Beatriz Espejo
Cuando había noches de luna,
la casa rosa parecía plateada y también se veían plateadas sus palmeras ondulantes.
En días claros simulaba una postal, con su embarcadero, sus mecedoras, sus ventanas
abiertas a la brisa que sacaba las cortinas bullangueras como manos que saludaban
a los visitantes venidos del río arriba. Las lanchas dejaban tras de sí encajes
de espumas y cargamentos de risas y los anfitriones de la casa rosa preparaban la
fiesta. Eran dichosos, se sentían bendecidos por el cielo y dueños del paraíso.
Los padres se amaban, los hijos crecían sanos y fuertes, las criadas se movían presurosas
en la cocina. Hacían antojos y los llevaban oportunamente al comedor, langostinos
semejantes a flores erizadas, jaibas en chilpachole, gorditas de frijol, picadas
en salsa verde, aguas de guanábana o de lima. Y los vasos llenos de hielos que tintineaban
chocando entre sí se convertían en campanas cristalinas, y el aroma de los guisos
alcanzaba la acera de enfrente. Pero es difícil aceptar la felicidad ajena al considerarla
tan perfecta. Los tlacotalpeños empezaron a tener envidia y su envidia germinaba
un humor verde que les corría por la sangre y se les aposentaba en el corazón. Sus
malos pensamientos trepaban por los aires, su encono escalaba las nubes, su rivalidad
se escondía sabe Dios dónde y al cabo de un tiempo se transformaba en hojitas incoloras
que volvían a descender y sin ruido, sin levantar el agua, se posaban despacio sobre
el tejado de la casa rosada que en noches de luna refulgía como si sus tabiques
fueran de plata pura.
Las gentes padecían mil rencores durante las celebraciones
domingueras, desde el fondo de sus resentimientos le reclamaban a la Providencia
creyéndose víctimas de la injusticia. No podían rezar el Yo Pecador ni entender
el Evangelio. Olvidaban el ritual del cura y se dedicaban a observar los movimientos
de los dueños de la casa rosa. Veían a la madre que con los cabellos recogidos por
una cinta azul pasaba cuidadosa y aplicada las hojas de su misal, atisbaban los
gestos más insignificantes del padre parado cerca, acechaban los labios de los niños
que recitaban palabra tras palabra todas las oraciones. Y las hojas transparentes
continuaban cayendo mustias y perseverantes. Una buena porción se acumulaba si la
familia iba a la playa en convertible; otra mayor si el padre jugaba a la bolsa
y acrecentaba su fortuna o si una revista extranjera publicaba fotografías de la
sala y los corredores de la casa rosa como modelo de arquitectura típica. Las hojas
arribaban puntuales. Se amontonaban entre las tejas porque la familia entretenida
en su existencia afortunada, imaginándose protegida bajo el manto de la virgen de
la Candelaria, no descubría las miradas ingratas ni los gestos helados de aparente
desdén que les prodigaban sus vecinos; hasta que un oscuro domingo en que brillaba
el sol la última hoja llegó lentamente y el techo se hundió, las paredes se desmoronaron
y la casa entera quedó reducida a escombros.
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