Juan Carlos Onetti
Para mi
maestro, Enrico Cicogna
El capataz, descubierto
por respeto, le fue pasando mano a mano los pedazos de carne sangrienta al
hombre de la galera y la levita. Al fin de la tarde y en silencio. El hombre de
la levita hizo un círculo con los brazos encima de la perrera y se alzó en seguida
la ráfaga oscura de los cuatro dóberman, casi flacos, huesos y tendones, y la
ciega ansiedad de los hocicos, los dientes innumerables.
El
hombre de la levita estuvo un rato viéndolos comer, tragar, mirándolos después
pedir más carne.
–Bueno
–le dijo al capataz–, lo que le ordené. Toda el agua que quieran pero nada de
comida. Hoy es jueves. Los suelta el sábado a esta hora más o menos, cuando
caiga el sol. Y que todo el mundo se vaya a dormir. El sábado, sordos aunque
oigan desde los galpones.
–Patrón
–asintió el capataz.
Ahora,
el hombre de la levita le pasó al otro, billetes color carne sin escucharle las
palabras agradecidas. Bajó hacia la frente la galera gris y dijo mirando a los
perros. Los cuatro dóberman estaban separados por tejidos de alambre; los
cuatro dóberman eran machos.
–Subo
a la casa dentro de media hora. Que tengan listo el coche. Voy a la capital.
Asuntos. No sé cuántos días estaré allá. Y no olvides. Hay que cambiarle toda
la ropa, después. Quema los documentos. La plata es tuya y todo lo que te
guste, anillos, gemelos, reloj. Pero no uses nada hasta que hayan pasado meses.
Yo te diré cuándo. El dinero es tuyo –reiteró–. A los cajetillas nunca les
faltan. Y las manos; no te olvides de las manos.
Entonces
era bajo y fuerte, vestido con bordados grises, cinturón ancho pesado de
esterlinas, poncho oscuro y una corbata negra cuyo color le fue impuesto a los
trece años y ya había olvidado por qué y por quién. El facón de plata, a veces,
por alarde o adorno y el sombrero con el ala hacia atrás. Sus ojos, como los
bigotes, tenían el color del alambre nuevo y la misma rigidez.
Miraba
sin verdadero odio ni dolor, invariable para los demás como si estuviera seguro
de que la vida, la suya, acumularía rutinas plácidas hasta el final. Pero
estaba mintiendo. Apoyado en la chimenea veía mintiendo la habitación, las
butacas de seda y dorado donde nunca aceptó sentarse, los muebles de patas
retorcidas, con puertas de vidrio, llenos de servicios para té, café y
chocolate que tal vez nunca hubieran sido usados. La enorme pajarera con su
temeroso estruendo, las curvas del sillón confidente, las bajas mesitas
frágiles sin destino conocido. Las gruesas cortinas vinosas suprimían el
tranquilo atardecer; solo existía el bricabrac asfixiante.
–Me
voy para Buenos Aires –repitió el hombre, como todos los viernes con su voz
lenta y grave–. El buque sale a las diez. Negocios, la estafa que me quieren
hacer con tus campos del norte.
Miraba
los dulces, las láminas de jamón, los pequeños quesos triangulares, la mujer
manejando la tetera: joven, rubia, siempre pálida, equivocada ahora sobre su
futuro inmediato.
Miraba
al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre
vestido por ella con ropas femeninas, excesivas en terciopelos y encajes. No
dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la
mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la misma extravagante noche de
bodas en que fue engendrado el niño-niña que se apoyaba ahora boquiabierto en
el muslo de su madre mientras enroscaba con dedos inquietos los gruesos bucles
amarillos que caían hasta el cuello, hasta el collar de pequeñas medallas
benditas.
El
milord era negro y lustroso y brillaba siempre como recién barnizado; tenía dos
enormes faroles que muchos años después se disputaría la gente rica de Santa
María para adornar portales con una bombita eléctrica en lugar de velas. Lo
arrastraba un tordillo hecho de plata o estaño. Y el coche no lo había hecho
Daglio; fue traído desde Inglaterra.
A
veces medía con envidia y casi con odio el ímpetu, la juventud ciega de la
bestia; otras, imaginaba contagiarse de su salud, de su ignorancia del futuro.
