Lino Novás Calvo
Chirriquitín como yo era, ya era “aliado”. Mi padre me llamó entonces el
“Tomeguín”. Pero yo no creía que aquel fuera mi padre. Era un hombre que había pasado
un día por la colonia, en Georgina, y se fuera. Yo nací y crecí y por muchos años
no oí siquiera su nombre, hasta que él era “alemán” y yo era “aliado”. Por entonces
ya yo estaba solo y en La Habana, y no tenía más que al viejo Pedralves, cochero
de La Habana, y los cocheros de su piquera, ya llamados “aliados”. Poco antes se
habían soltado por las calles unas cafeteras carraqueantes que echaban humo por
todas partes y espantaban a los caballos, y se llamaban “alemanes”. En seguida se
formaron los dos bandos, porque los cocheros bajaron la tarifa a diez “kilos” y
los fotingueros cobraban a veinte. Entonces los fotingueros les llamaban “aliados”
y les tiraban los fores contra los caballos.
Mi padre apareció un día timoneando, encaramado en uno
de aquellos bichos de lata, llamando a los cocheros por nombres como balbaneras,
tiempomuertos y tiempoespañas. Aquel mi padre, Marcos “Tilburí”, se bajaba en la
esquina de Subirana, pedía un tabaco y una campana, mentaba la madre y la mujer
del bodeguero y se iba riendo. Yo paraba entonces por la bodega del tuerto y escuchaba.
Tilburí no sabía que yo fuera su hijo ni yo que Tilburí fuera mi padre. Yo me apellidaba
Pedralves, como el viejo cochero, y sus “alemanes” me llevaban a comer a la fonda
del Guajiro y decían que con el tiempo yo sería algo serio. Tilburí venía a la fonda,
llamando hijos de tal a todo el mundo y riendo con sus bigotes recortados. Pedralves
decía que Tilburí era un desmadrado y nunca me dijo que fuera mi padre. Yo sabía
que el fotinguero vivía en la tercer accesoria con una negra. Sólo Pedralves sabía
que Tilburí era mi padre, porque él mismo había sido antes mayoral en aquella colonia
de Martinón, y cuando mi madre se tiró al tacho hirviendo él me trajo a La Habana
y me bautizó e inscribió como hijo suyo. Nadie se lo discutía. Así que yo me llamaba
Pedralves. pero el viejo sabía que Tilburí era el hombre. Éste me veía por allí,
me daba sustos y me llamaba “Tomeguín”. “¿Cómo es posible que Pedralves haya parido
un hijo tan chiquito?”, dijo Tilburí.
Pedralves era un viejo alto, medio encorvado y de largos
bigotes blancos. La fonda del Guajiro era el paradero de todos los “alemanes” del
barrio. Tilburí venía allí porque vivía en Subirana y tal vez para reírse de los
cocheros. Estos a su vez se burlaban de los fotingos, hasta que vieron que la cosa
iba de veras y se encresparon. Entonces comenzaba a haber dinero de sobra por todas
partes y los “alemanes” alquilaban siempre, aun a peseta. Se veía que los caballos
enflaquecían, y los cocheros tomaban un aire triste y hablaban en voz sorda y baja
en pequeños grupos, como conspiradores, en la piquera, en la fonda, en la bodega.
El odio era contra los fores. El propio Pedralves los veía pasar con una mirada
torva, como si fueran puercos cimarrones que, de golpe, se hubieran colado en la
yuca, y sentía ganas de tirar de machete y emprenderla a tajos con ellos.
Por eso ya no parecía broma lo de Tilburí. Antes se
le toleraba y aun se le quería. Pedralves sabía sus antecedentes, pero se callaba,
y él mismo fingía divertirse con sus cosas. Tilburí había sido también cochero antes
de que los fores echaran tanta cría. Entonces malbarató el coche, regaló los caballos
a un hermano de su mujer y compró un fotingo. Fue en ese entonces cuando todos los
cocheros dejaron de reír al entrar Tilburí insultando a todo el mundo. El chofer
no hacía caso. Aquellos viejos eran para él antiguallas que no sabían cambiar con
los tiempos. Pedralves era el Káiser, y había uno chiquito que se llamaba el Mikado.
