Leopoldo Alas “Clarín”
Voy
muy pocas veces a Madrid, entre otras razones, porque le tengo miedo al clima.
Después de tantos años de ausencia he perdido ya en la corte la ciudadanía…
climatológica (si vale hablar así, que lo dudo), bien ganada, illo tempore,
en la alegre y descuidada juventud. Además… ¿por qué negarlo? La presencia de
Madrid, ahora que me acerco a la vejez, me hace sentir toda la melancolía del
célebre non bis in idem. No, no se es joven dos veces. Y Madrid era
para mí la juventud; y ahora me parece otro… que ha variado muy poco, pero que
ha envejecido bastante. Marcos Zapata, ausente de Madrid también muchos años,
al volver hizo ya la observación de lo poquísimo que la corte varía. Es verdad:
todo está igual… pero más viejo. Apolo y Fornos pueden ser símbolos de
esta impresión que quiero expresar. Están lo mismo que entonces,
pero ¡qué ahumados!…
Hay
una novela muy hermosa de Guy de Maupassant, en que un personaje, infeliz burgués
vulgar, que no hace más que sentarse a la misma mesa de un café años y años, deja
pasar así la vida, siempre igual. Pero un día se le ocurre mirarse en uno de aquellos
espejos… y es el mismo de siempre, pero ya es un pobre viejo. No pasó nada más…
que el tiempo.
Madrid
tiene para mí algo del personaje de Maupassant. Desde luego reconozco que en esto
habrá mucho de subjetivo…
Una
de las cosas que más me entristecen en Madrid es la falta de los antiguos amigos.
Han muerto algunos, pero no muchos; otros están ausentes; pero los más en Madrid
residen. ¿Por qué no se les ve? Porque ya no son las golondrinas que alborotan en
la plaza y que interrumpen a San Francisco; ya no son los peripatéticos que discuten
a voces, azotacalles perennes del estrecho recinto en que se encierra el Madrid
espiritual propiamente dicho. Algunos son personajes políticos y tienen
que darse cierto tono; otros se han refugiado en el hogar, desengañados de la Ágora…
Ello es que no los veo por ningún lado.
Y
los antiguos maestros, aquellas lumbreras en que nuestra juventud creía, porque
entonces no se había inventado esta división absurda y grosera de jóvenes y
viejos; los grandes poetas, los grandes oradores, críticos, moralistas, eruditos,
¿dónde están?
Olvidados
del gobierno del mundo y sus monarquías; calentando el cuerpo achacoso
al calor de buena chimenea; rodeados de cien precauciones higiénicas; haciendo la
vida monástica en un despacho, a que la edad nos irá condenando a todos. ¡Infeliz
del viejo que no haya aprendido, antes de serlo, a estar solo muy a su gusto!
Sí;
casi todos los maestros son ya viejos; salen poco… ¡Qué tristeza!
Una
de las mayores.
Mas,
para mí, un consuelo visitarlos.
Cuando
hago examen de conciencia y veo mi pequeñez, mis defectos, una de las cosas menos
malas que veo en mí, una de las poquísimas que me inclinan a apreciarme todavía
un poco, moralmente, es el arraigo de la veneración sincera que siento y he sentido
siempre respecto de los hombres ilustres a quien debe algo mi espíritu.
Como
a mis lugares sagrados, solía yo ir, al verme en Madrid, peregrino siempre
triste, a casa de Campoamor… que ya no gusta de visitas; de Castelar (que hemos
perdido), de Giner, de Valera, de Balart…
Y
de este otro señor, el señor X, que no es nadie y es quien ustedes quieran. Otro
maestro. Vivía en un barrio allá muy lejos, casi más cerca de Toledo o de Guadalajara
que de la Puerta del Sol.
Quiero
hablar de las últimas visitas que le hice.
Fue
de noche. No me esperaba. Es soltero; vive con una doncella de su madre, que es
hoy una anciana muy sorda y que debe considerar a los discípulos de su amo como
enemigos que no quiere en su casa. Antonia, así la llama, es como Zarathustra, según
Nietzsche, recelosa respecto de los que piensan entrar en el apostolado de su amo
de ella; amo, pero no maestro, porque Antonia no debe de tener escuela filosófica
ni literaria.
