Pablo Palacio
(Ha sido preciso que me adapte a una serie de expresiones difíciles que sólo
puedo emplear yo, en mi caso particular. Son necesarias para explicar mis actitudes
intelectuales y mis conformaciones naturales, que se presentan de manera extraordinaria,
excepcionalmente, al revés de lo que sucede en la mayoría de los “animales que ríen”).
Mi espalda, mi atrás, es, si nadie se opone, mi pecho
de ella. Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de ella. Tengo dos cabezas, cuatro
brazos, cuatro senos, cuatro piernas, y me han dicho que mis columnas vertebrales,
dos hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir –robustecida– hasta
la región coxígea.
Yo-primera soy menor que yo-segunda.
(Aquí me permito, insistiendo en la aclaración hecha
previamente, pedir perdón por todas las incorrecciones que cometeré. Incorrecciones
que elevo a la consideración de los gramáticos con el objeto de que se sirvan modificar,
para los posibles casos en que pueda repetirse el fenómeno, la muletilla de los
pronombres personales, la conjugación de los verbos, los adjetivos posesivos y demostrativos,
etc., todo en su parte pertinente. Creo que no está de más, asimismo, hacer extensiva
esta petición a los moralistas, en el sentido de que se molesten alargando un poquito
su moral y que me cubran y que me perdonen por el cúmulo de inconveniencias atadas
naturalmente a ciertos procedimientos que traen consigo las posiciones características
que ocupo entre los seres únicos).
Digo esto porque yo-segunda soy evidentemente más débil,
de cara y cuerpo más delgado, por ciertas manifestaciones que no declararé por delicadeza,
inherentes al sexo, reveladoras de la afirmación que acabo de hacer; y porque yo-primera
voy para adelante, arrastrando a mi atrás, hábil en seguirme, y que me coloca, aunque
inversamente, en una situación algo así como la de ciertas comunidades religiosas
que se pasean por los corredores de sus conventos, después de las comidas, en dos
filas, y dándose siempre las caras siendo como soy, dos y una.
Debo explicar el origen de esta dirección que me colocó
en adelante a la cabeza de yo-ella: fue la única divergencia entre mis opiniones
que ahora, y sólo ahora, creo que me autoriza para hablar de mí como de nosotras,
porque fue el momento aislado en que cada una, cuando estuvo apta para andar, quiso
tomar por su lado. Ella –adviértase bien: la que hoy es yo-segunda– quería ir, por
atavismo sin duda, como todos van, mirando hacia donde van; yo quería hacer lo mismo,
ver a dónde iba, de lo que se suscitó un enérgico perneo, que tenía sólidas bases
puesto que estábamos en la posición de los cuadrúpedos, y hasta nos ayudábamos con
los brazos de manera que, casi sentadas como estábamos, con aquellos al centro,
ofrecimos un conjunto octópodo, con dos voluntades y en equilibrio unos instantes
debido a la tensión de fuerzas contrarias. Acabé por vencerla, levantándome fuertemente
y arrastrándola, produciéndose entre nosotras, desde mi triunfo, una superioridad
inequívoca de mi parte primera sobre mi segunda y formándose la unidad de que he
hablado.
Pero, no; es preciso sentar una modificación en mis
conceptos, que, ahora caigo en ello, se han desarrollado así por liviandad en el
razonamiento. Indudablemente, la explicación que he pensado dar a posteriores hechos,
puede aplicarse también a lo referido; lo que aclarará perfectamente mi empecinamiento
en designarme siempre de la manera en que vengo haciéndolo: yo, y que desbaratará
completamente la clasificación de los teratólogos, que han nominado a casos semejantes
como monstruos dobles, y que se empecinan, a su vez, en hablar de estos como
si en cada caso fueran dos seres distintos, en plural, ellos. Los teratólogos
sólo han atendido a la parte visible que origina una separación orgánica, aunque
en verdad los puntos de contacto son infinitos; y no solo de contacto, puesto que
existen órganos indivisibles que sirven a la vez para la vida de la comunidad aparentemente
establecida. Acaso la hipótesis de la doble personalidad, que me obligó antes a
hablar de nosotras, tenga en este caso un valor parcial debido a que era
ese el momento inicial en que iba a definirse el cuerpo directivo de esta vida visiblemente
doble y complicada; pero en el fondo no lo tiene. Casi sólo le doy un interés expresivo,
de palabras, que establece un contraste comprensible para los espíritus extraños,
y que en vez de ir como prueba de que en un momento dado pudo existir en mí un doble
aspecto volitivo, viene directamente a comprobar que existe dentro de este cuerpo
doble un solo motor intelectual que da por resultado una perfecta unicidad en sus
actitudes intelectuales.