Entonces era todavía broma y no se tomaban las cosas a mal. Luego vino lo otro.
Los cocheros de coches viejos y caballos esqueléticos se arruinaban, y cuando más
iban a menos, menos carreras había. Mariana empezó a llorar.
Mariana, la mujer de Pedralves, era mujer chiquita y
redonda, tan vieja como él. La gente creía que yo era su hijo, y decía que le había
salido a ella, porque era así chiquito y tenía los ojos claros. Los tres vivíamos
en un “solar” también chiquito, a la vuelta de Subirana. que hacía entrada al placel.
Hoy ese placel ha cambiado. Alguien drenó el pantano y después construyeron algunas
casas más, y en lo que queda juegan los muchachos a la pelota. El mismo solar de
madera y pedazos de lata desapareció y ya no quedará de todo eso más que mi cuento.
Por eso me decido a escribirlo. No por mí, sino por Pedralves y el pantano y Tilburí,
mi padre. Nadie hubiera dicho que Tilburí, con sus hombros anchos y sus brazos peludos,
tuviera un hijo así de finucho y rubianco y fantasioso. Pero así era; Pedralves
estaba seguro y yo creo cuanto Pedralves haya podido decir durante toda su vida.
Mariana lloraba, digo. El viejo no tenía con qué pintar
el coche y el podenco no comía más que maloja. “Yo lo siento por el niño –decía
Mariana–. Se va a quedar solo y no habrá quien lo críe, y acabará mal”. Ella misma
ignoraba que yo tuviese un padre tan cercano. Mariana era ya demasiado vieja para
lavar ni hacer nada y hablaba sola. Yo huía de aquel solar cuajado de negritos barrigones
y grandes bateas coronadas de espuma y mujeres de grandes grupas blancas y cabezas
negras, ceñidas con pañuelos y brillantes cuernos rojos. Me gustaba más irme a la
piquera y sentirme cochero como el viejo Pedralves. Así comenzaron a pelear dentro
de mí aquellos animales como gatos rabiosos. Uno de los gatos era lo que yo sentía
por Pedralves y otro lo que me atraía de los fotingos. Estos se me habían colado
en el alma y a la larga sería inútil querer expulsarlos y permanecer fiel a Pedralves.
Yo no podía odiar como él a los fotingos y el propio Tilburí tenía para mí como
un aura de nobleza. Yo adoraba ya a Tilburí. porque era el hombre que sabía manejar
la máquina y ésta era un dios. Yo soñaba con ella y daba vueltas en torno a cuantas
veía paradas y hubiera dado mi vida por poder manejar una hora cualquiera de aquellos
bichos de metal. Entonces no nos parecían tan ridículos como ahora al verlos en
los viejos periódicos. Quizás por eso, también, los cocheros se agruparon en defensa.
Veían que las miradas de la gente se iban detrás de los coches de motor y que dentro
de poco ya no habría quién montara en los otros. Mariana lloraba y hablaba sola.
El drama empezó así: Pedralves era un viejo anarquista
y debió de ser él quien concibió la idea de crear el grupo terrorista. Era un emigrado
que había estado en el Perú y leyera a Bakunin y a González Prada. A éste lo conociera
personalmente y guardaba un retrato suyo dedicado. Pero ahora ya no era anarquista.
No pensaba, al menos, en destruir el orden establecido, sino más bien en destruir
el nuevo orden, los fotingos que arruinaban a todos los cocheros. Ahora me imagino
cómo debió ser aquella reunión. Una veintena de cocheros, de los más seguros, se
reunió de noche en el placel, al borde del pantano, y se sortearon. Del sorteo salió
un grupo de tres o cuatro que tendría por misión pinchar las ruedas de los fotingos
y, de algún modo, paralizar sus motores. No sabían cómo harían esto último. Ninguno
de ellos sabía cómo funcionaban ni lo que había que hacer para paralizar sus pulsaciones.
