Arturo Uslar Pietri
El pueblo se extendía
al borde de la sabana, menudo, bajo grandes árboles. En el centro, una plaza
desnuda, cubierta de hierba medio reseca, con un botalón en medio. Alrededor,
en cuadro, cuatro o cinco grandes casonas blancas, de enormes ventanas, largos
aleros y yerbajos en las tejas oscurecidas. Más allá seguían, trazando las
calles, casas más pequeñas, menos lisas, ventanas estrechas, cercas hundidas,
ranchos de palma y algunas columnas de humo grueso y torpe que subían parejas
hacia el cielo, algodonado de nubes.
A
ratos pasaba alguien presuroso, mirando a todos lados, y desaparecía por un
portal, para quedar luego, de nuevo, el pueblo como desierto.
Toda
la calma exterior contrastaba con el vivo movimiento y la algazara que hasta
poco antes había llenado las calles. En las primeras horas de la mañana habían
pasado fuerzas de la revolución federal: un hacinamiento de hombres armados,
sucios y barbudos, a pie y a caballo, y entre ellos un hombre descalzo sobre
una mula rucia, vieja, llevando en la mano, prendida de un asta de caña, una
bayeta amarilla tremolante.
Después
que partieron, las gentes se habían echado a la calle comentando los sucedidos.
Se
hacían corrillos, se buscaban unos a otros para contarse lo que ya sabían.
–A
Nicasio le llevaron las bestias.
–¿Las
bestias? Y a Felipe el pulpero le quitaron doscientos pesos en plata y todo lo
que se pudieron llevar en mercancías.
–Y
quemaron tres ranchos porque unos hombres no se querían dejar quitar unos
cochinos.
–Y
a la vieja Atanasia le forzaron la hija.
–Esa
na más. Pasan de cincuenta las mujeres forzadas.
–¿De
cincuenta? –agregó uno que quería parecer mejor informado–. De cien pasan.
Y
otro, chusco, mirando unas beatas que iban a rezar a la iglesia, clamó en voz
alta:
–Buen
milagro les hizo el Señor hoy a las viejas…
Pasaba
la mañana en agitación, en vocerío, en ir y venir de los que de casa en casa
entraban a averiguar, cuando a eso de las once llegó un peón a caballo
anunciando a grandes voces:
–Acomódense,
que viene tropa por la sabana. Ahorita están aquí.
La
noticia corrió velozmente, y todos con rapidez fueron acogiéndose a sus casas,
a esconder y salvar todas las cosas de valor, y en un instante el pueblo quedó
como dormido y sin habitantes. Se podía oír la brisa que pasaba sonando en los
árboles.
Una
hora más tarde la tropa comenzó a entrar al pueblo. Eran alrededor de
doscientos hombres que marchaban con pereza. El que parecía el jefe hizo llamar
a la puerta de una de las primeras casas que hallaron. Golpearon largo, sin que
nadie respondiese. Al fin, por el postigo de una ventana asomó un viejo de pelo
blanco con una franela de rayas.
–Aquí
somos pobres. ¿Qué se les ofrece?
El
oficial le respondió:
–No
venimos a robarlo, sino a que nos diga dónde queda la Jefatura Civil. Somos
gente del Gobierno.
–Ahí
mismito, en la plaza. A mano derecha, junto a la iglesia, una casa grande
pintada de amarillo.
Saludaron
y siguieron. Cuando llegaron a la Jefatura la encontraron igualmente cerrada y
sin que saliese nadie a responder. Hundieron la puerta y encontraron la casa
desierta.
El
oficial hizo abrir las ventanas, se sentó junto a la mesa del despacho en un
butaque de cuero y dio orden a dos subalternos de llamar en las mejores casas y
traerle todos los hombres.
Al
rato comenzaron a llegar, timoratos y avizores, ancianos y hombres maduros, con
los que el oficial trabó conversación, presentándose y tomando informes de las
fuerzas revolucionarias que habían pasado en la mañana.
–Ajá,
con que serían unos cien hombres y mal armados. Yo quiero ver si hoy mismo los
alcanzo para acabar con esos vagabundos. Pero necesito que ustedes me ayuden
con provisiones y, si es posible, con plata.
