó varios segundos en reaccionar. Cuando lo hizo estaba abrazando a Amalia, que seguía llorando y pidiéndole perdón. Y, en verdad, en ese instante pensó en perdonarle, y más bien aceptar que la culpa fue suya, puesto que si no hubiera sido por su absurdo plan –ahora lo llamaba absurdo– nada de eso hubiera ocurrido. Pero después, luego de los besos y la reconciliación, se preguntó –en un momento que él calificó de lucidez– si podría ser cierto que sin su plan aquella traición nunca hubiera ocurrido. Y mientras miraba el techo de su habitación, con Amalia dormitando a su lado, se le ocurrió que podría ser que su plan no fuera más que una de las tantas posibilidades bajo las cuales ellos podían traicionarlo. En realidad, pensó, se deseaban recónditamente, y durante largos años estuvieron esperando una oportunidad, y desgraciadamente él se las dio. Pero lo cierto es que eso podría ocurrir en cualquier momento, bastaba un encuentro casual en un supermercado o una reunión a la que asistieran solos, y que al final de la velada Salomón se ofreciera llevarla a casa. Terminarían inevitablemente en la cama, tal como esa mañana. Entonces el recuerdo de ambos en su cama comenzó a crecer en su mente. Crecer hasta copar todo el techo y cada resquicio de su habitación.

Unos días después estaba en la puerta de su cocina otra vez. Veía a su mujer fregando los platos. Se sentó en la mesa, jugó con un vaso, esperó. Luego avanzó hacia ella. La tomó de los brazos y bruscamente la volteó hacia él. Ella sonrió. No logró interpretar su risa. No sabía si era una risa de felicidad o de burla. Se la jugó por la burla. Entonces cogió un cuchillo de carnicero. No lo cogió, apareció en sus manos. Y lo hundió en su vientre. Ella siguió sonriendo. Hundió otra vez el cuchillo. Seguía la sonrisa. Volvió a hacerlo y nada. La risa seguía ahí.

Al despertar encontró a Amalia dormitando a su lado. Esa imagen lo atormentó durante varias semanas. Una imagen que comenzó apareciendo sólo en sus pesadillas, pero luego fue una insistente escena surgiendo en su mente apenas cerraba los ojos. La veía mientras ella untaba su pan con mantequilla, también al llegar de la redacción o cuando intentaba hacerle el amor. Sí, después de esa mañana funesta de su traición no pudo volver a tener una erección con ella. Lo intentó, tal vez en un humano afán de perdonarla. Pero no pudo. Sus nalgas, sus redondas nalgas y su vientre cóncavo no pudieron avivar su sexo.

Ella hizo el papel de la esposa comprensiva. También hizo todo lo posible por lograr su erección. No es necesario contar los detalles, pero ni la mejor puta lo hubiera hecho mejor.

Además estaban los ruidos en las paredes. Eran unos quejidos. Unos quejidos de placer. Sus quejidos atormentándolo las mañanas en que ella se iba a dictar sus clases y él se quedaba solo en la pieza. La imaginaba en las piernas de Salomón. Seguro que él no tendría problemas con la erección. Le haría el amor plenamente, hasta dibujar en el rostro de su Amalia una sonrisa de placer.

Bueno, todo esto lo llevó a tramar su asesinato. No soportaba más esa situación. Al principio pensó en reventarla de un tiro en la frente. Lo haría mientras estuviera dormida. También podría hacerlo en el comedor, justo cuando levantara una cucharada de sopa. Muchas noches, mientras cenaban, imaginó ese instante. Y se preguntaba cómo caería. Podría caer de bruces al piso, sobre el plato de sopa o quedar reclinada sobre el respaldar de la silla con los brazos extendidos. En todos esos casos, la imaginaba con la boca y los ojos abiertos, totalmente sorprendida.

El problema de matarla de esa manera era que él terminaría en la cárcel. Un tiro en la frente en la recámara o en el comedor ¿Cómo lo explicaría? Lo culparían. Asesinato en primer grado y con alevosía. Veinte años o cadena perpetua. No lo soportaría. Además no sería justo, pensaba. En muchas culturas esto podría entenderse como un acto de moralidad, de justicia, y no habría condena. Pero aquí, sería un caso más para la estadística policial sobre los esposos que matan a sus mujeres. Eso era noticia de todos los días. Claro, podría ocultar el cadáver. Tal vez degollarla y deshacerse de ella trocito por trocito. Eso lo vio en una película hace muchos años. Era un tipo enorme y grasiento. Su mujer era una muchacha de pueblo. Tenía muchos admiradores. El marido descubre una infidelidad y la mata con un cordel de ropa mientras ella fregaba en el lavadero. Luego el tipo la degüella y cada una de sus partes las envuelve en una bolsa negra y las guarda en su congelador –era dueño de una carnicería–, y las va botando poco a poco junto con las vísceras de reses y carneros. Un día el perro de un vecino husmea en su basura y saca una mano. Alguien ve al animal mordiendo la mano en la entrada de la carnicería. Investigan. Lo descubren. Y es enviado a la silla eléctrica.

