José María Latorre
…entró y vio los secretos de la ignota tierra,
vio los lechos de los muertos…
William
Blake
Cuando
Thomas John Pettigrew fue llamado a presentarse con premura en el castillo de
Windsor en la mañana del 8 de febrero de 1821, estaba lejos de sospechar que
eso iba a involucrarlo en unos sucesos extraordinarios que le harían dudar de
su sentido de la realidad. La invitación, cursada por Caroline, la esposa del
nuevo monarca todavía no coronado, George IV, le había llegado el día anterior
de manos de un lacayo y en ella no se hacía referencia al motivo de que se le
requiriera con apremio; sólo apuntaba que debía acudir provisto de su
instrumental. Aunque la nota le produjo extrañeza había procurado no pensar en
eso, ni aun por la noche en la cama, hasta el momento de acudir allí, pero
cuando al punto de la mañana el coche tirado por dos caballos enviado por
Caroline lo llevaba a Windsor sintió crecer su curiosidad. Estaba seguro de que
la llamada no tenía que ver con problemas cortesanos, porque nunca había tenido
relaciones con la realeza ni la aristocracia y su vida transcurría con
placidez, dedicado como estaba al ejercicio de la medicina, terreno en el que –eso
no se le escapaba– había adquirido cierta notoriedad.
“Probablemente me ha llamado por algo relacionado
con un problema de salud; de ahí que deba ir con mi instrumental”, pensó, no
sin un cierto asomo de vanidad.
Lo que sí sabía, pues era el principal tema de
conversación en las reuniones a las que había asistido desde la reciente muerte
de George III, era que el rey y su esposa hacían vidas separadas, y se
comentaba con repugnante malicia que George habría compartido el trono de mejor
gana con una cualquiera de sus muchas amantes, y Caroline la cama con uno de
los suyos. No era ningún secreto que la pareja apenas se relacionaba, y el
hecho de que la mujer llevara viviendo unas semanas en Windsor parecía indicar
que se trataba de un gesto inducido por George para acallar las murmuraciones,
por lo menos hasta el día de la coronación, fijado para el 19 de julio. Se
rumoreaba que la mujer se hallaba de viaje por Europa acatando órdenes de su
marido, quien la quería mantener alejada de Londres, pero aquella nota era una
prueba irrefutable de que no era así. “La atmósfera de malestar que en tales
circunstancias debe de respirar Caroline en el castillo puede afectar a su
salud”, siguió reflexionando Pettigrew. “Pero… ¿por qué me ha llamado
precisamente a mí en lugar de a uno de los médicos de la corte? ¿Es posible que
las opiniones sobre mi trabajo hayan llegado al castillo?”
Esa mañana la bruma era tan intensa que impedía ver
los árboles a ambos lados del camino, y tan hedionda que Pettigrew se dijo que
era como si las aguas del Támesis fueran un depósito de cadáveres
descompuestos. Cada vez que, para observar el paisaje, aproximaba su cabeza al
cristal de la ventanilla acariciándolo con las mejillas o con la frente hasta
sentir en sus entrañas el frío del vidrio, veía los árboles convertidos en unas
sombras informes, haciéndole pensar en un ejército fantasmal acechante del paso
de viajeros, y advertía que la niebla se hacía cada vez más espesa, hasta el
punto de que temió sufrir un accidente, si bien se daba cuenta de que el
cochero tenía cuidado de no azuzar en demasía a los caballos. Sentía como si el
coche lo estuviera llevando a un destino incierto internándose por tierras
desconocidas. No le gustaba alejarse de Londres, y menos aún viajar. Se sentía
a gusto con sus costumbres, contaba con una distinguida clientela en la ciudad,
y por ese motivo había rechazado una propuesta que le había hecho su amigo
italiano Giovanni Battista Belzoni para viajar juntos a Egipto a la llegada del
otoño con el propósito de cultivar su compartido interés por las momias y por
otros hallazgos pertenecientes a la antigüedad de ese país. Egipto le agradaba,
pero visto desde Londres, con la pipa de opio preparada, un buen libro en las
manos y el fuego de la chimenea caldeando la habitación.
Ese pensamiento le hizo sentirse mejor, como si el
evocado ambiente de su casa se hubiera trasladado mágicamente al interior del
coche. Cuando éste se detuvo por unos instantes, oyó piafar a los caballos y
cerró los ojos después de apoyar la cabeza en el respaldo. Windsor distaba
pocas millas de la ciudad e hizo el resto del viaje sumido en un estado próximo
a la ensoñación, mecido por el traqueteo y tratando de no pensar en nada que no
fuera su trabajo. La niebla tampoco le dejó ver el castillo en lo alto de una
colina que se elevaba orgullosa desde el Támesis, pero conforme el coche se
aproximaba a él por el neblinoso camino se iba haciendo más visible, aunque
siempre en forma de gigantesca sombra. Nunca había estado en aquel lugar, al
que sólo conocía por medio de un cuadro de su amigo John Constable, quien lo
había pintado atraído por la belleza del paisaje. Y ya no apartó la mirada de
la mole hasta que el coche, con él dentro, pasó a formar parte del castillo.
Por un momento tuvo la extraña sensación de que ambos habían sido adheridos
mágicamente en otro cuadro al patio de piedra, a los pies de una torre cilíndrica
engullida en su parte superior por la bruma.
–Ya estamos, señor –le gritó el
cochero.
–Lo sé… lo sé… –repuso algo molesto.
Si bien le atraía saber que pronto iba a salir de
dudas con respecto a la causa de su viaje, se había sentido a gusto en el
último tramo del trayecto y no le agradaba el tono familiar que había utilizado
el hombre para advertirle de la llegada. Se hizo cargo de la bolsa con su
instrumental y al bajar miró en torno suyo, mas sólo vio niebla. Una pareja de
guardias se despegaron de ella para acercarse al coche.
–¿Tengo que esperar? –preguntó el cochero con voz
más apagada, quizá amedrentado.
–Puedes marcharte –le ordenó uno de los guardias
entregándole varias monedas.
Tras hacer una inclinación de cabeza, el cochero
hizo dar la vuelta al coche y movió las bridas azuzando a los caballos.
Pettigrew oyó rechinar las ruedas en el suelo humedecido y lo vio alejarse por
el mismo camino que había seguido para entrar.
–Acompañadnos –le pidió el otro guardia.
Ambos le hicieron ir hasta un portón abierto, donde
dos compañeros suyos se hicieron cargo de él. A pesar de la rapidez con que lo
condujeron a través del hall y de varias salas y salones, Pettigrew
advirtió que la magnificencia del lugar superaba a cuanto hubiera podido
imaginar, y al fin lo dejaron solo en una estancia cuyas paredes estaban
cubiertas de candelabros de oro y tapices, en la que había un pianoforte, una
espineta, un clavicordio y unas sillas, todo ello sobre un suelo ajedrezado tan
fúlgido que se asemejaba a un descomunal espejo.
“Debe de ser la sala de música”, se dijo.