Sabe
Antonia, vagamente, que su señor vale mucho, por cosas que ella no puede comprender;
sabe que los papeles le han puesto mil veces en los cuernos de la luna; que ha sacado
de su cabeza unos libros muy buenos que le han dado algunas pesetas, pocas… y mucha
honra y muchos disgustos. Y sabe que todo ello no le ha servido para medrar, para
hacerse rico, ni para tener influencia en la política, ni con el obispo, ni en Palacio,
ni en parte alguna de esas donde se hacen los favores gordos. Visitas, antiguamente,
muchas, pero de gente de poco pelo, que traían libros de regalo –¡libros!–, que
es lo mismo que si la trajeran a Antonia polvo y lodo de la calle. ¡Libros! Lo que
sobra en la casa, lo que a ella la tiene loca, porque no sabe ya dónde ponerlos.
Ya no hay sitio en mesas, armarios y hasta sillas más que para los libros, y ellos
atraen los ratones y crían polvo, telarañas… ¡horror! Y después la gracia de que
el amo no lee casi nunca esos tomos que le regalan, sino otros muchos que él compra
muy caros. “Los que hacen los libros que a mí me estorban y que el señor no lee”
éstos son para Antonia la mayor parte de los señoritos que se cuelgan del timbre.
¡Deben ser tan poca cosa! Además, cuando el amo se guarda de ellos y miente, como
si no hubiera Dios, para disculparse y no recibirlos, por algo será… No; ni los
libros ni los que los traen le dan alegría ni nada bueno al señor… Está triste,
sale poco, cada vez menos. Si escribe, ella le ve la cara llena de angustia; si
medita, lo mismo.
Sólo
cuando lee con afán alguno de aquellos libros caros, que él compra, es cuando le
nota, a veces, sereno, de veras entretenido, a veces casi casi sonriente. ¿Que dirán
aquellos señores, que hasta al amo le gusta lo que dicen? Deben de ser gente lista,
de buen trato, sí; pero esos… son justamente los que nunca le vienen a ver.
Mas,
¡oh contrasentidos misteriosos del corazón humano, que ni siquiera Antonia se explica!
La buena ama de llaves nota de algunos años acá, sin querer dar importancia al hecho,
que las visitas importunas van escaseando; que cada día se olvidan más aquellos
discípulos, antes pegajosos, del pobre maestro; y Antonia, a regañadientes, siente
el desaire; ve en él no sabe qué síntoma de vejez, de abandono. También comprende,
por muchas señales, que poco a poco el amo se va apartando más de aquella vida de
impresiones que le traían los papeles y los amigos y sus salidas frecuentes y a
deshora… Y no hay disgustos de aquellos que él se comía, pero que ella adivinaba.
Calma, eso sí; mucha, demasiada; así como de mal agüero.
Y
a pesar de esto, Antonia, así como por tesón, por orgullo de artista –que
tiene ella por su amo– cuando llega a la puerta algún raro admirador, lo recibe
con ceño, disimulando la simpatía y el agradecimiento que le inspira la fidelidad
de aquel hombre, a quien, sin embargo, trata con el mismo rigor de que antes usaba
espontáneamente.
El
ceño y los malos modos de Antonia quieren decir en el fondo: “Ya sabemos que se
nos olvida. ¿Y qué? Poco nos importan las vanidades de la gloria; aquí no necesitamos
a nadie… Gracias, de todos modos, por la atención; pero conste que ya no nos da
frío ni calor nada de cuanto pueda llegar por esa puerta…”
¿Cómo
pude yo averiguar todos estos pensares de Antonia? Hablando con ella, largo y tendido,
una tarde que fui a ver a X, cuando él, positivamente, no estaba en casa. La criada
me recibió mal, como a todos; pero cuando dije mi nombre, cambió de humor de repente.
El amo le había anunciado mi visita, y la necesidad de tratarme con amabilidad excepcional,
porque yo no era uno que llevaba libros, sino un amigo verdadero. En fin, mucho
bueno le debió decir de mí el amo a la criada, porque ella me hizo entrar en el
despacho, me obligó a esperar al señor media hora, que llenamos con amable, íntima
conversación. El cariño de Antonia a su señor le hizo comprender que yo le quería
también como ella, y que también me daba pena verle aislarse, huir de la actividad
exterior, dejar que el mundo frívolo le olvidara, porque él no lo buscaba con reclamos.
