Rosario Castellanos
Blanca me era
yo cuando fui a la siega;
dióme el sol y ya soy morena.
Lope de Vega
El rompimiento fue aquella madrugada mucho más ruidoso de lo que ninguno
de los presentes era capaz de recordar. Las cámaras estallaban, los cohetes
ascendían con su estela de pólvora ardiendo o zigzagueaban amenazadoramente
entre los pies de la multitud. Las matracas, los silbatos de agua eran propiedad
exclusiva de los niños, quienes se desquitaban –promoviendo todo el alboroto
posible– de las prohibiciones cotidianas.
Las marimbas de los distintos barrios (renombradas y anónimas)
desgranaban al unísono lo mejor de su repertorio: algunos sones tradicionales,
el vals o la danza imprescindible y las melodías de moda, inidentificables en
su adaptación a un instrumento no propicio y a una interpretación heterodoxa. Cada
una trataba de anular el sonido de las demás, pero como no era posible por la
opacidad acústica de la madera, la exasperación se convertía en un
aceleramiento del ritmo, en un vértigo de velocidad que inundaba de sudor la
frente, las axilas, los omoplatos de los ejecutantes, dibujando caprichosas manchas
sobre sus camisas flojas de sedalina.
La gente reía; los hombres con sabrosura, sin disimulo; las
mujeres a medias, ocultando los labios bajo el fichú de lana o el chal de tul o
el rebozo de algodón, según si eran señoras respetables, solteras de buena
familia o artesanas, placeras y criadas.
El gran portón de la iglesia estaba abierto de par en
par. Así resaltaba mejor la reja de papel de china que las manos diligentes de
los afiliados a las congregaciones, habían labrado durante la semana anterior.
Filigranas inverosímiles por su fragilidad se sostenían gracias a oportunos
pegotes de cera cantul. Cada figura era un símbolo: iniciales religiosas,
dibujos de ornamentos litúrgicos, representaciones sagradas. Alrededor una
leyenda lo abarcaba todo “¡Viva Santo Domingo de Guzmán, patrón del pueblo!”
El pueblo se impacientaba. ¿Por qué tardan tanto los
sacerdotes para revestirse? Los que iban a comulgar habían comenzado a sentir
un ligero vahído de hambre y miraban con codicia los termos llenos de chocolate
que arrullaban las ancianas, experimentadas en estos trances.
Por fin la campana mayor sonó; un sonido grave, único,
propio de su tamaño y de su carácter solemne. Era como una orden para que las
otras se desencadenaran: ágiles, traviesas, llamando a la complicidad a los
templos de los otros rumbos: primero fue San Sebastián, orgulloso de su
prontitud. Después Guadalupe, inaudible casi de tan lejano. La Cruz Grande,
como avergonzada de su insignificancia. La iglesia de Jesús, céntrica, pero
debido a alguna causa oculta, sin párroco y sin asistentes que la frecuentasen.
San José, colmada de los donativos de las mejores familias. San Caralampio, que
siempre quería sobrepujar a todos en esplendidez y que al aviso respondía con la
puesta en movimiento de una peregrinación en la que cada uno llevaba el cirio
de más peso, la palma de más tamaño, el manojo de flores de mayor opulencia Y
por último, el Calvario, que no sabía doblar más que a difuntos.
Fue la campanada fúnebre, tan familiar, la que rompió el delgado
hilo de somnolencia al que aún se asía Emelina. Desde el principio de la
algazara sintió amenazados sus ensueños y se aferró a ellos apretando los
párpados, respirando con amplitud pausada. Sus… labios balbucieron una palabra
cariñosa:
–Cutushito… mientras estrechaba entre sus brazos, con el abandono
que sólo da la costumbre, su propia almohada.
Las imágenes que cruzaban la mente de Emelina eran
confusas. Se veía en San Cristóbal, en el sórdido cuarto de hotel donde en
alguna ocasión se había alojado con su hermana, en el viaje memorable (por
único) que ambas emprendieron a la ciudad vecina. Recordaba los pisos de
madera, rechinantes y no muy seguros; las camas de latón (con el centro hundido
por el peso de los sucesivos huéspedes) cuyas cobijas y sábanas examinó Ester
con una minuciosidad anhelosa de hallar motivo a la repugnancia. El papel tapiz
desgarrado a trechos, desteñido siempre; y el cielorraso que se abultaba
imprevisiblemente, mancillado por la humedad. Ester insistía, al borde de un ataque
de histeria, en que la causa no podía ser tan innocua: eran las ratas, los
tlacuaches que habitaban el tapanco, los que así habían ensuciado aquella tela
con sus deyecciones. Y toda la noche acechó inútilmente la presencia de los
animales.
Sin embargo, la habitación aparecía transfigurada en el
sueño de Emelina. Por lo pronto–¡qué alivio!– estaba sola. No, sola precisamente
no. Faltaba Ester pero sentía la respiración de alguien allí. Alguien cuyo
rostro no alcanzaba a distinguir y cuyo cuerpo no cuajaba en una forma
definida. Era más bien una especie de exaltación, de plenitud, de sangre
caliente y rápida cantando en las venas. Era un hombre.
Al despertar Emelina arrojó lejos de sí, colérica, la
almohada que había estado estrechando. ¡Lana apestosa, forro viejo, funda
remendada! ¿Cómo se había atrevido a sustituir a la otra imagen que aún no
terminaba de desvanecerse? Estuvo a punto de estallar en lágrimas; pero la
alcoba, invadida de pronto por los rumores alegres de la calle, obligó a
Emelina a recordar que era día de fiesta y que esa fiesta era el vértice en que
confluían sus ilusiones, sus esperanzas y sus preparativos de un año entero.
Acabó de animarla la entrada de la salera con una charola
en que humeaba un pocillo de café recién hecho y un pequeño cesto de pan
cubierto con una servilleta impecable. Emelina contempló a la muchacha que la
servía; poco a poco había ido perdiendo su rudeza inicial para aprender las
costumbres de la casa. No había traído un pocillo cualquiera, sino el suyo, el
que tenía un filo dorado en los bordes y su nombre escrito, con enrevesadas
letras, entre una profusión de azules nomeolvides.
–Es un recuerdo de mi abuela–explicó por centésima vez a
la criada, mientras sorbía el primer trago–. Como me llamo igual que ella,
heredé sus cosas.
La salera asintió con una cortesía ausente. Pensaba si
sus fustanes se habrían secado con el sereno de la noche.
