Leopoldo Alas “Clarín”
En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de
España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se
entienden, menos dos ancianos venerables que desprecian al miserable vulgo de los
bañistas y mutuamente se aborrecen.
¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el
primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia,
de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa…
o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro
D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo paquete, que contiene
multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina
que son un par de sabios.
Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es
ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e
impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo
alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva,
debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y
con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza.
Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los
desocupados bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad
de los viejos.
Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie
osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban
las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exacerbaba por las coincidencias de
sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre
ello, morena.
***
Pérez había llegado a Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba
de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda,
del bañero, del pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las
botas, de la campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de
la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse,
pero eran la mayor molestia. “¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes, niñas
cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalagosos, indianos soeces
y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos repugnantes, ¡peste
de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo… ¡Uf! ¡El pueblo!
Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener
que oír, a la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban
el alma de hastío y de tristeza!”.
Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios,
trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar
en el trato, de obligarle a participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco
que le propuso bailar un rigodón con cierta dueña… Pérez tenía un arte especial
para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de sí a las pocas palabras;
a los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba
mucho en verse libre de todos.
Además, aquella triste humanidad le estorbaba en la
lucha por las comodidades; por las pocas comodidades que ofrecía el establecimiento.
Otros tenían las mejores habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban
antes que él los mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las
mejores tajadas.
El puesto de honor en la mesa central, puesto que llevaba
anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de comedor y de los dependientes, y puesto
que estaba libre de todas las corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror
de Pérez, pertenecía a un señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía
si por antigüedad o por odioso privilegio.
Pérez, que no estaba lejos del canónigo, le distinguía
con un particular desprecio; lo envidiaba, despreciándole, y le miraba con ojos
provocativos, sin que el otro se percatara de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo,
había pretendido varias veces pegar la hebra con Pérez; pero éste le había contestado
siempre con secos monosílabos. Y D. Sindulfo le había perdonado, porque no sabía
lo que se hacía, siendo tan saludable la charla a la mesa para una buena digestión.
Don Sindulfo tenía un estómago de oro, y le entusiasmaba
la comida de fonda, con salsas picantes y otros atractivos; Pérez tenía el estómago
de acíbar, y aborrecía aquella comida llena de insoportables galicismos. Don Sindulfo
soñaba despierto en la hora de comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el
tremendo trance de tener que comer sin gana.
–¡Ya va un toque! –decía sonriendo a todos don Sindulfo,
y aludiendo a la campana del comedor.
–¡Ya han tocado dos veces! –exclamaba a poco, con voz
que temblaba de voluptuosidad.
Y Pérez, oyéndole, se juraba acabar cierta monografía
que tenía comenzada proponiendo la supresión de los cabildos catedrales.
Fue el sabio díscolo y presunto minando el terreno,
intrigando con camareras y otros empleados de más categoría, hasta hacerse prometer,
bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se fuera el canónigo, que sería pronto,
el puesto de honor, con sus beneficios, sería para él, para Pérez, costase lo que
costase. También se le ofreció el cuarto de cierta esquina del edificio, que era
el de mejores vistas, el más fresco y el más apartado del mundanal y fondil ruido.
Y para tomar café, se le prometió cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora
ocupaba un coronel retirado, capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En
cuanto el coronel se marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez.
***
En esto llegó Álvarez. Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que
añadir que Álvarez tenía el carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero
más energía y más desfachatez para pedir gollerías.
También le aburría aquel rebaño humano, de vulgaridad
monótona; también se le puso en la boca del estómago el canónigo aquel, de tan buen
diente, de una alegría irritante y que ocupaba en la mesa redonda el mejor puesto.
Álvarez miraba también a don Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba
si el buen clérigo le dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba
Pérez y el rincón donde tomaba café el coronel.
A la mesa notó Álvarez que todos eran unos majaderos
y unos charlatanes… menos un señor viejo y calvo, como él, que tenía enfrente y
que no decía palabra, ni se reía tampoco con los chistes grotescos de aquella gente.