–¡Ay
coronel! –se aventuró a objetar uno de los presentes–. Si aquí no nos queda
nada. Toda la gente acomodada se ha ido para sus tierras a defender lo suyo.
Aquí no quedamos sino los pobres, y lo poco que había nos lo quitó la
revolución.
–Eso
es. Para el Gobierno que los viene a socorrer no hay nada; pero para los
malditos federales que los roban a cuenta de hombres sí hay. Pues, si es así,
el Gobierno va a tener que hacer lo mismo que ellos.
Se
suplicó, se discutió, se dijeron halagos y adulaciones, pero dos horas después
marchó la tropa con dinero y provisiones obtenidas Dios sabe cómo, y volvió a
quedar el pueblo solo y atemorizado.
El
sol de la tarde hacía largo y angustioso el tiempo demasiado limpio. El aire no
movía las hojas. El resplandor en las paredes de colores crudos era como una
fiebre. A veces, en alguna casa, un perro flaco y sigiloso cruzaba el zaguán y
el patio, y su presencia inesperada caía como un pavoroso anuncio. En los
corredores colgaban las hamacas vacías, llenas de pereza y de fría soledad. Al
fondo se oía el ruido de la piedra de moler. En la tiniebla de un cuarto
sombrío ardía una lamparita de aceite, iluminando los rostros y las voces
rezanderas de las mujeres de la casa y algún adolescente: pieles rugosas,
frescos ojos ardientes, manos delicadas.
A
partir de cierto momento, pronto o tarde, las hojas altas de los árboles
comenzaron a borrarse, el cielo se cubrió de plomo fúnebre, el aire se hizo más
fino y penetrante y el silencio comenzó a tomar formas, cuando estalló en las
calles un griterío salvaje. Se sentían pasar caballos a la carrera y alaridos
inarticulados, como de ebriedad:
–¡Pojiiii!
¡Pooojiiii! ¡Poiiiiiii!
Bajo
las pocas luces que hacia la plaza poblaban la sombra, ya tupida, se agitaba un
numeroso grupo de hombres y caballos. Unos, por tierra, dormían junto al tronco
de un árbol; otros hacían almohada con la silla de la cabalgadura; otros, en
cuclillas, formaban rueda a la luz de una vela, jugando a los dados y pasando
de boca en boca una turbia botella de aguardiente, terciado entre las piernas
el fusil, la lanza o el machete terroso. Hervían las voces y se agitaban en
desordenados movimientos, dando tumbos por todo el recinto de la plaza, hasta
un ángulo más iluminado, donde sonaba una música de cuerdas. Allí dominaba el
corro un hombre fuerte y ancho, echado sobre una silla recostada a un árbol, el
sombrero de pelo sobre la rodilla, la blusa blanca atravesada por la cinta
amarilla de la espada, la cabeza tosca cubierta de rojizo cabello encrespado,
la piel quemada y encendida, los ojos vivaces, riendo de continuo y mostrando
los dientes, casi todos de oro.
–Vamos
a cantarla otra vez, pero todos juntos.
–Sí,
sí, vamos –clamaron los más.
–Bueno,
que la canten –autorizó con expresión de vanidad y regocijo el hombre de la
silla, y desnudó inmóvil su sonrisa inhumana, esperando.
Los
músicos rompieron a tocar el aire del corrido, y sobre el pueblo mudo, oscuro y
atemorizado, con un eco formidable y un tono feroz, todos cantaron:
Soy un tigre en la montaña
y en la sabana un venao
y en la copa de los árboles
soy gavilán colorao.
Marchaba la
banda en desorden por entre los pastos amarillos. Algunas flacas espaldas iban
desnudas al sol. Hacia la cabeza iban en grupo los de a caballo. Las gentes de
tropa hablaban, distrayendo la fatiga:
–Caray,
mano, cuando llegamos a la casa de la hacienda, yo creí que íbamos a descansar
y a acomodarnos. Pero no hubo tiempo ni de echarse un trago.