En efecto: en el momento en que estaba apta para andar,
y que fue precedido por los chispazos cerebrales “andar”, idea nacida en mis dos
cabezas, simultáneamente, aunque algo confusa por el desconocimiento práctico del
hecho y que tendía sólo a la imitación de un fenómeno percibido en los demás, surgió
en mi primer cerebro el mandato “Ir adelante”; “Ir adelante” se perfiló claro también
en mi segundo cerebro y las partes correspondientes de mi cuerpo obedecieron a la
sugestión cerebral que tentaba un desprendimiento, una separación de miembros. Este
intento fue anulado por la superioridad física de yo-primera sobre yo-segunda y
originó el aspecto analizado. He aquí la verdadera razón que apoya mi unicidad.
Si los mandatos cerebrales hubieran sido: “Ir adelante” e “Ir atrás”, entonces sí
no existiría duda alguna acerca de mi dualidad, de la diferencia absoluta entre
los procesos formativos de la idea de movimiento; pero esa igualdad anotada me coloca
en el justo término de apreciación. Cuanto a la particularidad de que hayan existido
en mí dos partes constitutivas que obedecieron a dos órganos independientes, no
le doy sino el valor circunstancial que tiene, puesto que he desdeñado ya el criterio
superficial que, de acuerdo con otros casos, me da una constitución plural. Desde
ese momento yo-primera, como superior, ordeno los actos, que son cumplidos sin réplica
por yo-segunda. En el momento de una determinación o de un pensamiento, estos surgen
a la vez en mis dos cerebros; por ejemplo “Voy a pasear”, y yo-primera soy quien
dirige el paseo y recojo con prioridad todas las sensaciones presentadas ante mí,
sensaciones que comunico inmediatamente a yo-segunda. Igual sucede con las sensaciones
recibidas por esta otra parte de mi ser. De manera que, al revés de lo que considero
que sucede con los demás hombres, siempre tengo yo una comprensión, una recepción
doble de los objetos. Les veo, casi a la vez, por los lados –cuando estoy en movimiento–
y con respecto a lo inmóvil, me es fácil darme cuenta perfecta de su inmovilidad
con solo apresurar el paso de manera que yo-segunda contemple casi al mismo tiempo
el objeto inmóvil. Si se trata de un paisaje, lo miro, sin moverme, de uno y otro
lado, obteniendo así la más completa recepción de él, en todos sus aspectos. Yo
no sé lo que sería de mí de estar constituida como la mayoría de los hombres; creo
que me volvería loca, porque cuando cierro los ojos de yo-segunda o los de yo-primera,
tengo la sensación de que la parte del paisaje que no veo se mueve, salta, se viene
contra mí y espero que al abrir los ojos lo encontraré totalmente cambiado. Además,
la visión lateral me anonada: será como ver la vida por un huequito.