A uno se le ocurrió ponerles cartuchos de dinamita debajo, pero Pedralves, que dirigía
el grupo, se opuso: “Todo lo que se haga ha de hacerse impunemente –dijo–, con esa
gente no se puede obrar con caballerosidad; hay que ser pícaros como ellos, nada
de bombas”.
Yo no supe nada por de pronto. Vi que Pedralves afilaba
una lezna y que una noche tiraba a su mujer patas arriba porque la vieja se había
puesto a abrir un paquete que había traído él. Mariana creyó que era algo de comer.
Yo creo que era algún polvo destinado a paralizar los fotingos. Cal viva, tal vez.
A los pocos días entró Tilburí en la fonda diciendo que había que acabar con todos
los cocheros, con todos los “aliados”, porque habían echado cal viva en el tanque
de un fotingo y les habían pinchado las ruedas a dos o tres más. La policía apareció
por el barrio y registró los cuartos, pero no halló nada. Días después se dijo que
había habido más pinchados, y que en vez de cal habían echado azúcar en los tanques.
Alguien debió de ilustrar a Pedralves sobre el modo de hacer las cosas, y Pedralves
a su vez había transmitido a otro las instrucciones. La policía no pudo detener
entonces a nadie, pero al poco tiempo sorprendieron al propio Pedralves hurgando
en el carburador del fotingo de Tilburí y lo llevaron preso. Mariana no se enteró
por de pronto. Se pasó cuatro días en casa, sin comer más que una sopa de ajo, hablando
sola. Creyó que el viejo habría enganchado alguna buena carrera para el campo, y
esperaba que a la vuelta traería un rollo de billetes. A mí me mandaba a la fonda
a que me invitaran. Tilburí lo hizo, pero en derredor estaban los ojos de los compañeros
de Pedralves, y yo salí corriendo y me pasé la tarde en el placel, llorando. No
sabía dónde estaba Pedralves y rogué a Dios que nunca más volviera; que su caballo
hubiera tropezados y que alguien lo hubiera sacado a él muerto de debajo del coche
volcado. Tilburí no dijo nada. Ahora venía menos jocoso y miraba a los cocheros
con cierto rencor y tristeza.
Por fin se supo todo. El propio Tilburí lo contó a la
fonda. Había ido a la cárcel a ver a Pedralves y a ofrecerle ayuda. El viejo escuchó
al fotinguero con la cabeza erguida y cuando el otro terminó de hablar le escupió
a los ojos. Esa fue su única respuesta. Tilburí volvió al barrio y lo refirió a
la fonda.
–Lo siento –dijo–. ¡Ese viejo loco! Va a dejar morir
de hambre a su mujer y a su hijo.
Los otros cocheros escucharon en silencio. Tilburí montó
en el fotingo y salió dando brincos por sobre los baches de la calle. Los cocheros
lo siguieron con la vista, todos en silencio, todos inmóviles, como viejos horcones
clavados en un pantano. El mismo lavaplatos se quedó con la servilleta sucia en
la mano, y la mujer del fondero, que servía a la mesa, empinó el vientre abultado
y se quedó medio derrengada sobre sí misma, viendo desaparecer al fotinguero.
No volvió por algunos días. Yo dormía en la cama del
viejo, junto a la de Mariana. Una noche desperté soñando que veía a la vieja suspensa
sobre el suelo, queriendo salir por la claraboya, y luego por la rendija de la puerta,
dando quejidos, como un gato, aprisionada. El solar estaba en silencio, y la luna
entraba por las grietas de la puerta, iluminando vagamente la habitación. Yo me
tiré de la cama –del catre– y, desnudo, me lancé al patio. No había visto nada,
pero tenía un miedo terrible. Algunas vecinas salieron al patio y encendieron la
luz brillante de nuestro cuarto. Ahora pienso que tiene que haber algo. Yo no creo
en nada, por supuesto, pero algo tiene que haber. De otro modo, yo no hubiera despertado
en aquel momento, cuando Mariana daba las últimas boqueadas. Nada podía salvarla.