Pero
tampoco aquel viernes –y menos que nunca aquel viernes– fue a Buenos Aires. Ni
siquiera, en realidad, estuvo en Santa María; porque al llegar al principio de
Enduro hizo que el tordillo joven que tiraba del birlocho torciera hacia la
izquierda y lo arrastrara, haciendo volar terrones por el camino de barro seco
que llevaba, atravesando paisajes de pasto quemado y algunos árboles solitarios
y siempre distantes, hacia la playa sucia que muchos años después, convertida
en balneario, poblada de chalets y comercios, llevaría su nombre, ayudaría en
parte ínfima a cumplir su ambición.
Más
adelante, en una extensión exagerada, el caballo trotó flanqueado por la
mansedumbre de los trigales, de las granjas que parecían desiertas, blanqueando
tímidas, hundidas en el calor creciente de la tarde.
Dejó
el coche frente al rancho más grande del rancherío y, sin contestar saludos, alargó
diez billetes al hombre oscuro que había salido a recibirlo. Pagaba el pienso
de la bestia, el alojamiento en el corral, el secreto, el silencio que ambos
sabían mentira.
Después
caminó hasta la casita nueva y encalada, rodeada de yuyos, casi apoyada en un
pino recto y gigantesco, plantado por nadie medio siglo atrás.
Por
costumbre, imperioso y displicente, golpeó tres veces la puerta frágil con el
mango del rebenque. Tal vez también esto formara parte implícita del rito: la
mujer silenciosa, acaso ausente, demorándose. El hombre no volvió a llamar.
Esperaba inmóvil, bebiendo en el jadeo esta primera cuota del sufrimiento
semanal que ella, Josephine, le servía obediente y generosa.
Sumisa,
la muchacha abrió la puerta, escondiendo el hastío y el asco, que había sido
lástima, se desprendió la bata, la dejó caer al suelo y volvió desnuda a la
cama.
Un
viernes lejano, inquieta porque temía a otro hombre, había consultado el
relojito: supo así que la operación completa duraba dos horas. Él se quitó el
saco, lo unió al rebenque y al sombrero y fue colocando todo, ya tembloroso,
sobre una silla. Luego se acercó y, como siempre, empezó por los pies de la
muchacha, sollozando con su voz ronca, pidiendo perdón con bramidos
incomprensibles por una culpa viejísima y sin remisión, mientras la baba caía
mojando las uñas pintadas de rojo.
Casi
en la totalidad de tres días la muchacha lo tuvo de espaldas, enrollando
cigarrillos, silencioso, vaciando sin prisa ni borrachera los porrones de
ginebra, levantándose para ir al baño o para acercarse rabioso y dócil al
suplicio de la cama.
Traída
por las semillas envueltas en blancos cabellos de seda, volando apoyada sobre
el capricho del aire, la noticia llegó a Santa María, a Enduro, a la casita
blanca próxima a la costa. Cuando el hombre la recibió –el cuidador del
tordillo se animó a rascar la puerta y dio las nuevas desviando los ojos, la
boina estrangulada en las grandes manos oscuras– comprendió que,
increíblemente, la mujer desnuda y prisionera en la cama ya lo sabía.
De
pie, afuera, inclinado sobre el murmullo servil y en decadencia, el dueño de
los bigotes acerados, del milord, del caballito de plata, de más de la mitad de
las tierras del pueblo, habló lentamente y habló demasiado:
–Ladrones
de fruta. Para ellos tengo los mejores perros, los más asesinos de los perros.
No atacan. Defienden –miró un instante el cielo impasible, sin sonrisa ni
tristeza; sacó más billetes del cinto–. Pero yo no sé nada, no lo olvide. Yo
estoy en Buenos Aires.
Era
mediodía del domingo; pero el hombre no dejó la casita hasta la mañana del
lunes. Ahora el caballito se sujetaba al trote, sin necesidad de ser dirigido,
rítmico, volviendo a la querencia con un algo de animal mecánico, de juguete de
feria.
–Un
milico –pensó despreocupado el hombre cuando vio, apoyado en la pared, cerca
del gran portón negro de hierro, con el ostentoso entrevero doble de una jota
con una pe, a un policía joven y aburrido, con un uniforme que había sido azul
y de un desaparecido más corpulento y alto.
–El
primer milico –pensó el hombre casi sonriendo y llenándose, lentamente de un
entusiasmo, de un principio de diversión.
–Perdone
señor –dijo el uniforme, cada vez más joven y tímido a medida que se acercaba,
casi un niño al final–. Me dijo el comisario Medina que le pidiera de darse una
vuelta por el Destacamento. A voluntad de usted.