–¿Tú también vas a pasear hoy? –le preguntó Emelina, mientras
mordisqueaba una rosquilla chuja.
–Sí, niña –respondió la otra ruborizada–. Ya tengo
permiso.
–¿Vas a los toros?
La muchacha hizo un gesto negativo y triste. Sus ahorros
no eran bastantes más que para asistir a la kermese.
–Dicen que los toreros son buenos este año –prosiguió Emelina,
indiferente a la respuesta de su interlocutora–. Tienen que lucirse. Porque
últimamente no nos mandan más que sobras.
Emelina depositó con cuidado la taza sobre el plato.
Recordaba, con una especie de resentimiento, la feria anterior. No es que los
toreros fueran buenos ni malos. Es que no habían sido toreros sino toreras.
¡Habráse visto! Los hombres estaban encantados, naturalmente, con el vuelo que
se dieron. Pero ¿y las muchachas? Había sido una decepción, una burla.
¡Cuántas, repasó Emelina mientras se limpiaba con cuidado las comisuras de la
boca, cuántas esperaron esta oportunidad anual para quitarse de encima el peso
de una soltería que se iba convirtiendo en irremediable! Muchachas de los
barrios, claro, que no tenían mucha honra que perder y ningún apellido que salvaguardar.
¡Y qué descaradas eran, Dios mío! Andaban a los cuatro vientos pregonando (con
sus ademanes, con sus risas altas, con sus escotes) que se les quemaba la miel.
Como la Estambul, por ejemplo, que se ganó el apodo a causa de sus enormes
ojeras que ninguno admitía como artificiales. O como la Casquitos de Venado,
que taconeaba por las calles solitarias, a deshoras de la noche.
–Llévatelo todo –ordenó Emelina a la sirvienta, quien se apresuró
a obedecer.
De nuevo a solas, con el estómago asentado por el
refrigerio, Emelina se arrellanó en la cama y clavó la vista en el techo. ¡Qué
raros le parecían hoy los objetos de los que no recordaba siquiera cuándo los
había empezado a usar! Esa lámpara de porcelana, con sus flores pintadas y una
leve resquebrajadura en el centro…
–Cuando era yo una indizuela les presumía yo a mis amigas
de que las cadenas eran de oro. Brillaban mucho entonces. Ay, malhaya esos
tiempos.
Ahora las cadenas estaban completamente enmohecidas.
–Y es un trabajo delicado limpiarlas. Hay que buscar
quien lo sepa hacer.
Desde luego ella no. Era una señorita decente, lo cual la
eximía lo mismo de las tareas difíciles que de los peligros a que se hallaban
expuestas las otras, las de los barrios, las de las orilladas.
–Todos los años el señor Cura lo repite en su sermón.
¿Qué se sacan con andar loqueando? Que algún extranjero, de los que vienen a la
feria, les tenga lástima, se las lleve a San Cristóbal y, después de abusar de
ellas, las deje tiradas allá. Y se regresan tan campantes como si hubieran
hecho una gracia. Las debían de apalear. Pero los padres, los hermanos son unos
nagüilones, unos alcahuetes. Más bien son ellas las que se encierran, para
disimular un poco, hasta que nace su hijo. Cuando vuelven a asomar no son ni su
sombra. Están sosegadas, como si ya hubiera pasado su corazón.
¿Qué hacía ahora la Estambul? Su niño iba a la doctrina y
ella regenteaba un taller de costura. No cortaba mal los vestidos, pero tampoco
era cuestión de solaparla sus sinvergüenzadas dándole trabajo. No, todavía no
la habían sobajado lo suficiente. Tal vez para el otro año le encargaría una
blusa.
La Casquitos de Venado no se quedó conforme con San Cristóbal
y siguió hasta México, a correr borrasca. Nadie volvió a saber de ella. ¡Qué
risa, cuando la vieron regresar a Comitán como señorita torera! El público, al
reconocerla, comenzó a chiflar, a exigirle que se arrimara al toro y ella les
sacó la lengua y se fue a esconder tras el burladero. Después, como de costumbre,
se derrumbó la plaza y en la confusión ni quien se fijara en nada. Después
contaron que un finquero la hizo su querida y la mantenía en su rancho. Pero el
rumor nunca pasó de rumor.
Sin saber por qué, Emelina se había ido poniendo triste. ¿Cuándo
había sucedido eso? Los días son iguales en Comitán y cuando se da uno cuenta
ya envejeció y no tiene siquiera un recuerdo, un retrato.
No quería parecerse a su hermana Ester.
Los ojos de Emelina se llenaron de lágrimas. Hay familias
donde, no se averigua cómo, entra la saladura. Nadie se casa. Una tras otra,
las mujeres se van encerrando, vistiendo de luto, apareciendo únicamente en las
enfermedades y en los duelos, asistiendo –como si fueran culpables– a misa
primera y recibiendo con humillación el distintivo de alguna cofradía de mal agüero.
Ester… ¿cuántos años era mayor que Emelina? Entre las dos
no había más que un hermano. Mateo. Y su madre había quedado viuda muy pronto.
Así que la diferencia de edad no podía ser muy grande.
–¿Será mi última feria de agosto? –se preguntó Emelina
con angustia, palpando los músculos flojos de su cuello.
La última, la última. ¡Qué bien se acompasaban estas
palabras con el melancólico tañido de las campanas del Calvario!
Para no pensar más, para aturdirse, Emelina se puso en
pie. Su camisón arrugado cayó sin gracia hasta los tobillos. Deliberadamente
dio la espalda a la luna del tocador para no verse, marchita, despeinada.
Fue al aguamanil y vació el contenido de la jarra sobre
la vasija.
–El agua serenada es buena –pensó–. Y en la canícula no
se pasma uno, aunque esté fría.
Recibió sobre el rostro como un aletazo fuerte y tuvo la sensación
de que las arrugas se borraban. Otra vez, otra vez. A tientas buscó algo con
qué secarse. La aspereza de la toalla acabó por hacerla sentirse feliz.
Dos golpes a la puerta –breves, rápidos– sacaron a
Emelina de su ensimismamiento y luego la voz de Ester.
–Ya va a dar el último repique. ¿No vas a la iglesia?
Emelina apretó la toalla contra la boca para que no fuera
perceptible siquiera su respiración. No le gustaba discutir con su hermana,
pues de antemano sabía que la disputa estaba perdida. Ester era razonable, sus
argumentos eran hábiles o tenaces. No, no valía la pena arriesgarse. En cambio,
si la suponía dormida, Ester no era capaz de entrar. Su confesor le había
prohibido que espiara por las cerraduras, que escuchara las conversaciones, que
irrumpiera repentinamente en los cuartos ajenos. Porque su pecado más rebelde
era la curiosidad y estaba poseída por un celo amargo.
