José de la Colina
Como flor milagrosa y secreta crecida
en el triste barrio de San Miguel estaba Rosa Li, mi amor nunca ganado y para siempre
perdido. Esta historia me gustaría contarla como lo hubiera hecho Thomas Burke,
el cronista de Noche de Limehouse, el legendario barrio chino londinense…
En Isabel la Católica esquina con República del Uruguay o del
Salvador, había un estrecho y profundo y triste café de chinos, propiedad de un
cantonés altísimo, callado, frecuentemente leyendo un periódico en caracteres chinos,
y de su redonda esposa mexicana siempre adormilada tras la caja. La única que parecía
realmente trabajar, atendiendo a las mesas, sirviendo chopsueys y cafés con leche
y pan dulce, era la hija del matrimonio interracial, ah, la dulce la menuda, la
bella la recatada la silenciosa la seria muchacha de infrecuente sonrisa, pero cuando
sonreía entonces era ella para ti como un cuchillo como una flor como una rosa amarilla
como absolutamente nada en el mundo, ah, Rosa Li, cómo caminabas deslizándote, ondulando,
envuelta como en un nicho de silencio que te aislaba de la canción ranchera (“Tú,
sólo tú, eres causa de todo mi llanto, de mi desencanto y desesperación, y por quererte
olvidar, me tiro a la borrachera y a la perdición”) o el bolero (“La última noche
que pasé contigo, quisiera olvidarla pero no he podido, y aquellos instantes en
que fuiste mía, quisiera olvidarlos por mi bien”) con los que la victrola contaminaba
el lugar con un sentimentalismo canalla, cómo llegabas hasta el separo en que estábamos
sentados, al comienzo de la noche, Arturo Pérez Hortigüela, Fernando Toba y yo,
amigos desde el Colegio Madrid y desde el primer año prevocacional del Politécnico,
y tú, con voz tenue, en la que estaban implícitos los líquidos diptongos de la lengua
china aunque tú seguramente no la hablabas, cómo preguntabas, inclinando el pálido
rostro ovalado y pomulado y de muy sesgados ojos hacia el joven que era yo y que
se atarantaba de verte tan cerca de mis ojos y de mi deseo y tan lejos de mi vida,
¿Qué van a tomar los señores?, y en lugar de pedir un café con leche yo, estremecido
de deseo y de momentáneo y loco amor, pedía “un café de chinos”, para risa de mis
amigos, que luego adoptaron por broma la frase (“Estábamos tomando un café de chinos
en un café de ídem”), y a lo mejor, al oír aquello, ahora sí tú sonreías, Rosa Li,
ah tu leve y pura y breve sonrisa que me mataba, me revivía, me remataba (y el hombre
que ahora te recuerda, Rosalí Rosalinda Rosalíquida, el barrigudo mediocalvo y miope
que ahora te piensa y trata de ponerte en palabras escritas, sabe que ha pasado
por enamoramientos y amores correspondidos o no, felices o desdichados, pero nunca
ha dejado de estar secretamente amoroso de ti). Los tres, pero juro que ninguno
más que yo, estábamos fascinados con ella, apostábamos quién sería el primero en
invitarla a un paseo, al cine, a lo que se ofreciese, quién el primero en lograr
de ella una beso y con suerte algo más, la consumación en el lecho, con lo que de
paso el afortunado resolvería la interrogante de si las chinitas tienen un sexo
horizontal; pero aunque nosotros, como todos los muchachos de esa edad, intercambiábamos
inventados relatos fanfarrones de aventuras eróticas fáciles y extraordinarias,
sólo hubo, de parte de Hortigüela, un brusco, un medroso, intento de invitación,
dicho con tono pretendidamente mexicano, Qué hubo, chula, ¿cuándo vamos al cine?,
que Rosa Li rechazó en silencio, con una sonrisa un poco más larga que las habituales
y un meneíto lateral de la cabeza.
Una tarde Rosa Li ya no estaba en el cafetucho de los padres,
ni en las siguientes tardes, ni nunca más, y aun cuando todavía fuimos allí en espera
de su reaparición, ya sólo atendía a los clientes la redonda mamá, ahora un poco
menos adormilada que de costumbre, mientras que el chino había abdicado del silencio
y tras el mostrador solía discutir con otros chinos, tres o cuatro, emitiendo cada
uno la misma voz delgada, chillona, caso áfona, profusa en diptongos, los frecuentes
diptongos chinos que se desgranaban veloces como notas martilladas en un xilófono
por un virtuoso enloquecido, y nosotros sospechábamos que se discutía el ignoto
paradero de Rosa Li, su ignoto destino, y ¿no se la habría llevado acaso algún avieso
señor de la misteriosa y sinuosa hampa china, un sabio maestro en las arteras artes
del sigilo, la intriga y la tortura, un diabólico doctor Fumanchú que, como nos
lo dibujaba nuestra imaginación alimentada por los folletines de Sax Rohmer, actuaría
siniestramente tras las honestas fachadas de los comercios chinos de la calle de
Dolores?