–Es
que ese viejo es muy templado. Yo lo conozco a don José. Salió como un cañón.
–Yo
lo que sé es que Gavilán Colorao se le puso chiquito, con todo y ser un viejo
el que lo estaba gritando.
–Es
que en el fondo el viejo tenía razón. ¿No íbamos a robarlo?
Sonaban
los hierros de las armas colgadas pesadamente a las espaldas. Subía el polvo y
penetraba por las bocas abiertas y resecas. De tiempo en tiempo la masa de
hombres pasaba bajo la espesa sombra de un árbol y en la luz fría la expresión
de fatiga se borraba momentáneamente. De lejos se anunciaban los charcos
fangosos, porque estaban cubiertos de cuerpos echados bebiendo silenciosamente.
–Yo
no sé cómo se quedó con ésa Gavilán Colorao.
–No
se quedó con ésa, mano. ¿No vio que devolvió a Joaquín y a José Isabel a
caballo? Por algo fue.
–Y
con esos dos el viejo no va a tener tiempo ni para un padrenuestro.
No
se miraban ni un hombre ni una casa a lo lejos. Algunas escasas reses flacas
arrancaban yerbajos. Crujía el cuero de las sillas al paso de los caballos.
Gavilán Colorao cabalgaba al paso, ensimismado y mudo, con dura expresión. A
ratos volvía la cabeza, miraba su sombra en el suelo, recogía el caballo y se
erguía para recortar mejor la silueta, y cuando al fin la hallaba hermosa,
sonreía complacido.
Pasaba
el tiempo sin alteraciones. A lo lejos se vieron dos jinetes que venían por la
espalda. Cuando estuvieron cerca los reconocieron: José Isabel, mulato, moreno,
membrudo, y Joaquín, delgado, nervioso, cortante.
Gavilán
Colorao los sintió, pero los dejó hablar sin darles el frente, porque estaba
abstraído componiendo su sombra.
–Ya
está, jefe –dijo Joaquín.
Guardaron
silencio un rato; pero, como no respondía, José Isabel agregó:
–Lo
hallamos echado en la hamaca y ahí mismito se tragó las lanzas.
La pelea
había sido dura y larga. Se había combatido en el campo abierto y en las calles
y en las casas del pueblo. Se habían matado hombres sobre los árboles, dentro
de los cuartos, en las casas incendiadas. Las fuerzas del Gobierno habían huido
dispersas y a todo lo largo del campo flotaban banderas amarillas y gritos de
“¡Viva la Federación!”
Por
todas partes se veían cadáveres, y parecían más solos, más desamparados los
vivos, moviéndose fatigados y como sin acomodo.
Junto
a una mata frondosa, entre su gente, desensilló Gavilán Colorao, se tendió en
el suelo, desabotonóse lentamente las polainas y pidió agua.
Se
la trajeron. Bebió ávidamente, se secó con la manga y se sacudió con la mano el
pecho humedecido de sudor.
–¿Y
ahora? –preguntó con brusco vigor.
Los
hombres cansados que lo rodeaban no respondieron.
–Ven
acá, indio viejo –dijo llamando a un hombre, oscuro y seco, que estaba
silenciosamente aparte. El hombre llegó hasta él.
–¿Y
ahora, indio viejo, qué vamos a hacer?
Con
voz muy suave y sin gestos el otro empezó a hablar:
–Ahora,
mi jefe, ya el triunfo de la Federación es seguro. Con otra como la de hoy esto
será de nosotros, los federales. Ya el general Zamora tomó a Barinas y la quemó
toda.
Gavilán
Colorao lo miró sorprendido.
–Yo
no hablaba de eso. Pero ya que tú me hablas… Te voy a decir que lo bueno no es
ganar ni ser Gobierno. Lo bueno es esto. Lo malo es que se acabe la guerra.
Cuando se acabe la guerra, los godos se lo cogerán todo y nosotros a trabajar a
la fuerza.
–¡Ay,
mi jefe!, pero ¿y la Federación?
–¿Qué
Federación, indio viejo? ¿Tú sabes lo que es eso?
El
indio no supo responder y calló azorado; los demás que oían rompieron a reír
con carcajadas brutales.