Otros pequeños golpes, urgentes, autoritarios. Y el
llamado:
–¡Emelina!
Un estrépito de campanas la hizo enmudecer. Apenas se escuchaba
el eco de unos pasos apresurados, alejándose.
Emelina depositó la toalla en su lugar y respiró
profunda, burlonamente. Después, erguida, ante el espejo del armario, fue
examinando, con lentitud, su desnudez.
Conocía su cuerpo centímetro a centímetro. Y gracias a la
contemplación cotidiana, los cambios que iba sufriendo le pasaban inadvertidos.
Cuando alguno se revelaba como demasiado evidente (una adiposidad indiscreta,
el encallecimiento de zonas de su piel, una verruga, una mancha, una bolsa)
apartaba de inmediato la vista y se cubría con la primera prenda que hallaba a
su alcance. Hasta que su mente digería la noticia y se familiarizaba con ella
volvía a contemplarse otra vez, con un detenimiento tan fijo que resultaba una
forma de ausencia y distracción.
Gracias a Dios ahora no había ninguna novedad. Emelina se
sintió joven, plena, intacta. ¿Cómo va a dejar huellas el tiempo si no nos ha
tocado? Porque esperar (y ella no había hecho en su vida más que esperar) es
permanecer al margen. ¡Cuántas veces había envidiado a las otras, a las que se
lanzaban a la corriente y se dejaban arrastrar por ella! Su abstención debía tener
recompensa.
Todavía clavándose una horquilla en el mono, Emelina
salió al corredor. ¡Qué delicia la frescura del aire, la transparencia absoluta
de lo azul que se derramaba sobre Comitán! Era la tregua de la canícula.
Después volvería la lluvia a chorrear de los tejados; se desataría el viento
que acecha, traicioneramente, detrás de cualquier esquina; se instalaría el dominio
de lo gris.
Emelina se inclinó hacia las macetas. En los sitios
sombreados estaban las colas de quetzal, opulentas; las enormes y malignas
hojas del quequextle. No le gustaba este verdor estéril. Pero automáticamente
arrancó un gajo marchito y sonrió de placer ante un retoño. Lo desrizó con la
punta de los dedos, para no quebrarlo. Pero era flexible y vigoroso. Apenas suelto
volvió a su posición natural.
Más allá floreaban los geranios, a los que Emelina no
concedió siquiera una mirada. De todas maneras las plantas medrarían. ¡Era tan
ofrecida, tan desvergonzada esta flor de pobre! En cambio su lujo se esponjaba
en los crisantemos, en las dalias. Había encargado las semillas a México,
cuando Concha, su amiga, hizo un único viaje a la capital. Y aconsejada por la cocinera
–que tenía buena mano, que se aseguraba de cuál era la fase de la luna en que
convenía sembrar o podar– logró un plantel ante el que diariamente se detenía,
orgullosa y maravillada.
La jaula del canario estaba aún cubierta. Emelina se
apresuró a retirar el trapo.
–¡Esta muchacha es más intendible! La próxima vez que yo
la caiga en semejante delito, le voy a dar un buen jalón de orejas.
Hablaba con el pájaro para despertarlo. Éste se
desperezaba con parsimonia. Era viudo, porque a su pareja se la llevó una peste.
Viudo… ¿qué prisa iba a tener de comenzar un día igual a los otros? Emelina se
compadeció.
–¿Y si yo le abriera la puerta?
Antes de terminar la pregunta ya había consumado el acto.
Y con gestos y palabras cariñosas invitaba al canario a abandonar su prisión.
El canario dio unos pasos vacilantes hacia la salida y se
detuvo allí, paralizado por el abismo que lo rodeaba. ¡Volar! Batir de nuevo
unas alas mutiladas mil veces, inútiles tantos años. Avizorar desde lejos el
alimento, disputárselo a otros más fuertes, más avezados que él…
Emelina seguía, con angustia, estas deliberaciones.
Cuando el canario regresó, con una lenta dignidad, al fondo de la jaula, no
supo si sentirse aliviada o sarcástica. Lo que le producía más desconcierto era
lo extraño de su propia actitud.
–No sé qué me sucede hoy.
Estás loca, habría sentenciado Ester, que siempre diagnosticaba
con precisión los hechos. Cuando se lo contara a Concha la dejaría boquiabierta
de asombro; sí, es cierto, la comprendería, ella misma hubiera sido capaz de un
impulso semejante, sólo que… no se le habría ocurrido nunca.
Emelina se recostó perezosamente en la hamaca del
corredor. El almuerzo no sería servido hasta que regresara Ester. Y la misa era
muy solemne, oficiada por tres sacerdotes y, acaso también, por el obispo de
Chiapas.
Meciéndose con la punta del pie Emelina comenzó, de
pronto, a observar su alrededor con una nostalgia del que está a punto de
partir. ¿Qué sería de aquellos brotes nuevos? ¿Y del canario, tan indefenso,
cuya noche podía ser eterna por un descuido de la criada?
–¡No puedo irme! ¡No puedo dejar estas cosas! –dijo
Emelina, retorciéndose las manos y con los ojos nublados de lágrimas.
–¿A dónde no puedes ir?
Era Ester, de carne, hueso y luto, parada frente a su
hermana menor como un fiscal.
Emelina permaneció un instante aturdida, limpiándose la humedad
del llanto con la punta del delantal. Había pensado en voz alta, como de
costumbre y, como de costumbre, Ester la había sorprendido. Fruncía los labios
en una sonrisa de lástima mientras doblaba el chal.
–¿Qué te impide hacer el viaje? ¿La autorización de
Mateo?
Como si Mateo contara. El atrabancado de Mateo, el inútil
de Mateo.
–Es el varón de la casa, el respeto de la familia. Y
además –continuó Ester– ahora dispone de dinero. Vendió bien los muletos en la
feria. Te lo daría, por si a mamá se le ofrece algún encargo. ¿Vas muy lejos?
Emelina había recuperado el dominio de sí. Unió sus manos
tras de la cabeza con gesto insolente.
–No voy tan lejos como tú, que trabajas en las orilladas.
