Silvina Ocampo
(La paciente está acostada frente a un retrato.)
Hace cinco años que lo conozco y
su verdadera naturaleza no me ha sido revelada. Alejandrina me llevó a su consultorio
una tarde de invierno. En la sala de espera, durante tres horas, tuve que mirar
las revistas que estaban sobre la mesa. No olvidaré nunca los hermosos claveles
de papel que adornaban el florero, sobre la consola. Había mucha gente: dos niños
que corrían de un lado a otro del cuarto y que comían bombones, y una vieja malísima,
con una sombrilla negra y un sombrero de terciopelo. Hace cinco años que lo conozco.
A veces pienso que es un ángel, otras veces un niño, otras veces un hombre. El día
que fui a su consultorio no pensé que iba a tener tanta importancia en mi vida.
Detrás de un biombo me desvestí para que me auscultara. Anotó mis datos personales
y mi historia clínica sin mirarme. Cuando colocó su cabeza sobre mi pecho, es cierto
que aspiré el perfume de su pelo y que aprecié el color castaño de sus rizos. Me
dijo, mirando un lunar que tengo en el cuello, que mi enfermedad era larga de curar,
pero benigna. Le obedecí en todo. Me habría tirado por la ventana, si me lo hubiese
ordenado. Suspendí las verduras crudas, el vino, el café y el chocolate, que tanto
me gusta. Me alimenté de papas cocidas y de carne asada; dormía después del almuerzo;
aunque no durmiera, descansaba. Durante seis meses dejé de estudiar; fue en esos
días cuando me dio su retrato para que lo colocara frente a mi cama.
–Cuando te sientas mal, mi hijita,
le pedirás consejos al retrato. Él te los dará. Puedes rezarle, ¿acaso no rezas
a los santos?
Este modo de proceder le pareció
extraño a Alejandrina.
Mi vida transcurría monótonamente,
pues tengo un testigo constante que me prohíbe la felicidad: mi dolencia. El doctor
Edgardo es la única persona que lo sabe.
Hasta el momento de conocerlo viví
ignorando que algo dentro de mi organismo me carcomía. Ahora conozco todo lo que
sufro: el doctor Edgardo me lo ha explicado. Es mi naturaleza. Algunos nacen con
ojos negros, otros con ojos azules.
Parece imposible que siendo tan joven
sea tan sabio; sin embargo, me he enterado de que no se precisa ser un anciano para
serlo. Su piel lisa, sus ojos de niño, su cabellera rubia, ensortijada, son para
mí el emblema de la sabiduría.
Hubo épocas en que lo veía casi todos
los días. Cuando yo estaba muy débil venía a mi casa a verme. En el zaguán al despedirse
me besó varias veces. Desde hace un tiempo me atiende sólo por teléfono.
–Qué necesidad tengo de verla si
la conozco tanto: es como si tuviera su organismo en mi bolsillo, como el reloj.
En el momento en que usted me habla puedo mirarlo y contestar a cualquier pregunta
que me haga.
Le respondí:
–Si no necesita verme, yo necesito
verlo a usted.
A lo que replicó:
–¿Mi retrato y mi voz no le bastan?
Tenía miedo de influir directamente
sobre mi ánimo, pero yo he insistido mucho para verlo, demasiado, pues se ha encaprichado
en no hacerme el gusto. Primeramente lo hice llamar por mis amigas para pedir hora
en su consultorio; le mandé regalos, me las arreglé, sin perder mi virginidad, para
conseguir dinero. La primera noche salí con Alberto, la segunda con Raúl, las otras
con amigos que ellos me presentaron. Alberto me interpeló un día:
–Qué haces con la plata, che. Siempre
viniendo a llorar miserias.
Le contesté la verdad:
–Es para el médico.
No tenía por qué mentir a un atorrante.
De ese modo pude mandar al doctor Edgardo una lapicera, una pipa, un anotador con
tapa de cuero, un pisapapel de vidrio con flores pintadas, un frasco de agua de
Colonia de la más fina; luego empecé a mandarle cartas escritas en diferentes colores
de papel, según mi estado de ánimo. A veces, cuando estaba más alegre, en color
rosado; cuando estaba tierna, en color celeste; cuando estaba celosa, en color amarillo;
cuando estaba triste, en un color violeta precioso; un violeta tan precioso que
a veces deseaba estar triste, para enviárselo. Mis mensajeros eran los niños del
barrio, que me quieren mucho y que estaban siempre dispuestos a llevar las cartas
a cualquier hora. Yo siempre introducía entre las hojas alguna ramita o alguna flor
o alguna gotita de perfume o de lágrimas. En lugar de firmar mi nombre al pie de
la hoja lo hacía con mis labios, de manera que la pintura quedara estampada. Después
comencé a abusar de todos estos recursos: le mandaba, por ejemplo, tres regalos
en un día, cuatro cartas, en otro; o bien lo llamaba cinco veces por teléfono. No
puedo vivir sin él, la verdad sea dicha. Verlo otra vez sería para mí como llorar
después de contenerme mucho tiempo. Es algo necesario, algo maravilloso. Nadie comprende,
ni Alejandrina lo comprende. Ayer, resolví poner término a estas vanas insistencias.
En la farmacia compré veronal. Voy a tomar el contenido de este frasco para que
el doctor Edgardo venga a verme. Dormida no gozaría de esa visita y por lo tanto
no lo tomaré todo: tomaré justo lo suficiente para estar calma y poder mantener
mis párpados cerrados, inmóviles sobre mis ojos. El resto del frasco lo tiraré y
cuando la dueña de la pensión, que todas las noches me trae una taza de tilo, entre
en mi cuarto, creerá que me he suicidado. Junto al frasco de veronal vacío dejaré
el número del teléfono del doctor Edgardo con su nombre. Ella lo llamará, pues tomé
ya mis precauciones: las otras mañanas le dije, como sin quererlo, cuando volvíamos
del mercado:
–Si me sucediera algo, no es a mi
familia a quien tiene que llamar sino al doctor Edgardo, que es como un padre para
mí.
Me echaré sobre la cama, con el vestido
que me hice el mes pasado: el azul marino con cuello y puños blancos. El modelo
era tan difícil que tardé más de quince días en copiarlo; sin embargo, esos quince
días pasaron volando, pues sabía que el doctor Edgardo me vería muerta o viva con
este vestido puesto. No soy vanidosa, pero me gusta que las personas que yo quiero
me vean bien vestida; además, tengo conciencia de mi belleza y estoy persuadida
de que si el doctor Edgardo me ha rehuido es porque tiene miedo de enamorarse demasiado
de mí. Los hombres aman su libertad y el doctor Edgardo no sólo ama su libertad,
sino su profesión. Aunque sé de buena fuente y porque él mismo lo ha confesado que
de noche descuelga el tubo del teléfono para que sus pacientes no lo despierten
y que sólo por un caso de gravedad sería capaz de molestarse, es un mártir de su
profesión. ¡Si fuera tan bondadoso en su vida íntima, no tendría motivo para quejarme!
Me echaré sobre la cama y colocaré a mis pies a Michín. Ayer le puse polvo contra
las pulgas y le pasé el cepillo. Le pondré agua de Colonia, aunque me rasguñe. Será
conmovedor verme muerta, con Michín velándome.
A veces he creído odiar a Edgardo:
tanta frialdad no parece humana. Me trató como los niños tratan a sus juguetes:
los primeros días los miran con avidez, les besan los ojos cuando son muñecos, los
acarician cuando son automóviles, y luego, cuando ya saben cómo se les puede hacer
gritar o chocar, los abandonan en un rincón. Yo no me resigné a ese abandono porque
sospecho que Edgardo tuvo que librar una batalla consigo mismo para abandonarme.
Estoy persuadida de que me ama y que su vida ha sido un páramo hasta el momento
en que me conoció. Fui, como él me dijo, el encuentro de la primavera en su vida
y si renunció a mis besos fue porque lo asediaba un deseo que no podía satisfacer
por respeto a mi virginidad. Otras mujeres a quienes no ama, prostitutas que sacan
plata a los hombres, gozarán de su compañía. No tengo motivos para celarlo ni para
enfurecerme con él; sin embargo, cinco años de esperanza frustrada me llevan a una
solución que tal vez sea la única que me queda.
(El médico piensa mientras camina por las calles de
Buenos Aires.)
Iré caminando. Tal vez logrará lo
que quería: verme. Me llamaron con urgencia. Yo sé lo que son esas cosas. Un simulacro
de suicidio, seguramente. Llamar la atención de alguna manera. La conocí hace cinco
años y un siglo me hubiera parecido menos largo. Cuando entró en mi consultorio
y la vi por primera vez me interesó: era un día de pocos clientes, un día de tedio.
La piel cobriza, el color del pelo, los ojos alargados y azules, la boca grande
y golosa me agradaron. Atrevida y tímida, modesta y orgullosa, fría y apasionada
me pareció que no me cansaría nunca de estudiarla, pero ay… qué pronto conocemos
el mecanismo de ciertas enfermas, a qué responden los ojos entornados y la boca
entreabierta, a qué la modulación de la voz. La ausculté aquel día no pensando en
el tipo de paciente que sería, sino en el tipo de mujer que era. Me demoré tal vez
demasiado con mi cabeza sobre su pecho oyendo los latidos acelerados de su corazón.
