Horacio Quiroga
El hombre y su machete acababan de limpiar la
quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en estas
abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era
muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas
al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un
trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba
de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver
el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la
gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que
acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba
como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el
pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto,
surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto
no se veía.
El hombre intentó mover la
cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda
aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del
machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la
seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En
el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años,
meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la
muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos
llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos,
en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera
expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en
nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su
eliminación del escenario humano! Es este el consuelo, el placer y la razón de
nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto
lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?
No han pasado dos segundos: el
sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un
milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las
divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto
en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha
pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la
naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e
ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste –¡es tan
imprevisto ese horror!– y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado?
Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a
limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado,
y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el
viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las
doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el
techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas.
No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al
puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo
del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre;
el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el
alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…
¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No
es este uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el
machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está
allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente
el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de
espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo…
Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y
media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las
botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay
quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar
el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ese o
no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero,
en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol
a plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su
persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que
formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal,
obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente,
naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace
dos minutos: se muere.
El hombre muy fatigado y tendido
en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un
fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto
mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba
de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya
resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya
poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre
de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de
monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un
rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la
comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro
uno de otro! ¡Ya ese es su bananal; y ese es su malacara, resoplando cauteloso
ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar
la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo
distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y
del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los
bananos se mueve. Todos los días, como ese, ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado, pero descansa
solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde
allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su
mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las
demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre:
¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es
la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de
los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras
amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al
malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
…Muy cansado, mucho, pero nada
más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese
potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen!
Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano
izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si
quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él
construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas
rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la
pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra
sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado
derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a
él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla –descansando, porque
está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor,
e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en
el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que
ya están próximas –¡Piapiá!– vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles
al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre
tendido que ya ha descansado.
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