Y de todos modos, los vecinos no hubieran hecho nada por ella. Nosotros éramos allí
los únicos blancos. De algún modo habían llegado a pensar que los Pedralves tenían
mal de ojo y brujería blanca. Desde que ellos estaban allí se morían todos los niños.
No era que lo sintieran mucho, desde luego. Había demasiados niños, siempre llorando
y pidiendo comida. Esto coincidía con la aparición de los fotingos y la miseria
de los cocheros. La mayor parte de los hombres de aquel solar vivían de los coches,
reparándolos curando los caballos, haciendo aparejos. De modo que los niños morían.
El pantano de al lado estaba lleno de miasmas, y los niños se iban allí a revolver
el fango. En un mes había habido seis niños muertos, y alguien dijo que los Pedralves
tenían la culpa.
Pero muerta Mariana todo el solar encendió velas en
la habitación y las mujeres se turnaban para velarla. Yo dormía entonces en el patio,
a la luna. Alguien llevó el recado a Pedralves a la cárcel; nadie tenía dinero para
el entierro. Pero Pedralves no podía salir aún de la cárcel, y alguien mandó aviso
a Tilburí. Este trajo el dinero, y él mismo se sentó junto al cadáver a velarlo.
Nadie pensaba que Pedralves se presentara entonces. El viejo apareció en la puerta
como un fantasma: alto, más encorvado, la cara envuelta en barbas blancas y con
una mirada de fuego en los ojos. Yo vi justamente aquella mirada, y nada más, cuando
apareció en la puerta. Tilburí se echó a un lado y luego salió sin decir nada.
–¡Salgan todos de aquí! –ordenó Pedralves.
Nadie se resistió. Las mujeres se arremolinaron en el
patio, a la luna, hablando con voz presurosa. El viejo cerró la puerta y se arrodilló
ante el cadáver y sin decir nada, le estuvo mirando la cara consumida hasta el amanecer.
Yo permanecía en el suelo, mirándolo a él también sin decir nada. Durante toda la
noche, las mujeres siguieron en el patio, en torno a un negro grande que era nuevo
allí. Este hombre conocía a Pedralves del campo. La gente dijo que tenía algo contra
Tilburí, por causa de la mujer de éste, pero yo eso no lo sé. Simón había ocupado
un cuarto del solar, solo: nadie sabía su oficio. Yo creo ahora que el hombre había
pasado años en presidio y que la mujer de Tilburí era su propia mujer. Me lo contó
así, no hace mucho, un viejo fotinguero. Pero allí nadie sabía. Simón habló de que
conocía a Pedralves y de que era un mal espíritu. Esto para despistar. Su odio secreto
era contra Tilburí, y no contra Pedralves. Este se levantó a la mañana siguiente
y acompañó a su mujer hasta el cementerio de Colón. Parece que el viejo no se acordaba
de Simón. Al verlo luego, cuando venía a casa, no lo saludaba. Pedralves entraba
y salía ahora sin saludar a nadie, y en la fonda no hablaba tampoco con nadie. Había
vuelto a trabajar en el coche. Por algunas semanas no se habló más de ruedas pinchadas
ni de azúcar en la gasolina.
Pero los del grupo no habían renunciado. El sorteo les
había dado una misión y tenían que cumplirla. El propio Pedralves fue detenido nuevamente,
pero no había pruebas y lo soltaron. Entonces ocurrió aquel hecho extraño.
Simón se apareció un día con una mujer blanca. Era una
criada de servir, con ojos claros y dulces y un constante aleteo de miedo en ellos.
Hoy yo me explico muchas cosas. Alguien dijo que Simón la había conseguido por miedo,
indirectamente. Yo no sé. Ese es ya un campo muy esluvioso, y al fin no importa.
