Antonio Benítez Rojo
Máximo sospecha que hay
algo raro en la casa y la registra a diario, pero, como todas las noches de
este invierno tan caluroso, ha puesto el aire en el ocho sin reparar en
Mariana. Es curioso observar a Máximo atreverse con los aparatos del estudio
(sobre todo con el estereofónico); olvida la amplia trivialidad de sus gestos
usuales y –muy serio– se aplica a los controles como si zurciera medias. Esta
noche he examinado su pregunta sobre los discos que voy a poner, y para
contentar su oreja negra al otro lado de la puerta, he reemplazado a Miles
Davis por Benny Moré; y triunfal en la concesión a sus servicios, ha salido
sonriendo bajo el marco gris, un poco salvajemente, y me ha dejado solo con
Mariana. Mariana en el estudio, bien disimulada tras la cortina de ojos
anaranjados.
Cuando
la conocí (hace casi cuatro años), los músicos se disponían a tocar, y aunque
ella no se sabía Tenderly, me cantó Tú, mi rosa azul con un sonido modesto, muy
profesional; y supe aquella misma noche que había sido por ella mi riña con
Laurita; eso después que el reflector la empapara de un chartreuse pegajoso y
el barman me deslizara su nombre, y ella –algo presuntuosa al caminar– siguiera
a los músicos hasta la tarima roja y yo me quedara frente a otro whisky,
pensando que Laurita era una imbécil y revolviendo el hielo bien picadito. En
esos tiempos de barbudos y tiros zafados, oh Mariana, cómo nos queríamos
entonces.
“Me
he enamorado de una negra”, le había dicho a Laurita, una semana más tarde,
ella haciendo lo que podía, por teléfono. Y era verdad.
Era
verdad, Mariana. Y ahora oigo los discos, los que tanto disfrutábamos; y tú
desnuda y sin hablarme, detrás de esa tela que te alucinaba, el forro de
peterpán guardándote de Máximo.
Fue
después de perder la joyería, entre el irme y el quedarme, que me jugué todo a
su carta; la reina de corazones. Mariana reinando desde la tarima, aferrada al
micrófono; el pedazo de carne expuesto en el gancho, las moscas.
Nos
amábamos los lunes, nos hablábamos de martes a domingo entre las tandas de
feeling y los excesivos saludos de sus amistades; bebíamos en el rincón de la
barra, las cabezas próximas; y bajo el volcar de los vasos contábamos en tono
misterioso lo más superfluo de nuestras vidas o acuciosas falsedades para
conocernos mejor. Yo mentía inspiradamente: me acusaba de licencioso buscando
una complicidad en su tiempo-antes-de-conocerme; esgrima inútil tratándose de
cuestión tan comprometedora: la incertidumbre de un silencio espeso o de su
sonrisa sin intersticios. En la obsesión de conocer la identidad de sus amantes
de otras noches, acudí a métodos directos, y hubo veces que aplasté mi
cigarrillo en su brazo pardo claro, tanto me trastornaba su irreductible reserva.
Pero te me ibas de al lado, Mariana; a retocarte el maquillaje o arreglarte la
peluca, decías después del silencio ya enjugado de lágrimas, y te marchabas
dignamente hacia el ladies room, el vestido recogiéndote las nalgas en un
pliegue enjundioso.
Y
así se me escapaba, enroscada sobre sí misma, sin dar el frente, como esa coda
de Gerry Mulligan en el interior del tocadiscos. Después, las miradas dándole
vueltas al cenicero, la pasta negra bajo el humo reconciliador, casi a punto de
melcocha, y la súbita necesidad de una música definitivamente incidental “Me
encontré con Martica en el tocador y…”
A
veces y sin que se lo preguntara, me ofrecía sucintos y desconcertantes datos:
“Nunca he tenido que ver con alguien de mi color”. Y lo decía seriamente, algo
sorprendida, como si la voz le saliera sólo para complacerme, para que supiera
que nadie como Máximo la había poseído. Y yo se lo agradecía y me agarraba más
a ella, olvidando la rigidez de su pelo, el complicado olor de sus axilas
durante la fornicación. Así cumplimos aquel año, estrepitoso de fusilamientos e
inopinados sabotajes, en que uno se afirmaba e ingería una aspirina antes de
abrir el periódico.