Permaneció de pie hasta que pasado un rato se cansó
de esperar, y aunque no le habían invitado a sentarse ocupó la silla más
próxima al piano dejando la bolsa en el suelo. Desde allí miró insistentemente
el teclado, atraído por la combinación blanquinegra; amante de las artes como
era desde su infancia, le gustaban la música, la pintura, la escultura, el
teatro y la literatura, tenía un pianoforte en su casa y le tentaba la idea de
posar sus manos sobre aquél. En principio no le pareció correcto porque estaba
en el castillo de Windsor y no conocía a la mujer que lo había llamado, esposa
además del nuevo rey George por mucho que se hablara de sus malas relaciones,
pero la tentación fue más fuerte que su voluntad. Se levantó para ir a pulsar
unas teclas. El sonido que produjeron le pareció tan estridente y tan alejado
de la armoniosa música de Haendel que se había propuesto tocar, que se
arrepintió en el acto de haberlo hecho, y más todavía cuando oyó detrás de él
la voz de una mujer:
–¿Os gusta la música? Os aseguro que no es fácil
encontrar a un médico a quien le agrade… por lo común sólo suelen interesarse,
y aun así no mucho, por los problemas de nuestra salud.
Al darse la vuelta, avergonzado como un chiquillo
sorprendido cometiendo una travesura, se vio ante una mujer alta, delgada,
arropada con un vestido de color azul celeste. No era hermosa, pero su rostro
tenía un raro atractivo, realzado por un grueso collar de rubíes y por unos
pendientes a juego cuyos destellos daban la impresión de teñir las blanquecinas
mejillas con una leve capa carmesí. Las arrugas que rodeaban su boca a la
manera de una cadena de paréntesis trazados sobre la piel podían interpretarse
como huellas dejadas por las preocupaciones y el sufrimiento. Su vestimenta y
su actitud dieron a entender a Pettigrew que la llamada tenía un carácter más
privado que oficial, pero la saludó con un gesto respetuoso.
–No os dé vergüenza… no hagáis como tantos hombres
que consideran la música un pasatiempo, una diversión, antes de pasar a
dedicarse a asuntos que juzgan más importantes. El día que sea considerada en
más alto grado que la guerra y las murmuraciones cortesanas, la humanidad habrá
dado un paso adelante –sonrió–. Me parece estupendo que un reputado médico no
sea indiferente a ella y pueda armonizar el trabajo con las artes y con otras
aficiones… como la de ampliar conocimientos sobre los fabulosos legados del
antiguo Egipto.
–¿Estáis enterada de mi interés por la antigüedad
egipcia? –le preguntó Pettigrew, extrañado.
–Sé que el año pasado abristeis unas momias a
petición de vuestro amigo Belzoni y que después habéis adquirido una que otro
médico, Charles Perry, trajo a Inglaterra hace mucho… mucho tiempo, cuando ni
vos ni yo habíamos nacido todavía. Lo que desconozco es si también habéis
abierto ésa. No tengo noticia de ello.
–Lo hice… en privado –confesó en voz baja.
Hubo un breve silencio, durante el cual Caroline
miró sin disimulo la bolsa que el hombre había dejado en el suelo.
–Veo que habéis seguido mis instrucciones –comentó–.
Bien… eso hará que perdamos menos tiempo… Si os he hecho venir no es por
vuestra condición de médico, aunque me han llegado ecos de vuestro buen hacer,
ni porque os guste la música –se permitió esbozar otra sonrisa–, sino por la
curiosidad científica que sentís por las momias.
Se calló para observar el rostro del hombre, como
si quisiera comprobar el efecto que sus palabras obraban en él. Pettigrew
estaba sorprendido, si bien procuró no demostrarlo: era el último motivo en el
que habría pensado para explicarse por qué había sido requerido en el castillo
de Windsor.
–La campaña de Bonaparte en Egipto tuvo dos
inmejorables conclusiones: la derrota del Corso y haber despertado el interés
científico en Europa por los hallazgos arqueológicos efectuados en esa tierra…
y al decir esto me incluyo entre los interesados, como vos, pero de una forma
mucho más modesta, con menores conocimientos –prosiguió Caroline–. La
existencia no ha tenido a bien depararme hasta hoy muchas satisfacciones, y una
de las pocas que he conocido es poder tener cerca de mí objetos arrancados del
suelo egipcio… Sin duda no sabéis que Charlotte, la esposa del anterior George,
recibió un regalo del rey de Persia: un pedazo de un mineral formado, al
parecer, del alquitrán en las faldas de los volcanes y al que se atribuyen
propiedades milagrosas; en aquellas tierras le dan el nombre de mummia y
afirman que es capaz de curar instantáneamente heridas y cortes, mas debo
reconocer que no hay constancia de ello.
El doctor Pettigrew hizo una mueca desdeñosa; no
era reacio a considerar la posibilidad de que la medicina pudiera progresar por
medio del estudio de los minerales, igual que se había logrado experimentando
con plantas, pero no creía que ninguno poseyera la milagrosa propiedad de
soldar heridas, por mucho que proviniera de un país exótico. Su reacción no le
pasó inadvertida a Caroline.
–Veo que no lo creéis –dijo suspirando–. No puedo
erigirme en paladín de ninguna causa médica porque soy profana en esa materia.
Sin embargo, la curiosidad es lo único que puede mantenernos vivos. Cuando lo
conocido nos inspira tedio sólo queda la excitación ante lo desconocido.
Charlotte tampoco debió de creerlo, pues el pedazo de mummia sigue
intacto en un lugar de este castillo como si nadie lo hubiera tocado nunca.
Quizá Charlotte tenía bastante con sus plantas… y con ese Mozart por quien
estaba tan entusiasmada.
–Y pretendéis que yo compruebe si esos poderes
medicinales son ciertos –aventuró Pettigrew.
–No es tan sencillo. Voy a explicaros qué espero de
vos. Charlotte también conservaba una momia que le fue regalada meses después.
Las dos cosas se encuentran en una sala subterránea del castillo, esperando que
les presten la debida atención… Quiero que abráis la momia, intocada desde
entonces, y que analicéis el mineral; estoy persuadida de que gracias a vuestra
intervención el pasado nos hablará con claridad.
–Si me permitís la pregunta, ¿por qué yo?
–Ya lo habéis hecho antes de ahora. Podría haber
recurrido a los servicios de ese experto italiano amigo vuestro, pero prefiero
que lo hagáis vos… sois inglés. Por ello os he pedido que trajerais vuestro
instrumental.
–En estos momentos no estoy preparado, es preciso
cierto estado de ánimo –arguyó Pettigrew.
–Os lo ruego…
–¿Y ha de ser ahora?
–Lo he estado meditando unos días y no puedo
esperar –repuso Caroline con firmeza–. Venid conmigo.
Desconcertado, Pettigrew cogió la bolsa y siguió a
la mujer hasta la puerta del salón para dejarse llevar después por un largo
corredor cerrado de techo a suelo con deslumbrantes cristaleras venecianas,
tras las cuales se advertía un jardín difuminado tras la niebla del que
provenía un rumor de agua corriente. Apenas tuvo tiempo para divisar la sombra
de una fuente, pues Caroline, que caminaba delante de él, abrió una pequeña
puerta con forma de arco situada al fondo del corredor y le indicó que fuera hacia
allí. Pettigrew se vio ante el nacimiento de una escalera de la que surgió una
vaharada de aire viciado, donde esperaba un lacayo con un candelabro de seis
brazos, quien se inclinó saludando respetuosamente a la mujer.
–Vamos a la sala de las reliquias, Basil –le dijo
Caroline; y volviéndose a Pettigrew añadió–. Y vos, seguidnos.
Una capa de moho cubría las paredes de la escalera,
y el médico, molesto por el intenso olor a humedad, reparó no sin aprensión en
las telarañas que pendían del techo.
–Los criados se encargan de limpiarlas a menudo,
mas no tardan en volver a salir… no lo tengáis en cuenta –explicó la mujer–. El
mundo subterráneo es diferente del nuestro, se rige por leyes diferentes a las
de los humanos. Sin embargo, no he querido trasladar la momia a otro lugar del
castillo… después de todo pertenece al subsuelo. El mineral está con ella… uno
y otra son hijos del Oriente.