Y
así fue que la noche que X me recibió en su casa, ya sabía yo mucho de su estado
de alma por el reflejo de Antonia.
No
me hizo pasar X a su despacho, sino a una modesta habitación cuadrada, sin pintura
ni libros, ni bibelots, ni más muebles que los necesarios. El único lujo allí consistía
en murallas de telas y paño para no dejar que entrase frío. Silencio y calor
parecía ser el ideal a que se aspiraba allí dentro. En una butaca, más echado que
sentado, con los pies envueltos en una manta, que casi se quemaba en un brasero
de bronce, metido en caja de roble, X leía un tomo de La leyenda de los siglos,
de Víctor Hugo.
–¿Eh,
qué atrasado verdad? –me dijo–. ¡Si me viera un modernista!¡Víctor Hugo!
–y sonreía, con ironía muda, venenosa–. No –prosiguió–. Ya sé que usted no es de
esos; cuando estuve en su pueblo, y en su casa, ausente usted, vi que en su gabinete
de trabajo no tenía usted más que tres retratos: el de la torre de la catedral
de su ciudad querida, el de su hijo… y el de Víctor Hugo… La moda… la moda, en Arte,
muchas veces no es más que una frialdad y una ingratitud. Nuestra gente modernísima,
por tendencia materialista en parte, y en parte para disimular su ignorancia, hace
alarde de no tener memoria. Y… ya lo sabe usted; un gran filósofo moderno, no modernista,
por la memoria nos revela el espíritu. Lo presente es del cuerpo, el recuerdo del
alma. Doctrina profunda…
Después,
creyendo que todo aquello era hablar de sí mismo, en el fondo, quiso cambiar de
asunto y hablar de mis cosas.
–Ya
veo, ya veo que usted sigue luchando en veinte periódicos… Hace usted bien… Eso
supone cierta fe. En cambio, no hace usted libros… También hace usted bien. Yo tampoco
hago libros. Son inútiles. No los leen. No los saben leer. Los artículos, sí; se
leen… pero tampoco se entienden. Ya no los escribo yo tampoco… porque no creo en
su eficacia. Y buena falta me hace cobrar unas cuantas pesetas… pero ni por esas.
No escribo.
“Mire
usted; entre enseñar cosas del alma a gente que no la tiene y empeñar un colchón,
prefiero empeñar el colchón. Gasta menos el espíritu… aunque algo lo gasta también…
Hasta hace poco, en vez de artículos escribía cartas a los amigos íntimos, capaces
de entender; tres o cuatro. Ahora ya ni eso; porque, por las contestaciones, veía
que no les enseñaba nada nuevo; pensaban lo mismo, sentían lo mismo. Me devolvían
mis tristezas, en otro estilo y con otra clase de erudición… Así es que ahora, ni
cartas. Nada… Nada más que leer… y calentarme los pies, no los cascos… ¿Ha leído
usted los versos de Taine a sus gatos? ¡Pocas veces fue tan filósofo de
veras el gran crítico como en esos versos…! Ya sé, ya sé que ciertos gusanos literarios
me ponen en la lista de sus muertos y me entierran con Valera, Balart,
Campoamor… ¡No es mal panteón…! pero sepan los tales modernistas que yo no soy un
muerto de ellos, sino mío. Me he pagado el entierro. Y no soy un enterrado de actualidad.
¡No; soy un Ramsés II, todo un Sesostris! Este ya es mi único orgullo; ser un muerto
antiguo, una momia… y mi derecho… el de la muerte también… ¡Que no me anden con
los huesos…!”
Y
al despedirme, incorporándose, me decía:
–Adiós,
buen amigo. Dígale usted al mundo que ha visto la momia de Sesostris… en la actitud
en que le sorprendió la muerte, hace miles de años… ¡leyendo a Víctor Hugo!
Cuando
salí, en el recibimiento, la sonrisa triste y benévola de Antonia me repitió, a
su modo, cuanto su amo acababa de decirme.
En
rigor, todo lo que me dijo X no fue más que cuanto yo había adivinado la tarde anterior
hablando con su ama de llaves.
Con
otro estilo y otra erudición, como X decía, las mismas tristezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario