Joseph H. Cole
Me
acerqué a la taquilla. Había por lo menos seis personas en fila comprando
boletos. Todas estaban muy bien vestidas y algo estiradas. En este elegante vestíbulo
todo de mármol, yo pisaba gruesa alfombra, dándole gracias al cielo por el mal tiempo
que me permitía usar mis zapatos de hule, que estaban nuevos, y que cubrían mis
zapatos ya bastante viejos.
Hacía mucho que mi esposa y yo no íbamos al
teatro. Apenas llegábamos a ir a unos cuantos cines. Los boletos para
la función del sábado iban a ser mi regalo de Navidad para los dos. Los críticos
habían calificado la obra como la mejor de la temporada, y el Times dedicaba una página entera a la crónica.
Como la Nochebuena caía en domingo, yo debía
separar las entradas
para la noche del sábado.
Miré la lista de precios de las localidades. En la
tarde, los asientos del segundo piso costaban dos dólares y medio. Preferimos
el segundo piso porque se tiene una magnífica perspectiva del escenario y se puede
oír perfectamente. No nos agradan las matinés, porque generalmente asisten en masa
los clubes de mujeres. Opté por tomar dos asientos en el segundo piso para la
noche del veintitrés.
Cierto que cinco
dólares me parecieron mucho para gastarlo en el teatro;
pero se trataba de la Navidad y nosotros éramos jóvenes.
Después de todo, teníamos derecho a divertirnos un poco. Sin embargo, cinco dólares
significaban la renta de una semana. Había localidades más baratas, pero cuando
voy al teatro quiero ver y oír con comodidad. Con cierta sensación de ahogo
decidí definitivamente pagar los cinco dólares.
Ya solamente faltaba
un señor un poco viejo que daba la sensación de no saber si debería comprar un boleto
para esa noche, del primer piso, hacia el lado derecho, o uno para la tarde del
siguiente día, del segundo piso. Miré a la joven que vendía los boletos. Era rubia
y discretamente bonita. Parecía impacientarse. Le sonreí pensando que yo sí
sabía exactamente lo que deseaba. Dos localidades en el segundo piso, para la noche
del veintitrés. Eso era. Saqué el billete de cinco dólares, nuestros ahorros de
un mes, que deberíamos haber puesto en el banco, y volví a mirar a la joven con
completa serenidad.
Llegó mi turno. Los ojos azules de la rubia
me miraron con una interrogación. Yo estaba nervioso. No quería tartamudear ni
ocupar mucho de su tiempo. Logré pedir los boletos sin manifestar demasiado nerviosismo.
–¡Es una bendición encontrar a alguien que
sabe lo que quiere! –me dijo con una
sonrisa.
Le di el billete y tomé los boletos que ella
había puesto dentro de un pequeño sobre.
–Gracias –murmuré, y salí del teatro.
Agradecí la sonrisa y las palabras amables
que borraron la inquietud que me embargaba. Normalmente, pasadas algunas horas
hubiera empezado a arrepentirme de gastar tanto dinero por apenas dos horas de
diversión. Pero ahora no sucedió así. Cuando pensaba en la próxima representación,
me acordaba de la joven rubia y bonita que me había sonreído. Aunque parezca una
tontería, esa sonrisa de la cajera alegró cuatro semanas de mi existencia.
Mi esposa se burla de mí porque me preocupo
mucho; ella es tan práctica que ha eliminado pensar demasiado acerca de las
cosas. Simplemente las hace. Cuando le dije que había comprado los boletos pensó
que era una extravagancia;
pero el dinero ya se había gastado y ella
no permitiría que un arrepentimiento echara a perder el placer de asistir a la función. Grace ama el teatro aún más que yo; es
demasiado realista para no obtener el
máximo rendimiento por su dinero.
Los dos queríamos que ésta fuera la Navidad
más dichosa de nuestras vidas, porque sería la primera que pasaríamos juntos;
todavía no cumplíamos el año de
casados.
Leímos con profundo
interés todas las crónicas de la obra, y aquellas que no eran decididamente entusiastas
me producían un malestar físico que ni el recuerdo de la sonrisa de la rubia
cajera podía aliviar. Pero cuando algún crítico decía
que era un éxito rotundo y afirmaba que
la comedia era una de las mejores del teatro estadunidense, Grace y yo nos
sonreíamos el uno a la otra en silencioso placer.
Por fin llegó el día veintitrés. Estábamos
listos para nuestra gran noche. Un amable pariente me había obsequiado un traje
suyo, algo usado, pero que mi sastre arregló de tal manera, que me quedó
bastante bien. El saco estaba un poquito largo y yo sentía un exceso de tela bajo
los brazos; pero el aspecto general era
correcto. Dediqué
diez centavos a una “boleada”, más los
cinco
de propina. Quería hacer las cosas bien. Grace también se puso su
mejor ropa, pero creo que sus zapatos,
demasiado usados, me preocupaban más a mí. Ella apenas hizo un gesto y se
encogió de hombros diciendo que si uno se preocupaba por tales pequeñeces, no
valía la pena ir.