“No era charlatán, pero majadero también lo sería. ¿Por
qué no?” Y empezó a mirarle con antipatía. Notó que tenía mal genio, que era un
egoísta y maniático por el afán de imposibles comodidades.
“Debe de ser un profesor de instituto o un archivero
lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un sabio de fama europea, que viajaba
de incógnito, con nombre falso, para librarse de curiosos o impertinentes admiradores,
aborrecía ya de muerte al necio pedantón que se permitía el lujo de creerse superior
a la turbamulta del balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba
a él con ira, con desprecio; ¡habríase visto insolencia!”.
Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en
gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles.
No cabían los dos en el balneario. Álvarez se iba al
corredor en cuanto el pianista la emprendía con la Rapsodia húngara… Y allí
se encontraba a Pérez, que huía también de Listz adulterado. En el gabinete de lectura
nadie leía el Times… más que el archivero, y justamente a las horas en que
él, Álvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódico
de la casa que no le parecía despreciable.
“El archivero sabe inglés. ¡Pedante!”.
A las seis de la mañana, en punto, Álvarez salía de
su cuarto con la mayor reserva, para despachar las más viles faenas con que su naturaleza
animal pagaba tributo a la ley más baja y prosaica… ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso,
tenía, por lo visto, la misma costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto…
y ¡aquello no podía aguantarse!
No gustaba Álvarez de tomar el fresco en los jardines
ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca
hierba, y en cuesta muy pina, que había a espaldas de la casa… Pues allá, en lo
más alto del prado, a la sombra de su manzano… se encontraba todas las tardes a
Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando.
Ni Pérez ni Álvarez abandonaban el sitio; se sentaban
muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas.
***
Si el archivero supuesto tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez
a Pérez le tenía frito, y ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera
advertido que era hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él.
Pérez, que era un sabio hispano-americano del Ecuador,
que vivía en España muchos años hacía, estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo
frecuentes viajes a París, Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que
no se llamaba Pérez, sino Gilledo, y viajaba de incógnito, a veces, para estudiar
las cosas de España, sin que éstas se las disfrazara nadie al saberse quién él era;
digo que Gilledo o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad
de campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran
más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por
imitarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas
sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los lugares
menos dignos de ser llamados por su nombre.
Pérez había notado también que Álvarez despreciaba o
fingía despreciar a la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al
canónigo que presidía la mesa.
La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente
se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados
testigos de su malquerencia llegaron a temer que el sainete acabara en tragedia,
y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran a las manos.
***
Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo,
el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre
el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del
establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda,
a Pérez primero, y después a Álvarez.
Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero
Álvarez… era un carácter. ¡Solemne momento! Los dos, temblando de ira, echaron mano
al respaldo. No se sabía si se disputaban un asiento o un arma arrojadiza.
No se insultaron, ni se comieron la figura más que con
los ojos.
El amo de la casa se enteró del conflicto, y acudió
al comedor corriendo.
–¡Usted dirá! –exclamaron a un tiempo los sabios.
Hubo que convenir en que el derecho de Pérez era el
que valía.
Álvarez cedió en latín, es decir, invocando un texto
del Derecho romano que daba la razón a su adversario. Quería que constase que cedía
a la razón, no al miedo.
Pero llegó lo del aposento disputado. ¡Allí fue ella!
También Pérez era el primero en el tiempo… pero Álvarez declaró que lo que es absurdo
desde el principio, y nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non
potest, no puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las
ventajas, por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había
recibido… y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en efecto,
ya había metido sus maletas.
Y plantado en el umbral, con los puños cerrados amenazando
al mundo, gritó:
–In pari causa, melior est conditio possidentis.
Y entró y se cerró por dentro.
Pérez cedió, no a los textos romanos, sino por miedo.
En cuanto al rincón del coronel, se lo disputaban todos
los días, apresurándose a ocuparlo el que primero llegaba y protestando el otro
con ligeros refunfuños y sentándose muy cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían,
y por la igualdad de gustos y disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de
los mismos sitios y buscaban los mismos sitios.
***
Una tarde, huyendo de la Rapsodia húngara, Pérez se fue al corredor
y se sentó en una mecedora, con un lío de periódicos y cartas entre las manos.
