Horacio Quiroga
–Sí
–dijo el abogado Rhode–. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí,
de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de
algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el
cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas
porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la
fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro,
un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven,
nada faltaba al cuadro.
En la primera entrevista con el hombre vi que tenía
que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme,
aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por
fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la
ansiedad de comunicarse.
–¡Ah! ¡Usted me entiende! –exclamó, fijando en mí
sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo
que recuerdo:
–¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del
ga… de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo! Óigame: Cuando yo llegué… allá, mi mujer…
–¿Dónde allá? –le interrumpí.
–Allá… ¿La gata o no? ¿Entonces?… Cuando yo llegué
mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se
precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se
había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Esa, esa era
mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado por la
locura me sacudió el hombro, gritándome:
–¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
–¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
–¡No es ella! ¡Esa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a
mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No era
esa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos
y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una
barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
–¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les
echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome. Entonces
comencé a oír de todas partes:
–Murió.
–Murió aplastada.
–Murió.
–Gritó.
–Gritó una sola vez.
–Yo sentí que gritaba.
–Yo también.
–Murió.
–La mujer de él murió aplastada.
–¡Por todos los santos! –grité yo entonces
retorciéndome las manos–. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro
salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa
furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y
la remoción avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una
uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho!
¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a
mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un
silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado,
sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro
paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo
reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla
alrededor del patio.
Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro
paso, otro paso!
En el hueco de una puerta –carbón y agujero, nada
más– estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque
estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata
lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No
fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos,
un solo pedazo de mi María!
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el
animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de
atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo
engrasado de la sirvienta, ¡de ella, de María no, maldito rebuscador de
cadáveres!
–¡Rebuscador de cadáveres! –repetí yo mirándolo–.
¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me
miraba con sus inmensos ojos de loco.
–¡Conque sabías entonces! –articuló–. ¡Conque todos
lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! –rugió en un sollozo echando la
cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado–: ¡Pero quién me
dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas para no
salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden –concluyó
el abogado–, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado
en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado…
–¿Anoche? –exclamó un hombre joven de riguroso luto–.
¿Y de noche se da de alta a los locos?
–¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano
como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos
vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero estos no son
asuntos míos. Buenas noches, señores.
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