Edith Wharton
Acostada en su litera,
con la mirada prendida en las sombras que se cernían sobre su cabeza, el
apremiante ritmo de las ruedas persistía en su cerebro sumiéndola en círculos
cada vez más profundos de desvelada lucidez. El coche cama había sucumbido al
silencio nocturno. A través de los húmedos cristales de las ventanas
contemplaba las luces fugaces, los largos jirones de presurosa oscuridad. De
vez en cuando giraba la cabeza y miraba entre las rendijas de las cortinas de
su marido, al otro lado del pasillo…
Se
preguntó inquieta si necesitaría algo, si podría oírle si él la llamaba. Su voz
se había debilitado mucho a lo largo de los últimos meses y le irritaba que
ella no lo oyese. Aquella irritabilidad, aquella creciente petulancia infantil,
parecía ser la forma de expresión que había adoptado el sutil distanciamiento
entre ambos. Seguían estando cerca, como dos rostros que se contemplaran
mutuamente a través del panel de un cristal y casi pudieran tocarse. Sin
embargo, eran incapaces de escuchar o sentir la presencia del otro: se había
roto la conductividad entre ambos. Al menos ella era consciente de tal
separación y, en ocasiones, también le parecía verla reflejada en la mirada con
la que él compensaba sus menguantes palabras. Indudablemente la culpa era de
ella. Su salud era demasiado infranqueable como para que hicieran mella en su
persona las irrelevancias de la enfermedad. La ternura culpable que ella le
dispensaba no le impedía percibir la irracionalidad del otro. Tenía la vaga
sensación de que había algún propósito en sus irreprimibles tiranías. Lo brusco
del cambio la había cogido completamente desprevenida. Hacía apenas un año el
pulso de ambos había latido a un vigoroso unísono. Los dos habían sentido una
confianza pródiga en un futuro que se les antojaba inagotable. En cambio, ahora
sus respectivas energías no marchaban al mismo ritmo: la suya continuaba
incitándola hacia el porvenir, vislumbrando territorios de esperanza y de
actividad que aún estarían aguardándola, mientras que la de él había quedado
rezagada, luchando en vano por alcanzarla.
Cuando
contrajeron matrimonio, ella tenía muchas cosas sin vivir de las que quería
resarcirse. Sus días habían estado tan vacíos como el aula de paredes encaladas
en la que se esforzaba por inculcarles datos de escaso provecho a niños remisos
a aprender. La llegada de él había interrumpido el marasmo de sus
circunstancias, ensanchando el presente hasta convertirlo en recipiente de las
más remotas posibilidades. Pero dicho horizonte se había angostado de modo
imperceptible. La vida le guardaba rencor; nunca le sería permitido extender
las alas.
Al
principio, los médicos habían dicho que seis semanas de aire cálido bastarían
para que él se recuperara del todo, pero, a su regreso, la certidumbre inicial
fue matizada por la circunstancia de que también existieran inviernos en los
climas secos. Así pues, ambos renunciaron a su bonita casa, almacenaron los
regalos de boda y el mobiliario nuevo y se marcharon a Colorado. Ella odió
aquel lugar nada más verlo. Nadie la conocía y a nadie le importaba lo más
mínimo; no había nadie que se maravillara del buen matrimonio que había hecho,
nadie que envidiara sus vestidos nuevos ni las tarjetas de visita que ni ella
misma había dejado de admirar aún. Y cada día era peor. Se sentía asediada por
dificultades demasiado difusas para afrontarlas con su habitual temperamento
directo. Todavía quería a su marido, por supuesto, pero gradualmente y de un
modo impreciso éste había empezado a dejar de ser él. El hombre con el que se
había casado era fuerte, activo, delicadamente dominante… El típico varón cuyo
mayor placer consiste en despejar el camino de los obstáculos prácticos de la
vida. En cambio ahora a ella le había tocado el papel de protectora, era a él a
quien había que evitarle cualquier molestia, a él a quien había que prepararle
gotas o caldo de ternera aunque se les estuviera cayendo el mundo encima. La
rutina de la habitación del enfermo la desconcertaba y aquella puntual
administración de medicamentos se le antojaba tan inútil como un incomprensible
rito religioso.