El caso es que Simón trajo la criada, sacada de una casa rica y la metió en aquel
cuarto. La mujer imitaba todo lo que hacían las demás, y trataba de fundirse con
ellas, pero sus palabras salían de ella como falsificadas, y las demás reían. Eso
era todo. Con Manuela no hubo nunca nada hasta que se dio en decir que estaba loca
y embrujada. Tal vez hubiese algo de eso, pero no importa. Simón se vio en alguna
parte con el grupo terrorista. El solar, por boca de Manuela, seguía diciendo que
Pedralves era el que causaba la muerte de los niños.
–Les va a matar todos los hijos, viejas –les decía Manuela–.
Ese es un blanco de mal agüero, créanme a mí, viejas –repetía la mujeruca rubia.
Las otras ya no reían. Se olvidaron hasta de que Manuela
era extraña a su ambiente y odiaban cada vez más al viejo. A mí mismo me echaban
a los niños mayores o más fuertes para que me pegaran. Bueno, yo me defendía. Es
lo menos que puede hacer uno en este mundo. Eso de volver la otra mejilla no va
conmigo. Ello me ha dado algunos disgustos, pero no me arrepiento. Uno de los dos
tiene que caer y puede que a mí me haya tocado muchas veces rodar por debajo. Pero
al menos ¡la echaba!
Pedralves no se daba cuenta. Parecía vivir ahora como
soñando. No oía lo que se hablaba en derredor y sólo venía al cuarto a dormir unas
horas. El cochero “Almamía” era ahora su compañero más cercano. Puede que fuera
enlace entre los distintos grupos. Por algunas semanas más se volvió a suspender
la alarma de los sabotajes a los fores, y de pronto se desató otra racha, y esta
vez sí apelaron al método caballeresco: el fotingo de Tilburí había volado en cien
pedazos; un cartucho de dinamita había estallado en sus entrañas. Tilburí acababa
justamente de volver la espalda, entrando en la bodega del Tuerto. Nadie había visto
nada, pero cuando se despejó el humo se presentó la mujer de Tilburí y le habló
secretamente. Nadie sabe lo que le dijo, pero yo me lo imagino. Ella debía haberse
enterado de quién había volado el coche. “Ha sido mi marido, Simón”, le debe de
haber dicho. Por alguien lo sabría. Tilburí se quedó pensativo, mirando a las ruinas
de su Ford. Yo salía entonces de la fonda y también me quedé mirando las ruinas.
Por algún tiempo viví entre ellas, examinando cada pieza rota, acariciándolas como
si fueran reliquias. Como si aquel fuera un santuario, un sagrado sepulcro arrasado
por los bárbaros. Sólo que yo adoraba el sepulcro de un dios por venir, no de un
dios que había sido.
Tilburí calló por de pronto. Pedralves fue nuevamente
detenido, pero pudo presentar la coartada.
–Yo no he hecho eso –dijo a la policía–, pero afirmo
que quien lo hizo realizó una obra de justicia. Las máquinas nos están arruinando
a todos.
Se alisó los bigotes y salió muy erguido de la estación.
Yo estaba con él en la piquera cuando lo detuvieron y le acompañé. Fue la primera
vez que vi una estación por dentro. No lo olvidaré. A él lo soltaron, porque no
había pruebas en contra, pero prendieron a otro. Tilburí callaba. A la policía le
dijo que no sabía nada.
–Ha sido el viejo Pedralves, viejas –decía Manuela en
el solar–. Ha sido él, no lo duden, con sus malas entrañas. Ustedes no lo conocen.
Tilburí desapareció de pronto. Ahora no tenía dinero
para comprar otro carro. O bien era que esperaba hacer algo antes de volver a trabajar.
Manuela salió una tarde al paso del viejo y lo acusó a gritos en medio del patio.
–Usted es el culpable, maldito. Usted ha traído la desgracia
a esta casa. Lo sé. Usted es un blanco maldito, un hombre de mala sombra, que anda
poniendo petardos a los fores –decía la rubianca.