Ester enrojeció de ira. El trabajo, el lugar en que desempeñaba
su trabajo, eran las llagas incurables que roían sus jornadas. Ante la
directora de la primaria, donde se encargaba de los cursos elementales, ante
los inspectores, ante los párvulos, su apellido no significaba nada ni sus
antepasados ni su abolengo. Era una empleada ¿y de quién? De su peor enemigo,
del Gobierno, que la había despojado de las propiedades que iba a heredar, que
pisoteó sus derechos, que le quitó sus privilegios. Violentamente se alejó de
una Emelina vencedora.
La casa empezó a llenarse de rumores. Una anciana tosía
en el interior de una habitación; un hombre cantaba, enjabonándose la barba
para rasurársela. Ester concedía un desahogo a su malhumor en la cocina,
exigiendo a la servidumbre que se apresurase en los preparativos del almuerzo.
Y cuando fue a inspeccionar la mesa del comedor –seguida sumisamente por la
salera– no encontró plato que no estuviera húmedo, ni cubierto bien colocado,
ni servilleta que le pareciese lo bastante limpia.
Emelina escuchaba con satisfacción, abandonada aún al
ligero balanceo de la inercia. Si ella no fuera una perezosa estaría ayudando a
su madre para que se vistiese. ¡Pero le repugnaba tanto el olor de la vejez! Y
la presencia de cualquiera proporcionaría a la anciana la ocasión de iniciar,
más temprano que siempre, sus delirios.
–Eso la perjudica –se justificó Emelina–. Hay que dejarla
en paz.
De pronto la sobresaltó un grito agrio, destemplado.
–¡Ester!
Su hermana pasó corriendo junto a ella, no sin dirigirle
una mirada de rencor.
Con fingida mansedumbre comentó Emelina.
–Es a ti a la que llama. Parece como si los otros nombres
se le hubieran olvidado.
¡Pobre Ester! Creyó que ser útil le haría cosechar
elogios y no trabajos. Allí estaba ahora, abotonando algún broche, de las complicadísimas
batas de su madre; sosteniendo la casa (porque Mateo no era capaz de sacarlas
de apuros con la administración del rancho). Y palideciendo de envidia ante los
pequeños placeres que disfrutaba Emelina: las plantas, el canario, su amistad
con Concha, sus paseos.
Porque Emelina aprendió muy pronto que la torpeza propia
es más fuerte que las exigencias de los demás. Se cansan de ordenar, de
corregir, de rehacer. Prefieren llevar la carga que arriar el burro.
La salera iba y venía, de prisa, como si se tratara de un
asunto importante, de la cocina al comedor. Los platos resonaban al entrechocar.
Y un olor incitante se esparcía, congregando a la familia para el desayuno.
Emelina entró cuando ya los demás ocupaban sus puestos.
La madre –impecablemente peinada y vestida por su hija mayor– presidía la mesa.
A distancia podría engañar a un observador con la rigidez de su porte. Pero un
continuo lagrimeo, que no parecía advertir ni se preocupaba por enjugar, era el
síntoma inconfundible de la falta de gobierno de su mente, del desorden de su
espíritu.
Hablaba, sin dirigirse a nadie en particular, sin hacer
caso de las interrupciones o de la falta de atención. Las palabras fluían de su
boca con la misma falta de voluntad con que las lágrimas resbalaban de sus
ojos.
–¡Qué guapo era Lisandro! ¡Qué espléndido! La primera serenata
que me dio no fue, como la de un cualquiera, con marimba. Hizo que trajeran un
armonio desde San Cristóbal… pero no le importaba tirar el dinero a manos
llenas. Ninguno se atrevió a echarle en cara su despilfarro. ¿Cómo iba a dejar que
tocara para mí, ¡para mí!, cualquier piano desafinado o una guitarra o una
mandolina, que es pasatiempo de peluqueros? Y para que no quedara piedra por
mover, mandó imprimir programas que se repartieron entre el vecindario. ¡Qué animación,
en plena noche! Los semaneros de sus fincas encendieron fogatas a media calle y
hachones de ocote en las ventanas y las esquinas. Pero mis padres no iban a
permitir que ninguno, ni Lisandro, les pusiera un pie adelante. Correspondieron
con refrescos y chocolate, para las señoras; entre los hombres repartieron
licores y cigarros…
La anciana depositó, con cautela, el tenedor sobre el
centro de su plato y se reclinó en el asiento, entregada totalmente a la evocación.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ester se puso de pie, le limpió el
rostro con un pañuelo y la obligó a que tomara de nuevo el tenedor.
–Coma usted, madre. Se va a traspasar.
La anciana obedecía a regañadientes. ¿Por qué ese afán de
arrojarla del paraíso de sus recuerdos felices a este presente hostil?
Contempló a Mateo con expresión crítica.
–Deberías parecerte a Lisandro.
Mateo farfulló una disculpa ininteligible. Era tartamudo
y prefería el silencio al ridículo.
A su turno, Ester lo examinó también sin indulgencia.
Veía, en sus ojos inyectados, en sus labios resecos, los rastros de una parranda.
Con una solicitud irónica, ofreció:
–¿No prefieres un buen caldo con chile pastor? Dicen que revive
las fuerzas.
Emelina rio hasta atragantarse.
–¿Dónde aprendes esas cosas, Ester? Son recetas de
casada.
Ester abatió los párpados con severidad.
–Cuando se tiene por hermano a un borracho es necesario saber
de todo.
Mateo quiso defenderse. No era un borracho. ¿Por qué esta
solterona estúpida era incapaz de comprender que en la feria de agosto pasaría
ante los ojos de sus amigos como un apulismado, si no los acompañaba en sus
diversiones? ¿Y dónde creía esta infeliz que se cerraban los tratos
comerciales? En las cantinas, en los palenques, en…
La longitud de la réplica lo aterrorizó. No dijo una
palabra.
Triunfante, Ester se sirvió un trozo más de cecina. La
anciana continuaba hablando.
–Lisandro sí era un hombre de gabinete entero, no como
los de ahora. Lo mismo domaba una yegua que componía unos versos. En mi álbum
de soltera guardo los primeros que me dedicó. A unos ojos. Eran mi quedar bien.
Todos me los piropeaban. Pero por modestia mis padres me enseñaron a tener la
vista baja.
Ahora, en cambio, exhibía con impudicia la fealdad.
Emelina sintió una aguda punzada de angustia. Ella
también llegaría a la vejez, pero sin haber estrechado entre sus brazos más que
fantasmas, sin haber llevado en sus entrañas más que deseos y sobre su pecho la
pesadumbre, no de un cuerpo amado, sino de un ansia insatisfecha.