Pese
a todo, no faltaban momentos en los que unos cálidos borbotones de lástima
conseguían suprimir el instintivo resentimiento que le inspiraba el estado de
su marido, en los que, al acariciarse ambos en medio de la densa atmósfera de
la postración del enfermo, todavía hallaba ella en sus ojos a la persona que
había sido. Pero tales momentos se habían vuelto cada vez más infrecuentes. En
ocasiones su rostro demacrado e inexpresivo como el de un extraño, su voz
apagada y ronca, su sonrisa de delgados labios, una mera contracción muscular,
llegaban incluso a darle miedo. Su mano evitaba el contacto con aquella piel
húmeda y suave que había perdido la robustez de la salud y se sorprendía a sí
misma observándolo furtivamente como podría haber observado a un animal
exótico. La estremecía advertir que aquel era el hombre al que amaba. A ratos
tenía la sensación de que contarle a su marido sus propias tribulaciones habría
sido la única vía de escape a sus temores.
Sin
embargo, por lo general se juzgaba a sí misma con mayor indulgencia, diciéndose
que tal vez había pasado demasiado tiempo sola con él, que se sentiría de otro
modo cuando estuvieran de regreso en casa, rodeada de su fuerte y optimista
familia. ¡Qué contenta se había puesto cuando los médicos dieron por fin su
consentimiento para que él volviera a casa! Naturalmente, sabía lo que
significaba aquella decisión. Ambos lo sabían. Significaba que él iba a morir,
pero disfrazaron la verdad con esperanzados eufemismos y en ocasiones, en el
alborozo de los preparativos, ella llegaba a olvidar el propósito de aquel
viaje e incurría en espontáneas alusiones a cualquier plan concebido para el
año siguiente.
Por
fin llegó el día de la partida. La asaltó un miedo terrible a que nunca
consiguieran marcharse, a que de algún modo él le fallara en el último momento,
a que los médicos sacaran a relucir alguna de las muchas insidias a las que los
tenían acostumbrados. Pero no sucedió nada. Llegaron en coche hasta la
estación, instalaron al enfermo en su asiento con una manta sobre las rodillas
y ella se apostó junto a la ventana dedicando gestos de despedida sin atisbo de
nostalgia a aquellas amistades que nunca llegaron a gustarle.
Las
primeras veinticuatro horas habían transcurrido bien. Él se había animado un
poco e incluso le distrajo contemplar por la ventanilla la humareda que
desprendía el vagón. Al segundo día empezó a aburrirse y a mostrar su fastidio
ante la pertinaz mirada de indiferencia de la pecosa niña del chicle. Ella se
vio en la obligación de explicarle a la madre de la niña que su marido estaba
muy enfermo y que había que intentar molestarle lo menos posible, declaración
esta que fue recibida por la dama con un resentimiento ostensiblemente
compartido por el instinto maternal del vagón entero…
Aquella
noche el enfermo durmió mal y a la mañana siguiente la fiebre le había subido
tanto que no le cupo duda de que se estaba poniendo peor. El día prosiguió con
lentitud, marcado por las pequeñas molestias del viaje. Detectaba en las
contracciones del extenuado rostro de su marido cada una de las sacudidas y los
traqueteos del tren, hasta tal punto que también el cuerpo de ella experimentó
agitaciones de empática fatiga. Se daba cuenta de cómo miraban los otros al
enfermo, por lo que no dejó de prodigarle atenciones para interponerse entre él
y aquellos ojos inquisitivos. La niña pecosa lo rondaba como una mosca. Los
caramelos y los libros de fotografías que llegó a ofrecerle no consiguieron
ahuyentarla: cruzó una pierna sobre la otra y siguió observando imperturbable a
su marido. El mozo del tren se detuvo un momento a su paso y profirió vagas
propuestas de ayuda, hostigado seguramente por más de un pasajero filantrópico
henchido de aquella sensación de “deberíamos hacer algo”. A un nervioso
individuo con bonete incluso se le escuchó expresar de forma audible su
preocupación sobre el posible efecto que todo aquello podría tener sobre la
salud de su esposa.