Oíamos
muchos discos, jazz preferiblemente. Nos gustaba la modalidad West Coast, de
timbre rebuscado y armonías inefables: el Chico escobilleando tras un rumor de
violoncelo, Kessel en Indian Summer o Laurindo acompañando a Shank con guitarra
de concierto. Why do I love you?, incorporado por Brubeck a una placa Columbia,
era uno de nuestros números; lo poníamos a diario, después que ella dejó de
cantar para vivir conmigo; y a veces, en las noches, cuando estábamos de broma,
nos decíamos “Why do I love you?” Y era como para preguntárselo.
En
abril llegó lo de Girón y nos cogió de sorpresa. Máximo se dejó engatusar por
la vieja de los bajos, y renunciando a medio sueño montaba guardia en la verja
con marcialidad romana, interrogando a consternados transeúntes y dándose
importancia con el carné sin foto de los Comités de Defensa. Estaba imposible
Máximo, y al volver de mis paseos lo encontraba manoseando El capital o unos
panfletos de colores desvaídos que adquiría profusamente en filatélico afán.
Vivíamos muy económicos, Mariana ayudando a Máximo en los quehaceres de la
casa, sobre todo a cocinar, y los fines de semana sazonaba con gran éxito las
medidas de alimentos que nos eran asignadas, mitigando el azote del
racionamiento, al menos cualitativamente.
Oh,
Mariana, cómo extraño tu cocina de especias regadas al vuelo, la corrección de
tus frituras, las salsas inapresables. Y ahora sometido a Máximo,
emponzoñándose el sistema con todo el virtuosismo de un groom renacentista,
forzándome a la ingestión de plátanos y legumbres presurosas; y tú en panties y
sin ajustador, ausente de toda malicia, evocada en la reiteración del pecado
individual, escondida en cualquier parte, casi al alcance de Máximo el deleite
de tus formas.
Ya
olvidados los encuentros al borde de su pasado, un capricho de Mariana se
dilató en incidente que –sin gran revuelo– como minuciosa punzada de tatuaje,
nos marcó para siempre con signos contrarios.
–Qué
día más lindo. ¿Por qué no vamos a la playa? –había dicho ella, deshaciéndose
los moños frente a la ventana–. No hemos ido ni una vez y estamos acabando
octubre.
–En
Cuba siempre es verano –había dicho yo desde la cama, sentenciosamente y sin
saber por qué, ya fuera por temor a contrariar de plano su propósito inmediato,
ya a modo de ilustrar una simple reflexión climatológica, ya porque me faltara
audacia para explicar la desazón del contraste de colores: las pieles casi
desnudas, entre tanta gente y a la plena luz. del sol.
–Antes
me decías que te encantaba la playa.
–Iba
con moderación y más bien en el invierno. Además era el Biltmore, ahora una
playa pública, o creo que para becados.
–Valiente
lugar. Una vez canté ahí y unos borrachos nos tiraron botellas y los músicos se
las devolvieron y por poco ni nos pagan y se me rompió el vestido. Y pensar que
a lo mejor estabas presente.
Yo
negué mi asociación a tal acontecimiento, y alzando el libro de Proust sobre la
mesa de noche, dije enfáticamente:
–Prefiero
leer. No voy a la playa porque no me gusta estar entre tanta gente. ¿Está
claro?
–Clarísimo.
No te gusta verte rodeado de negros, por ejemplo –dijo ella acercándose a la
cama, los senos, como flanes de doce huevos, estremecidos por la violencia de
la frase.
–¡Jah!
–¿O
será que no te gusta que te vean conmigo?
–Mariana,
sabes que todo lo he dejado por ti, que te quiero por arriba de todas las
cosas.
–¿Estás
seguro?
–Claro.
–¿Bien
seguro?
–Sí.
–Entonces,
¿por qué no te casas conmigo? ¿Por qué te molesta caminar a mi lado, entrar en
los restaurantes?