Gavilán
Colorao rio también, pero de pronto interrumpió:
–Aquí
no nos podemos reír ninguno, porque nadie sabe lo que es la bendita Federación,
ni falta que hace. Conque no se aflija, viejo. Pero no era de eso de lo que
quería hablar. ¿Saben qué día es hoy?
Y
antes que ninguno pudiera responder, agregó:
–Hoy
es sábado de Carnaval, muchachos. ¿No les pide nada el cuerpo?
Algunas
sonrisas prendieron en las caras silenciosas. Imágenes de mujeres, de baile, de
borrachera, pasaron por las imaginaciones.
–Que
vaya José Isabel con tres hombres hasta el pueblo, a ver qué trae. Tráiganse
todas las mujeres que puedan, música y aguardiente.
–¿Y
por qué no vamos todos más bien? –insinuó alguien.
–Eso,
no –cortó rápido Gavilán Colorao–; ahí deben estar todos los jefes, y yo no
voy. Aquí mando yo y hago lo que me da la gana. Y si no les gusta, después se
verá.
Los
tres hombres marchaban hacia la población. Mientras se alejaban, alguien sacó
de su cobija, atada a la montura, una botella de aguardiente y con timidez la
presentó al cabecilla.
–¿Por
qué la tenías tan escondida? Echa acá ligero.
La
tomó en la gruesa mano, puso la cabeza en tierra y bebió seguidamente más de la
mitad. Resopló fuertemente, escupió lejos y se incorporó, apoyándose sobre el
brazo.
Una
luz de alegría animal le iluminaba la mirada. Veía sobre el campo raso los
árboles diseminados y los distantes grupos recogidos perezosamente. Un vivo
deseo de movimiento y de frenesí le bullía en la sangre.
–Soy
un tigre en la montaña –grita repentinamente, y ríe con estrépito, distinto y
aislado entre sus hombres silenciosos.
Cerca
de él, monótonamente, uno en cuclillas fuma en pipa, mirando interminablemente
el humo que sale y se deshace; otro limpia con hojas el machete herrumbroso;
otro, con una sola mano torpe, se amarra un trapo sobre la herida de un brazo;
otro silba quedamente y se rasca con las uñas negras la pierna desnuda y
vellosa.
Toma
de nuevo la botella y la vacía golosamente, luego la lanza contra el árbol y el
vidrio estalla y queda en fragmentos brillantes sobre la hierba. De un salto se
pone de pie y camina por entre todos, revolviéndose con impaciencia.
–Estos
animales se quedaron en el pueblo. No se puede contar con nadie. Banda de
bichos. ¡Inútiles! Nadie sirve para nada. ¡Nadie!
Los
hombres lo miran de soslayo temerosamente y callan.
–¡Ya
estoy harto de esto! Me voy. No quiero verlos más. ¡Tráiganme el caballo!
Hay
uno que se acerca y dice tímidamente:
–No
se vaya a ir, jefe. No le conviene hacerlo. Después se lo van a reclamar.
–¿Quién?
¿Los pendejos con charreteras que me quieren mandar ahora? Ya estoy harto. Me
voy, y que me cojan si pueden.
Vuelve
la espalda y torna a caminar, como olvidado de sus propias palabras. Canturrea
entre dientes: “Soy un tigre en la montaña…” Continúa después hablando en voz
alta, sin dirigirse a nadie:
–¿Dónde
están los disfraces? El roznido del arpa y las maracas, y la burriquita en las
esquinas. ¿Dónde están los disfraces?
Andando,
gesticula y sonríe:
–¿A
que no me conoces? Cómo no, trompa de cochino.
Pisa
algo fofo, vacila y mira. Es la mano de un cadáver que yace medio desnudo en
tierra. Lo contempla un momento inexpresivamente. Calla, torna a sonreír y
luego llama:
–Vamos,
ligero. Recojan todos los muertos que puedan y tráiganlos aquí.
Los
hombres se levantan, pero quedan desconcertados ante lo inusitado de la orden.
La voz de nuevo los empuja:
–¡Ligero!
¡Vamos!