–Es cierto, no esperaba ver otra cosa –mintió
Pettigrew.
La luz del candelabro era insuficiente para
despejar del todo la oscuridad de la escalera y del sótano al que llegaron, por
lo que bajaron con cuidado de no perder pie. En cierto momento, el médico apoyó
su mano derecha en la pared y la retiró asqueado al apercibirse de que había
desprendido unos grumos de tierra. Nadie dijo nada hasta que el lacayo se
detuvo ante una celda con la puerta abierta. Pettigrew dejó pasar delante a la
mujer y el criado entró detrás de ellos. En contra de lo que cabía esperar, a tenor
del camino recorrido para llegar allí, la estancia estaba limpia, aunque
desprovista de ornamentos. Dos antorchas ardían en las paredes laterales,
desprendiendo el aroma dulzón de la resina, y en medio de la celda destacaba
una especie de sarcófago colocado en un catafalco, y dos sillas, en una de las
cuales había un objeto oscuro como la brea, semejante a un mineral
cristalizado. “Debe de ser la mummia”, pensó Pettigrew.
–Desde que decidí llamaros di la orden de conservar
la estancia iluminada; se ha convertido en un lugar muy importante para mí –explicó
Caroline–. Y tú, Basil, espera en la puerta, te llamaré si te necesitamos.
El lacayo se retiró después de haber dejado el
candelabro sobre el sarcófago.
–No demoremos lo que hay que hacer… empezad ya, os
lo ruego –dijo la mujer.
–¿Vais a quedaros delante?
–No os habría llamado si no hubiera tenido el
propósito de ser testigo de vuestro trabajo. Proceded como si yo no estuviera,
haceos cuenta de que soy invisible.
Asintiendo, el doctor Pettigrew dejó la bolsa en la
silla que estaba libre y la abrió mientras se preguntaba si dispondría de lo
necesario para desvendar la momia. Al menos contaba con lo fundamental: un
cuchillo, unos cinceles y, sobre todo, confianza en sí mismo y en la habilidad
de sus manos, que tanto servían para devolver la salud a un cuerpo enfermo como
para internarse por los secretos de un cuerpo muerto desde hacía siglos. Lo
único que fallaba era tener de testigo a la esposa oficial de quien iba a ser
el nuevo rey y la falta de estímulo personal, pues no se trataba de una
decisión propia sino de cumplir una orden. Sus experiencias le habían enseñado
que dentro de los sarcófagos solía haber un jeroglífico con la momia, y se
propuso encontrarlo antes de que llegara el momento de desvendarla.
–Habría estado bien tener un martillo –le comentó a
Caroline.
–Le diré a Basil que traiga uno.
–Esperemos a ver si hace falta…
Tras acercar al sarcófago la silla con la bolsa con
objeto de tener así más luz, el doctor Pettigrew trasladó a ella el candelabro
y, poniéndose unos guantes negros, procedió a limpiar con sumo cuidado los
laterales usando un pañuelo. No tardó en dejar a la vista unos dibujos que
representaban al dios Anubis en forma de chacal. Al cabo de un rato,
sirviéndose del cuchillo consiguió abrir la tapa y se sintió impresionado por
lo que vio y olió al desprenderla: un fuerte aroma a especias y a bálsamos
corrompidos que, mezclado con el humo que desprendían las antorchas de las
paredes, le provocó una rara sensación de embriaguez, pero lo más fascinante
para él fue el cuerpo seco, mineralizado casi, que había dentro del sarcófago.
El cadáver tenía los brazos alzados como si hubiera sido enterrado en vida y
hubiese consumido sus últimas fuerzas en querer liberarse de su terrible
prisión tratando de mover la tapa que cerraba el féretro. Junto a él, medio
oculto bajo lo que había sido el costado derecho, había un papiro que
Pettigrew, después de arrojarle un rápido vistazo, no se consideró capaz de
descifrar en esos momentos delante de otra persona. Más que vendas y ropajes
podridos por el transcurso del tiempo, lo que envolvía el cadáver era algo
parecido a una gruesa capa de betún sólido, la cual ofreció resistencia a las
sucesivas incisiones que intentó hacer en ella con el cincel, sin dejar de
observar lo que restaba del rostro ni la postura de los brazos. En más de una
ocasión tuvo que apartarse con repugnancia al notar en sus mejillas y en su
frente el frío roce de las manos del cadáver. Desprender una mínima capa de
betún le llevó el resto de la mañana y necesitó la ayuda de un martillo que
llevó el lacayo a petición de Caroline. A su lado, ésta no perdía detalle de
sus movimientos sin dar señales de fatiga.
–Las dos momias que he tenido oportunidad de abrir
eran diferentes –le explicó Pettigrew–. Se trataba de cadáveres embalsamados,
momificados, y da la impresión de que este hombre fue enterrado vivo, si bien
lo vendaron. Tampoco hay ornamentos ni monedas… ni siquiera cornalinas,
escarabeos o amuletos. Puede ser que la explicación esté en el papiro; es
preciso descifrarlo, y para ello debería llevármelo a casa porque no puedo
hacerlo sin consultar mis documentos.
–¿Se ha fijado en su boca? –le preguntó la mujer–.
Parece que sonría… y eso no se entiende si fue enterrado estando con vida.
–Sí, es una sonrisa macabra…
Pettigrew se inclinó para mirar de cerca la boca
del cadáver y reparó en que los labios, o lo que alguna vez debieron de ser
labios, tenían un color distinto al del resto del cuerpo, lo cual los hacía aún
más siniestros. Eran de un ligero tono púrpura y daban la impresión de
pertenecer a un hombre vivo.
–No, no fue embalsamado… Esperad, he visto más… A
un lado de la boca hay un bulto cristalizado con una mancha oscura en su
interior. Parece resina, pero no creo que lo sea.
Caroline se acercó al cuerpo.
–Sí, es en la comisura izquierda de los labios, y,
tal como decís, dentro de él hay algo más oscuro –corroboró.
–Permitidme, voy a examinarlo con mi lente de
aumento –Pettigrew abrió la bolsa para extraer de ella una lupa–. Es un insecto…
diría que se trata de una especie de escarabajo, pero no me atrevería a
asegurarlo. Hace falta más luz… siempre es necesaria más luz para todo,
acercadme el candelabro…
–Las velas se están extinguiendo, haré que Basil
traiga otro. Y si lo deseáis diré que os sirva un té.
–Os lo agradezco, pero no voy a tomar nada.
El médico esperó al lacayo observando el cristalino
bulto. Aquel insecto no parecía pertenecer a ninguna especie de las conocidas
del antiguo Egipto, mas eso no significaba nada porque la envoltura lo mantenía
semioculto y porque los descubrimientos eran pocos y mucho lo que aún quedaba
por descubrir y estudiar en ese terreno. La falsa sonrisa del cadáver le
resultaba cada vez más perturbadora, tanto como la postura de los brazos; sin
embargo, no podía apartar su mirada de la boca. Lo que estaba claro era que
esta vez no debería desvendar el cuerpo porque los podridos andrajos se
hallaban adheridos a la capa de betún que lo recubría y se habían desprendido
con ella. ¿Qué misterio escondía aquel cadáver y qué significaba el insecto
colocado en la comisura de los labios? ¿Quién habría sido aquella persona?
