lunes, 24 de marzo de 2025

Crónica de un anexo en Tláhuac

Ana Nicholson Leos

 

Penetrante olor a jabón, a jabón Roma seco, jabón hecho costra. A humedad, a coladera.

Chanclas de plástico, ropa sin cierres, sin cinturones, sin tiras, sin agujetas.

Las paredes tapizadas de posters de Jesucristo enmarcados, de fotomontajes de Jesucristo con una frase motivadora. Jesús en una cascada, Jesús en una selva con flores, Jesús en una tundra.

En la entrada de la sala: “Si faltas a tus juntas, no te preguntes por qué recaes”.

Un salón en medio, una oficina a la izquierda, un pasillo a la derecha.

28 anexados.

24 con la cabeza engelada. La cara muy limpia.

Los 4 restantes despeinados. La cara de sueño.

25 hombres por 3 mujeres.

Unos muchos barriendo. El piso limpio mojado, enjabonado. Unos tantos saliendo de bañarse, de peinarse. Unos otros ofreciendo agua de jamaica, roles de canela, pulparindos, Coca-cola, cigarros.

Dos anexadas.

Anexada una mujer de 56 años que parece de 70. Modorra, alejada/aislada de los hombres, la almohada marcada en la cabeza, llena de canas amarillentas. Las manos en las rodillas, la mirada como hacia adentro, sin ver a nadie. Fuerte olor a axila, a ingle, a pelo sucio, a boca en la mañana.

“Esa viejita es la tercera vez en el año que se anexa, lleva un año”.

Anexada otra de 22 años. Sombra rosa fucsia en el párpado superior, delineador negro en la parte inferior y encima de la sombra, por toda la línea de las pestañas; las pestañas en grumos de rímel negro, corrector blanco encima de las ojeras. Los dientes chuecos, cariados, manchas cafés visibles. Fleco rígido, pegado a la frente con gel. El resto del cabello pegado a la cabeza amarrado en una cola de caballo. Olor a spray, a gel, a tutti-frutti.

A la izquierda de la entrada, la otra mujer: secretaria. La puerta abierta 35 segundos. Tal vez 33 años, algo como un traje sastre, gris, el cabello decolorado hasta el naranja, quemado. Labios color borgoña en sonrisa “Ya te dije que mejor no vengas si nada más vienes a…” La puerta cerrada.

Al fondo del salón más grande un podio, bancas como de iglesia enfrentándolo. Quince sentados. Cuatro moviendo los pies. Uno cabeceando. Dos mordiéndose las uñas.

Uno sube al escenario, 27 años, delgado. Pinta de “a él yo lo conozco”, de “él se parece al de la comedia del 4”. Él tiene la piel más blanca, el cabello negro, los ojos miel, la quijada muy fuerte, muy cuadrada, mucho contacto visual, todo sonrisas, dientes muy blancos, derechos. Se frota las sienes, el abdomen. “¿Qué transa, carnal, cómo vamos? Recuerda que la vida la hacemos cada día. ¡Haz que tu día cuente!” Señala a lo lejos, saluda, apretones de mano. La Biblia aprendida de memoria y en la cabeza, mezcla y se interrumpe: primero frases de galleta china de la suerte, después frases cacharpo, de microbusero.

Sube y entonces todos: “¡Ánimo!”

“Yo soy Juan Antonio Gutiérrez Vázquez y soy alcohólico y drogadicto”.

El encendedor en la mano y el cigarro número uno. “He analizado por qué estoy aquí. Tengo que hacer un inventario de las mamadas que he vivido. Siempre he sido una persona persistente, hasta en mi enfermedad”.

Todos los ojos mirándolo, saltones, las respiraciones de los unos que están de verdad despiertos: sincronizadas, un manotazo en el podio y una risa como ensayada.

“Así es, algunos de ustedes ya me conocen. Estuve aquí parado, hablándoles de mi triunfo. Estuve ocho años afuera, creyendo que podía ser un bebedor social, por la vanagloria. Ahora he tenido que volver para recordar. A tragar y digerir grandes trozos de mi verdad”.

Los ojos rojos, viendo arriba a la izquierda, la voz se quiebra.