Pedralves la apartó del camino con un manotazo y Simón
salió como un cohete y cogió al viejo por uno de sus largos brazos. Pedralves se
encaró con él otro, mirándole a los ojos, con aquella mirada de loco que se le iba
formando. Simón lo empujó hacia su cuarto y llevó a Manuela al suyo. La rubia abrazó
entonces a su hombre dando gritos histéricos. Fue cuando se dio en decir que estaba
loca, a temer que prendiera fuego a las cunas de los niños. Simón se encerró con
ella. Por más de una hora se la oyó gemir y llorar desde fuera. Fue por esto por
lo que la gente del solar sospechó después de Pedralves cuando Simón apareció muerto.
El caso ocurrió así. A mí me seguían dando de comer
en la fonda del Guajiro. Al viejo no lo veía ya en todo el día. Venía a las altas
horas y me preguntaba si había comido. A veces me daba unos centavos para dulces
o me traía unos pantalones. Aquella Nochebuena de 1915 me trajo una libra de turrón,
y luego, en Reyes, me regaló unos zapatos. Fueron los primeros que tuve, pero él
no podría ya regalarme otros. Había vendido el coche y trabajaba uno ajeno, de la
cuadra de Almamía. Este fue el último superviviente.
Fue también por Reyes cuando estalló la cosa. Tilburí
había vuelto a comer alguna vez en la fonda. La gente se preguntaba de qué vivía.
Alguien dijo que su mujer lo quería mucho y que era ella la que le buscaba la comida.
No se lo decían en la cara, desde luego. Todas las bromas y las parejerías habían
emigrado de aquella esquina de la bodega y de la otra de la fonda. La gente no veía
ya a Tilburí sino asociado a la voladura del fotingo y de algún modo se sospechaba
que preparaba una venganza.
–Yo no me fiaría de ése –dijo el Tuerto–. Antes mucha
guaracha, pero ahora trae la muerte en los ojos. No me fiaría yo de los hombres
que cambian así. Para mí que él mismo está haciendo de policía. Pronto se verá.
Alguien va a caer por este barrio.
Y así fue. Alguien cayó, en efecto. Simón seguía viniendo
poco al solar, y Manuela estaba ya visiblemente loca. Por lo menos, comenzaba a
estarlo. Las demás mujeres lo notaban, y llevaban a los niños pequeños junto a las
bateas mientras lavaban. Casi todo el mundo se había olvidado de Tilburí. Manuela
y Pedralves eran enemigos, y todo el solar era ya enemigo de los dos. Simón venía
a veces a la alta noche y salía a mediodía con un ancho pantalón azul, una camisa
de pliegues y un pañuelo rojo al cuello. A su paso, las mujeres abrían los ojos.
Algunas se recostaban contra el marco de la puerta, presentándole una cadera torneada.
Aquella noche alguien esperaba fuera a Simón. Este abrió la puerta, dio unos pasos
por el patio y volvió a salir. Era aún temprano y no había luna. Era quizás esto
lo que esperaba Tilburí. A éste no se le había visto por el barrio, salvo cuando
salía o entraba en su accesoria. Se habían olvidado de él.
El viejo Pedralves acababa de cerrar la puerta de nuestro
cuarto y vio algo por la rendija.
–Voy allí abajo –me dijo–. Vuelvo en seguida. Apaga
la luz.