También pensó en un veneno. El arsénico. Si le daba una gotita diaria la mataría en unos meses. Le daría una especie de paro cardíaco y no quedarían rastros del veneno en su cuerpo. Nadie se enteraría. Pero Bruno pensaba que sería una muerte demasiado benévola para alguien que ha cometido esa traición. No, el arsénico no. Se le ocurrió también arrollarla con un coche alquilado, darle un somnífero y encerrarla en la cocina con el gas abierto, contratar a un matón, llevarla a nadar y ahogarla, drogarla con LSD y abandonarla en Matute o los barracones del Callao para que la violen y la maten los drogadictos.

Ninguna de estas muertes lo convencían. Cada una traía un inconveniente. Un atropello automovilístico puede ser fácilmente descubierto, hay casos a montones; envenenarla con gas y decir que fue suicidio es poco creíble, tendría que dar muchas explicaciones; un matón podría hacerlo y después chantajearlo de por vida; no la podría ahogar porque ella nadaba mejor que él; drogarla era una buena opción, aunque podría ser que la encontraran y le echaran la culpa de todo.

Con Salomón habría menos problemas. Él tenía muchos enemigos, así que si Bruno lo atropellaba con un auto alquilado o lo esperaba una madrugada a que saliera del bar Superba y le daba un tiro en el pecho, y después lo remataba con otro en la frente, habría decenas de sospechosos.

Durante meses estuvo pensando en todas estas cosas. Inclusive, hasta ya había conseguido un arma. Era una Colt antigua. La había adquirido en una tienda de antigüedades de la calle Paruro. Y bueno, en un alarde de morbosidad, había enseñado el arma a Amalia. Para él ese acto constituía una velada amenaza. Pero para ella se trataba sólo de un arma, que de inmediato, por su antigüedad –y era ella fanática de las antigüedades– pasó a ocupar un lugar en la pequeña colección que tenía en su sala. Y así, en una de las tantas reuniones que Bruno organizó en su casa con el fin de confirmar sus teorías con respecto a los traidores, a un grupo de invitados le llamó la atención la Colt y la tomaron del estante. Y comenzaron a jugar con ella, hasta que se les resbaló de las manos –o uno de ellos la soltó. Al caer, el arma se disparó. La bala cruzó la pequeña salita y fue a dar en la frente de Bruno. Nunca se supo a quién se le resbaló la Colt, ni quién le puso la bala, ni cómo fue que funcionaba siendo tan antigua. Lo cierto es que la viuda lloró desconsoladamente en el entierro. Y a nadie se le ocurrió pensar en un crimen, sino más bien en un accidente. Amalia vistió de riguroso luto durante mucho tiempo, encerrada y sola en su pieza. Hasta que, años después, un viejo amigo de ambos –Salomón– le pidió ser su compañero el resto de su vida. Y ella, no se sabe si satisfecha o resignada, aceptó.

 

(Tomado de www.museo.ficticia.com)

 

Carta perdida en un cajón

Silvina Ocampo

 

¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas entre las líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los objetos que miro? No me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sospecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Como si se tratara de alguien que hubiera entrevisto en la calle, me parece que no nos hemos conocido en la infancia y que aquella época hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oír pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. Imagino las frases que dices, los lugares que frecuentas, los libros que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos preguntándome: “¿dónde estará esa bestia?” o “¿con quién estará?” A veces, con mis amigos, llevo el diálogo a temas que fatalmente atraen comentarios sobre tu modo de vivir, sobre las particularidades de tu carácter, o bien paso por la puerta de tu casa, perdiendo un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales o cómo te has vestido. Ningún amante habrá pensado tanto en su amada como yo en ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel de tus brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello como arena húmeda. “¿Será suciedad?”, pienso, esperando con un defecto nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable. Podría dibujar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus líneas: me guardaré de hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o divinizar la expresión un poco bestial de tus mejillas prominentes. Será una mezquindad de mi parte, pero todas mis mezquindades te las debo a ti. Después de nuestra infancia, que transcurrió en un colegio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y dormíamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos encuentros: un día en el andén de una estación, otro día en una playa, otro día en un teatro, otro día en la casa de unos amigos. No olvidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros, pero el último me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en aquella casa perdí por la fracción de un segundo el conocimiento. Tus pies lascivos estaban desnudos. Pretender describir la impresión que me causaron las uñas de tus pies sería como pretender reconstruir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre pronunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel colegio donde había en el jardín tantos jacarandas en flor y aquellas dos estatuas sosteniendo globos de luz en cada lado del portón.

–Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán también aquí. Es de tu edad –dijo mi madre cruelmente.

Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio donde me iban a internar. Sin embargo, inconscientemente, como esos antiguos anillos que contenían veneno debajo de un camafeo o de una piedra, tu nombre semejante también a un círculo me pareció venenoso. Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo a los lagos de Palermo, cuando nos bajamos a comer la merienda sobre el césped y que Máxima Parisi te enseñó unas tarjetas postales que no quiso enseñarme a mí y que al final de la tarde, comiendo un helado de frambuesa, se recostó sobre tu hombro en el ómnibus que nos llevó de vuelta al colegio. En aquella intimidad que me excluía, sentí la amenaza de otras desventuras. No creas que olvidé la llave misteriosa de tu mesa de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi ni aquel atado de cigarrillos americanos que fumaron sin convidarme en la glorieta de los arbustos “cuerpo a tierra” decían ustedes “como los soldados”, en aquel escondite que aborrecí hasta el día de hoy. No creas que olvidé aquel libro pornográfico, ni el gato que bautizaban con un nuevo nombre estrafalario cada día, ¡pobre diablo! Ni aquella suerte de supositorios para perfumar el baño con olor a rosa que disolvían en un vaso de agua y que se pasaban por el pelo y por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad de Máxima cuando te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu amiga predilecta y que me invitarías a tu casa de campo durante el verano. No me hice ilusiones, además no me inspirabas ninguna simpatía. No aspiré a tu amistad sino para alejarte de otras. En el fondo de mi corazón se retorcía una serpiente semejante a la que hizo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso.

Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abominaciones. No hay niño desdichado que después sea feliz: adulto podrá ilusionarse en algún momento, pero es un error creer que el destino pueda cambiarlo. Podrá tener vocación por la dicha o por la desdicha, por la virtud o por la infamia, por el amor o por el odio. El hombre lleva su cruz desde el principio: hay cruces de madera tosca, de aluminio, de cobre, de plata o de oro, pero todas son cruces.

Bien sabes cuál es la mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues no todos los seres son lúcidos, ni capaces de leer el destino en los signos que diariamente ven a su alrededor. ¿Será cruel advertírtelo? Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Me molesta que alguien aún crea que somos amigas de infancia. No falta quien me pregunte con tono almibarado y escandalizado a la vez:

–¿No tenés amigos de infancia?

Yo les respondo:

–No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco discernimiento para elegirlos, ¿cómo habrán sido las equivocaciones de mis primeros años? Las amistades de infancia son erróneas, y no se puede ser fiel al error indefinidamente.

Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nube envolvió mi nuca, mi cuerpo se cubrió de escalofríos. Tomé un libro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo ávidamente: sólo después advertí que el libro se titulaba Balance de las ventas de animales bovinos. La dueña de casa me ofreció una naranjada horrible “de alfileres” como denominábamos toda bebida que llevaba soda. Bebí de un trago para ocultar el temblor de mi mano; felizmente hacía calor y salí al balcón con el pretexto de tomar fresco y de mirar la vista que abarcaba el Río de la Plata a lo lejos y en primer plano el Monumento de los Españoles que divisado de ese ángulo parecía, más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera comunión. Sonreí a tu cara de bestia, sonreíste. Vivir así no era vivir. Sentí vértigos, náuseas. Desde aquel séptimo piso contemplé la calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba de esa altura. Un puesto de fruta, cajones de basura al pie de la casa (estarían en huelga los basureros) y una baranda alta me molestaban para imaginar la escena. Traté de concentrarme en esa idea llena de dificultades para serenarme. Tenía el poder, que ahora no tengo, para desdoblarme: conversé con la gente que me rodeó, reí, miré a todos lados con los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con cajones de basura, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos inmundo que tu cara. “De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuántos libros tengo que renegar para no compartir mis gustos contigo”, pensé al mirar hacia el interior del departamento a través del vidrio de la ventana. “Quiero mi soledad, la quiero con mil caras impersonales”. Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu cara de piraña como en el fondo del agua. Pensé en quien no puedo pensar por causa tuya y en el sortilegio que me envolvía. Estás en mí como esas figuras que ocultan otras más importantes en los cuadros. Un experto puede borrar la figura superpuesta pero ¿dónde está el experto? Necesito dar una explicación a mis actos. Después de haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té. Aceptaste. Te dije que en mi casa había pintores. Sugeriste felizmente que sería mejor ir a tu casa. En el momento en que prepares el té y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. Irás a buscar un vaso de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera el veneno que traigo en mi cartera. Servirás el té después de un rato. Yo no tomaré el mío, pensé como delirando mientras me hablabas.

No cumplí mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado usar ese procedimiento para matar a L. Deseché la idea porque la muerte no me pareció un castigo.

–¿Qué te pasa? –me decía L.

La conversación recaía sobre ti. Le decía de ti las peores cosas que pueden decirse de un ser humano. Hablé de suciedad, de mentiras, de deslealtad, de vulgaridad, de pornografía. Inventé cosas atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por primera vez L. se interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de sentir y que todo había nacido de mi imaginación.

Durante el tiempo que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de tus terribles vestimentas, de tu malignidad, de tu falta de asco para meterte en la boca dinero sucio y cosas que encontrabas en el suelo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para ustedes ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados de mí por mi culpa. Quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que más te desdeña y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser que te adorna con su envidia y te embellece con su odio desaparezca, tu dicha concluirá con mi vida y la terminación de esta carta. Entonces te internarás en un jardín semejante al del colegio que era nuestra prisión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos globos de luz en las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)