Pudo contemplarlo mejor con el nuevo candelabro:
era como un escarabajo, aunque su cabeza, más oscura que el resto del cuerpo,
se asemejaba antes bien a una mosca de gran tamaño, quizá a la de un ejemplar
gigante de tábano.
–Bien, señora, he hecho todo lo que estaba en mis
manos, pero ignoro qué clase de insecto es ése –dijo.
–¿Y podéis extraer alguna conclusión?
Pettigrew meditó lo que debía contestar. “No quiero
equivocarme y que mi error permanezca conmigo”, se dijo, recordando un verso de
Blake.
–Mi amigo Giovanni Battista sabe más que yo de
estos temas –repuso con cautela–. Ahora no se encuentra en Londres pero, si os
parece, le expondré el caso en cuanto vuelva a verlo. Probablemente deba
examinar él mismo esta… momia. ¿Habría algún impedimento para que me
acompañara?
–No, también yo quiero saber lo más posible. ¿Y el
mineral?
–Antes de pronunciarme debería hacer algún
experimento. No me atrevo a pediros permiso para llevármelo a casa, pero si
pudiera arrancar un pedazo, aunque fuera pequeño…
–Contáis con él –asintió Caroline.
Con la ayuda del cincel y del martillo, Pettigrew
pudo hacerse al cabo de un rato con una muestra de mummia y,
envolviéndola con su pañuelo de batista, la introdujo en la bolsa sin olvidarse
de guardar también el papiro.
–¡Mirad la boca del muerto! –dijo la mujer, con voz
alterada.
Habían dejado el candelabro cerca de la mejilla
izquierda del cadáver y el bulto de la boca comenzaba a disolverse a causa del
calor. Un espeso líquido ambarino se deslizaba por ella como una suerte de
babas podridas expelidas por un organismo enfermo, y la sonrisa del muerto
parecía más acentuada. Ambos se quedaron mirándolo con una mezcla de
fascinación y rechazo, sin que se les ocurriera apartar las llamas con el fin
de evitar que el bulto acabara de licuarse, y observaron maravillados cómo el
líquido caía encima del resto de los vendajes y del cuerpo ennegrecido dejando
tras él un sucio reguero y el rastro del insecto pegado a los restos de la
boca.
–¡Es perfecto en su fealdad! –exclamó Pettigrew.
–No, es monstruoso… –le rectificó Caroline–. Habría
que diseccionarlo y estudiarlo. ¡Pero no está completamente inmóvil!
En efecto, un leve movimiento apenas perceptible
había parecido sacudir la cabeza del insecto.
–Es imposible, lleva miles de años muerto –comentó
Pettigrew, aunque con un escalofrío–. Sólo ha sido una ilusión óptica; lo
examinaré con mi lupa –añadió, situando la lente a la altura de la cabeza del
animal y procurando no mirar los brazos del cadáver; “es como si antes de morir
hubiera querido abrazar la eternidad”, se dijo; lo agitado de su respiración y
el temblor de sus manos hacían notar que estaba alterado.
–Una quietud total… –dijo–. Nada, es lo que cabía
esperar, lo anormal habría sido que se moviera.
–¿Puedo mirar? –inquirió Caroline.
–Por supuesto, pero tened cuidado de no mancharos.
La mujer dedicó más tiempo a observar el insecto.
–Tenéis razón –reconoció–. ¿Vais a llevároslo para
abrirlo?
–Prefiero dedicar mi tiempo en los próximos días a
descifrar el papiro y a efectuar pruebas con la mummia, si me lo
permitís, claro está. Ni el cadáver ni el insecto se moverán entretanto de
aquí.
–Sí, hay prioridades. Lo que está muerto puede
esperar. Quiero saber qué propiedades tiene ese mineral y, si es posible, quién
era ese hombre.
–Ese hombre o esa mujer… por el momento no hay
elementos para afirmar una cosa u otra –dijo Pettigrew.
–Es un hombre, estoy segura de que es un hombre –concluyó
Caroline.
***
En
el camino de regreso, que hizo a la hora del crepúsculo en otro coche que le
aguardaba en el patio, Pettigrew se dedicó a reflexionar sobre lo sucedido y,
ajeno al paisaje que se apagaba con tenuidad a ambos lados, abría de tanto en
tanto la bolsa para acariciar con las yemas de los dedos el papiro y el trozo
de mummia, como si al hacerlo extrajera un placer táctil. En un primer
momento había pensado que todo obedecía al capricho de una mujer que,
insatisfecha con su vida, trataba de trascenderla interesándose por objetos
provenientes de antiguas civilizaciones, pero conforme el día había avanzado al
encuentro de la noche le había parecido que su interés era auténtico. Todavía
recordaba el brillo de ansiedad en sus ojos. “¿Por qué –se preguntó, mirando la
negrura dibujada al otro lado de la ventanilla, sin verla, como si estuviera
atraído por un abismo negro de pensamiento– habría insistido en que el muerto
era un hombre? ¿Acaso le desagradaba, por afinidades de sexo, ver los efectos
de la muerte en el cuerpo de una mujer? Veremos si tiene razón, siempre y
cuando pueda descifrar el papiro y en él se haga referencia al muerto”.
Londres lo recibió con una total oscuridad que
convertía cada rincón en un enigma, cada calleja en una trampa peligrosa. No
era un lugar agradable por las noches. La niebla ocultaba los edificios y
llevaba hasta el interior del coche un repugnante olor a coles hervidas y a
excrecencias corporales, y por unos momentos tuvo la sensación de encontrarse
en una ciudad extraña, fuera del mundo, a la que ni siquiera los fantasmas se
querían asomar. “Debería pensar en otra cosa”, se dijo, “no existen fantasmas;
cuando abro un cuerpo sólo veo materia ante mí, viva si el individuo está con
vida, y en putrefacción si no lo está”. Mas reconoció para sí mismo que la
visión del cadáver le había afectado en mayor medida de lo que creía, en
especial los brazos tendidos en busca de luz y de aire, y su sonrisa muerta,
coloreada de púrpura, que parecía dedicada con desprecio al mundo de los vivos.
Pudo imaginar lo que aquella persona debió de sentir viendo cómo el sarcófago
se cerraba sobre ella.
Se alegró de no tener que pagar al cochero y no
perdió tiempo para subir los peldaños que lo separaban de su casa. Sin volverse
a mirar atrás, oyó el sonido del coche al alejarse. Sólo lo hizo en el instante
de entrar en el hall, para ver ante sí sólo la calle silenciosa y
desierta, y cerró rápidamente la puerta como si temiera que la niebla pudiera
entrar en él. Le preguntó a su criado, Malcolm, si habían entregado algún
mensaje y su respuesta negativa le alegró porque nada le apetecía menos que
internarse a esas horas por las calles de Londres. Profiriendo un suspiro le
dijo que no iba a cenar y se retiraba a su despacho.
–No quiero ser molestado –ordenó.
Después de echar el pestillo de la estancia extrajo
de la bolsa el papiro y el trozo de mummia, y los miró pensativamente.
Por una parte se sentía tentado de dedicarles las siguientes horas para
intentar descifrar uno y analizar otro, pero al fin pudo más la fatiga de la
jornada y se acostó pronto, dejando ambos en la mesilla como compañeros nocturnos
junto a la palmatoria.