Salíamos de la
casa cuando empezó a nevar. Esto nos agradó. Sería una Navidad blanca. Antes de
bajar al metro tuve un último, magnífico gesto: le compré a Grace
un ramillete de nomeolvides. Y hasta me puse en el ojal un botón de clavel blanco.
La representación empezaba a las ocho y media,
pero nosotros siempre procuramos llegar cuando menos media hora antes. Nos gusta
estar todo el tiempo posible en el ambiente tranquilo del salón de espera, con su
media luz, sus ricos cortinajes y sus gruesos tapetes. Gozamos el momento de
ser conducidos a nuestros asientos y luego, salir de nuevo a los corredores,
donde se puede fumar y platicar y mirar a la gente.
Esta noche el reloj de casa tenía diez minutos
de retraso. Hice que Grace se apurara y llegamos al teatro a las ocho y cuarto.
Los quince minutos perdidos me hicieron sentir como si me hubieran robado
quince dólares. Cuando entramos al vestíbulo yo le estaba diciendo a Grace que
era una lástima que en nuestra
casa no pudiéramos saber la hora
exacta.
Grace me miró con su modo especial, rio y
me dijo:
–Ahora deberías sentirte feliz, ya tendrás
de qué preocuparte.
Reí también, pero realmente, estaba molesto.
Metí la mano en el bolsillo, buscando nuestros boletos.
–Perdone, ¿tiene usted buenas localidades para
esta noche?
Volteé, sorprendido. Un joven alto,
distinguido, me había hecho la pregunta. Vestía
de impecable etiqueta y vi que la dama que lo acompañaba era también alta,
distinguida y de elegante figura. Usaba una diadema de brillantes y un ramo de tres
preciosas orquídeas.
Sentí que mi cuerpo se erguía con orgullo.
–Sí; tenemos dos localidades, primera fila
al centro, en el segundo piso.
Me produjo cierto
placer decir aquello. Después
de todo no éramos pordioseros.
Ahora que lo recuerdo, seguramente fue tonto sentirme tan sensible, pero un hombre no puede
evitar sus reacciones.
El joven elegante miró los precios de las localidades.
–Le costaron cinco dólares. Ni en la taquilla ni con los revendedores he encontrado
boletos. Le doy veinte dólares por los suyos.
Pensé rápidamente
que no se los daría. Veinte dólares, me dije mentalmente,
veinte dólares… ¡Qué diablos! No se los doy. ¿Qué se piensa este joven con su ropa elegante? Nosotros habíamos proyectado ver la representación.
La podíamos ver después… Pero yo la quiero ver esta noche, pensé. No, me insistí,
no se los voy a dar.
–Bueno,
¿qué esperas? –preguntó Grace–,
dale los boletos.
–No, querida, no vale la pena.
–Le doy veinticinco –insistió el joven.
¡Dios mío, cómo lo odié! ¡Veinticinco dólares
por dos localidades! Grace podría comprarse zapatos; yo, unas corbatas. Nuestra
primera Navidad…
Grace me arrebató los boletos y se los
dio.
–Gracias –dijo el joven, dándole el dinero–, y ¡feliz Navidad!
Volteó hacia la
dama elegante –¿no
te
dije que los podía obtener?– Estaba
muy contento.
–¡A
qué precio! –comentó
ella.
–No
significaba más para mí que los cinco dólares para ellos.
El joven reía al
entregar mis boletos al acomodador.
Yo tenía deseos
de llorar. Logré sonreír.
–Bien
–dije a Grace–, obtuviste una ganancia
de quinientos por ciento.
Ella me apretó la mano.
–Lo siento querido, pero no era posible rehusar.
Entonces fue a la taquilla y compró unos
boletos para la noche del dos de enero.
Afuera todavía nevaba. Una Navidad blanca.
Miré a la gente que entraba, gente elegante. Sentí como un vacío en el estómago.
Fuimos a un cine. En la oscuridad hice algo
verdaderamente melodramático. Saqué el botón de clavel del ojal de mi saco y lo
despedacé entre los dedos.
Después de la función, Grace notó que ya no
traía la flor. Dije que seguramente se me habría caído. Me miró fijamente un instante
y luego charlamos animadamente de
la absurda película que acabábamos de ver.
Había dejado de nevar. En el suelo, la nieve,
pisoteada por miles de transeúntes, era una masa sucia que se desleía. Tuvimos que
caminar con cuidado entre grupos de gente ruidosa, hacia el metro.
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