Yo le seguí hasta la puerta. Las mujeres del patio nos
miraron. Y esto es lo que ellas recordaban después: que Simón había salido súbitamente
y que el viejo Pedralves le había seguido. Así lo dijeron a la policía. Simón había
desaparecido, pero el viejo siguió calle abajo, en dirección al placel. No se sintió
más nada. Entonces yo corrí en la misma dirección. Como cuando muriera Mariana,
me había asaltado un presentimiento. Me pasa esto con frecuencia. Uno no sabe de
qué se trata. No teme nada en concreto y nada sospecha con claridad. Es sólo como
si una mano nos apretara el corazón, mientras que varias otras manos más pequeñas
nos tiran de los nervios y muchas bocas sucesivas nos soplan a los ojos. Yo seguí,
digo, los pasos del viejo, como atraído o empujado por una fuerza misteriosa pero
cierta. Al borde del placel me detuve. Allí comencé a vacilar. ¿A dónde iría? El
aire parecía haberse cuajado, como si se hubiera helado de calor. Hacía calor y
el silencio lo llenaba todo. De aquel silencio surgía, de tarde en tarde, un leve
croar de rana. Yo iba a reanudar el paso cuando sentí un rumor atrafagado, como
de la respiración de un caballo a galope, pero sin sonido de cascos. Se sentía cada
vez más cerca, y a poco se hicieron concretas las figuras borrosas de dos hombres
que avanzaban hacia mí a través del placel. Delante de mí se detuvieron.
–Ahí lo tienes –dijo Pedralves, señalando hacia mí–.
Cuando venga el día, míralo bien. Es tu hijo. Es tuyo. Yo soy aquí el único que
puede garantizarlo. Pero si dudas, vuelve por la colonia. Allí habrá alguien que
lo confirme.
Eran Pedralves y Tilburí. Este traía todavía una mocha
en la mano.
–Dame ese machete –continuó Pedralves–. Tú tienes que
atender al pequeño. Esto se sabrá. Nadie sospechará de ti. Tú puedes comprar otro
Ford y criar al muchacho. Yo no tengo ya coche, y de todos modos, es tarde para
comprar coches. Nada tengo que hacer ya por estas calles. Mi puesto está en el “Príncipe”.
Tilburí, con las piernas separadas, la mocha en la mano,
miraba a la tierra, respirando con dificultad. Por más de media hora permaneció
así. No parecía escuchar las palabras del viejo. Estas palabras eran ahora hondas,
serenas, firmes, sin irritación.
–Tú eres todavía joven –siguió–. Tienes ahí a un hijo.
Yo no podría criarlo. Compréndelo. Pero si te opones será lo mismo. Nadie creerá
que fuiste tú quien mató a Simón. Yo diré que fui yo, y todo el mundo en el solar
confirmará de buena gana mis palabras.
¿Se lo imaginan ustedes? Lo que yo sentí entonces debió
de ser muy confuso. No lo recuerdo. No sabría, al menos, representarlo con la imaginación
ni con los sentidos. Algo extraño, confuso, contradictorio. Ni aún estoy seguro
de que comprendiera claramente lo que pasaba. Pero una cosa sabía: que Tilburí había
matado a Simón, cuyo cuerpo quedaría tendido en algún lugar del placel. Pero no
me explicaba muy bien la actitud del viejo. Ahora le hablaba a su enemigo como un
santo puede hablar a un arrepentido. Tilburí no respondía; seguía allí, fijo, con
los brazos separados del cuerpo, como un mono gigante. Pero ¿de qué hablaba el viejo?
¿Qué quería decir con “es tuyo” y “ése es tu hijo”?
Tardé en comprenderlo. Pero de una cosa estaba cierto:
que me hubiera gustado ser hijo de Tilburí, del hombre que sabía manejar las máquinas.
Él no se movió de allí. El viejo le quitó el machete de la mano; Tilburí lo fue
soltando poco a poco. ¿Qué ocurría en su cerebro? Inútil preguntarlo. Nadie sabrá
jamás lo que pasa en el cerebro de un hombre en tales circunstancias. Ni él mismo.
Yo tampoco se lo pregunté nunca. Comprendí que hay cosas que jamás deben removerse.
Sería como revolver un sepulcro o vaciar un pantano. O quizás desmenuzar una flor.
El viejo cogió el machete y me dijo:
–Vamos a casa. Ya vendrá por ti. Estoy seguro.