Ya he dicho que mis pensamientos generales y voliciones
aparecen simultáneamente en mis dos partes; cuando se trata de actos, de ejecución
de mandatos, mi cerebro segundo calla, deja de estar en actividad, esperando la
determinación del primero, de manera que se encuentra en condiciones idénticas a
las de la garrafa vacía que hemos de llenar de agua o al papel blanco donde hemos
de escribir. Pero en ciertos casos, especialmente cuando se trata de recuerdos,
mis cerebros ejercen funciones independientes, la mayor parte alternativas, y que
siempre están determinadas, para la intensidad de aquellos, por la prioridad en
la recepción de las imágenes. En ocasiones estoy meditando acerca de tal o cual
punto y llega un momento en que me surge un recuerdo, que seguramente, un rincón
oscuro en nuestras evocaciones es lo que más martiriza nuestra vida intelectiva,
y, sin haber evocado mi desequilibrio, sólo por mi detenimiento vacilante en la
asociación de ideas que sigo, mi boca posterior contesta en alta voz, iluminando
la oscuridad repentina. Si se ha tratado de un sujeto borroso, por ejemplo, a quien
he visto alguna vez, mi boca de ella contesta, más o menos: “¡Ah! el señor Miller,
aquel alemán con quien me encontré en casa de los Sánchez y que explicaba con entusiasmo
el paralelogramo de las fuerzas aplicado a los choques de vehículos”.
***
Lo que ha hecho afirmar a mis espectadores que existe en mí la dualidad que
he refutado, ha sido principalmente, la propiedad que tengo de poder mantener conversación
ya sea por uno u otro lado. Les ha engañado eso del lado. Si alguno se dirige a
mi parte posterior, le contesto siempre con mi parte posterior, por educación y
comodidad; lo mismo sucede con la otra. Y mientras, la parte aparentemente pasiva
trabaja igual que la activa, con el pensamiento. Cuando se dirigen a la vez a mis
dos lados, casi nunca hablo por estos a la vez también, aunque me es posible debido
a mi doble recepción; me cuido mucho de probables vacilaciones y no podría desarrollar
dos pensamientos hondos, simultáneamente. La posibilidad a que me refiero sólo tiene
que ver con los casos en que se trate de sensaciones y recuerdos, en los que experimento
una especie de separación de mí misma, comparable con la de aquellos hombres que
pueden conversar y escribir a la vez cosas distintas. Todo esto no quiere decir,
pues, que yo sea dos. Las emociones, las sensaciones, los esfuerzos intelectivos
de yo-segunda son los de yo-primera; lo mismo inversamente. Hay entre mí
–primera vez que se ha escrito bien entre mí– un centro a donde afluyen y
de donde refluyen todo el cúmulo de fenómenos espirituales, o materiales desconocidos,
o anímicos, o como se quiera.
Verdaderamente, no sé cómo explicar la existencia de
este centro, su posición en mi organismo y, en general, todo lo relacionado con
mi psicología o mi metafísica, aunque esta palabra creo ha sido suprimida completamente,
por ahora, del lenguaje filosófico. Esta dificultad, que de seguro no será allanada
por nadie, sé que me va a traer el calificativo de desequilibrada porque a pesar
de la distancia domina todavía la ingenua filosofía cartesiana, que pretende que
para escuchar la verdad basta poner atención a las ideas claras que cada uno tiene
dentro de sí, según más o menos lo explica cierto caballero francés; pero como me
importa poco la opinión errada de los demás, tengo que decir lo que comprendo y
lo que no comprendo de mí misma.
Ahora es necesario que apresure un poco esta narración,
yendo a los hechos y dejando el especular para más tarde.