–Otro
milico –murmuró el hombre, enredado en el vaho y el olor del caballo–. Pero
usted no tiene la culpa. Dígale a Medina que estoy en mi casa. Todo el día. Si
quiere verme.
Sacudió
apenas las riendas y el animal lo arrastró jubiloso, más allá del jardín y la
arboleda, hasta la media luna de tierra seca donde estaban las cocheras.
Cabizbajos
y diestros, ninguno de los hombres que se acercaron para recibirlo y
desensillar habló de la noche del sábado ni de la madrugada del domingo.
Petrus
no sonreía porque había descargado la burla desde años atrás, y tal vez para
siempre, a los bigotes de viruta de acero. Recordaba impreciso su aproximación
a la cincuentena; sabía todo lo que le faltaba hacer o intentar en aquel
extraño lugar del mundo que aún no figuraba en los mapas; consideraba que no
enfrentaría nunca un obstáculo más terco y viscoso que la estupidez y la
incomprensión de los demás, de todas las otras con que estaría obligado a
tropezar.
Y
así, por la tarde, cuando el bochorno comenzaba a ceder bajo los árboles, llegó
Medina, el comisario, intemporal, pesado e indolente, manejando el primer coche
modelo T que logró vender Henry Ford en 1907.
El
capataz lo saludó haciendo una venia demasiado lenta y exagerada. Medina lo
midió con una sonrisa burlona y le dijo suavemente:
–Te
espero a las siete en el Destacamento, Petrus o no Petrus. Te conviene ir. Te
juro que no te va a convenir si me obligas a mandarte buscar.
El
hombre dejó caer el brazo y aceptó moviendo la cabeza. No estaba intimidado.
–El
patrón dijo que si usted venía él estaba en la casa.
Medina
taconeó sobre la tierra reseca y subió la escalera de granito, excesivamente
larga y ancha. “Un palacio; el gringo cree vivir en un palacio aquí, en Santa
María”.
Todas
las puertas estaban cerradas al calor. Medina golpeó las manos como advertencia
y se introdujo en la gran sala de las vitrinas, los abanicos y las flores. Con
un traje distinto al de la mañana pero tan cuidado como si se hubiera vestido
para un paseo inminente, ensombrerado, fumando en el único asiento que parecía
capaz de soportar el peso de un hombre, Jeremías Petrus dejó en la alfombra el
libro que estaba leyendo y alzó dos dedos como saludo y bienvenida.
–Siéntese,
comisario.
–Gracias.
La última vez que nos vimos yo me llamaba Medina.
–Pero
hoy resolví ascenderlo. Ya sé lo que lo trajo.
Medina
miró dudoso la profusión de butaquitas doradas.
–Siéntese
en cualquiera –insistió Petrus–. Si la rompe me hace un favor. Y ante todo,
¿qué tomamos? Estoy pasado de ginebra.
–No
vine a tomar.
–Ni
tampoco a contarme que en horas de servicio nada de alcohol. Hace meses que no
me llegan botellas de Francia. Algún milico estará tomándose mi Moet Chandon en
rueda de chinas. Pero tengo un bitter Campari que me parece justo para esta
hora.
Movió
una campanilla y vino el mucamo que estaba escuchando detrás de una cortina.
Joven, moreno, el pelo aplastado y grasiento. Medina lo conocía como carne de
reformatorio, como mensajero de putas clandestinas –¿y qué mujer no lo es?–,
como ladrón en descuidos. Recordó, buscándole sin triunfo los ojos, la frase ya
clásica y deformada: “Te conozco, Mirabelles”. Era cómico verlo con la chaqueta
blanca y la corbata de smoking. “Se trajo de Europa juegos de muebles, una
esposa, una puta, un cochecito y un potrillo. Pero no consiguió un sirviente
exportable; tuvo que buscarlo en el basural de Santa María”.
Habían
desfilado recuerdos de cosechas perdidas, de cosechas asombrosas, de subidas y
caídas de precios de vacunos; habían sido barajados veranos e inviernos
lejanos, gastados por el tiempo hasta ser irreales, cuando la botella anunció
que sólo quedaban dos vasos del líquido rojo, suave como un agua dulce. Ninguno
de los dos hombres había cambiado, ninguno revelaba la burla ni el dominio.
–La
señora y el chico fueron a Santa María. Tal vez sigan más lejos. Nunca se sabe.