Y a poco llegó Álvarez con otro lío semejante, y se
sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedora. No se saludaron, por supuesto.
Se enfrascaron en la lectura de sendas cartas.
De entre los pliegues de la suya sacó Álvarez una cartulina,
que contempló pasmado.
Al mismo tiempo, Pérez contemplaba una tarjeta igual
con ojos de terror.
Álvarez levantó la cabeza y se quedó mirando atónito
a su enemigo.
El cual también, a poco, alzó los ojos y contempló con
la boca abierta al infausto Álvarez.
El cual, con voz temblona, empezando a incorporarse
y alargando una mano, llegó a decir:
–Pero… usted, señor mío… ¿es… puede usted ser… el doctor…
Gilledo?…
–Y usted… o estoy soñando… o es… parece ser… ¿es… el
ilustre Fonseca?…
–Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador… el apóstol
del maestro Gilledo… de su doctrina…
–De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador,
usted el brillante, el sabio, el profundo, el elocuente reformador, propagandista…
a quien todo se lo debo.
–¡Y estábamos juntos!…
–¡Y no nos conocíamos!…
–Y a no ser por esta flaqueza… ridícula… que partió
de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos…
–Justo, a no ser por eso…
Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó a Gilledo,
aunque con la mesura que conviene a los sabios.
La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los
dos se les había ocurrido, como queda dicho, la idea de viajar de incógnito, Desde
su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia
al balneario, en paquetes dirigidos a Pérez y Álvarez, respectivamente.
Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne
en el terreno de la ciencia. Iniciador Gilledo de ciertas teorías muy complicadas
acerca del movimiento de las razas primitivas y otras baratijas prehistóricas, Fonseca
había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas aplicaciones
muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos, por más elocuentes,
que los de Gilledo. Ni este envidiaba al apóstol de su idea el brillo de su vulgarización,
ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del iniciador, del maestro, como llamaba
al otro sinceramente. La lucha de la polémica que unidos sostuvieron con otros sabios,
estrechó sus relaciones; si al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia,
sólo hablaban de ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad mancomunada,
les hicieron comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de hermanos
más que de colegas.
Álvarez, o Fonseca, más apasionado, había llegado al
extremo de querer conocer la vera effigies de su amigo; y quedaron, no sin
contestarse por escrito la parte casi ridícula de esta debilidad, quedaron en enviarse
mutuamente su retrato con la misma fecha… Y la casualidad, que es indispensable
en esta clase de historias, hizo que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron
un crimen, llegaran a su destino el mismo día.
Más raro parecerá que ninguno de ellos hubiera escrito
al otro lo de la ida a tal balneario, ni el nombre falso que adoptaban… Pero tales
noticias se las daban precisamente (¡claro!) en las cartas que con los retratos
venían.
***
Mucho, mucho se estimaban Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles
el secreto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.
Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente
sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les
habían separado mientras no se conocían, no sólo se trataron en adelante con el
mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna… sino que, al día
siguiente de su gran descubrimiento, coincidieron una vez más en el propósito de
dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella
misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente,
hacia el norte.
Y no se volvieron a ver en la vida.
Y cada cual se fue pensando para su coleto que había
tenido la prudencia de un Marco Aurelio, cortando por lo sano y separándose cuanto
antes del otro. Porque ¡oh miseria de las cosas humanas! La pueril, material antipatía
que el amigo desconocido le había inspirado… no había llegado a desaparecer después
del infructuoso reconocimiento.
El personaje ideal, pero de carne y hueso, que ambos
se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía;
el amigo real, pero invisible, de la correspondencia y de la teoría común, quedaba
desvanecido… Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido
archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario.
Y no volvieron a escribirse sino con motivo puramente
científico.
Y al cabo de un año, un Jahrbuch alemán publicó un artículo
de sensación para todos los arqueólogos del mundo.
Se titulaba “Una disidencia”.
Y lo firmaba Fonseca. El cual procuraba demostrar que
las razas aquellas no se habían movido de Occidente a Oriente, como él había creído,
influido por sabios maestros, sino más bien siguiendo la marcha aparente del sol…
de Oriente a Occidente…
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