Y
pronto se esparcen buscando los muertos.
Al
rato comienzan a regresar con los cadáveres terciados a la espalda como fardos,
las piernas o los brazos colgando disparatadamente, y los dejan caer con un
choque sordo en tierra. Quedan unos contorsionados, los brazos torcidos por la
posición de los cuerpos, las bocas abiertas, descalzos los pies amarillos, los
vientres abultados, los trajes sucios teñidos de sangre.
–¡Ahora
es que empieza el Carnaval, muchachos! –grita Gavilán Colorao–. Tráiganse unos
machetes de mucho filo.
Cuando
vuelven con las armas prestas, explica:
–Para
empezar la fiesta hay que comenzar por cortarles la cabeza a todos los
difuntos.
Miraba
los hombres tristes y cansados que lo rodeaban y no podía comprender que no
estuvieran alegres con su alegría violenta, que no gritaran y saltaran como
endemoniados para darle gusto, que no sacaran los cuchillos en el espasmo de la
alegría incontenible para herirse a fondo y girar con grandes flecos de sangre
viva.
Estaban
tan ajenos, tan lejos, tan víctimas, que no le quedaba más camino que estarse
solo con su alegría, como estaban solos los muertos con su muerte.
–Mejor
que con estos muertos de embuste embuste, con los muertos de verdad verdad.
Con
repugnancia, pero hostigados por las voces de mando, empiezan a decapitar los
cuerpos. Suena a seda la carne cortada. En la oscura masa de las heridas
blanquean los tendones, los nervios, los huesos. Al fin van quedando las
cabezas solas, frías y pesadas; parecen más pequeñas y ya no guardan nada de
humano.
Gavilán
Colorao las escoge cuidadosamente, las toma por los cabellos y las va colocando
con artificio y afectación sobre los cuellos mutilados, de manera que quede una
cabeza blanca sobre un cuerpo negro, una gruesa y mofletuda sobre un cuerpo
flaco, una negra sobre uno blanco.
–¡Qué
contento estará ese zambo con esa cara tan blanca! Y aquella cabezota de negro
que no se halla con tan poco cuerpecito. Hasta se está riendo la condenada.
Tomaba
las cabezas y las torcía en posiciones grotescas. Les sacaba la lengua, les
cerraba un ojo, dejando el otro abierto. Sólo faltaba la música. Con aquel
disfraz y la música, qué gran risa provocarían los muertos. Si hubiera mujeres,
qué baile haría con los muertos. Con una mano sujetándose la cabeza para que no
se cayera, con la otra apretando las hembras, y muchos gritos, porque gozaban
ahora y tal vez no habían gozado nunca, y vivas a Gavilán Colorao, y hasta
matar con los disfrazados aquellos pesados vivos que se quedaban lelos, sin ver
todo lo que él podía ver y desear, y hasta cambiarse la cabeza de Gavilán
Colorao y ponerse una chiquita de recluta palúdico para que no lo conocieran
bailando entre todos los muertos. Y bailando sin cansarse, porque no podrán
cansarse nunca, las mujeres caerán rendidas, y seguirán solos en el aire,
sujetándose las cabezas y riendo, sin poderse reconocer.
Cuando
termina se para erguido frente a los siniestros fantoches y los mira sonriente.
Los
ojos vidriosos parecen ver todos hacia el mismo punto, y las bocas abiertas y
lacias parecen acordadas para un coro que va a comenzar.
Los
hombres, entre atemorizados y arrepentidos, se han ido retirando lentamente,
dejándolo solo en su risa. A cierta distancia lo miran en el centro de la fila
de muñecos espeluznantes. Hay un olor húmedo de matadero.
–Pónganse
lejos. Váyanse.
Miraba
con ira sus hombres recogidos y atemorizados. No sabían entrar en aquella
fiesta que tenía en la imaginación. El único que podía entrar vivo era él. Los
demás tenían que morirse para llegar a disfrazarse de aquel modo.
–Váyanse.
Que este Carnaval es mío. ¡Mío solo!