Quiero decir que nunca se sabe con las mujeres –dijo Petrus.
–Le
pido perdón, no le pregunté por la salud de la señora –dijo Medina.
–No
tiene importancia. Usted no es médico, usted vino porque mis perros se comieron
a un ladrón de gallinas.
–Perdón,
don Jeremías. Vine a molestarlo por dos cosas. Nos llevamos al difunto
disfrazado. Sus peones le embarraron la cara y las manos, lo vistieron con la
ropa del capataz, le robaron lo que tenía. Anillos; bastó mirarle las marcas en
los dedos. Bastó lavarlo para saber que vino limpito y bañado. Se olvidaron del
perfume, tan fino y marica como el que usa su señora, Madame. Una trampa torpe
hecha por la peonada. Con esto me basta porque ya le conozco el nombre. Es muy
posible que usted no sepa quién era y es posible que lo ubique cuando yo quiera
decírselo o cuando vea, si quiere molestarse, el expediente en el Destacamento.
Los perros le comieron la garganta, las manos, la mitad de la cara. Pero el
difunto no vino a robar gallinas. Vino de Buenos Aires y usted no fue a Buenos
Aires el viernes.
Una
pausa mordida por los dos, un miedo compartido.
Petrus
olía un peligro pero ningún temor. Sus peones habían sido torpes y también él
por haber confiado en ellos y en la farsa grotesca.
–Medina
o comisario. Yo me fui a Buenos Aires el viernes. Casi todos los viernes voy.
Pagué mucho dinero para que todos lo juren.
–Y
todos juraron, don Jeremías. Nadie lo estafó, ni siquiera en un peso. Juraron
por el miedo, por la Biblia y por las cenizas de sus putas madres. Aunque no
todos eran huérfanos. Pero, sin adular, yo sentí que juraban comprometidos con
otra cosa, con algo más que el dinero.
–Gracias
–dijo Petrus sin mover la cabeza, con una línea burlona empujando los duros
bigotes–. Historia terminada, sumario cerrado, yo estaba en Buenos Aires.
–Sumario
cerrado porque el muerto estaba dentro de su casa, su tierra, su bendita
propiedad privada. Y el asesinato no lo hizo usted. Lo hicieron los perros.
Probé, don Jeremías. Pero sus perros se niegan a declarar.
–Dóberman
–asintió Petrus–. Raza inteligente. Muy refinados. No hablan con los perros
policía.
–Gracias.
Tal vez no sea por desprecio. Simple discreción. Otra vez: asunto archivado.
Pero algunas cosas deben quedar claras. Usted no estaba por aquí la noche del
sábado. Usted no estaba, tampoco, en Buenos Aires. Usted no estuvo, no vivió,
no fue, de viernes a lunes. Curioso. Una historia sobre un fantasma
desaparecido. Eso no lo escribió nadie, nunca, y nadie me lo contó.
Entonces
Jeremías Petrus abandonó el asiento y quedó de pie, inmóvil, mirando con fijeza
la cara de Medina, el látigo inútil colgando de su antebrazo.
–Tuve
paciencia –dijo lentamente, como si hablara a solas, como si murmurara frente
al espejo ampliatorio que usaba para afeitarse por las mañanas–. Todo esto me
aburre, me entorpece, me mata el tiempo. Quiero, tengo que hacer tantas cosas
que tal vez no puedan caber en la vida de un hombre. Porque en esta tarea estoy
solo –se interrumpió por minutos en la gran sala poblada de cosas, objetos,
nacidos e impuestos de y por la nunca derrotada historia femenina, su voz había
sonado, levemente, como plegaria y confesión. Ahora se hizo fría, regresó a la
estupidez cotidiana para preguntar sin curiosidad, sin insulto–: ¿Cuánto?
Medina
rio suavemente, matizó su pobre alegría al ambiente de insoportables vitrinas,
japonerías, abanicos, dorados, mariposas muertas y sujetas.
–¿Dinero?
Nada para mí. Si quiere liquidar la hipoteca es cosa ajena, don Jeremías. Es
del Banco o de nadie. Me queda el catre del Destacamento.
–Hecho
–dijo Petrus–. Como quiera. En pago quiero decirle algo que lo molestará tal
vez al principio, desde esta noche o mañana, digamos…
–A
usted nunca le gustó perder el tiempo. A mí tampoco. Tal vez por eso lo aguanté
tantos años. Tal vez por eso lo escucho ahora. Hable.