–Emelina, estás desganada hoy. ¿También te desvelaste anoche?
Ester acechaba, en el rostro demacrado, algún signo que evidenciara
la existencia de los sucios secretos contra los que sus libros de devoción la
habían prevenido. Creyendo haberlo hallado sonrió, complacida.
–Voy a bañarme dentro de un rato. No quiero que me dé una
congestión.
–¿Has oído? –profirió Ester, dirigiéndose a su madre como
si ignorase su sordera–. Emelina ya dispuso ir a la feria, como el año pasado.
No le sirvió de escarmiento…
Emelina se puso de pie.
–¿Y por qué había de escarmentar?
Ester pretendía ahora que sus palabras habían sido mal interpretadas.
Continuaba apelando al testimonio inexistente de su madre.
–Es un año, más, ¿verdad? Uno más, sobre muchos otros. Treinta
y cinco, yo llevo bien la cuenta. Es triste ponerse a competir con las
jovencitas. La gente se burla.
–¡No todos son tan malos como tú!
Ante la descompostura de Emelina, Ester conservaba su tranquilidad.
Con un leve alzamiento de hombros, remachó:
–El que por su gusto muere…
Emelina abandonó el comedor sollozando sin consuelo. Todavía
la alcanzaron las últimas frases de su madre.
–Cuando vi entrar a Lisandro, cargado en una parihuela y
con un tiro en mitad de la frente, creí que iba yo a volverme loca.
Emelina se encerró con llave en su recámara. Durante unos
minutos su agitación fue extrema y no lograba calmarla ni paseándose, ni
hundiendo la cara en el agua fría de la vasija. Sólo la contemplación de su
imagen frente al espejo logró producirle una especie de hipnosis. Hubiera
querido descubrir algo (una señal, un llamado, un destino) tras la superficie pulida
que copiaba unos rasgos sin expresión, que devolviese una máscara del vacío.
Las campanas volvieron a repicar. Emelina recuperó bruscamente
la noción del tiempo y abandonó su encierro. Procurando evitar encuentros que
volviesen a turbarla, fue hasta la cocina para averiguar si la salera había
cumplido sus órdenes.
Sí, había comprado cuatro burros grandes de agua; sí,
había prendido, desde hacía rato, el calentador de lámina; sí, había arrimado
una batea de madera a la artesa principal; sí, había amole y jabón suficiente;
sí, la toalla estaba limpia y seca. Sí, tendría preparado el cordial para
cuando Emelina terminase de bañarse.
Emelina se cercioró de que la temperatura del agua era satisfactoria
e inició el rito del baño con una minuciosidad supersticiosa. El cuero
cabelludo le ardía, su piel estaba roja cuando se sumergió en la artesa para
enjuagarse. El agua la cubría hasta el cuello y su tibieza iba penetrándole
como un sopor, como una lasitud irresistible. Dejó caer los párpados, aflojó
las manos que se asían a los bordes. ¡Qué delicioso era abandonarse así al
placer y al peligro! Porque un grado más, un mínimo grado más de inconsciencia,
bastarían para hacerla resbalar hasta el fondo y ahogarse.
–Su cordial, niña.
Realmente ni la temperatura del baño ni la cantidad de
cordial justificaban lo profundo de su sopor. ¿Le habrían puesto algún bebedizo?
Ester. No para hacerle daño. Sólo para impedir que asistiera a la feria. Sí,
Ester era muy capaz. Ester…
Fue el último nombre claro que registró su mente. Un
torbellino de imágenes confusas, mezcladas, se enseñorearon de ella. Un torero
resplandecía, gallardo, dentro del traje ceñido a su esbeltez, a su
elasticidad, a su gracia. Saludaba al público sonriendo con una especie de
impudicia –como si hubiera ejecutado una gran faena– mientras el toro volvía
vivo al corral. La rechifla sobrevino, incontenible. En los tendidos de sol se
inició un pataleo imprudente, rítmico y contagioso. La insistencia fue tal que
resquebrajó las tablas mal unidas de la plaza.
El derrumbe tuvo la lentitud de los sueños. Cada uno se
asía a su vecino y las mujeres aprovechaban el pretexto para permitir efusiones
que ya no eran de terror. Chillaban histéricamente y muchos hombres, que desde
abajo atisbaban el revolear de las faldas, emitían exclamaciones obscenas,
gritaban también, aplaudían, ahogando este ruido el de la madera vencida.
Porque tal accidente –que a fuerza de repetirse llegó a transformarse
en tradición– era el punto culminante de la feria. Algunos pagaban por él, como
era justo. Magulladuras, raspones y, en casos extremos, el aplastamiento, la
asfixia, de algún mirón anónimo y sin importancia. Pero a cambio de eso ¡cuántos
encuentros que prosperaban en noviazgos! ¡Cuánta doncellez cuya pérdida se
disculpaba con una explicación! ¡Cuántos desahogos permitidos!
Emelina se despertó sacudida, al mismo tiempo, por el
vértigo del descenso y por el rumor de unos pasos masculinos en el zaguán.
La salera había terminado de peinarla y así pudo volver libremente
la cabeza. Alcanzó apenas a distinguir la espalda de Enrique Alfaro, el amigo
más asiduo de Mateo.
¿La habría visto al entrar? Con un pudor tardío Emelina
alcanzó a ceñir el escote demasiado generoso, a componer su rostro inerme, a
envarar su cuerpo sin vigilancia.
¿La habría visto al entrar? En esta pregunta había tanto
de vergüenza como de esperanza. Enrique, a pesar de la costumbre de tantos años
de frecuentación, no había llegado a ser tan innocuo como Mateo. Seguía
inquietándola, como cualquier extraño, por su calidad viril. Recordaba aún, con
una triste sensación de fracaso, la temporada aquella, en la finca. Se bañaban
juntos en el río y se mecían en hamacas próximas en los anocheceres calurosos.
Emelina soñó entonces que el huésped (que conocía tan bien los recovecos de la
casa, que la conocía tan bien a ella) empujaba levemente la puerta de su alcoba,
la puerta que no se aseguraba nunca con aldaba ni pasador y cuyas hojas
permanecían, durante la noche entera, entreabiertas. El intruso avanzaba en la
oscuridad pronunciando en voz casi inaudible el nombre de Emelina. Ella no
respondía más que con un acezido anhelante y angustioso. Después… ¿para qué
pensar en el fin de lo que nunca tuvo principio? Las figuras de este ensueño
fueron perdiendo, poco a poco, su color y su viveza, igual que los pétalos
marchitos entre las páginas de un libro.