Las
horas transcurrían con una cansina falta de actividad. Al atardecer, ella se
sentó junto a su marido y él puso su mano sobre las suyas. El roce la
sobresaltó. Parecía como si él la estuviera llamando desde muy lejos. Ella lo
miró impotente, y la sonrisa de él la traspasó como un espasmo físico.
–¿Estás
muy cansado? –le preguntó.
–No,
no demasiado…
–Pronto
estaremos en casa.
–Sí,
muy pronto.
–A
esta ahora mañana…
Él
asintió con la cabeza y ambos se quedaron callados. Cuando lo hubo acostado y
ella misma pudo escabullirse a su propia litera, intentó animarse con la
perspectiva de que en menos de veinticuatro horas llegarían a Nueva York. Toda
su gente estaría en la estación para recibirla. Imaginaba sus rostros redondos
y apacibles despuntando entre la multitud. Sólo confiaba en que no le comentaran
a su marido de forma demasiado ostensible el espléndido aspecto que tenía y lo
pronto que se encontraría repuesto del todo. La empatía bastante más sutil que
ella había ido desarrollando a raíz de su prolongado contacto con el
sufrimiento la hacía detectar cierta rudeza en la textura de la sensibilidad
familiar.
De
repente, le pareció que él la llamaba. Apartó las cortinas y aguzó el oído. No,
se trataba únicamente de un hombre roncando al otro extremo del vagón. Sus
ronquidos sonaban con una consistencia grasienta, como filtrados a través de
sebo. Volvió a recostarse e intentó dormir… ¿No lo había oído moverse? Se
espabiló temblando… El silencio la arredraba más que cualquier otro ruido.
Pudiera ser que él no consiguiera hacerse oír… Tal vez estuviera llamándola
ahora… ¿Qué le hacía pensar tal cosa? Únicamente se trataba de la habitual
tendencia de las mentes exhaustas a aferrarse a la opción más intolerable de
entre los muchos presentimientos que las asedian. Sacando la cabeza volvió a
escuchar, pero fue incapaz de distinguir la respiración de él de la de los
otros pares de pulmones que la rodeaban. Deseaba levantarse para ir a verlo,
pero sabía que aquel impulso era sólo una válvula de escape para su
desasosiego. La disuadía además el temor a perturbarlo. Sin saber muy bien por
qué, la tranquilizaba el movimiento regular de las cortinas del compartimento
que él ocupaba. Recordó lo alegremente que él le había deseado buenas noches.
La clara imposibilidad de soportar sus temores más tiempo la llevó a
desecharlos mediante un esfuerzo en el que intervino todo su cuerpo exhausto.
Se acomodó en su litera y se quedó dormida.
De
pronto se sentó, rígida, contemplando sin pestañear el amanecer. El tren
atravesaba raudo una región de desarboladas lomas apiñadas contra un cielo
apagado. Parecía el primer día de la Creación. El aire en el vagón estaba tan
cargado que decidió abatir su ventana para que entrara el vientecillo cortante.
Miró el reloj: eran las siete, y pronto la gente de alrededor comenzaría a
despertarse. Se puso ropa limpia, se arregló un poco el cabello desgreñado y
entró en el cuarto de aseo. Una vez se hubo lavado la cara y ajustado el vestido
se sintió más animada. Le costaba un enorme esfuerzo no estar contenta por las
mañanas. El ardor de sus mejillas contra la toalla áspera le producía placer, y
el húmedo cabello en torno a sus sienes se le erizaba obstinadamente hacia
arriba. Cada centímetro de su ser rebosaba vida y elasticidad. ¡Y en diez horas
estarían en casa!
Se
dirigió a la litera de su marido: era hora de que tomara su vaso de leche de la
mañana. La persiana estaba bajada y en la encortinada penumbra sólo alcanzó a
verlo recostado de lado, con la cara vuelta del lado opuesto a ella. Se apoyó
un poco en él para levantar la persiana. Al hacerlo rozó una de sus manos.
Estaba fría… Se acercó más, poniéndole la mano en el brazo y llamándolo por su
nombre. No se movía. Le habló en voz más alta. Le agarró del hombro y lo
sacudió con suavidad. Él seguía sin moverse. Volvió a cogerle la mano, que se
deslizó inerte de entre las suyas, como algo muerto. ¿Algo muerto? Contuvo el
aliento. Tenía que verle la cara. Echó el cuerpo hacia delante, por encima del
suyo, y con un movimiento perentorio y crispado, consciente de la asqueada
aversión de su carne, puso sus manos sobre los hombros de su marido y lo giró.
La cabeza del enfermo cayó hacia atrás dejando ver su rostro pequeño y suave.
Sus ojos estaban fijos en ella.
Permaneció
un buen rato sin moverse, sosteniéndolo de aquella manera. Se miraban el uno al
otro. De repente, retrocedió estremecida: casi se apoderó de ella el deseo de
gritar, de avisar a alguien, de huir de él. Pero la contuvo una mano firme.
¡Cielo santo! Si llegaba a saberse que había muerto, los harían bajar del tren
en la estación siguiente…
En
un aterrador lapso retrospectivo le vino a la memoria una escena de la que
había sido testigo en cierta ocasión en que se encontraba de viaje, cuando un
matrimonio cuyo hijo había fallecido en el tren se había visto obligado a
apearse sin más en una estación al azar. Los había visto de pie en el andén con
el cuerpo del niño entre ambos. Nunca había podido olvidar la mirada de
desolación con la que siguieron el movimiento del tren que se alejaba. Y eso
mismo iba a sucederle a ella. En el transcurso de una hora podía encontrarse en
el andén de alguna estación extraña, sola con el cuerpo de su marido.
¡Cualquier cosa menos eso! Era demasiado espantoso… Empezó a temblar como una
criatura acorralada.
Mientras
estaba allí, presa del pavor, sintió que el tren se movía más lentamente. Iba a
suceder después de todo… ¡Se estaban acercando a una estación! Volvió a ver a
la pareja inmóvil en aquel andén solitario y, con un gesto brusco, echó de
nuevo la persiana para ocultar el rostro de su marido.
Mareada,
se sentó al borde de la litera sin rozar el cuerpo estirado de él y corrió bien
las cortinas, de modo que ambos quedaron encerrados en una especie de penumbra
sepulcral. Intentó pensar. Debía ocultar a toda costa el hecho de que él estaba
muerto. Pero ¿cómo? Su mente se negaba a actuar, no era capaz de planear nada
ni de coordinar. No se le ocurría otra cosa que no fuera permanecer allí
sentada, agarrando las cortinas todo el día…
Escuchó
al mozo hacer su cama. La gente empezaba a moverse por el vagón. La puerta del
cuarto de aseo no paraba de abrirse y cerrarse. Intentó incorporarse. Por fin,
con un esfuerzo supremo, consiguió ponerse en pie y salir al pasillo del vagón
echando las cortinas tras ella. Advirtió que estas se separaban un poco con los
movimientos del vagón y las sujetó firmemente con un alfiler que encontró en su
vestido. Ahora estaba a salvo. Miró alrededor y divisó al mozo. Le pareció que
la observaba.
–¿Su
marido no se ha despertado todavía?
–No…
–balbuceó ella.
–Ya
tengo lista su leche, para cuando la quiera. Como me dijo que se la tuviera
preparada para las siete…
Ella
asintió con la cabeza y se dirigió hacia su asiento.
El
tren llegó a Búfalo a las ocho y media. Para entonces los pasajeros estaban ya
vestidos y las literas replegadas para el día. El mozo, yendo de arriba abajo
con el montón de sábanas y almohadas, la miró fijamente al pasar por su lado.
Al cabo de un momento, le dijo:
–¿No
va a levantarse su marido? Sabe que tenemos instrucciones de recoger las
literas lo antes posible.
Ella
se volvió hacia él, helada de miedo. Justo estaban entrando en la estación.
–¡Oh,
todavía no! –dijo con voz trémula–. No hasta que se haya tomado la leche.
¿Haría usted el favor de traerla?
–De
acuerdo. En cuanto arranquemos de nuevo.
Cuando
el tren se puso otra vez en marcha el hombre reapareció con la leche. Ella la
cogió y se quedó sentada contemplándola como ausente durante un rato. Su
cerebro se desplazaba con lentitud de una idea a otra, como si fueran piedras
de paso demasiado distantes entre sí enclavadas sobre un arroyo tempestuoso. Al
cabo de un rato se percató de que el mozo continuaba mirándola expectante.
–¿Quiere
que se la dé yo? –sugirió.
–¡Oh,
no! Todavía está dormido… creo…
Esperó
hasta que se fue el mozo, luego desprendió el alfiler de las cortinas y se
deslizó tras ellas. En la semioscuridad, el rostro de su marido la observaba
fijamente como una máscara de mármol con ojos de ágata. Su mirada era terrible.
Le colocó la mano encima y le cerró los párpados. De repente se acordó del vaso
de leche que sostenía en la otra mano… ¿Qué iba a hacer con él? Pensó en abrir
la ventana y arrojarlo al exterior, pero para hacerlo tendría que apoyarse en
el cuerpo de él y acercar su cara a la suya. Resolvió tomarse ella la leche.
Volvió
a su asiento con el vaso vacío y, al cabo de un rato, el mozo vino a
recogérselo.
–¿Cuándo
podré plegarle la cama?
–¡Oh!,
todavía no, está muy delicado… ¿No puede usted dejar que se quede como está?
Los médicos quieren que pase acostado el mayor tiempo posible.
El
otro se rascó la cabeza:
–Bueno,
si está realmente tan enfermo…
Cogió
el vaso vacío y se marchó, explicándoles a los pasajeros que la persona que se
encontraba tras las cortinas estaba demasiado enferma como para levantarse tan
temprano.
Ella
se sintió de pronto centro de múltiples miradas de simpatía. Una mujer de
aspecto maternal con una solícita sonrisa se sentó a su lado.
–¡Cómo
lamento enterarme de que su marido está enfermo…! Mi propia familia ha padecido
gran cantidad de enfermedades y tal vez pueda serle de ayuda. ¿Podría verlo un
momento?
–Oh,
no, no… Gracias. No se le debe molestar.
La
dama aceptó con indulgencia la negativa.
–Claro,
debe ser como usted dice, naturalmente, pero no me da la impresión de que sea
usted una persona con demasiada experiencia con la enfermedad, y me habría
encantado poder ayudarla. ¿Qué suele hacer cuando su marido se pone así de mal?
–Yo…
lo dejo dormir.
–Tampoco
es conveniente que duerma demasiado. ¿No le da ningún medicamento?
–Sí…
sí.
–¿No
lo despierta usted para dárselo?
–Sí.
–¿Cuándo
le toca la siguiente dosis?
–No
hasta dentro… de dos horas.
La
señora pareció decepcionada.
–Bueno,
si yo fuera usted intentaría dársela más a menudo. Es lo que hago yo con los
míos.
Tras
aquel comentario le dio la sensación de que una gran cantidad de rostros la
presionaba. Los pasajeros se disponían a pasar al vagón comedor, y ella notó
que al cruzar por el pasillo observaban con curiosidad las cortinas cerradas.
Un hombre de cara larguirucha y ojos saltones se quedó parado delante e intentó
que su mirada prominente se colara a través de la separación que quedaba entre
los visillos. La niña pecosa, que volvía de desayunar, abordaba a cuantos
pasaban por su lado agarrándolos con sus manos pringosas y susurrando por lo
bajo: “Está enfermo”. En un momento dado apareció el revisor pidiendo los
boletos. Ella se encogió en su rincón y se puso a mirar a través de la ventana
los raudos árboles y las casas, abstrusos jeroglíficos de un papiro que nunca
terminaba de desplegarse.
De
vez en cuando el tren se detenía y los recién llegados se quedaban mirando por
turnos las cortinas cerradas. Le parecía que no paraba de pasar gente… Sus
caras empezaban a adoptar formas fantásticas entremezcladas con las imágenes
que surgían de su cerebro…
Avanzado
el día, un hombre grueso apareció entre la bruma de rostros. De su estómago
surgían sendos michelines y sus labios eran delicados y pálidos. Cuando logró
encajarse en el asiento frente al suyo, ella vio que iba vestido con fino paño
negro y que llevaba una corbata blanca llena de manchas.
–El
marido anda malucho esta mañana, ¿no?
–Sí.