Unos pocos detalles acerca de mis padres, que fueron
individuos ricos y por consiguiente nobles, bastará para aclarar el misterio de
mi origen: mi madre era muy dada a lecturas perniciosas y generalmente novelescas;
parece ser que después de mi concepción, su marido y mi padre viajó por motivos
de salud. En el ínterin, su amigo, médico, entabló estrechas relaciones con mi madre,
claro que de honrada amistad, y como la pobrecilla estaba tan sola y aburrida, este
su amigo tenía que distraerla y la distraía con unos cuentos extraños que parece
que impresionaron la maternidad de mi madre. A los cuentos añádase el examen de
unas cuantas estampas que el médico le llevaba; de esas peligrosas estampas que
dibujan algunos señores en estos últimos tiempos, dislocadas, absurdas, y que mientras
ellos creen que dan sensación de movimiento, sólo sirven para impresionar a las
sencillas señoras que creen que existen en realidad mujeres como las dibujadas,
con todo su desequilibrio de músculos, estrabismo de ojos y más locuras. No son
raros los casos en que los hijos pagan estas inclinaciones de los padres: una señora
amiga mía fue madre de un gato. Ventajosamente, procuraré que mis relaciones no
sean leídas por señoras que puedan estar en peligro de impresionarse y así estaré
segura de no ser nunca causa de una repetición humana de mi caso. Pues, sucedió
con mi madre que, en cierto modo ayudada por aquel señor médico, llegó a creer tanto
en la existencia de individuos extraños que poco a poco llegó a figurarse un fenómeno
del que soy retrato, con el que se entretenía a veces, mirándolo, y se horrorizaba
las más. En esos momentos gritaba y se le ponían los pelos de punta. (Todo esto
se lo he oído después a ella misma en unos enormes interrogatorios que la hicieron
el médico, el comisario y el obispo, quien naturalmente necesitaba conocer los antecedentes
del suceso para poder darle la absolución). Nací más o menos dentro del período
normal, aunque no aseguro que fueran normales los sufrimientos por que tuvo que
pasar mi pobre madre, no sólo durante el trance sino después, porque apenas me vieron,
horrorizados, el médico y el ayudante, se lo contaron a mi padre, y este, encolerizado,
la insultó y la pegó, tal vez con la misma justicia, más o menos, que la que asiste
a algunos maridos que maltratan a sus mujeres porque les dieron una hija en vez
de un varón como querían.
Madre me tenía una cierta compasión insultante para
mí, que era tan hija suya como podía haberlo sido una tipa igual a todas, de esas
que nacen para hacer pucheritos con la boca, zapatear y coquetear. Padre, cuando
me encontraba sola, me daba de puntapiés y corría; yo era capaz de matarlo al ver
que, a mis llantos, era de los primeros en ir a mi lado; acariciándome uno de los
brazos, me preguntaba, con su voz hipócrita: “Qué es lo que te ha pasado, hijita”.
Yo me callaba, no sé bien por qué; pero una vez no pude ya soportarlo y le contesté,
queriendo latiguearle con mi rabia: “Tú me pateaste en este momento y corriste,
hipócrita.” Pero como mi padre era un hombre serio, y aparentaba delante de todos
quererme, y lo habían visto entrar sorprendido, y, por último, merecía más crédito
que yo, todos me miraron, abriendo mucho la boca y se vieron después las caras;
un momento después, al retirarse, oí que mi padre dijo en voz baja: “Tendremos que
mandar a esta pobre niña al Hospicio; yo desconfío de que esté bien de la cabeza;
el doctor me ha manifestado también sus dudas. Caramba, caramba, qué desgracia.”
Al oír esto, quedé absorta.
No me daba cuenta de lo que podía ser un Hospicio; pero
por el sentido de la frase comprendí que se trataba de algún lugar donde se recluiría
a los locos. La idea de separarme de mis padres no era para mí nada dolorosa; la
habría aceptado más bien con placer, ya que contaba con el odio del uno y la compasión
de la otra, que tal vez no era lo menos. Pero como no conocía el Hospicio, no sabía
qué era lo preferible; éste se me presentaba algunas veces como amenazador, cuando
encontraba en mi casa alguna comodidad o algún cariño entre los criados, que hacían
que tomara ese ambiente como mío; pero en otras, ante la cara contraída de mi madre
o una mirada envenenada de mi padre, deseaba ardientemente salir de aquella casa
que me era tan hostil. Habría prevalecido en mí este deseo de no haber sorprendido
una tarde entre los criados una conversación en la que se me compadecía, diciéndome
a cada momento “pobrecita” y en la que descubrí además algunos espantables procedimientos
de los guardianes de aquella casa, agrandados, sin duda, extraordinariamente, por
la imaginación encogida y servil de los que hablaban. Los criados siempre están
listos a figurarse las cosas más inverosímiles e imposibles. Decían que a todos
los locos los azotaban, los bañaban con agua helada, los colgaban de los dedos de
los pies, por tres días, en el vacío; lo que acabó por sobrecogerme. Fui lo más
pronto que pude donde mi padre, a quien encontré discutiendo en alta voz con su
mujer, y me puse a llorar delante de él, diciéndole que seguramente me había equivocado
el otro día y que debía de haber sido otro el que me había maltratado, que yo lo
amaba y respetaba mucho y que me perdonase. Si lo habría podido hacer, me hubiera
arrodillado de buena gana para pedírselo, porque había alcanzado a observar que
las súplicas, los lamentos y alguna que otra tontería, adquieren un carácter más
grave y enternecedor en esa difícil posición; hombres y mujeres pudieran dar lo
que se les pida, si se lo hace arrodillados, porque parece que esta actitud elevara
a los concedentes a una altura igual a la de las santas imágenes en los altares,
desde donde pueden derrochar favores sin mengua de su hacienda ni de su integridad.