La altura del sol sobresaltó a Emelina con lo avanzado de
la hora. Se sacudió los últimos vestigios de somnolencia y se puso de pie. La
atmósfera de su cuarto –fresca, de ladrillos húmedos y aire intacto– la ayudó a
recuperar su energía.
Ahora se contemplaba ante el espejo, ya lista para irse.
La complacía su apariencia y los elogios desmedidos de Concha reforzaron su
juicio. Naturalmente Emelina tuvo que corresponder al halago, aunque lo hizo
con menos largueza. De las dos era la que se reservaba el privilegio de la
crítica, el examen severo y hasta la desaprobación. Aunque su lenguaje era tan
reticente y su prudencia tan exquisita, que la otra se suponía honrada por una
forma superior de la alabanza.
Las amigas salieron a la calle sosteniéndose mutuamente –no
sólo para guardar el equilibrio, precario siempre, entre la altura de los
tacones y la desigualdad de las piedras– sino más que nada en su certidumbre de
que aún eran jóvenes, de que aún su vida no había cuajado irremediablemente en
el aborrecible molde de la soltería.
Pasaban ante los visillos, apenas corridos, de las
ventanas, erguidas, sin aceptar la mirada de conmiseración o de burla que las
prudentes, las resignadas, les dirigían.
En su camino las solteras esquivaron el sitio donde los
chalanes hicieron sus compraventas y que apestaba demasiado aún a estiércol; no
se pararon, ni por curiosidad, ante los puestos de las custitaleras que
desplegaban sobre petates, corrientes y manchados, lo que les sobró de su
mercancía; dieron la espalda a las diversiones de los niños, de los fuereños,
de la plebe. Así, no probaron ni su puntería en el tiro al blanco ni su suerte
ante los cartones de la lotería. Tampoco se entretuvieron –más que lo
indispensable– en atravesar el parque, donde giraba una multitud de criadas y
artesanos cuya forma de coqueteo era la grosera y elemental de arrojarse
puñados de confeti a la cara (si era posible a la boca abierta en la
distracción o en la carcajada) o serpentinas que se enredaban en las melenas indomables,
abundantes y negras de las mujeres.
Por un acuerdo tácito Emelina y Concha fueron
directamente a la taquilla de la plaza de toros.
Era molesto llegar tarde porque cada aparición era
saludada por el público con un grito certero que desencadenaba la hilaridad de
todos: el sobrenombre personal o familiar, la alusión ingeniosa a alguna
circunstancia ridícula del recién llegado.
Emelina y Concha tuvieron que hacerse las desentendidas
de un estentóreo ¡Las dos de la tarde! lanzado sobre ellas por algún apodador
profesional. ¿Tendría éxito? A juzgar por el murmullo de contentamiento
colectivo era de temerse que sí. Pues bien. Ya cargarían, hasta su muerte, con
semejante cruz. Después de todo no serían las únicas en Comitán, al contrario. Era
cuestión nada más de acostumbrarse. Disimular el colerón con una sonrisa
mientras buscaban dónde acomodarse.
Eran preferibles los asientos más bajos. La visibilidad
era allí menor pero también el impacto del derrumbe.
Las amigas se sentaron y, a su vez, rieron cuando entró
un flemático cornudo, renuente a admitir su condición ni con la evidencia de
los anónimos más precisos. Daba el brazo, con deferencia excesiva, a una esposa
insolentemente joven, guapa y satisfecha. El que no se atrevía a comparecer
ante el tribunal popular era el amante, temeroso de que cualquier escándalo
desbaratase la boda de conveniencia que urdía.
Entró la muchacha pobre pastoreando a una idiota rica,
cuyos padres pagaban con esplendidez los cuidados y la compañía de los que
ellos quedaban eximidos. Entró, cohibida, la pareja en plena luna de miel. Sus
esfuerzos por aparentar inocencia y distancia (no se atrevían, siquiera, a
tomarse de la mano) aumentaba a los ojos ajenos el aura de erotismo que los nimbaba.
Entró el viejo avaro, cuya familia aguardaba afuera la narración del
espectáculo que iba a presenciar. Entró la Reina de la Feria, adoptando
actitudes de postal por medio de las cuales trataba de hacer patentes sus
méritos y su modestia. La acompañaba una corte de princesas y chambelanes;
ellas procurando que no se trasluciese su despecho de no haber resultado
triunfadoras y con un ansia de que el público descubriera los defectos de la
elegida para convenir en que el fallo había sido injusto; ellos, orgullosos de
su papel e incómodos dentro de sus trajes solemnes y sus corbatas de moño.
Entró, por fin, el juez de plaza que dio la orden de
comenzar la corrida.
Una corneta aguda, destemplada (cortesía del jefe de Guarnición),
el rápido pasodoble ejecutado por una marimba, fueron los preámbulos de la
aparición de los toreros. Caminaban con el garbo de su profesión, aunque no
alcanzasen a ocultar lo deslucido y viejo de su vestuario.
Los capotes revolaron un instante por el aire hasta ir a
caer, como homenaje, a las plantas de las autoridades municipales, de la
Comisión Organizadora de la Feria, de la reina y sus acompañantes, quienes
ocupaban palcos especiales.
Al primer toro hubo que empujarlo para que saliera a la
lid. Reculaba tercamente, acechando la primera oportunidad de volver a su refugio.
Su pánico era tan manifiesto que contagió de él a sus adversarios que corrían
desordenadamente, dándose de encontronazos, en su afán de esconderse tras los burladeros.
Pasado este primer momento de sorpresa cada protagonista asumió
la actitud que le correspondía. Se hicieron simulacros, tan infortunados como
ineficaces, de las suertes que excitan la furia del animal. Pero las
banderillas, la intervención de los picadores no hicieron más que recrudecerle
su nostalgia por los toriles.
Además, como todos los culpables, la bestia rehusaba
mirar de frente. Ya podía el trapo rojo cubrir hasta el más ínfimo de sus ángulos
visuales, que siempre le quedaría el recurso de agachar el testuz y entrecerrar
los párpados.
La muerte no fue empresa fácil. El toro corría con una
agilidad de ciervo y agotaba de cansancio a sus perseguidores. De un salto, que
ninguno pudo evitar, traspuso los límites de la arena. Algunos espectadores
huyeron; otros trataron de hacer alarde de valor. Esto duró únicamente el
tiempo que el toro necesitaba para orientarse. En cuanto reconoció el rumbo de
su querencia fue derecho hacia ella. Pero apenas llegaba, la mano diestra del matancero
oficial, se descargó (armada de un largo cuchillo) sobre el lugar exacto.