–Vaya,
vaya. Eso es bastante preocupante, ¿verdad? –una sonrisa apostólica dejó al
descubierto su dentadura de oro–. Seguro que ya sabe que no existe la
enfermedad como tal. Un pensamiento bonito, ¿no es cierto? Incluso la muerte no
es otra cosa que una ilusión de nuestros sentidos más básicos. Sólo hay que
permanecer abierto al influjo del espíritu, dejarse llevar dócilmente por la
acción de la fuerza divina, y la enfermedad y la disolución dejarán de existir
para uno. Si pudiera usted conseguir que su marido leyera este pequeño
panfleto…
De
nuevo los rostros de cuantos la rodeaban se volvieron indistinguibles.
Vagamente creyó haber escuchado a la señora maternal y a la progenitora de la
niña pecosa discutiendo sobre las relativas ventajas de probar varias medicinas
a la vez o de tomarlas por turnos. La señora maternal sostenía que el sistema
competitivo ahorraba tiempo, mientras que la otra argumentaba que de ese modo
no podía saberse a qué remedio atribuir la curación. Sus voces no paraban
nunca, como boyas de campana resonando tras un banco de niebla. El mozo
reaparecía de vez en cuando con preguntas que ella no comprendía, pero que de
algún modo debió responder porque el hombre se marchó sin tener que
repetírselas. Cada dos horas la señora maternal le recordaba que su marido
debía de tomar las gotas. Unos abandonaban el vagón y otros los reemplazaban…
La
cabeza le daba vueltas y trató de despejarse apresando sus pensamientos a
medida que estos desfilaban por su mente, pero se le escapaban como los
matorrales al borde del escarpado precipicio por el que le parecía estar
despeñándose. De pronto, su cerebro volvió a despejarse y se encontró a sí
misma imaginando claramente lo que sucedería una vez el tren llegase a Nueva
York. Se estremeció al pensar en lo frío que él debía de estar y en que alguien
podría darse cuenta de que llevaba muerto desde por la mañana.
Se
puso a pensar a toda prisa. “Si ven que no me sorprendo sospecharán algo. Me
harán preguntas y no me creerán si les digo la verdad… ¡Nadie me creería! Será
terrible…” Y se repetía a sí misma: “Tengo que fingir que no sé nada. Tengo que
fingir que no sé nada. Cuando abran las cortinas me acercaré a él con
naturalidad… y entonces daré un grito…”. Le dio la sensación de que sería muy
difícil fingir aquel grito.
Gradualmente
se le fueron acumulando nuevos pensamientos, vividos y acuciantes. Intentaba
separarlos y controlarlos, pero la acorralaban con éxito por todas partes, como
sus alumnos de la escuela al final de un día caluroso, cuando ella se sentía
demasiado cansada para hacerlos callar. En su cabeza reinó una creciente
confusión y sintió un enfermizo temor a olvidar el papel que debía desempeñar,
a delatarse mediante una palabra o una mirada no previstas. “Tengo que fingir
que no sé nada”, continuó murmurando. Aquellas palabras habían perdido todo su
significado, pero las repetía mecánicamente, como si fueran una fórmula mágica,
hasta que de repente se escuchó a sí misma diciendo: “¡No me acuerdo, no me
acuerdo!”.
Su
voz sonó muy alta y miró aterrada en derredor, pero nadie pareció percatarse de
que había hablado. Al echar un vistazo al pasillo permaneció con la vista
clavada en las cortinas de la litera de su marido y se quedó examinando el
monótono arabesco entretejido en sus pesados pliegues. El dibujo era intrincado
y difícil de trazar. Observó fijamente las cortinas y, al hacerlo, la gruesa
tela acabó por volverse transparente y vio a través de ella el rostro de su
marido… su rostro muerto.