Unos meses, tal vez un año después, Hortigüela me dijo: Ya sé
qué es de Rosa Li. No hombre. Sí, ya la encontré. A poco, ¿dónde? A ver, adivina.
No tengo idea, ¿dónde? Pero dónde piensas. No jodas, no sé, en los cafés chinos
de Dolores. Tst, no. Pues dime. En el putal de Meave. No que. Sí que. Dónde está
eso. En la calle de Meave, casi esquina con San Juan. No te creo. ¿No me crees que
allí está Rosa Li? Pero que hace allí. Qué crees. De puta, entonces. No será de
monjita. Pero cómo puede ser. Pues sí, le dio un violento ataque de putez. Pinche
Hortigüela, no te creo. Pinche De la Colina, si quieres apostamos. Chin con la chinita.
Podemos ir el sábado por la noche, ¿juega?
Fue como una cuchillada, porque yo estaba enamorado tan auténtica
y románticamente de Rosa Li que ni siquiera la profanaba incluyéndola, aunque así
me lo mandara el deseo, en mis sesiones de placer solitario que me dejaban más turbado
que sereno. Pero, haciéndome el valiente, fuimos al lupanar de Meave, la callejuela
de un sólo tramo, transversal a San Juan de Letrán, entre República de El Salvador
y Vizcaínas. El prostíbulo era un amplio departamento convertido en un laberinto
de cuartitos en torno a un saloncito central con media docena de mesas donde las
pupilas se dedicaban a hacerse pagar el mayor número posible de copas de (imitados)
tequila, ron o dizque brandy, por los ferrocarrileros llegados de Nonoalco o los
campesinos más o menos provistos de dinero y como bajados del cerro a tamborazos,
unos y otros cada vez más mareados por un número parejo de copas de (verdaderos)
tequila, ron o dizque brandy. Un meloso y esponjoso bolero, ya conocido y envenenador
de almas incautas desde los tiempos en que yo vivía en La Merced (Cuando florezcan
los hilos de plata de tu juventud…), resucitaba mortífero, maldito sea, desde la
omnipresente victrola de luminosos tubitos de plástico diversamente coloridos. Habíamos
ido a ver a Rosa Li y de ser posible tenerla. Y, sí (aun ahora, cuarentaitantos
años después me entristezco), esa vez y algunas otras noches de sábado allí estaba
Rosa Li, ya irremediablemente flor de fango como en el más fangoso melodrama cabaretero
del cine mexicano, y siempre entretenida en compañía de algún cliente: Rosa Li,
más bella, más deseable, más sonriente que nunca, al parecer no reconociéndonos
aunque su mesa estuviera a poca distancia de la nuestra. Inequívocamente era ella,
princesa ya totalmente emputecida y visiblemente contenta de haber escapado a su
reino de café con leche y chopsueys, pero no al maléfico embrujo de la victrola.
(Y yo creo que lo que echó a perder a Rosa Li fue la victrola del café de ¡chinos!)
Yo legaría a solicitar los servicios de otras damas de Meave,
por ejemplo a la flaca y larga Sonia, tan solicitada porque tenía la especialidad
atrozmente llamada “perrito” (consistente en una espasmódica contracción prensil
del sexo), pero nunca me atreví siquiera a acercarme a Rosa Li, no sé por qué, tal
vez porque siempre esperé a que ella se levantara, se deslizara aproximándose en
ondulaciones hasta mí, inclinara hacia mí su rostro resistente al olvido, a la putería,
a la muerte, y me preguntara: ¿Qué va a quelel el señol? Y aun tuve que soportar
que un sarcástico Hortigüela, tanto más sádico hacia mí por cuanto, sospecho, también
estaba enamorado de la princesa caída en el fango, me cantara aquella canción, entonces
reciclada, “En un bosque de China”, adaptándola al caso:
Luego, en una tarde de 1987, viendo en una sala cinematográfica
el film El último emperador, la historia de Puh Yi, último emperador Manchú,
y de su esposa y segunda esposa, me he quedado deslumbrado, mudo, sin respiración,
porque acababan de surgir en la pantalla, exactos, inmarchitos, el rostro y los
pómulos, y el elegante andar balanceado y la dulzura desgarradora de la sonrisa
de Rosa Li, transferidos, por la industria mágica y las artes arteras del cine,
a la actriz Joan Cheng y de ésta al personaje de Wan Yung, la primera esposa de
Puh Yi y última emperatriz de China.
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