“La primera vez que entré aquí yo era un chamaco. Me gustaba el desmadre. Díganme, ¿a quién no le gusta el desmadre? Ir a los bailes, con el Sonidero, a ver a La Changa, al Patrick Miller, a bailar con los jotos. ¿A poco no? La piedra, las viejas, el alcohol, la coca. Mi propia vida me cegaba. La buena vida. La camisa bien planchada, la vida del glamour, que sabes que todos te conocen. Me fue deslumbrando hasta que ya no veía nada. Me volví tan loco que me iba meses. A veces cuando regresaba me dolía tanto la cabeza que me daba martillazos para que se me quitara. Por esa época me robé a Nayelli. Me la robé por caliente. Mi abuela, que siempre ha sido mi roca, mi puente, me dio un lugar en su casa. Lo hizo pensando que tal vez Nayelli me cambiaría. Pero tenerla, inclusive embarazada, no me quitaba las ganas de salirme, de cegarme. Yo me largaba, la encerraba. Mi abuela le tenía que pasar comida por la ventana cuando la escuchaba gritar. Yo llegaba y la violaba como un animal. Me la madreaba como si fuera un hombre. Llegaba con hambre y le decía: ‘¡Hija de la chingada, por qué no me hicistes de cenar!’. Ella no podía salir y yo no le daba ni 20 pesos, pero eso yo no lo veía. Ahí mi abuela vio lo malo y ella y Nayelli juntaron para que me trajeran aquí”.

Tos y la mano gruesa en la frente, la sien, la mano entera en la boca. El cigarro número uno prende al cigarro número dos. Silencio. Dos anexados dormidos, un padrino les patea la banca y los despierta. “Fue la primera vez que me anexaron. Yo vomitaba las primeras noches, me quería salir. Odiaba a Nayelli. Llegué pensando que lo primero que iba a hacer saliendo era matarla, a ella y a la niña que ya había nacido. Hasta a mi abuela pensé en matarla. Pero Dios ha sido muy bueno pese a que yo he sido una mierda. Él ha sido el padre y yo su alumno. Cuando llegué todos me decían que buscara la fortaleza en Dios, pero mi cuerpo sólo pensaba en la droga. El grupo me regresó a la realidad. Mi padrino me veía el futuro en los ojos, me decía: ‘Tú vas a abrir grupos, eres un chingón’”.

La voz que se pausa, el habla alargada, robótica. Frases de memoria, frases aprendidas de la contraportada de Plenitud, de los posters con Jesús en una montaña nevada. El cigarro número tres.

“Ya no he visto a Nayelli, ni a la hija que me dio. Pero salí. Y así fue: abrí grupos, me iba a los viajes, conocí a la mamá de Carla Jatziri, el amor de mi vida, mi hija. Le decía a mi hijita: ‘Tenga m’ija, para que su mamá le compre unos zapatos’, y ella me veía con sus ojitos. Mis palabras de aliento tal vez sí ayudaron a muchos. Allá estuve bien porque me agarraba de las palabras del grupo. Pero fue mi prepotencia la que me pudo. Al principio me tomaba una copa, hasta seis, un día o dos de la semana. Según yo, muy cabrón. Hasta que de verdad llegaron los vicios a mí, de nuevo, como un fantasma. Empecé a perderme, a descuidar a mi familia. Me iba días. Se los escondí hasta que me encontraron en un hotel. Llegó mi abuelita y la que fue mi mujer, me tocaron la puerta, llevaron a alguien para que la abriera. Me vieron inyectarme y yo estaba tan cegado que, hasta a esas mujeres que me aman, les pegué”.

Una pausa. La voz en grito desde el estómago. La mano hecha puño deteniendo el pecho que va hacia delante, que se dobla a las rodillas. Los ojos secos, ni una sola lágrima. Un “¡Ánimo, compañero!” gutural, reseco, fuerte. Las demás palabras de apoyo: sí se puede, vamos, adelante. La cabeza hacia atrás, 25 segundos y la mirada en blanco. De nuevo, los ojos al frente.

“Estoy aquí escombrando mi pasado, modificando las ruinas de todo lo que se ha caído. Confío que la honestidad será mi liberación. La persistencia de esta enfermedad es increíble y yo la he perseguido hasta las puertas de la locura y de la muerte. Dicen que Alcohólicos Anónimos es la universidad más grande; es verdad y yo vengo por mi 10: si los demás reprueban es su pedo”.

Aplausos, gritos desde el estómago, palabras ininteligibles, de ánimo, de triunfo. El camino a las bancas a sentarse, la sonrisa afilada. Todo el tiempo hablando. 135 veces dicha la palabra güey, 79 la palabra cabrón, 55 veces dicho me cae de a madres.

Anexado uno le habla a alguien a su lado que no existe.

Anexado otro con la piel gris. Los aplausos, las palmadas.

Después, limpiar el piso limpio, lavarse la cara, la catarsis y la junta de las 5. Lo cotidiano.

 

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