Se
ve venir por la sabana un piquete a caballo. En la expresión de los otros
Gavilán Colorao lo advierte y se vuelve. Viene a la cabeza un hombre de barba
cubierto por un sombrero alón y calzada sobre el sombrero una gorra militar.
–Ahorita
esos pendejos van a formar un escándalo con esto. Ahora sí me voy. Ahí les dejo
el Carnaval. Si les parece, que lo completen con ustedes.
Corre
hacia su cabalgadura, ensilla apresuradamente, monta y parte a la carrera
tendida.
Los
hombres ni siquiera se han vuelto para verlo irse; están inmóviles viendo el
piquete que se acerca, como los muertos y sus cabezas grotescas.
Huyendo,
perseguido, había pasado mil penalidades. Muchas veces había estado a punto de
caer preso y logró salvarse por milagrosas circunstancias. Sabía que no podía
esperar clemencia y que al ser apresado lo ejecutarían sin misericordia, para
ejemplo. Había sufrido miserias y penalidades, hambre y sed. Pasaba los días
oculto en lo más solitario de los campos, viajaba en la noche, y si penetraba
en los poblados era furtivamente y acosado por la necesidad.
Cada
día su situación se hacía más insostenible y se sentía más cercado y próximo a
caer. La angustia y el deseo de descansar lo hicieron resolverse a penetrar en
aquel pueblo, que rondaba hacía días.
Flaco,
demacrado, vestido de harapos, enderezó sus pasos por la única calle. Algunos
curiosos lo vieron pasar, extrañados de su facha lamentable. Procuraba evitar
las miradas, tapándose el rostro con el ala del sombrero. Fue buscando entre
las casas de aspecto más pobre, hasta que resueltamente se fijó en una y llamó
a la puerta. Una vieja vino a abrir con calma.
–No
se asuste, señora –dijo plañidero–; soy un hombre bueno. Pero estoy enfermo y
me andan buscando para reclutarme. Usted me podría salvar escondiéndome por
unos días.
Miró
duda y temor en la cara de la anciana, y agregó inmediatamente con más
convicción y miel en la voz:
–Usted
debe tener hijos. Sálveme. Si me reclutan es la muerte. No me deje reclutar.
Dios se lo pagará.
–Entre
y hablaremos –le respondió la mujer con mejor disposición.
Ya
en el interior, se mostró humilde y desesperado hasta obtener que lo dejara en
la casa. Comió vorazmente lo que le fue ofrecido, y un instante después cayó en
un sueño profundo y pesado sobre una estera.
No
supo si fue al día siguiente o dos días después cuando golpearon reciamente la
puerta; la vieja se asomó al postigo, lo cerró de nuevo violentamente y le
gritó:
–¡Son
soldados! ¡Váyase!
Corrió
a saltar por la cerca del corral para ganar el campo, pero halló hombres
armados que lo aguardaban. La casa toda estaba cercada de tropas. Se detuvo y
se entregó resignado. Le ataron con una soga las manos a la espalda y lo
hicieron marchar entre el pelotón armado.
–¿Qué
me van a hacer? –preguntó nerviosamente.
Nadie
le respondió. Pasaron a la calle soleada entre las gentes que habían salido de
las casas a verlo.
–Ese
es Gavilán Colorao. Ahí va ese bandolero.
Cuando
llegaron a la plaza vio mucha más tropa en formación. Lo condujeron ante un
oficial.
–¿Usted
es el hombre que llaman Gavilán Colorao? –le preguntó secamente.
Un
deseo infantil de evadirse, de desaparecer, lo estremecía.
–¿Quién,
yo? –gritó casi–. Yo no conozco a ese hombre. Yo soy un hombre honrado. Yo no
soy ése. Yo no soy.
Miraba
todas las caras y le parecían duras e indiferentes. Sentía como el peso de una
enorme injusticia que se cometía con él.
–Que
traigan al hombre que lo conoce –ordenó el oficial.
Se
quedó esperando con impaciencia la terrible llegada. Sentía caminar por detrás
de las filas de soldados al hombre que había de decidir su suerte. Respiraba
dificultosamente. Al fin lo vio claro junto al oficial. Era José Isabel, su
amigo, su antiguo compañero.