–Usted
manda. Creí que un poco de prólogo, entre dos caballeros que tienen las manos
limpias… El caso es que Mamuasel Josefina no quiso decir ni escuchar palabra.
Perdón, dijo algo así, y una sola vez, como “Se petígarsón”. Un poco lloró.
Después desparramó libras arriba de la cama. Están todavía en el Destacamento,
junto al sumario, esperando al juez que fue a una cuadrera y tal vez se dé una
vuelta por aquí, de paso.
–Es
justo –dijo Petrus–. Que la hayan escuchado, no importa. Las libras, un poco
menos de ciento treinta y siete, tampoco importan y no tienen relación con el
asunto.
–Otra
vez perdón –dijo Medina tratando de endulzar la voz–, menos de la mitad de
cien.
–Entiendo,
siempre hay gastos.
–Claro.
Y sobre todo en los viajes. Porque Mamuasel estuvo consultando desde el
teléfono del ferrocarril. Usted lo conoce al pobre Masiota y sabe cómo trata el
pobre Masiota a todas las mujeres, siempre que no sea la suya, claro, como
todos sabemos y basta mirarle el ojo izquierdo los lunes después de la
borrachera conyugal del sábado. A todas las mujeres menos a la que soporta y a
la que tuvo la suerte de encontrarlo semidespierto esta mañana de lunes en la
estación, cuando usted reapareció. Le bastó una moneda, una sonrisa, un mesié
le chef, para que el tipo le regalara todas las líneas telefónicas, todos los
vagones de bolsas y vacas que esperaban en el desvío, todos los infinitos
rieles que no sé adónde van, los de la izquierda y los de la derecha.
–¿Y?
–dijo Petrus interrumpiendo y apurando con un talerazo en sus botas.
–Demoraba
porque hablé de caballeros. Disculpe. Ya sé que no nos gusta perder el tiempo.
Ahí va: Mamuasel debe haber agotado las pilas de nuestro jefe de estación. Pero
en una o dos horas consiguió lo que quería. Tren, hotel, barco para Europa. Lo
supe hace unos minutos, nunca falta un borracho o un vago en los bancos de la
estación.
Petrus
había estado mordiendo la plata del mango del talero, meditativo, privado de
las ganas de golpear, mientras Medina, no seguro ni en descuido, resbalaba el
pulgar por el gatillo en la cintura. Sin previo acuerdo los dientes y el
pulgar, lentos, prolongaron la pausa; tanto, que no sirvió para esta historia.
Al fin habló Petrus; usaba una voz despaciosa y ronca, una voz de mujer acosada
por la menopausia. Tenía el orgullo de no preguntar.
–Josephine
sabía el nombre. Conocía el nombre del ladrón de gallinas y, estoy seguro,
mucho más. No veo otra razón para irse.
–Puede
ser, don Jeremías –silabeó Medina atento a la verticalidad del rebenque–. ¿Por
qué se habría ido?
Hacía
tanto tiempo que Petrus no reía que su boca abierta y negra empezó con un
mugido largo y se fue apagando como un ternero perdido.
–¿Para
qué explicar, comisario? Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros.
Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas. He conocido algunas, ante
las cuales me parecía correcto sacarme el sombrero. Eran damas, eran señoras.
Pero las de ahora no pasan de putitas, pobres putitas.
–Cierto,
don Jeremías –reculó ante el recuerdo lejano de la señora Petrus ofreciéndole
té y tartas en aquella misma habitación–. Casi todas. Pobres, que no nacieron
para otra cosa. Usted pelea para hacer un astillero. Contra todo el mundo. Yo
peleo, los sábados para dormir borracho, a veces para enterarme de quién era el
dueño de las ovejas robadas. También necesito tiempo para pintar. Pintar el
río, pintarlos a ustedes.
–Le
compré dos cuadros –dijo Petrus–. Dos o tres.
–Es
cierto, don Jeremías; y los pagó bien. Pero no están en esta sala. Están en el
galpón de los peones. Eso no importa. Usted tenía razón en lo que estaba
diciendo. Ellas no tienen ni un gramo de cerebro para ser algo más que lo que
usted dijo.
El
rebenque cayó entre las piernas, después al suelo, y Petrus, sentándose,
invitó:
–¿Y
si nos tomáramos otra, comisario?
Al
salir Medina vio que una de las bestias dormía una siesta larga, protegida del
sol.
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