Los demás ejemplares no alcanzaron cimas más altas que el
primero. El público se sentía defraudado y, como siempre, comenzó a patear. Se
aproximaba el clímax. Entre el alboroto de las descargas incesantes, fue
insinuándose un rumor, tímido, seguro, creciente, de madera que chirría, que
cruje, que se rompe, que cae.
Lo demás se desarrolló con los pasos sucesivos de un
ritual. En la confusión del derrumbe Concha y Emelina quedaron separadas y
pugnaban por volver a reunirse, sin lograr romper la barrera de gente y
escombros que cada vez las alejaba más.
De pronto Emelina comenzó a sentir un mareo intenso; un sudor
frío le empapó las manos, corrió a lo largo de su espalda, le puso lívidas las
sienes. Sin resistencia fue dejándose tragar por el vértigo.
Cuando volvió en sí estaba en brazos de un hombre desconocido
que la hacía beber, a fuerza, un trago de comiteco. Emelina (que no supo si
deliraba aún) cesó de hacer gestos de repugnancia y bebió con avidez un sorbo y
otro y otro más. El aguardiente le devolvía el pulso, le ordenaba los sentidos,
la vivificaba.
Pero no únicamente a ella, como cuando bebía a
escondidas; sino que todo su alrededor iba cobrando, de pronto, un relieve inusitado.
Los colores eran más intensos, los perfiles más nítidos, los aromas casi
tangibles.
Lo que así la embriagaba no era el licor, sino la
proximidad del hombre. Emelina dilataba las narices como para que la invadiese
plenamente esa atmósfera ruda, que no era capaz de definir ni de calificar,
pero que reconocería en cualquier parte.
El contacto con las manos del hombre (que la ayudaban a escapar
de la especie de trampa en que había quedado presa) no hizo más que
intensificar la convicción de que esta vez no era un sueño sino la realidad del
mundo en que se movía. Estaba bien instalada aquí y no iba a abandonarla por
más que escuchase el reclamo –cada vez más remoto e irreconocible– de Concha,
quien la instaba a que la siguiera.
Emelina fingió no escuchar y además cerró los ojos de
nuevo, para no correr el riesgo de que sus miradas se cruzaran con las de algún
conocido que se comidiera a hacerle mal tercio. Cuando el hombre le preguntó
con quién o quiénes había venido a la corrida, Emelina respondió, con ese
aplomo con que ha de respaldarse lo inverosímil, que sola.
La pareja salió, al fin, de la plaza. El hombre, al
observar la palidez del rostro de Emelina y la debilidad del ademán con que quiso
apartarse el cabello de la frente, se apresuró a sostenerla, temeroso de un
nuevo desmayo. Buscó algún asiento vacío en el parque, para sentarla, pero
todos estaban ocupados por matrimonios aburridos, niños inquietos y cargadoras
resignadas. El hombre condujo entonces a Emelina al kiosco, donde funcionaba
una especie de cantina.
Ella se dejó conducir a ese sitio, que ninguna señorita
decente pisaría, como si el itinerario no admitiera rectificación. Consciente
ya de lo que su conducta significaba de desafío al pueblo entero de Comitán,
irguió la cabeza y sus ojos vidriaron de orgullo. ¿No la habían sentenciado ya
todos –por boca de Ester– al aislamiento? Pues allí estaba, exhibiendo la presa
que había cobrado: un macho magnífico.
Por un momento tuvo la tentación de observarlo. Pero la desechó
inmediatamente. Le bastaba sentir junto a ella la presencia sólida, la
complexión robusta, la estatura generosa. Además, esa voz autoritaria con que
exigió la mesa mejor situada y el servicio más eficiente. Era un hombre que
sabe mandar.
El mesero, improvisado, procuraba cumplir
satisfactoriamente una tarea cuya rutina más obvia ignoraba. Con timidez sacó
de debajo de su delantal un papel manoseado que se suponía era la carta. Lo
ofrecido allí no era muy atrayente: helado de vainilla, enriquecido con alguna
galleta antediluviana; gaseosas autóctonas y granizados insípidos. El hombre
devolvió el papel con sonrisa despectiva y pronunció una palabra espiando la aprobación
de Emelina.
–Una botella de chianti y dos copas.
Emelina asintió, como si hubiera comprendido. Pero el
mesero, ajeno a la fascinación de la muchacha, permaneció atónito, en espera de
alguna frase más que lo ayudara a descifrar el enigma. El hombre concedió, al
fin, con un ademán a la vez impaciente y benévolo.
–Vino. El más caro que haya.
¡Vino! Esto iba más allá de las imaginaciones más audaces
de Emelina. Y cuando tuvo ante sí un líquido rojo que gorgoriteaba al
trasegarse de la botella a la copa, lo contempló con la fijeza estúpida con que
las gallinas contemplan la raya de gis con que puede hipnotizárselas.
La voz del hombre, imperativa, la sacó de su
ensimismamiento:
–¡Salud!
Ella alzó la copa y se la bebió sin respirar, sin
percibir casi el sabor extraño y agrio que le repugnaba un poco. ¿Era figuración
suya o el hombre estaba observándola con una insistencia ligeramente burlona?
Ella también se sentía con disposición de reír de sí misma. Depositó la copa
vacía sobre la mesa y no tuvo necesidad de pedir que se la llenaran de nuevo. Ahora,
segura de que su sed sería saciada, se daba el lujo de que el vino permaneciese
intacto frente a ella. Además se le había desatado una locuacidad incontenible.
Hablaba de Ester como si el hombre la conociera. De la locura de su madre, de la
ineptitud de su hermano. Suponía que la escuchaban con interés. Pero el hombre
la interrumpió de nuevo con la palabra sacramental:
–Salud.
Emelina dio algunos sorbos –los indispensables– a su copa
y continuó hablando. De Concha, pobrecita, que estaba envejeciendo dentro de
unos vestidos horribles. De ella misma, al fin.
Se compadecía un poco, por tantos años de espera, de
soledad. Pero la recompensa era sobrada. Hoy se borraba todo, afirmó con una
solemnidad cómica, apurando hasta el fondo de la copa.
No quiso alzar los ojos por miedo a ver la cara del
hombre. Un resto de lucidez le avisaba que tuviera prudencia. Sólo miró, con
una obstinación pedigüeña, la copa vacía que inmediatamente fue llenándose.
