Joaquín Pasos
Tenía
una expresión serenísima en su cara sucia. En cambio, una mirada muy
atormentada en sus ojos limpios. La barba crecida de varios días. El cabello
arreglado solamente con los dedos.
Cuando caminaba, con su paso cansado, las puntas de
sus alas arrastraban de vez en cuando en el suelo. Jaime quería recortárselas
un poco para que no se ensuciaran tanto en las últimas plumas, que ya estaban
lastimosamente quebradas. Pero temía. Temía como se puede temer de tocar un
ángel. Bañarlo, peinarlo, arreglarle las plumas, vestirlo con un hermoso
camisón de seda blanca en vez del viejo overol que lo cubría, eso deseaba el
niño. Ponerle, además, en lugar de los gruesos y sucios zapatones oscuros, unas
sandalias de raso claro.
Una vez se atrevió a proponérselo.
El pobre ángel no respondió nada, sino que miró
fijamente a Jaime y luego bajó al jardín a regar sus pequeños rosales
japoneses.
Siempre que hacía esta tarea se echaba ambas alas
hacia atrás y las entrelazaba en sus puntas. Había en este gesto del ángel algo
de la remangada de fustanes de la criada fregona.
En realidad, muy poco le servían las alas en la
vida doméstica. Atizaba el fuego de la cocina con ellas algunas veces. Otras,
las agitaba con rapidez extraordinaria para refrescar la casa durante los días
de calor. El ángel sonreía extrañamente cuando había esto. Casi tristemente.
Es lógico que los ángeles denoten su edad por sus
alas, como los árboles por sus cortezas. No obstante, nadie podía decir qué
edad tenía aquel ángel. Desde que llegó al hogar de don José Ortiz Esmondeo –hace
dos años más o menos– tenía la misma cara, el mismo traje, la misma edad
inapreciable.
Nunca salía, ni siquiera para ir a misa los
domingos. La gente del pueblo ya se había acostumbrado a considerarlo como un
extraño pájaro celestial que permanecía a toda hora en la casa de Ortiz
Esmondeo, enjaulado como en un nicho de una iglesia pajaril.
Los muchachos del pueblo que jugaban en el puente
fueron los primeros que vieron al ángel cuando llegó. Al principio le arrojaron
piedras y luego se atrevieron a tirarle de las alas. El ángel sonrió y los
muchachos comprendieron en su sonrisa que era un ángel de verdad. Siguieron
callados y miedosos su paso reposado, triste, casi cojo.
Así entró a la ciudad, con el mismo overol, con los
mismos zapatos y con una gorrita a la cabeza. Con su mismo aspecto de ángel
laborioso y pobre, con su misma sonrisa misteriosa.
Saludó con gesto de sus manos sucias a los
zapateros, a los sastres, a los carpinteros, a todos los artesanos que
suspendían asombrados sus trabajos al verlo pasar.
Y llegó así a la casa acomodada de don José Ortiz
Esmondeo, rodeado por las gentes curiosas del barrio.
Doña Alba, la señora, abrió la puerta.
–“Soy un ángel pobre” –dijo el ángel.
II
La
casa siguió siendo la misma, la vida siguió llevando la misma vida. Sólo los
lirios, los rosales, las azucenas, y sobre todo las azucenas del jardín, tenían
más hermosura y más alegría.
El ángel dormía en el jardín. El ángel pasaba
largas horas cuidando el jardín. Lo único que aceptó fue comer en la casa de la
familia.
Don José y Doña Alba casi no se atrevían a
hablarle. Su respeto era silencioso y su secreta curiosidad sólo se manifestaba
con sus sostenidas miradas sobre su cuerpo, cuando estaba de espaldas, y
dirigida insistentemente sobre el par de largas alas.
Los rosales japoneses sonreían durante toda la
mañana. Al atardecer, el ángel los acariciaba, como cerrando los ojos de cada
una de las rosas. Y cuando el jardín dormía, extendía las alas sobre la yerba y
se costaba con la cara al cielo.
Al salir el sol se despertaba Jaime. Al
despertarse, encontraba al ángel a su lado, apoyado en el hombro de su alma.
El juego comenzaba. Bajo la sombra del jardín,
Jaime veía convertirse en seres con vida a todos sus soldaditos de plomo, oía
los pequeños gritos de mando del capitán de su minúsculo buque, hablaba con el
chofer de latón de su automovilito de carreras, y por último entraba él mismo
como pasajero a su tren de bolsillo.
La presencia natural del ángel daba a estos
pequeños prodigios toda naturalidad.
III
Pero
el ángel pobre era tan pobre que no tenía ni milagros. Nunca había resucitado a
ningún muerto ni había curado ninguna enfermedad incurable. Sus únicas
maravillas, aparte de sus alas, consistían en esos pequeños milagros realizados
con Jaime y sus juguetes. Eran como las pequeñas monedas de cobre que le
correspondían del colosal tesoro de los milagros.