Esa noche no pudo dormir bien. En cuanto cerraba
los ojos le perseguía el recuerdo de la macabra sonrisa del cadáver, por lo que
tuvo que recurrir más de una vez a la luz de la vela para comprobar si estaba
solo en el dormitorio, y si conseguía descabezar un sueño se veía asaltado por
una pesadilla en la que la sonrisa púrpura se abría paso en la oscuridad y se
aproximaba al lecho, ella sola, sin cuerpo. Por eso, fatigado como estaba, al
levantarse decidió pasar la mañana en su despacho sin atender a sus compromisos
tras haber dado orden a Malcolm de que si se presentaban preguntando por él le
excusara alegando una indisposición. “También los médicos tenemos derecho a
estar enfermos”, reflexionó con ironía.
Las diversas pruebas que hizo con el mineral no
arrojaron luz alguna sobre su naturaleza y sus presuntas propiedades curativas.
Sólo le faltaba aplicarlo a una herida, y él mismo se practicó un corte poco
profundo en el dedo índice de su mano izquierda, sobre el cual aplicó la mummia.
Esperó un rato, pero la herida no se cerró a pesar de que la frotó
insistentemente con el mineral. “Sea quien fuere el que le dijo eso a
Charlotte, la engañó”, concluyó.
No estaba decepcionado porque no había tenido
confianza en el resultado positivo de las pruebas, pero en el fondo le molestó
reconocer su fracaso. Al dejarlo se sintió aún más cansado, sin saber si se
debería al exceso de trabajo o al efecto del frotamiento con la mummia
sobre la herida, y al tocarse la frente y las mejillas notó algo de calentura,
por lo que se propuso guardar cama luego de tomar una frugal comida, dejando
para otra ocasión el asunto del papiro, pues uno o dos días de espera no
significarían nada para algo que arrastraba una antigüedad de varios siglos.
Se levantó avanzado el nuevo día, sintiéndose mejor
después de una noche sin pesadillas. Tenía la intención de dedicar un rato de
su tiempo a tratar de descifrar el papiro, pero le esperaban tantas visitas,
inexcusables en su mayor parte, que tuvo que posponerlo otra vez. Sólo temía
que Caroline le hiciera ir a Windsor para interesarse por el papiro y por el
experimento con la mummia, mas por fortuna no recibió ninguna noticia de
ella.
El tiempo transcurrido desde su marcha del castillo
y del primer examen de la momia, el repentino acceso de fiebre que le había
postrado unas horas en el lecho y las atenciones que debió dispensar a sus
enfermos enfriaron un tanto su curiosidad, chasqueada además por sus fracasos
con el trozo de mummia, y pasaron otros cuatro días sin que hubiera
tocado el papiro, el cual yacía sobre la mesa de su escritorio, mezclado entre
los papeles, como si se tratara de un vulgar recuerdo de viaje o de un objeto
adquirido sin entusiasmo en la tienda de un brocantero.
Una semana después, ya anochecido, mientras oía
golpear la lluvia en la cristalera del ventanal y estaba tomando notas sobre la
enfermedad de una de sus pacientes, lady Margaret, y los primeros resultados de
la medicación que le estaba aplicando, Malcolm llamó a la puerta del despacho
para decirle que acababan de entregar un mensaje. El médico observó que estaba
lacrado con el sello de Windsor.
–¿Esperan respuesta? –quiso saber.
–El hombre que lo ha traído ya se ha marchado.
Pettigrew abrió el mensaje sospechando que su
presencia iba a ser requerida de nuevo en el castillo. Su intuición no le
engañaba. La nota, escrita con letra apresurada y levemente inclinada hacia la
izquierda, decía: “Tenéis una hora para prepararos. Un coche os recogerá en
vuestra casa y os traerá a Windsor. Es un asunto de suma importancia y puede
que debáis permanecer en el castillo hasta mañana. C”.
Tras asimilar el contenido de la nota subió a
cambiarse de ropa y, cubierto con su capa, esperó la anunciada llegada del
coche mientras echaba un vistazo al papiro tratando de descifrar su contenido.
Estaba seguro de que la mujer le preguntaría por él y debía estar preparado
para ofrecerle una respuesta. Lo que creía entender era incoherente, aparte de
que no encontraba explicación al hecho de que no hubiera referencias a la
identidad de la persona enterrada en el sarcófago. ¡Si su amigo Belzoni hubiera
estado en la ciudad él habría sabido disipar la incógnita! No le extrañaba que
Caroline le hiciera ir otra vez a su residencia, pero sí su tono perentorio y
el aviso de que tal vez debería hacer noche en Windsor. La nota no decía nada
sobre su instrumental, por lo que ante la duda decidió llevar la bolsa.
El coche apareció por fin, tirado por dos caballos
negros, y Pettigrew subió a él luego de impartir instrucciones a Malcolm y
decirle que no debía esperarle levantado, pues ignoraba cuándo regresaría.
–Puede que no pase la noche en casa… No te
preocupes, no sucede nada –añadió para tranquilizarlo al advertir su expresión
de inquietud.
La lluvia había barrido las calles de prostitutas,
ladrones y mendigos, y sólo se advertía ocasionalmente algún ventanal iluminado
detrás de la oscuridad. Por lo demás, la atmósfera seguía siendo pestilente y
tuvo cuidado de ajustar bien las ventanillas para evitar el hedor y que la
lluvia salpicara al interior del coche. Cerró los ojos, proponiéndose no
abrirlos hasta el final del viaje. Eso le hizo rememorar su visita anterior al
castillo y experimentó cierta turbación al pensar que volvería a ver los brazos
alzados del cadáver, su macabra sonrisa y el repulsivo insecto adherido a la
comisura izquierda de los labios como si fuera baba solidificada.
Cuando, tras un último traqueteo, el coche se
detuvo en el patio, Pettigrew salió dando un ágil salto y, sin pararse a mirar
a su alrededor, se cubrió con la capa para resguardarse de la lluvia y
dirigirse corriendo, chapoteando en los charcos, hacia el mismo portón por el
que había entrado la otra vez, el cual le fue abierto por un guardia que se
encontraba de pie ante él. Le sorprendió que Caroline le estuviera esperando en
el hall.
–Os doy las gracias por haber venido –dijo la
mujer. Pettigrew le restó importancia con un gesto.
–Lo que os tengo que decir es muy extraño… Pero
quitaos la capa mojada y tomad asiento… ¿Recordáis vuestra visita? –inquirió
Caroline.
–No puedo olvidarla –repuso, haciendo lo que le
había dicho la mujer–. Y os debo una explicación por mi largo silencio:
deberéis disculparme, pues permanecí un día en cama y he tenido mucho trabajo…
las enfermedades se enseñorean de Londres en esta época… No obstante, he hecho
pruebas con la mummia y…
–¡Olvidad el dichoso mineral! Es más grave lo que
está sucediendo en este lugar desde el día que abristeis el sarcófago. Esa
misma noche murió Basil, el lacayo que nos acompañó… fue un fallecimiento
súbito, no estaba enfermo y lo encontraron por la mañana, muerto en su cama.
–Hay muertes repentinas… –alegó Pettigrew.
–Sí, yo también pensé eso, y probablemente lo
habría seguido pensando de no haber sido porque al día siguiente falleció
Helen, una de mis doncellas. Tenía dieciséis años y era una muchacha sana.
Apareció muerta en el lecho. Y dos días después le sucedió lo mismo a otra,
Elizabeth, tan joven como Helen. ¿No os parece sospechoso que tres personas
hayan fallecido repentinamente en pocos días y que todas bajaran al menos una
vez al subterráneo donde se encuentra el sarcófago con la momia? ¿No resulta
llamativo?
Mientras hablaba, Caroline había estado dando
vueltas alrededor del sillón en el que se había sentado Pettigrew, y se detuvo
para añadir con énfasis:
–Los tres estuvieron allí y los tres murieron.