Al oírme, mi padre, no sé por qué me miró de una manera especial, entre furioso
y amargado; se paró violentamente. Creo que vi humedecerse sus ojos. Al fin dijo,
cogiéndose la cabeza: “Este demonio va a acabar por matarme”, y salió sin regresar
a ver. Pensé que era ese el último momento de mi vida en aquella casa. Después de
poco, oí un ruido extraordinario, seguido de movimiento de criados y algunos llantos.
Me cogieron, y a pesar de mis pataleos me llevaron a mi dormitorio, donde me encerraron
con llave, y no volví a ver más a mi más grande enemigo. Después de algún tiempo
supe que se había suicidado, noticia que recibí con gran alegría puesto que vino
a comprobar una de las hipótesis dulces que contrapesaban y hacían balancear mi
tranquilidad, en oposición a otras amargas anunciadoras de un cambio desgraciado
en mi vida.
***
Cuando tuve 21 años me separé de mi madre que era entonces todavía mujer
joven. Ella aparentó un gran dolor, que tal vez habría tenido algo de verdadero,
puesto que mi separación representaba una notabilísima disminución de la fortuna
que ella usufructuaba.
Con lo que me tocó en herencia me he instalado muy bien,
y como no soy pesimista, de no haberme ocurrido la mortal desgracia que conoceréis
más tarde, no habría desesperado de encontrar un buen partido.
Mi instalación fue de las más difíciles. Necesito una
cantidad enorme de muebles especiales. Pero de todo lo que tengo, lo que más me
impresiona son las sillas, que tienen algo de inerte y de humano, anchas, sin respaldo
porque soy respaldo de mí misma, y que deben servir por uno y otro lado. Me impresionan
porque yo formo parte del objeto “silla”; cuando está vacía, cuando no estoy en
ella, nadie que la vea puede formarse una idea perfecta del mueblecito aquel, ancho,
alargado, con brazos opuestos, y que parece que le faltara algo. Ese algo soy yo
que, al sentarme, lleno un vacío que la idea “silla” tal como está formada vulgarmente
había motivado en “mi silla”: el respaldo, que se lo he puesto yo y que no podía
tenerlo antes porque precisamente, casi siempre, la condición esencial para que
un mueble mío sea mueble en el cerebro de los demás, es que forme yo parte de ese
objeto que me sirve y que no puede tener en ningún momento vida íntegra e independiente.
Casi lo mismo sucede con las mesas de trabajo. Mis mesas
de trabajo dan media vuelta –no activamente, se entiende, sino pasivamente–; así
que su línea máxima es casi una semicircunferencia, algo achatada en sus partes
opuestas: quiero decir que tiene la forma de una bala, perfilada, cuyo extremo anterior
es una semicircunferencia. Una sintetización de la mitad del mar Adriático, hacia
el golfo de Venecia, creo que sería también sumamente parecida a la forma exterior
de las tablas de mis mesas. El centro está recortado y vacío, en la misma forma
que la ya descrita, de manera que allí puedo entrar yo y mi silla, y tener mesa
por ambos lados. Claro que podía obviar la dificultad de estas innovaciones con
sólo tener dos mesas, entre las cuales me colocaría; pero ha sido un capricho, que
tiende a establecer mi unidad exterior magníficamente, ya que nadie puede decir:
“Trabaja en mesas”, sino “en una mesa”. Y la posibilidad de que yo trabaje por un
solo lado me pone en desequilibrio: no podría dejar vacío el frente de mi otro lado.