Sin embargo, la gente no se cansaba de esperar el
milagro estupendo, el gran milagro que debía ser la explicación y el motivo de
la presencia del ángel en el pueblo.
El hombre acostumbra considerarse como un niño mimado
por lo divino. Llega a creerse merecedor a la gracia, al amor de Dios, a los
milagros. Su orgullo le esconde sus pecados, pero cuando se trata de un favor
sobrenatural entonces intenta cobrar hasta lo último de la misericordia divina.
Había algo de exigencia en las expectativas del
pueblo. El ángel era ya un orgullo local que no debía defraudar las esperanzas de
la población. Lo estaban convirtiendo poco a poco en algo así como un pájaro
totémico. Era casi una bestia sagrada.
Se organizaron sociedades para cuidar al ángel. La
municipalidad dio decretos en su honor. Se le remitían los asuntos locales para
su solución. Por último, hasta se le ofreció el cargo de alcalde.
Todo en vano. El ángel lo desechaba todo
disimuladamente. Nada le interesaba, según parecía. Sólo daba muestras de una
entrañable afición a la jardinería.
IV
Cuando
don José se decidió a tener una entrevista con el ángel algo serio sucedía.
El ángel entró sonriendo a la oficina. Limpió a la
puerta el lodo de sus zapatones oscuros, se sacudió las alas y se sentó frente
al señor Ortiz.
Don José estaba visiblemente molesto. Sus ojos
bajaron varias veces ante la vista del ángel, pero al fin, con una mueca
lastimosa, principió:
–Bueno, mi amigo, yo nunca le he llamado a usted
para molestarlo en nada, pero ahora quiero hablarle de un asuntito que para
nosotros es muy importante.
Tos. Pequeña sonrisa.
–Se trata –prosiguió–, de que desde un mes a esta
parte nuestros negocios han venido tan mal que, francamente hablando, estoy al
borde de la quiebra. La Compañía Eléctrica que, como usted sabe, constituye mi
única fortuna, ha fracasado totalmente y pasará a manos del Estado. Lo que el
gobierno me reconozca apenas bastará para cubrir mis deudas. Ante esta
perspectiva, me he atrevido a llamar a usted para suplicarle que nos consiga,
aunque sea prestada, mi amigo, alguna platita, algo que nos saque de este
apuro…
El ángel, muy serio, se sacó las bolsas de su
overol. Un pedazo de pan, una aguja de tejer, un trapo, varias semillas secas y
un silbato viejo.
Don José le lanzó una mirada extraña y dijo:
–Ya sé que usted no tiene nada, pero puede pedir…
yo no sé… un poco de plata, de oro, algún milagrito, mi amigo. Algo sencillo,
que no lo comprometa… Además, nosotros no diremos ni media palabra… Así se
arreglaría toda esta situación y usted podría seguir muy tranquilo viviendo con
nosotros como hasta ahora, mi amigo.
Don José tenía la cara roja de vergüenza. Pero
estaba decidido a jugarse el todo por el todo. Él era decente, lo sabía muy
bien, y era correcto y era honrado pero también era práctico. Tengo que ser
práctico y hablar claramente, se decía. Al pan, pan.
–Ya ve, nosotros nunca le hemos pedido nada. Jamás
le hemos molestado, ¿no es cierto? Pero ahora la familia necesita arreglar este
asunto, tener un poco de “flojera”, para seguir viviendo, para seguir sirviendo
a Dios, mi amigo…
¿Dónde había oído don José esta frase de “seguir
sirviendo a Dios”, que por primera vez pronunciaban sus labios? ¡Ah! Sonrió por
dentro. El cura… aquella misa cantada… ¡el sermón!
El ángel se puso definitivamente serio. Su mirada
era fija, directa.
–José –dijo muy despacio–, ya que usted quiere que
hablemos francamente, vamos a ello. Cuando yo le dije a su señora que yo era un
ángel pobre, era porque en realidad soy ángel y soy pobre. Es decir, la pobreza
es una cualidad de mi ser. No tengo bienes terrenales ni puedo tenerlos.
Tampoco puedo darlos. Eso es todo.
Pausa. Con la mirada más fija aún, continuó:
–No obstante, como yo les estoy sumamente
agradecido y veo que la vida está muy dificultosa para ustedes, les libraré de
ella con muchísimo gusto, su ustedes lo desean.
–¿Cómo? ¿Qué dice?
–Pues que como la vida les está siendo tan
desagradable, puedo conmutarles por gracias especiales lo que ustedes ganarían
ofreciendo esa penalidad a Dios, y suprimirles la existencia terrenal.
–Es decir, ¿lo que usted se propone es matarnos?