–Es sorprendente, sí, pero las casualidades existen
–Pettigrew se removió inquieto–. Supongo que un médico se encargaría de
estudiar los cadáveres para dictaminar la causa de las muertes.
–Sólo pudo certificarlas, no encontró nada que
apuntara a las causas de los fallecimientos.
–¿Y vos no habéis detectado algo anómalo? El día
que abrí el sarcófago y la momia me di cuenta de que sois una buena
observadora.
–De eso os quería hablar –la mujer miró fijamente a
Pettigrew; tenía una expresión seria y él observó que unos cercos violáceos
habían nacido bajo sus ojos–. Después de la tercera muerte yo misma bajé a la
celda para examinar el sarcófago… y descubrí que el insecto que habíamos visto
en la boca de la momia no estaba allí… había desaparecido.
Había bajado la voz, como si temiera pronunciar
esas palabras.
–El insecto estaba muerto –le recordó Pettigrew.
–¡Os dije que lo vi moverse! Por incomprensible que
pueda parecer, vivía.
–Nada puede vivir miles de años… Es probable que lo
haya cogido alguien.
–Os aseguro que nadie ha entrado en ella aparte de
Basil, Helen, Elizabeth y yo, pues la he mantenido cerrada con llave. Eso
quiere decir algo…
–Pero vos estáis viva…
–Y debo dar gracias al cielo porque así sea…
Esperad, aún no os he contado todo… Tengo motivos de sobra para creer que ese
insecto está vivo. Como he dicho, bajé a la celda, movida por la curiosidad y
la sospecha. En principio no tenía intención de hacerlo y no había ordenado
prender las antorchas. Estaba completamente a oscuras, y puedo jurar que el
momento en que puse los pies en ella percibí algo maligno en la atmósfera,
hasta el extremo de que llegué a pensar en renunciar a inspeccionarla, volver a
cerrar la puerta y alejarme de allí. Fue una sensación espantosa, como si
alguien que no fuera de este mundo me observara desde la negrura, y mis manos
temblaban cuando me ocupé de las antorchas para procurarme luz. Lo hice
adoptando la precaución de mirar hacia atrás, pues creía percibir una presencia
a mi lado. La sensación de estar siendo observada no desapareció ni cuando
examiné la celda a la luz. Era algo oscuro, siniestro, ominoso… Con ese estado
de ánimo fui hasta el sarcófago, pensando que aquel cuerpo muerto poseía un
poder para hacer el mal… La mueca de la momia se asemejaba más que nunca a una
sonrisa, y a pesar del horror que me inspiraba reuní el valor suficiente para
mirar sus brazos y su rostro. Fue entonces cuando descubrí que el insecto no
estaba en la boca del cadáver, y no pude evitar recordar que días atrás lo
había visto moverse. Al darme cuenta grité, retrocedí hasta que mi espalda
chocó contra el obstáculo de la pared, y me quedé mirando con fijeza el
sarcófago, incapaz de moverme, como si hubiera sido víctima de una experiencia
mesmérica que hubiese atado mis pies al suelo… en ese instante no me habría
extrañado ver a la momia alzándose del féretro, e hice lo más prudente que en
tales circunstancias podía hacer: marcharme. Pero antes de que hubiera
alcanzado la puerta percibí un zumbido… ¡algo estaba revoloteando por la celda!
Inevitablemente pensé que el insecto de la boca de la momia estaba vivo y en
aquel lugar. Oí el zumbido todavía más cerca de mí… agité las manos para
ahuyentarlo y salí cerrando de golpe la puerta, pensando que la muerte nunca se
me había manifestado con tanta proximidad… eso sucedió anoche.
–Ningún ser puede existir durante siglos… todo lo
que tiene vida muere –comentó Pettigrew, impresionado a su pesar por las
palabras de Caroline. Las emociones que habían suscitado en él eran una mezcla
de terror físico y mental que no le costaba esfuerzo alguno vincular con sus
propias pesadillas, aunque en principio se negó a reconocerlo; aun así insistió
filosóficamente–: todo lo que florece se extingue…
–Esperad, aún no he concluido… esta mañana, un
impulso me ha llevado a visitar las tumbas de Basil, Helen y Elizabeth. Sin
duda sabéis que algunos miembros de la realeza, entre ellos la querida
Charlotte, están inhumados en la capilla de San George de este lugar. Pero
ignoráis que en las inmediaciones hay un pequeño cementerio que da cobijo a los
despojos de la servidumbre… cuando el cadáver no es reclamado por la familia,
lo cual sucede raras veces. Una de las acusaciones que me imputan es la de
profesar demasiada estima a lacayos y criadas… Pues bien, tal estima, más lo
inesperado de sus muertes y lo que había sentido y oído en la celda han guiado
mis pies a ese camposanto. Me hallaba ante la tumba de Elizabeth pensando con
melancolía en cómo la muerte siega cruelmente tantas vidas jóvenes, cuando
percibí unos ruidos y gritos ahogados que parecían surgir de las entrañas de la
tierra, y recordé la momia del sarcófago y nuestra sospecha de que ese hombre
había sido enterrado vivo. Y me pregunté si no habría sucedido lo mismo con
Elizabeth. Era una posibilidad tan espantosa que me incliné hacia la tumba con
el fin de sentirme más cerca de la enterrada y oír mejor, mientras pensaba que
quizá había sido víctima de una ilusión porque el viento arrancaba gemidos de
las viejas cruces de madera podrida y de la hierba crecida en las sepulturas, y
eso podía haberme confundido. Aunque permanecí así durante un rato, no volví a
percibir nada. Pero os juro que los ruidos y los gritos me habían llegado al
alma. De allí fui corriendo a las tumbas de Helen y Basil, decidida incluso a
aplicar mi oído contra la tierra, mas sólo percibí el silencio de la tumba…
noté el frío de la muerte hasta en los huesos… si bien algo me decía en mi
interior que también habían sido víctimas de un enterramiento prematuro.
Regresé a la tumba de Elizabeth para cerciorarme, y de nuevo creí percibir
debajo de mí unos golpes contra algo duro y unos gemidos ahogados. Sé que voy a
ser una efímera ocupante de Windsor, porque mi lugar dejará de estar en este
castillo en cuanto George sea coronado en Westminster, pero al menos de momento
mi voz sigue siendo escuchada, y para poder dormir en paz en lo sucesivo se me
ha ocurrido solicitar al arzobispo que conceda autorización para abrir sin
demora las tres tumbas… ¡no podría continuar viviendo con esa sospecha! El
permiso me ha sido concedido y he hecho llamar al abate Ackland a la vez que a
vos. Hay cuatro sepultureros aguardando a que nos personemos en el cementerio.
–Lo que me habéis contado es horrible y espero que
no haya sucedido así –dijo Pettigrew–. Pero no entiendo qué puedo hacer yo.
–¡Estoy segura de que todo tiene relación con la
momia que abristeis! He estado pensando en lo sucedido hasta temer que iba a
perder la razón y deseo saber… pero, callad… creo que llega el abate Ackland.