Esto sería la dureza de corazón de una madre que teniendo un pan lo diera entero
a uno de sus dos hijos.
Mi tocador es doble: no tengo necesidad de decir más,
pues su uso en esta forma, es claramente comprensible.
La diversidad de mis muebles es causa del gran dolor
que siento al no poder ir de visita. Sólo tengo una amiga que por tenerme con ella
algunas veces ha mandado a confeccionar una de mis sillas. Mas, prefiriendo estar
sola, se me ve por allí rara vez. No puedo soportar continuamente la situación absurda
en que debo colocarme, siempre en medio de los visitantes, para que la visita sea
de yo-entera. Los otros, para comprender la forma exacta de mi presencia en una
reunión, de sentarme como todos, deberían asistir a una de perfil y pensar en la
curiosidad molestosa de los contertulios.
Y este dolor es nada frente a otros. En especial mi
amor a los niños acaba por hacerme llorar. Quisiera tener a alguno en mis brazos
y hacerle reír con mis gracias. Pero ellos, apenas me acerco, gritan asustados y
corren. Yo, defraudada, me quedo en ademán trágico. Creo que algunos novelistas
han descrito este ademán en las escenas últimas de sus libros, cuando el protagonista,
solo, en la ribera (casi nunca se acuerdan del muelle), contempla la separación
del barco que se lleva una persona amiga o de la familia; más patético resulta eso
cuando quien se va es la novia.
En casa de mi amiga de la silla conocí a un caballero
alto y bien formado. Me miraba con especial atención. Este caballero debía ser motivo
de la más aguda de mis crisis.
Diré pronto que estaba enamorada de él. Y como antes
ya he explicado, este amor no podía surgir aisladamente en uno solo de mis yos.
Por mi manifiesta unicidad apareció a la vez en mis lados. Todos los fenómenos previos
al amor, que aquí ya estarían de más, fueron apareciendo en ellos idénticamente.
La lucha que se entabló entre mí es con facilidad imaginable. El mismo deseo de
verlo y hablar con él era sentido por ambas partes, y como esto no era posible,
según las alternativas, la una tenía celos de la otra. No sentía solamente celos,
sino también, de parte de mi yo favorecido, un estado manifiesto de insatisfacción.
Mientras yo-primera hablaba con él, me aguijoneaba el deseo de yo-segunda, y como
yo-primera no podía dejarlo, ese placer era un placer a medias con el remordimiento
de no haber permitido que hablara con yo-segunda.
Las cosas no pasaron de eso porque no era posible que
fueran a más. Mi amor con un hombre se presentaba de una manera especial. Pensaba
yo en la posibilidad de algo más avanzado: un abrazo, un beso, y si era en lo primero
venía enseguida a mi imaginación la manera como podía dar ese abrazo, con los brazos
de yo-primera, mientras yo-segunda agitaría los suyos o los dejaría caer con un
gesto inexpresable. Si era un beso, sentía anticipadamente la amargura de mi boca
de ella.
Todos estos pensamientos, que eran de solidaridad, estaban
acompañados por un odio invencible a mi segunda parte; pero el mismo odio era sentido
por esta contra mi primera. Era una confusión, una mezcla absurda, que me daba vueltas
por el cerebro y me vaciaba los sesos.