–No. No lo diga así con lenguaje pecaminoso.
Simplemente se trata de quitarle la vida a usted y a su familia. Desde hace
algún tiempo, José, he venido pensando llamar a usted para hacerle este
ofrecimiento, pues yo les debo a ustedes muchos favores y finezas. Y ahora en
estas circunstancias, sería la solución de todas las dificultades de su familia.
Los ojos de Don José se encendieron. Su boca estaba
seca.
–Cómo va a creer –gritó–. ¡Yo entiendo que usted
quiere morirse porque usted vive en la otra vida y, porque, además, usted no se
puede morir! ¡Pero nosotros, eso es diferente!
–Es natural su defensa natural, José. Su vida pide
la vida, yo lo sé, pero reflexione que ésta es una doble oportunidad: la
oportunidad de librarse para siempre de esos apuros materiales que tanto le
intranquilizan, y la oportunidad de morirse santamente. Es ventajosísimo. Yo
les fijaré el día y la hora de sus muertes y ustedes arreglarán perfectamente,
y con mi ayuda, sus cuentas con Dios. Yo seré un guía para sus almas. Y no se
preocupe por la muerte: yo soy un ángel experto en el asunto pues fui discípulo
del Ángel Exterminador.
Don José estaba furioso. Sin contenerse gritó:
–¡No señor, de ninguna manera! Mi vida vale mucho,
mucho más de lo que usted piensa. Eso que usted me propone es un atrevimiento,
una barbaridad, un homicidio… un homicidio premeditado, eso es.
–Las muertes de todos los hombres son, José, otros
tantos homicidios, solamente que no son delitos ni pecados porque son
realizados por Dios. ¡Ustedes los hombres son tan pretenciosos que llegan a
creer que sus vidas son de ustedes! La muerte es necesariamente deseada por el
hombre justo. El suicidio sería la solución más lógica y el fin más inteligente
de las vidas de todos los hombres lógicos e inteligentes, si el suicidio fuese
permitido por Dios.
–¡Bueno! ¡Suficiente! ¡No quiero nada con usted!
V
Los
once años de Jaime vieron de otra manera el asunto.
–Ángel, mátame hoy –le decía–, mátame bajo tus
rosales japoneses, de un solo golpe de ala.
VI
Murió
el niño. El ángel extendió sus alas sobre él durante la misteriosa agonía. Era
una muerte suave, una muerte de pájaro. Una muerte que entraba de puntillas y
sonriendo.
Cuando todo había terminado tan silenciosamente, la
fuerza de la muerte invadió la casa. Un enorme recogido comprimido estalló en
el aire de la muerte. La casa entera pujaba, se expandía. Un olor indefinible
cubrió los objetos: se abría una gaveta y salía de ella un perfume
sobrenatural; los pañuelos lo tenían, y el agua y el aire lo llevaban. Parecía
un incienso de ultratumba que denotaba el final de un rito desconocido y
milagroso.
En el jardín los lirios y las azucenas se pusieron
más blancas, con un incontenible, un ilimitado color blanco. Y los rosales
japoneses ofrecieron cada cinco minutos una nueva cosecha de rosas encarnadas.
Don José se puso como loco. Momentos antes de su
muerte, Jaime se le acercó para pedirle permiso de morir. Por supuesto, le
prohibió semejante locura.
Pero el niño ya tenía la vocación de la muerte,
amaba la muerte con todas las fuerzas de su vida.
De nada sirvieron las protestas y las lágrimas de
Doña Alba; y Don José no encontró amenazas con qué amenazar a su hijo.
Por eso, su cólera ciega cayó sobre el ángel. Salió
a la plaza rodeado por los concejales de la alcaldía, y con lágrimas en los
ojos se dirigió al pueblo en un discurso muy conmovedor, pidiendo justicia
contra el ángel, a quien procesaría por asesinato premeditado, según dijo.
Pero ni el juez ni los guardias se atrevieron a
arrestar al ángel.
Fue el alcalde quien tomó el asunto en sus manos
notificando al ángel que debía abandonar la ciudad inmediatamente.
VII
A
las doce del día, bajo el tremendo sol meridiano, salió el Ángel Pobre, más
pobre y más ángel que nunca, del hogar Ortiz Esmondeo.
Por las calles polvorientas del pueblo iba
arrastrando sus alas sucias y quebradas. Los hombres malos de los talleres de
la Compañía Eléctrica se le acercaron en grupo, y con bromas obscenas le
arrancaron las plumas. De los alones del ángel brotaba una sangre brillante y
dolorosa.
Pero al llegar al puente, los muchachos del pueblo
que allí estaban, se arrodillaron en línea llorando.
El ángel pasó levantando sobre sus cabezas su alón
sangriento y uno por uno fueron cayendo muertos.
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