El sonido de otro coche al detenerse en el patio se
mezcló con el producido por la lluvia azotando los cristales de las ventanas, y
Pettigrew miró inquieto a su alrededor. Hasta entonces no había reparado en
ello, absorto en el relato de Caroline, pero el hall sólo estaba
tenuemente iluminado con un candelabro y la luz no alcanzaba a sacar de la
oscuridad todos los rincones y recovecos, lo cual lo llevó a imaginar la
fantasía de que no se encontraba en Windsor sino en un grande y lóbrego
mausoleo donde se acabara de oficiar un responso de tinieblas, a lo cual
contribuyó el punzante olor a cera quemada. Las figuras de los cuadros habían
desaparecido de su vista, creando la impresión de que las molduras doradas
servían de marco a inquietantes telas negras en las que creía ver reflejada la
negrura de su propio pensamiento, y las paredes tenían un color desvaído. Era
como si la estancia hubiera ido perdiendo colorido y realidad a medida que el
relato de Caroline llegaba a su fin: como si la realidad estuviera dejando de
serlo. Sus divagaciones quedaron interrumpidas cuando la puerta se abrió
súbitamente para dar paso a un anciano clérigo alto, calvo, de rostro
blancuzco, y tan esquelético que podría haber servido de modelo a un pintor que
se hubiera propuesto dotar a la Muerte de un rostro y un cuerpo con apariencia
humana. “¡Por todos los cielos!, ¿acaso no había en Londres un clérigo de
aspecto menos siniestro?”, se preguntó. Su aspecto resultaba más horrible visto
de cerca, pues tenía una fina línea en vez de labios, le faltaba un ojo y el
otro chispeaba con una mirada cruel en la que los vicios habían dejado su
huella. El recién llegado apenas prestó atención al médico, limitándose a
hablar con Caroline, a quien dijo que estaba informado y se hallaba dispuesto a
acompañarla. Su voz tenía una resonancia cavernosa.
–El camposanto no está lejos, pero he dado orden de
que tengan preparado un coche para protegernos de la lluvia hasta que lleguemos
–le dijo Caroline a Pettigrew, como si dirigiéndose a él tratara de paliar un
tanto la descortesía del clérigo.
El coche estaba en el patio, junto al que acababa
de llevar al abate Ackland. En cuanto subió, Pettigrew pensó que se habría
sentido mejor yendo a solas con la mujer, pues el clérigo le inspiraba
repulsión, y no sólo por sus pésimos modales. El trayecto se le antojó
demasiado largo a pesar de su brevedad y procuró mantener la mirada apartada
del abate para dirigirla a la ventanilla y escuchar el monótono golpear de la
lluvia contra el coche y el camino, pero cuando en ocasiones lo observaba de
reojo reparaba en que, al contrario, él lo miraba con insistencia. El coche fue
a detenerse en un lugar que respondía a lo que Pettigrew esperaba ver tras oír
la descripción de Caroline. Consistía en varias filas de tumbas desordenadas y
una pequeña capilla, de la cual salieron cuatro hombres provistos de picos y
palas. El cielo cosía con hilos de lluvia su negrura con la oscuridad de la
tierra.
Los cuatro saludaron con respeto a Caroline y al
abate, y a una indicación de la mujer se encaminaron hacia una de las
sepulturas donde, una vez que el clérigo hubo trazado la señal de la cruz sobre
ella, empezaron a excavar en la tierra. Viéndolos, Pettigrew se acordó de la
sonrisa púrpura de la momia y no advirtió que la lluvia estaba empapando sus
ropas hasta que vio gotear el agua desde su sombrero. Caroline asistía a la
ceremonia con la mirada fija en la tumba, retorciéndose las manos, lo cual hacía
más llamativa la indiferencia que se dibujaba en el rostro del abate. De vez en
cuando, la mujer les pedía a los sepultureros que cesaran en su actividad por
unos instantes y escuchaba sin ocultar su emoción, mas sólo rompía el silencio
el doble fragor de la lluvia y el viento.
–En mi opinión no debéis temer –le dijo el clérigo
con tono persuasivo–. Los médicos de la corte son inmejorables y tienen mucha
experiencia… saben cuando ha muerto una persona.
–¿Lo creéis de verdad así? –repuso Caroline sin
mirarle.
El abate Ackland no contestó. Unos golpes de las
palas contra algo que sonó a madera indicaron que los sepultureros habían
llegado al ataúd. Caroline dio unos pasos sobre la tierra removida hasta
colocarse en el borde de la fosa, y Pettigrew hizo lo mismo; sólo el clérigo se
mantuvo apartado, sin dejar de mirar por ello. La mujer tenía el rostro
demudado y los cabellos mojados se le adherían como una máscara a las mejillas
y al rostro.
–¡Callad! –pidió–. ¿No oís nada?
Un sordo pánico invadió a Pettigrew al ver el
féretro despuntando entre la tierra. ¿Tendría razón Caroline al temer que su
doncella había sido inhumada en vida? Los sepultureros procedieron a desprender
la tapa y el horror surgió ante todos: la joven enterrada en él yacía inmóvil,
pero sus manos se hallaban alzadas, las puntas de los dedos no eran sino
muñones ensangrentados, tenía la boca abierta en un mudo grito de espanto; lo
peor era la mirada muerta de sus ojos, abiertos a un horror indefinible. Pettigrew
miró al cielo y se dijo que nunca podría olvidar aquella mirada.
–Vivía… esta mañana todavía estaba con vida… –murmuró
Caroline antes de desplomarse sin conocimiento.
Entre los seis hombres la llevaron a la capilla,
donde recobró la consciencia a los pies de un Cristo crucificado –“otro
indiferente al dolor humano, como el que se llama a sí mismo su ministro en la
tierra”, se dijo Pettigrew– después de que el médico le aplicara a la nariz un
frasco de sales. Caroline tardó en hablar, y lo hizo para balbucir:
–La momia… ha sido culpa de la momia…
–¿A qué os referís? –inquirió el abate, dando por
primera vez muestras de interés.
–Es necesario abrir las otras tumbas, tengo que
saberlo… –se volvió hacia Pettigrew–. Vos me comprendéis…
–Sigue lloviendo, señora –repuso el médico–,
deberíamos dejarlo para mañana.
–Hay que abrirlas esta noche –insistió ella.
–Como queráis, pero será mejor que esperéis
entretanto en la capilla; hace frío, podríais enfermar.
–Mi puesto está ahí fuera.
Con esas palabras Caroline dio por zanjada la
discusión y el grupo salió al cementerio. La lluvia había cesado como por
ensalmo durante el tiempo que habían permanecido en la capilla, mas la tierra
estaba tan embarrada que los pies se hundían en ella y el cielo parecía formado
por una sola inmensa nube negra. Pettigrew se dio cuenta de que el abate
Ackland le miraba frunciendo el ceño, con expresión de recelo. Caroline no dijo
nada más; se limitó a asistir a las exhumaciones sin indicar cuáles eran las tumbas,
ya que los sepultureros las conocían bien por ser ellos mismos quienes las
habían cubierto días atrás, pero su rostro acusó la impresión que le producía
ver en una y otra la siniestra estrechez del féretro, la expresión de horror,
los brazos extendidos, la boca abierta y los ojos desorbitados cerrados para
siempre a los colores del mundo. Los cuerpos de Basil y Helen acusaban la
rigidez de la muerte, y sin embargo parecían vivos, poseídos por un miedo sin
límites, a la espera de que alguien pudiera extraerlos de su encierro. Caroline
se mostraba tan angustiada como Pettigrew, e incluso el abate y los
sepultureros temblaban a la vista de los cadáveres.
–Por qué… por qué todo esto, oh, Dios… –musitó la
mujer.
Un sentimiento de culpa se había apoderado de
Pettigrew al verse asaltado por el pensamiento de que Caroline podía estar en
lo cierto al atribuir aquello a la apertura del sarcófago de la momia, y al ver
el tercer cuerpo sintió que no podía soportarlo más, por lo que se alejó del
grupo congregado en torno a la tumba y no se movió de allí hasta que Caroline
se reunió con él. Empezaba a llover de nuevo y no supo si lo que se deslizaba
por el rostro de la mujer eran lágrimas o gotas de lluvia.