Pero el punto máximo de mis pensamientos, a este respecto,
era el más amargo… ¿Por qué no decirlo? Se me ocurrió que alguna vez podía llegar
a la satisfacción de mi deseo. Esta sola enunciación da una idea clara de los razonamientos
que me haría. ¿Quién yo debía satisfacer mi deseo, o mejor su parte de mi
deseo? ¿En qué forma podía ocurrírseme su satisfacción? ¿En qué posición quedaría
mi otra parte ardiente? ¿Qué haría esa parte, olvidada, congestionada por el mismo
ataque de pasión, sentido con la misma intensidad, y con el vago estremecimiento
de lo satisfecho en medio de lo enorme insatisfecho? Tal vez se entablaría una lucha,
como en los comienzos de mi lucha, como en los comienzos de mi vida. Y vencería
yo-primera como más fuerte, pero al mismo tiempo me vencería a mí misma. Sería sólo
un triunfo de prioridad, acompañado por aquella tortura.
Y no sólo debía meditar en eso, sino también en la probable
actitud de él frente a mí, en mi lucha. Primero, ¿era posible para él sentir deseo
de satisfacer mi deseo? Segundo, ¿esperaría que una de mis partes se brindase, o
tendría determinada inclinación, que haría inútil la guerra de mis yos?
Yo-segunda tengo los ojos azules y la cara fina y blanca.
Hay dulces sombras de pestañas.
Yo-primera tal vez soy menos bella. Las mismas facciones
son endurecidas por el entrecejo y por la boca imperiosa.
Pero de esto no podía deducir quién yo sería
la preferida.
Mi amor era imposible, mucho más imposible que los casos
novelados de un joven pobre y oscuro con una joven rica y noble.
Tal vez había un pequeño resquicio, pero ¡era tan poco
romántico! ¡Si se pudiera querer a dos!
En fin, que no volví a verlo. Pude dominarme haciendo
un esfuerzo. Como él tampoco ha hecho por verme, he pensado después que todas mis
inquietudes eran fantasías inútiles. Yo partía del hecho de que él me quisiera,
y esto, en mis circunstancias parece un poco absurdo. Nadie puede quererme, porque
me han obligado a cargar con este mi fardo, mi sombra; me han obligado a cargarme
mi duplicación.
No sé bien si debo rabiar por ella o si debo elogiarla.
Al sentirme otra; al ver cosas que los hombres sin duda no pueden ver; al sufrir
la influencia y el funcionamiento de un mecanismo complicado que no es posible que
alguien conozca fuera de mí, creo que todo esto es admirable y que soy para los
mediocres como un pequeño dios. Pero ciertas exigencias de la vida en común que
irremediablemente tengo que llevar y ciertas pasiones muy humanas que la naturaleza,
al organizarme así, debió lógicamente suprimir o modificar, han hecho que más continuamente
piense en lo contrario.
Naturalmente, esta organización distinta, trayéndome
usos distintos, me ha obligado a aislarme casi por completo. A fuerza de costumbre
y de soportar esta contrariedad, no siento absolutamente el principio social. Olvidando
todas mis inquietudes me he hecho una solitaria.
Hace más o menos un mes, he sentido una insistente comezón
en mis labios de ella. Luego apareció una manchita blancuzca, en el mismo sitio,
que más tarde se convirtió en violácea; se agrandó, irritándose y sangrando.
Ha venido el médico y me ha hablado de proliferación
de células, de neoformaciones. En fin, algo vago, pero que yo comprendo. El pobre
habrá querido no impresionarme. ¿Qué me importa eso a mí, con la vida que llevo?
Si no fuera por esos dolores insistentes que siento
en mis labios… En mis labios… bueno, ¡pero no son mis labios! Mis labios están aquí,
adelante; puedo hablar libremente con ellos… ¿Y cómo es que siento los dolores de
esos otros labios? Esta dualidad y esta unicidad al fin van a matarme. Una de mis
partes envenena al todo. Esa llaga que se abre como una rosa y cuya sangre es absorbida
por mi otro vientre irá comiéndose todo mi organismo. Desde que nací he tenido algo
especial; he llevado en mi sangre gérmenes nocivos.
…Seguramente debo tener una sola alma… ¿Pero si después
de muerta, mi alma va a ser así como mi cuerpo…? ¡Cómo quisiera no morir!
¿Y este cuerpo inverosímil, estas dos cabezas, estas
cuatro piernas, esta proliferación reventada de los labios?
¡Uf!
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