¿De qué hablaba? Yo tampoco se lo pregunté. Lo seguí
en silencio, volviendo la cabeza hasta que perdí de vista a Tilburí. Este no se
movió del sitio mientras yo lo miré. Allí debe de haber permanecido toda la noche.
Pero a la mañana siguiente ya no estaba. Pedralves llegó al solar con el machete
en la mano y lo tiró en medio del patio. Todavía había tres o cuatro personas en
pie, y al instante todo el mundo se echó fuera. Pedralves se irguió en medio de
ellos y dijo:
–Yo maté a Simón. Ya pueden ustedes dar parte a la policía.
Lo maté porque fue él quien voló el Ford y quien pinchó los otros. Por su culpa
padecí yo prisión y por su culpa se ha muerto mi mujer abandonada de todos. Ahí
tienen la explicación, por si les interesa.
Fue lo mismo que dijo a la policía y al juez. El solar
entero, menos Manuela, respaldó sus palabras. Manuela permaneció extrañamente en
silencio, hablando sola y riendo para sí. Yo no supe más de ella. Atando cabos,
me doy cuenta de que el viejo Pedralves mintió. Simón había volado, ciertamente,
el Ford, pero Pedralves y los suyos pincharon las ruedas y echaron azúcar en los
tanques. Después se arrepintió. Algún cambio se fue operando en su cabeza después
de la muerte de su mujer. Cuando lo subieron a la jauja, al otro día, me abrazó
diciendo:
–Quédate aquí. Alguien vendrá a buscarte. Síguelo y
haz lo que él te diga. Es tu padre.
Todavía hablaba para mí como en sueños. ¿Quién era mi
padre? ¿Tilburí? Durante todo el día me estuve sentado en el sitio donde habían
volado el Ford, pensando. No volvería a ver al viejo hasta el juicio. Entonces me
llevaron allí y me preguntaron qué sabía. ¿Qué decir? Tilburí no había venido por
la fonda ni por la bodega. Yo vivía aún en el solar y comía lo que me daban en la
fonda del Guajiro los compañeros de Pedralves. Estos mismos creyeron que el viejo
había matado a Simón. Yo –dije al juez– no había visto nada. Había seguido al viejo
y lo había encontrado en la calle con la mocha en la mano. No sabía más. ¿Por qué
no dije la verdad? No lo sé. Quizás la máquina. La máquina valía ya para mí más
que todo lo demás. Más incluso que el viejo Pedralves. Obscuramente, yo quería salvar
a Tilburí porque era el hombre de la máquina. No por otra cosa.
Eso es todo. Pero las razones del viejo tienen que haber
sido otras. Los hombres somos muy distintos unos de otros. El viejo había sido movido
por sentimientos toda su vida, y los sentimientos son mezclas extrañas. Los suyos,
por lo menos, lo eran. Yo lo vi aquél día en el banquillo, mirando rectamente hacia
adelante. Cuando se levantó, habló con una voz recia y fría, como no le había oído
nunca. No parecía salirle del pecho, sino de la cabeza. Y, sin duda, era así. No
lo volví a ver. Ni siquiera me dirigió más que un par de miradas. ¿Cómo no temía
él que yo dijera la verdad? Otro misterio.
Pero así fue. Mi cuento no es cuento. A los pocos días
se presentó por allí Tilburí, como quien no quiere la cosa, y me dijo si quería
ir a vivir con él. Luego vino Tomasa, su mujer, y me llevó y me dio de comer y me
dijo si no me gustaría ser chofer como Tilburí. Yo le dije que sí y la abracé llorando
de alegría. No pasó más nada. Desde entonces ya no volví al solar, ni supe más nada
de Manuela. Tilburí había conseguido un carro nuevo, y me llevaba junto a sí en
el pescante. Así fue cómo yo dejé de ser “aliado” y me convertí en “alemán”. Pero
yo nada sabía de lo que pasaba entre verdaderos aliados y alemanes más allá del
mar. Sólo más tarde… Pero eso, ¿qué tiene que ver con nuestros “aliados” y nuestros
“alemanes”?
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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