domingo, 30 de noviembre de 2025

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes

Gustav Meyrink

 

–¡Knödlseder, hazte a un lado! –ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.

–Porquería de animal, ojalá se muera –protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose sólo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:

–¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!

¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

–¡Esto no puede seguir así –rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar “dando gracias a Dios”, una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso–, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos –zancudos igual que las cigüeñas– y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

–¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

–Somos grullas vírgenes –fue la respuesta.

–Para quien se lo quiera creer –había respondido el águila real para regocijo de todos los presentes; pero lástima que pronto el carácter zumbón de este muchacho también se volvió contra él, y fue así que un día se puso secretamente de acuerdo con un cuervo, que hasta entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al enrejado con su cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de las ruedas; luego colocaron el caño de goma en el comedero de la jaula y el águila real había tenido el tupé de señalarlo con el pulgar diciendo:

–Amadeo, ahí tienes un chorizo.

Y él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín Zoológico, él, el venerado buitre de los Alpes… se lo creyó: se apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido vuelo hasta su barra, donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin arrojándolo hacia atrás con violencia, de modo que, por primera vez en su vida, cayó al suelo provocándose una dolorosa torcedura en el cogote. Inconscientemente, Knödlseder se estaba tanteando ahora, al recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de furia, pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión de una nueva burla. Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por suerte el antipático animalejo no había notado nada y seguía tranquilamente hincado “dando gracias a Dios”.

Esta noche se concreta una huida, resolvió el buitre de los Alpes tras largo cavilar: “prefiero la libertad con su lucha por la vida, antes que permanecer un solo día más con ese ser indigno”. Un breve ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta de la jaula seguían oxidadas –un secreto que ya conocía desde hacía mucho tiempo y que guardaba celosamente para sí–, lo que facilitaba considerablemente sus planes.

Consultó su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche! Esperó una hora más y comenzó a empacar silenciosamente su maleta. Un camisón, tres pañuelos (se los acercó uno por uno a los ojos: ¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su libro de misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las gastadas páginas, y por fin –una lágrima nostálgica mojó sus párpados– el viejo y querido braguero, pintado amorosamente para simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita le había regalado para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran… y con el que tanto le había gustado jugar.

Bueno, ya estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su buche. Casi me convendría, pensaba Knödlseder, esperar a que el señor Director me diera un certificado de buena conducta. Nunca se puede saber; pero desechó este pensamiento casi de inmediato; no sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la dirección del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su partida.

–No, creo que me conviene más dormir una horita.

Ya estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo sobresaltó un ruido sospechoso. Aguzó el oído. No era nada de importancia: el marabú, que secretamente era un gran adicto a los juegos de azar, estaba jugando al par o impar bajo palabra de honor consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente manera: tragaba un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas: si el número que resultaba de esta operación era impar, había “ganado”. El buitre de los Alpes lo estuvo observando durante un buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a cada rato, hasta que un nuevo ruido –proveniente esta vez de la construcción de cemento que embellecía el interior de la jaula– distrajo abruptamente su atención. Era un cuchicheo y estaba dirigido a él:

–Pst, señor Knödlseder.

–¿Qué hay? –contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz y bajó volando suavemente de su barra.

Era un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el águila real, se diferenciaba fundamentalmente de este por su carácter apacible y bonachón, enemigo declarado de las bromas pesadas.

–Usted está por huir –comenzó diciendo mientras señalaba la maleta. Por un instante el buitre de los Alpes pensó terminar con esta intromisión cerrando la boca del erizo para siempre –por pura cautela, se entiende–, pero la confiada mirada de su interlocutor lo desarmó por completo–. ¿Conoce usted bien los alrededores de Múnich, señor Knödlseder?

–No –tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.

–Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después… –el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita de rapé–, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha suerte en el viaje, señor vecino –cerró el erizo su locución y desapareció.

Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knödlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse en su rincón para dar gracias a Dios.

–¡Uf, cuánta chatura! –protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba hacia el sur– ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!

Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza. Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus.

El buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido. Durante la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho: ex nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente, se le abría un camino nuevo.

–¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! –chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knödlseder, tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que estaban expuestas en el escaparate.

Conquistada por el comportamiento tan educado y jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador. Y al distinguido caballero le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas, una color rojo fuego, sólo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él canturreaba:

Un beso ardiente de tu boca de rosa
me recuerda
aquellos rojos amaneceres, hurrá;
hurrá, hurrá, hurrá.

–Vaya, qué bien le queda –exclamó feliz la vieja–. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)… duque!

–Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca –trinó el buitre de los Alpes.

Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knödlseder tomó la caja de cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter. A altas horas de la tarde –los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes–, condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada en el paisaje.

De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo Knödlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una próspera aldea de lirones. Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knödlseder no sólo no le tocó ni un solo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.

–A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? –dijo para entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.

–No, no –balbuceó el anciano caballero.

–¿Del sur tal vez?

–No. De… de Praga.

–Ah, y por lo tanto judío, ¿no? –siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.

–¿Yo? ¿Y… yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! –negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso–. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años fui shabes-goy con una familia judía pero buena.

Una vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca de la vida y las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar donde afincarse. La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada independiente.

Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes. Prolijamente escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre la entrada de la tienda recién inaugurada: CORBATAS EN TODOS LOS COLORES. Vende AMADEO Knödlseder (se conceden rebajas), y todos se agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.

Antes, cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente entre las patas delanteras.

La firma Amadeo Knödlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres (sólo bebía limonada). Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.