Se
esforzó en desviar la mirada, pero sus ojos se negaban a moverse y parecía que
tuviera atornillada la cabeza. Al final, con un impulso que la dejó debilitada
y temblorosa, apartó la vista. Pero fue inútil: ante ella, pequeño y delicado,
seguía estando el rostro de su marido. Parecía suspendido entre ella y la mujer
de trenzas postizas sentada enfrente. Mediante un gesto incontrolable estiró la
mano para apartar el rostro e, inesperadamente, percibió el contacto de su piel
suave. Reprimió un grito y a punto estuvo de saltar de su asiento. La mujer de
las trenzas postizas miró en derredor y ella, creyendo que de algún modo debía
justificar aquel movimiento, se levantó para coger su bolso de viaje del
asiento de enfrente. Abrió el bolso y miró dentro, pero el primer objeto que
encontró fue una petaca de su marido echada allí en el último momento, con las
prisas del viaje. Ajustó el cierre del bolso y entornó los ojos. Allí estaba
otra vez la cara de él, suspendida entre sus pupilas y sus párpados como una
máscara de cera contra un cortinaje rojo…
Se
incorporó con un escalofrío. ¿Se había desmayado o se había quedado dormida?
Parecía que hubieran transcurrido horas, pero todavía no había empezado
siquiera a oscurecer y la gente que la rodeaba seguía allí sentada, en la misma
actitud que antes.
Una
repentina sensación de hambre la hizo comprender que no había probado bocado
desde la mañana. Pensar en comida le produjo asco, pero temía que volviesen los
mareos. Recordó que tenía galletas en el bolso, sacó una y se la comió. Se
atragantó con las migas resecas y se apresuró a tomar un poco de brandy de la
petaca de su marido. La quemazón de su garganta actuó como un bálsamo,
aliviando momentáneamente la persistente tensión de sus nervios. La embargó a
continuación un agradable calor, como si la abanicara un aire suave. Los
apremiantes temores amainaron un poco, retrocediendo tras la quietud que la
envolvía, una quietud reparadora como la dilatada calma de un día de verano. Se
quedó dormida. En sueños sintió la impetuosa marcha del tren. Parecía que fuera
la propia vida la que la arrastrara con vehemencia y con una fuerza inexorable,
arrojándola hacia la oscuridad y el terror, hacia el pavor de unos días
desconocidos… De repente, todo estaba en paz… ni un sonido, ni una pulsación…
Ella estaba a su vez muerta y yacía junto a él con rostro sosegado y mirando
hacia lo alto. ¡Qué tranquilo estaba todo!… Y pese a ello, podía escuchar ruido
de pasos acercándose, los pasos de los hombres que iban a llevárselos a ambos.
También podía sentir… Sintió una vibración súbita y prolongada, una serie de
bruscos balanceos y de nuevo otra inmersión en la oscuridad, la oscuridad de la
muerte esta vez… Un negro torbellino en el que los dos daban vueltas como hojas
en frenéticas espirales sin fin, entre millones y millones de muertos…
Dio
un brinco, presa del pánico. Su sueño debió haber durado bastante, porque se
había apagado el día de invierno y se habían encendido las luces. El vagón se
encontraba sumido en el caos y cuando ella se hubo recompuesto un poco vio que
los pasajeros estaban recogiendo sus paquetes y bolsas de viaje. La mujer de
las trenzas postizas había traído del cuarto de aseo una lánguida hiedra
plantada en una botella y el científico cristiano se estaba remangando los
puños de la camisa. El mozo del tren recorría el pasillo con su imparcial
cepillo de barrer. Una figura impersonal tocada con una gorra de franja dorada
le estaba pidiendo el billete de su marido. Una voz gritaba: “¡Equipaje exprés!”,
y se escuchaba el sonido metálico que producían los pasajeros al entregar sus
pertenencias.
En
aquel preciso instante, un enorme muro lleno de hollín bloqueó su ventana y el
tren se adentró en el túnel de Harlem. El viaje tocaba a su fin, en unos
minutos divisaría a su familia abriéndose paso alborozada entre el gentío de la
estación. Su corazón se relajó. Había pasado el peor de sus terrores…
–Mejor
que lo levantemos ya, ¿no? –preguntó el mozo, tocándola en el brazo.
Llevaba
en la mano el sombrero de su marido y le daba vueltas bajo el cepillo en
actitud meditativa.
Ella
miró el sombrero e intentó decir algo, pero de repente el vagón se quedó a
oscuras. Levantó los brazos, intentando agarrarse a algo, y cayó boca abajo,
golpeándose la cabeza contra la litera del muerto.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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