–Van a cubrir las sepulturas, no podemos hacer nada
–oyó que le decía.
El coche devolvió a Windsor a unos enmudecidos
pasajeros. La lluvia hacía brillar las piedras del patio y el cielo anunciaba
la inminente llegada del alba. Una vez allí, el abate pidió permiso para
retirarse a la estancia que le habían preparado, a la que lo condujo uno de los
lacayos. Su aspecto testimoniaba lo que había sido la terrible noche y estaba
aún más pálido, si cabe.
–En previsión, he hecho preparar otra estancia para
vos. Ahora os llevarán a ella –le dijo Caroline.
Sus cabellos seguían ocultando una parte de su
rostro, sus ojeras eran más pronunciadas y tenía la expresión de estar
padeciendo un tormento interior. Aunque todavía se mostraba capaz de mantener
su porte, no se asemejaba a la mujer que Pettigrew había conocido.
–Si no lo tomáis como descortesía, prefiero
regresar a mi casa, donde debo proseguir mi trabajo. Pero antes me gustaría ver
otra vez la celda y la momia –repuso el médico.
–¿Estáis seguro?
Pettigrew asintió.
–En tal caso os llevaré yo misma. No quiero que
nadie más vuelva a entrar en esa celda, ya basta con lo que ha sucedido.
Caminó como un sonámbulo siguiéndola a través de
diversos salones hasta que llenaron la galería con cristaleras venecianas. En
ausencia de niebla, el jardín, y con él la fuente, eran visibles. La luz de la
naciente mañana permitía advertir las plantas mojadas por la lluvia, y la
fuente consistía en una figura mitológica de cuya boca abierta brotaba el agua.
El doctor Pettigrew creyó que nunca podría volver a mirar la boca abierta de un
ser humano si no lograba olvidar lo que había visto esa noche en el cementerio.
Se detuvo a contemplar el cielo plomizo, pero siguió inmediatamente a Caroline
hasta el subterráneo.
La mujer extrajo una llave para abrir la puerta de
la celda, donde los recibió una negrura intensa como la brea. Pettigrew se
estremeció: también él había notado algo aterrador en el aire viciado de aquel
lugar. Caroline prendió una de las antorchas, y el pedazo de mummia y el
sarcófago quedaron expuestos a la luz oscilante de la llama. Los brazos de la
momia recordaron al médico la postura de los tres cadáveres exhumados; pero
había una diferencia: la momia parecía sonreír, mientras los otros habían
muerto profiriendo gritos de horror. ¿Qué secreto ocultaba ese sarcófago? ¿Era
una locura creer que existía alguna relación entre él y los sucesos acaecidos
en Windsor? Un zumbido lo sacó de su ensimismamiento.
–¡Otra vez ese horrible animal! –gritó Caroline.
Pettigrew escrutó la celda con atención hasta que
alcanzó a divisar el vuelo de una suerte de escarabajo que de vez en cuando se
posaba sobre una de las paredes, y lo siguió con la mirada, fascinado por el
zumbido. Era más grueso y rojizo que cualquier otra especie de insecto volador
conocida. La náusea que le inspiró fue más fuerte que su curiosidad científica
y ni siquiera se preguntó si se trataba del mismo que Caroline y él habían
visto adherido a la boca de la momia, aunque cualquier cosa parecía posible esa
noche. Después de quitarse el sombrero, se acercó cautelosamente a la pared
donde se hallaba posado el escarabajo y, con un rápido movimiento, lo cubrió
con él y lo arrastró de allí al suelo procurando no dejar ningún resquicio por
el que pudiera escapar. Como temía que el insecto pudiera levantar el vuelo,
ante la mirada horrorizada de Caroline pisoteó el sombrero y no cesó hasta que
estuvo convencido de que el animal debía de haber muerto. Cuando al fin se
decidió a levantar el sombrero descubrió debajo un grueso insecto reventado de
cuyo cuerpo había surgido un repugnante líquido entre rojizo y amarillento.
Había actuado así movido por la ira, sin hacerse ninguna pregunta.
–Era un bicho repugnante –comentó, como
excusándose.
–Más que eso… era un misterio –dijo Caroline.
Hubo un silencio durante el cual cada uno de ellos
se preguntó qué debía de estar pensando el otro.
–¿Habéis decidido qué hacer con el mineral y con la
momia? –preguntó el médico.
–Hoy no me siento con ánimo para pensar en eso… no
lo sé… es probable que lo legue al Museo. Como quiera que sea, hacedme un favor…
considerad un regalo el papiro que os llevasteis, pero si alguna vez llegáis a
descifrar su contenido no me lo digáis nunca, no quiero saber nada de esa
maldita cosa… Disculpad mi lenguaje.
–Lo incorporaré a mi colección de antigüedades –repuso
Pettigrew–. Y ahora voy a marcharme, con vuestro permiso.
Caroline se aproximó a él, y lo miró fijamente. En
sus ojos se advertía tanto horror como dolor.
–Debéis jurármelo –le exigió.
–Os doy mi palabra… –el médico titubeó–. Lo juro.
De regreso a la ciudad, Pettigrew se esforzó por
olvidar la momia, el insecto aplastado y la macabra experiencia vivida, e
incluso tomó la determinación de no descifrar el papiro, pero en cuanto llegó a
su casa volvió a pensar en él. Por su profesión, estaba acostumbrado a tratar
de averiguar las causas de las anomalías físicas, y todo cuanto había vivido en
las últimas jornadas era una gran anomalía. Se sentó a la mesa del despacho y
acarició el papiro mientras preparaba una pipa de opio. Estaba seguro de que
debía buscar la explicación en él y no podía renunciar a conocerla aunque luego
debiera guardarla para sí mismo. Descifrarlo le llevó un día, que pasó
encerrado sin comer ni atender a su criado más que con monosílabos a través de
la puerta. Cuando lo consiguió se sintió atenazado por el horror. La traducción
libre del papiro era: “El nombre de quien ocupa este sarcófago no sea
pronunciado nunca más. Profanador de tumbas, ladrón de reliquias, inmundo e
impuro. Eterna será la oscuridad de su condena. Que sus ojos no vuelvan a
abrirse a la luz. Él, que tantos sueños perturbó por codicia, es vendado y
enterrado con vida, maldito de Osiris, en una de las tumbas profanadas por sus
manos, en compañía del escarabajo del sueño mortal. Quien recibe su picadura
adquiere apariencia de muerte. Cuando despierte se sentirá encerrado,
inmovilizado. Es designio de Amenemheb que muera con sufrimiento. Así se
escribió y así se cumple. No se le mata porque sería sencillo para él. No se le
hace dormir ni se le extirpan los ojos para que cuando despierte del sueño de
la muerte asista al horror del castigo y mire de frente a la oscuridad eterna,
no se le cortan las manos para que padezca la tortura de querer moverse y no
poder. La comida que dejamos prolongará su agonía. Está en nosotros
alimentarnos cuando tenemos hambre, aunque nos sepamos encerrados en un lugar
sin salida. Nuestra maldición, la comida y el escarabajo serán sus compañeros.
Unas se acabarán, mas el otro es eterno porque Anubis lo mira con buenos ojos.
El escarabajo no morirá”.
–Caroline no estaba equivocada –dijo en voz alta; y
arrojó el papiro a las llamas de la chimenea.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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