Emelina aguardaba la señal para beber de nuevo. Pero el hombre
le dijo:
–La están buscando.
Era Concha. Seguro que era Concha. ¿A quién más iba a ocurrírsele
ser tan inoportuna? Emelina, en vez de responder rio con una carcajada tan
fuerte que los ocupantes de las otras mesas, que no habían cesado de observarla
a hurtadillas, se atrevieron a contemplarla de frente.
–Déjela. Nunca se atreverá a subir las escaleras del
kiosco. Está sola ¿verdad?
El hombre asintió.
–¿Ve usted? Una mujer sola no es capaz de nada. Como yo, antes
de que vinieras.
La frase le pareció acertada y el tuteo normal. Para felicitarse
alzó la copa. Ahora empezaba a gustar del líquido. Aunque no demasiado. Además
tenía prisa. ¡Le quedaba tan poco tiempo!
–¿No bebes? –preguntó a su compañero.
–Estoy desarmado –admitió, al tiempo que pedía otra
botella de lo mismo.
–Las comitecas tenemos fama de ser más aguantadoras que los
hombres.
–Tienen fama de otras cosas también –añadió ambiguamente el
otro.
–Ya te contaron el cuento de que no se nos puede echar un
piropo sin que corramos a hacer la maleta para huirnos.
Emelina estaba encantada de su audacia. Fue el hombre
quien retrocedió:
–Conocía yo el dicho: Comitán de las Flores. Por sus
mujeres bonitas.
Y aprovechó la última frase como brindis.
–Pues el dicho el falso –se obstinó Emelina–. No hay una
sola que valga la pena. ¡Esa reina, por Dios! No la querría yo ni para mi
molendera.
–¿Y usted?
La voz del hombre era neutra; ni sarcástica ni galante.
–A mí me tocaron otras cosas. Soy… bueno, fui hace muchos
años…
Hizo como si contara con los dedos y luego abandonó el propósito
con un ademán de impotencia.
–¿Qué importa? Tú no me conociste entonces.
–Por el gusto de conocerla hoy.
Chocaron las copas. La de Emelina derramó algo de su contenido
y ella no pudo reprimir un ay de consternación.
–¡No quiero desperdiciar nada!
El hombre se apresuró a llenar de nuevo el recipiente.
Emelina sonreía con gratitud infantil.
–En las piñatas nunca me tocaron más que las sobras. Las demás
se abalanzaban a arrebatar lo mejor. No tenían miedo de desgreñarse, ni de
pelear, ni de caer. Yo siempre fui muy tímida.
–¿Y ahora? –dijo él.
Emelina se le enfrentó. Hizo un gesto grave, lento,
negativo.
El hombre aparentó no verlo y llamó al mesero. Le urgía
pagar la cuenta.
Se puso de pie y, al guardar la cartera en un bolsillo
interior del traje, Emelina adivinó el bulto de una pistola. Este descubrimiento
le pareció maravilloso. Hubiera querido aplaudir, mostrarlo a los demás. Pero
había una especie de distancia insalvable entre sus pensamientos y sus actos.
–Vámonos.
Emelina movió la cabeza, riendo quedamente.
–No puedo… no puedo levantarme.
El hombre la alzó en vilo y así cruzaron entre los
parroquianos, escandalizándolos y divirtiéndolos.
El descenso de las escaleras del kiosco fue un poco más
fácil. Emelina se asía del barandal, tambaleante. Le asustaba que la grada
siguiente estuviera tan desmesuradamente distante. El hombre la ayudó lo mejor
que pudo y pronto estuvieron otra vez en tierra firme.
–¿La llevo a su casa? –preguntó él.
–No, claro que no. Nunca volveré allí.
–Entonces yo escogeré el rumbo.
Era lo convenido. Cualquier otro desenlace carecía de justificación.
El hombre conducía a Emelina, con firmeza, hacia una de
las salidas del parque, la que desembocaba al punto en que se estacionan los
automóviles de alquiler.
Emelina se apoyó en una de las puertas traseras, mientras
el hombre arreglaba con el chofer los detalles del precio y la dirección.
Fue un momento después cuando se produjo la catástrofe. Quién
sabe de dónde salió Mateo, envalentonado por la borrachera y por la compañía de
Enrique Alfaro. Hubo un breve diálogo, salpicado de insultos, entre los
hombres. Emelina quiso intervenir, pero alguno la empujó con brusquedad. No cayó
al suelo porque la gente se había arremolinado a su alrededor para presenciar
la pelea. Lo último que alcanzó a ver Emelina fue el ademán de los
contendientes al quitarse el saco. Enrique la apartó con violencia de allí.
La arrastró entre la multitud, que en vez de estorbarlo, empujaba
a Emelina con rumbo a su casa. De nada le valió a ella resistirse. Tropezaba a
propósito, se dejaba caer. Pero implacablemente, volvían a levantarla y la obligaban
a avanzar unos pasos más. Se asía al hierro de los balcones, se estrellaba contra
los quicios de las puertas. En vano. Tenía que luchar, no sólo contra una
fuerza superior a la suya, sino contra su propio desguanzamiento, contra la
inercia que le paralizaba los miembros, contra la náusea que le revolvía las
entrañas, contra el mareo que la hacía cerrar los ojos.
Poco a poco, sin consultar a la voluntad de Emelina, la resistencia
cesó. Ella se sostuvo de los barrotes de una ventana y el llanto comenzó a
fluir, abundante, fácil, incontenible, hasta su cauce natural.
–¿Por qué? –gemía vencida, sin comprender– ¿Por qué?
La respiración de Enrique estaba hinchada de cólera.
Sacudió con desprecio a Emelina.
–¡Has deshonrado tu apellido! ¡Y con un cualquiera! ¡Con
un extranjero aprovechado!
Emelina negó con vehemencia.
–El no… no me iba a hacer nada malo. Sólo me iba a
enseñar la vida.
Cuando adquirió plena conciencia de que la oportunidad
había pasado, Emelina se puso a aullar como una loca, como un animal.
Enrique se apartó de ella. Que se quedara aquí, que
regresara a su casa como pudiera. Él no podía tolerar más ese aullido salvaje,
inconsolable.
Enrique echó andar sin rumbo, por las calles desoladas.
De lejos le llegaba el eco de las marimbas, de los cohetes, de la feria. Pero
no se apagó siquiera cuando Enrique golpeó, con los aldabonazos convenidos, la
puerta del burdel.
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