El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás! Después del cierre, Amadeo Knödlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón –una gamuza solterona, con lentes y manta escocesa– se acercaba con sus breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento de su cabecita. Ya se estaba corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.

Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia –tan desdichada como sorprendente– de que el número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al hogar.

Y cierto día se notó la falta de… ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había caído al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de Amadeo Knödlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para –así afirmaba él con desconsuelo–, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura. Y, entre vuelo y vuelo, se le podía ver sentado entre las piedras –en la boca un mondadientes– con la vista perdida en el vacío.

Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas. Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble –un viejo gruñón y chismoso– hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba dispuesto a seguir esperando un solo día más el pago del alquiler adeudado.

–¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knödlseder adeuda el alquiler? –el oficial de guardia no podía creerlo–, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con despertarlo basta!

–¿Ese y en casa? –el viejo lirón estalló en una sonora carcajada– ¿Nada menos que ese? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como una cuba!

–¿Borracho? –el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.

Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda. Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.

–¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio –y así iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.

–¡Ji, ji, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Ji!

El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde aquel encuentro tan enojoso con Knödlseder no se había dejado ver nunca más en la vía pública.

El desconcierto general iba creciendo y creciendo. Hasta las elegantes damitas que regresaban a casa –de vaya a saber uno qué diversiones– envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía. Y de pronto un ruido formidable: la puerta había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes! De la habitación abierta salía un olor nauseabundo y adonde quiera que uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos. La multitud quedó como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos. Knödlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente adquirida… ¡un segundo “Joyero Cardillac” de la novela de la señorita de Scuderi!

–¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? –comenzó de nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.

–¿Cómo es posible, estimado vecino, que usted fuera el único que mantuviera en pie su desconfianza? ¡Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado…!

–¿Un buitre de los Alpes cambiar? –preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de burla–. ¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp…! –no pudo seguir hablando: voces humanas se acercaban. ¡Turistas!

En un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron. Incluido el marmota sabio.

–¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! –exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (sólo que no tan amarillos, sino más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación de la naturaleza–. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, señor Klempe, lo que me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted. Cuando la guerra haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano y reconocer:

–¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Error ortográfico

Gabriel Gala

 

El tipo estaba tan borracho que iba haciendo heces por la calle.

 

Harrison Bergeron

Kurt Vonnegut

 

En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovecharan injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.

Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.

Era bonita esa danza, la que acaba de terminardijo Hazel.

¿Eh?dijo George.

Esa danza, era bonitadijo Hazel.

Ajá.

Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiera podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se sintiera triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.

George torció la cara a la vez que dos de las ocho bailarinas.

Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.

Como si golpearan con un martillo en una botella de lechedijo George.

Debe ser interesante oír todos esos ruidosdijo Hazel, con un poco de envidia. Las cosas que inventan.

Humdijo George.

Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría?preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers. Si yo fuese Diana Moon Glampersprosiguió Hazelusaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.

Yo podría pensar, si fueran sólo campanasdijo George.

Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuertedijo Hazel. Creo que yo sería una buena Directora General de Impedidos.

Tan buena como cualquieradijo George.

¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal?dijo Hazel.

Nadiedijo George.

Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.

¡Caramba!dijo Hazel. Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?

Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.

De pronto pareces tan cansadodijo Hazel. ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido?Hazel se refería a los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a durante un rato.

George sopesó el saco con las manos.

No tiene ninguna importanciadijo. Ya no lo noto. Es parte de mismo.

Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yocontinuó Hazel. Si hubiera algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo… sólo unas pocas.

Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menosdijo George. No me parece un buen negocio.

Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajodijo Hazel. Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.

Si tratara de librarme de este pesodijo Georgeotra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría eso, no es verdad?

Me sentiría horrorizada.

Precisamentedijo George. Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?

Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.

Se haría pedazos.

¿Qué cosa?dijo George desconcertado.

La sociedaddijo Hazel, insegura. ¿No hablabas de eso?

¿Quién puede saberlo?dijo George.

Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:

Señoras y señores…

Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.

Muy biendijo Hazel. Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.

Señoras y señoresdijo la bailarina leyendo el boletín.

Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.

Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.

Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.

Perdóndijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente. Harrison Bergerongraznó, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se le acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.

Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.

Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.

Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.

Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.

Si ven a este muchachodijo la bailarinano intenten, repito, no intenten discutir con él.

Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.

Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.

George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces.

¡Dios mío!dijo. ¡Tiene que ser Harrison, nuestro hijo!

En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.

Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.

¡Soy el emperador!gritó Harrison. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!

Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.

Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquírugió, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.

Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.

Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.

Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.

¡Ahora elegiré a mi emperatriz!dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.

Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.

Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.

La bailarina era de una cegadora belleza.

Biendijo Harrison tomándole la mano. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra “danza”. ¡Música!

Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.

Toquen como mejor puedanles dijoy les haré barones y duques y condes.

La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.

La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.

Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.

Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.

Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.

No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.

Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la Luna.

Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielorraso, que estaba a diez metros de altura.

Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielorraso.

Lo tocaron.

Y luego, neutralizando la gravedad con el amor y el deseo, se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielorraso y allí se besaron mucho tiempo.

En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.

Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.

En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.

Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.

George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.

¿Has estado llorando?le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.

dijo Hazel.

¿Por qué?dijo George.

Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.

¿Qué era?preguntó George.

No lo sé, tengo la cabeza confundidadijo Hazel.

Hay que olvidar las cosas tristes.

Es lo que hago siempredijo Hazel.

Magníficodijo George.

Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.

Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedordijo Hazel.

Así es realmente, puedes repetir esa verdad.

Carambadijo Hazel. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.

 

(Tomado de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)