Olía a jabón y no a perfume como la generalidad de las mujeres. Me causó gracia
el rubor de la cara y del cuello en el momento en que le ordené desvestirse. No
pensé que aquel comienzo de nuestra relación pudiera terminar en algo tan fastidioso.
Durante varios meses soporté sus visitas sin sacar ningún provecho de ellas, pero
con la esperanza de llegar a alguna satisfacción. Ni el tiempo ni la intimidad modificaron
las cosas; éramos una suerte de monstruosos novios, cuya sortija de matrimonio era
la enfermedad que también es circular como un anillo. Yo sabía que jamás recibiría
un buen regalo, ni cobraría mis honorarios. La señora de Berlusea, a quien jamás
cobré un céntimo por mis atenciones de médico, me regaló un tintero importantísimo
de bronce con un Mercurio en la tapa, un cortapapel de marfil con figuras chinas
y un reloj de pie que tengo en mi consultorio. El señor Remigio Álvarez, a quien
tampoco cobré un céntimo, me regaló un juego de fuentes y un centro de mesa de plata
en forma de cisne. Todos mis pacientes mal que mal me pagaron en alguna forma. De
ella qué puedo esperar sino un amor de virgen que me abruma, que me persigue. Subrepticiamente
me encontré metido en una trampa. No quise verla más, pero le di mi retrato por
compasión. Le ordené que lo colocara frente a su cama: tal vez debido a las miradas
que le prodigué desde ese marco día y noche comencé a imaginarla involuntariamente
durante todas las horas del día: cuando se acostaba, cuando se levantaba, cuando
se vestía, cuando recibía la visita de alguna amiga, cuando acariciaba al gato que
saltaba sobre su cama. Fue una suerte de castigo cuyas consecuencias todavía estoy
pagando. Esa mujer, que ahora tiene apenas veinte años, que no me atraía de ningún
modo, día y noche perseguía y persigue mi pensamiento. Como si yo estuviese dentro
del retrato, como si yo mismo fuera el retrato, veo las escenas que se desarrollan
dentro de esa habitación. No le mentí al decirle que conocía su organismo como al
reloj que llevo en el bolsillo. A la hora del desayuno oigo hasta los sorbos del
café que toma, el ruido de la cucharita golpeteando el fondo de la taza para deshacer
los terrones de azúcar. En la penumbra de la habitación veo los zapatos que se quita
a la hora de la siesta para colocar los pies desnudos y alargados sobre la colcha
floreada de la cama. Oigo el baño que se llena de agua en el cuarto contiguo, oigo
sus abluciones y la veo en el vaho del cuarto de baño envuelta en la toalla felpuda
con un hombro al aire, secarse las axilas, los brazos, las rodillas y el cuello.
Aspiro el olor a jabón que aspiré en su pecho el primer día que la vi en mi consultorio,
ese olor que en los primeros momentos me pareció afrodisíaco y después una mezcla
intolerable de polvo de talco y sémola. Cuando dejé de verla, y fue dificilísimo
lograrlo, pues no escatimó ningún subterfugio para seguir viéndome, comenzó a llamar
por teléfono y a mandarme regalos. ¡Si a eso puede uno llamar regalos! Las chucherías
pulularon sobre mi mesa. A veces tenían gracia, no digo que no, pero eran poco prácticas
y yo las guardaba para reírme o las regalaba a alguno de mis amigos. La mayoría
de las veces escondía esos objetos heterogéneos en cajones relegados al olvido,
pues nunca acertó en mandarme algo que realmente me agradara. Cuando vio que los
regalitos no surtían efecto empezó a mandarme cartas con los niños del barrio. Por
el color de los sobres reconocí en seguida de dónde provenían y a veces los dejaba
sin abrir sobre mi mesa. En estos últimos tiempos usó un papel violeta repugnante
que coincide con los acentos más patéticos. Escribió que estaba de luto y que el
violeta era el color que expresaba mejor su estado de ánimo. A veces pensé que convendría
hacerle un narcoanálisis, tal vez se liberaría de la obsesión que tiene conmigo;
es natural que no se prestaría a ello ni siquiera por amor. Creí alejarla con un
retrato y sucedió lo contrario: se acercó más íntimamente a mí. Iré caminando. Le
daré tiempo para morir. Oigo sus quejidos, el maullido del gato, las gotas que caen
del grifo dentro del baño vecino. Camino, voy hacia ella dentro de mi retrato maldito.
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