Se
le quedó mirando con una mirada perruna, suplicante.
–¿Conoce
usted a este hombre?
José
Isabel callaba, observándolo, sin denotar su sentimiento. Aquello duró un
tiempo infinito y mortal.
–Sí,
señor –dijo al fin–: ése es Gavilán Colorao.
Dio
casi un bramido de horror y de cólera:
–Eso
es mentira. ¡Mentira! Ese hombre está loco.
El
oficial insistió de nuevo.
–¿Está
usted bien seguro?
–Sí,
señor –respondió el otro–; ése es Gavilán Colorao. Yo he andado mucho tiempo
con él y lo conozco bastante.
Ya
era demasiado por su miedo y sus fuerzas agotadas. Se sentía solo y odiado de
todos. Víctima de todos.
–José
Isabel –suplicó casi llorando–. José Isabel, cómo me haces eso. Hermanito mío.
José Isabel. ¡Bendito sea Dios!
Vino
a interrumpirlo la voz del oficial, que decía alta y solemnemente:
–En
cumplimiento de órdenes superiores, condeno a ser pasado por las armas,
inmediatamente y sin juicio previo, a este hombre, llamado Gavilán Colorao.
Formen el pelotón, y ejecútenlo delante del pueblo para que sirva de ejemplo.
Se
oyeron voces de mando y los soldados empezaron a formar frente al muro de una
casa alta. Ya no tenía salvación. Estaba perdido. Quería volverse rata, tierra,
humo, algo que pudiera evadirse sin ser visto.
Pero
entre lágrimas veía deformadas las figuras. Le parecían hacer muecas de burla
para él, para su miedo.
–¡No
me maten, por vida suya, no me maten!
El
cielo estaba azul y el sol encendido doraba el aire, anunciando la visión de
los campos abiertos hasta el horizonte. La plaza parecía horriblemente estrecha
y sofocante.
–¡José
Isabel, sálvame! ¡José Isabel, manito!
No
distinguía los hombres que lo empujaban, que lo arrastraban casi por los
brazos. Oía apenas.
–¿Qué
fue, Gavilán Colorao? Ahora no eres sino gallina verde. ¿Por qué no cantas
ahora el corrío aquel?
Escuchaba
risas.
–¿Cómo
era el corrío, Gavilán Colorao?
Le
pasaban relámpagos de recuerdo con las escenas de su vida libre mezcladas de
amargura insoportable.
–¿De
frente o de espaldas? –oyó preguntar.
Su
desesperación extrema tocaba ya un fondo arremansado de indiferencia. Ya casi
ni sentía, ni padecía. No sabía siquiera si estaba vivo. No estaba seguro de si
alguien le había dicho muy quedo al oído:
–Pórtate
como un hombre. Canta. No te van a matar. No te pueden matar. Es de embuste
nada más. ¡Canta ahora, vamos!
Distinguía
el ruido espeso de los pies en las filas y un zumbido de marco que lo envolvía.
Empezó
a tararear, entrecortadamente y con sollozos:
–Soy
un tigre en la montaña…
El
pelotón terminaba de prepararse, cargando las armas y poniéndose en posición de
fuego.
Surgían
voces burlonas de toda la plaza. Gritos de gente curtida, contenta y vengativa.
Oía
su propio canto trayéndole la imagen audaz que exaltaba. No llora el tigre, ni
se entrega el venado. Imperceptiblemente iba alzando el tono y
enronqueciéndolo.
–Y
en la sabana un venao…
Faltaba
el eco de la música, pero casi miraba la estampa altanera del gavilán de brasa
en la rama más alta. La pechuga abombada. Irguió el pecho. El pico feroz.
Enderezó la frente con altivez. La mirada tremenda y el grito terrible. Con
clara voz, viril, insultante, clamó:
y en la copa de los árboles
soy gavilán colorao…
La descarga
subió como eco del canto. Saltaron piedras del muro. Una gran mancha roja le
cubrió la cara y el pecho. Por entre la detonación volaba aún temblando la voz,
ganando aire y cielo, como un gran pájaro invisible.
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