Y
así íbamos tirando, ella volviendo sobre lo mismo, cada vez. con más
frecuencia, furiosa y sin apenas llorar.
Fue
en octubre cuando comenzó a brotar la crisis. Se abrió con lentitud, como botón
de amapola muy fuera de la estación. Y de pronto el ultimátum: los pétalos
rojos a punto de caer, atentos a las presiones de los gestos leves, al soplo
ambiguo de las suposiciones. Y Mariana como si nada, yendo y viniendo en
cotidianos trajines, ajena al filo de las consecuencias, intercambiando con
Máximo patrióticos parloteos y denostando sin tregua a la Pax Americana.
Muy
cerca de la hora cero, entre noticias y sobresaltos, Máximo hizo sus
preparativos bélicos y me pidió quince pesos para comprarse unas botas. Yo se
los adelanté, a ver si lo atrincheraban y me dejaba tranquila a Mariana con eso
de la Revolución, pertinaz dale-que-dale con el que la trabajaba desde el
invierno pasado. Y antes de marcharse, mientras llenaba la mochila con su
ayuda, lo sorprendí calumniándome, aconsejándola que se fuera de mi lado, que
me dejara en aquel momento y con las cosas como estaban.
¡Qué
clase de tipo Máximo! Cría cuervos y te sacarán los ojos, como decía mi padre
con muchísima razón. Y pensar que le hiciste caso, Mariana, en plena alarma de
combate, sin esperar siquiera a que llegara la calma. Parece mentira, Mariana.
Qué falsa me resultaste después de estos cuatro años. ¿Cómo fue que le creíste?
Si arreglaba el pasaporte era por precaución, por cierto, muy bien fundada.
Luego el modo con que te despediste (sin hacer el desayuno, yo todavía en la
cama). “Me voy”, dijiste en tono bajo, con sencillez inaudita, como si
estuvieras anunciando el título de una canción. Y yo algo adormilado,
restregándome los ojos por si había oído mal. “Me voy”, volviste a decir, junto
a la mesa de noche y en traje de cabaret, el olor a naftalina por arriba del
perfume, la peluca algo ladeada sobre la oreja derecha; de pronto el timbre de
la puerta, el brillo indescifrable de la última mirada, tus pasos atravesando
el cuarto en arrastrar de maletas, las voces del chofer, lejanas e
inexplicables, de nuevo el timbre. “Adiós”, alcancé a oír por debajo de la
puerta.
Y
yo desprevenido, sonriendo vagamente desde las persianas grises, sin tener que
responderte más que un inútil “lo siento”. ¿Qué otra cosa podía hacer? Total
que ayer me enteré de que estás cantando de nuevo, que te casas con un negro,
un locutor de la televisión.
Pero
en fin, ¿para qué hablar? La cabra tira hacia el monte y no has sido
excepcional. Y para colmo tu ingratitud: te llevaste hasta las fotos. Si no es
por la Polaroid que te copió desnuda en una tarde de siesta, nada tuyo habría
quedado. Gracias que fui previsor. Y ahora escucho los discos, los que tanto
disfrutábamos, y tú tras esa cortina, prendida con un alfiler, del otro lado
del forro.
Mariana,
Mariana, qué triste me he pasado el día; y Máximo sin hacerme caso, escuchando
tras las puertas, siguiéndome por la casa a ver si destruyo algo, esperando a
que me vaya para quedarse con todo. Pero, ¿qué le voy a hacer, si hoy es la
última noche? Mañana cogeré el avión… Todo me debe dar igual… y sin embargo…
pero no, al diablo las vacilaciones… antes de irme, quemaré tus muslos
plasmados en cartulina, tus senos inasibles; luego aventaré los restos,
empacaré mis cosas; cerraré la puerta por última vez. Con pasos dignos y
profundos dejaré la escalera. Me volveré tras la verja, contemplaré la casa:
Máximo haciéndome gestos desde el balcón de la sala. Y me alejaré pensativo, el
recuerdo de tu piel quemando lento y parejo, como el mejor Larrañaga.
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