sábado, 6 de agosto de 2022

Los arqueros

Arthur Machen

 

Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.

En este amargo día, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán.

Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.

Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, “esto es lo peor; no puede ser más duro.” y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos.

No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos supervivientes que aún resistían pudieron divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos.

No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, “Adiós, adiós a Tipperary,” terminando con “y no volveremos más”. Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: “¿qué precio tiene en Sidney Street?” Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.

“Mundo sin fin. Amén,” dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porqué, un extraño restaurante vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurante tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes muertos.

El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: “¡Formación, formación, formación!”

Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: “¡San Jorge, San Jorge!”

“¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!”

“¡San Jorge por la feliz Inglaterra!”

“¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos.”

“¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme arco.”

“¡Caballero del Cielo, ayúdanos!”

Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureolas resplandecientes a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes.

Los otros hombres en la trinchera seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, “¡Dios nos ayuda!” gritó al hombre que estaba a su lado, “¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento.”

“¡Cállate!” dijo el otro soldado, tomando un blanco, “¡que estamos por ser gaseados!”

Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y cómo línea tras línea, caían todos por tierra.

En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba el grito: “¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!”

“¡Sumo Caballero, defiéndenos!”

Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados.

“¡Más ametralladoras!” gritó Bill a Tom.

“No los escuches,” respondió Tom. “Pero, gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado.”

De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec, supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares.

 

Anécdota pecuniaria

J. M. Machado de Assis

 

Se llama Falcão mi hombre. Aquel día –catorce de abril de 1870– quien entrase a su casa, a las diez de la noche, lo vería paseándose por el comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata blanca, refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que era la de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco tiempo.

–Hice mal –decía él–, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! ¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal… ¡Al menos que sea feliz!

Si yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo más bajo y menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con desprecio e indignación. Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos labios, maestros del cálculo, que incluso cerrados parecen estar contando algo, para adivinar en seguida que el rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad del lucro. Entendámonos: ¡él cultiva el arte por el arte, no ama el dinero por lo que le puede dar, sino por lo que es en sí mismo! Que nadie pretenda verlo usufructuar de las grandes comodidades de la vida. No tiene una cama blanda, ni una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. No se gana dinero para derrocharlo, decía él. Vive de migajas; todo lo que acumula es para la contemplación. Va muchas veces hasta la caja de caudales, que está en la alcoba, con el único fin de hartar sus ojos en la contemplación de las barras de oro y en los manojos de títulos. Otras veces, impulsado por un refinamiento de su erotismo pecuniario, los contempla en su memoria. En este particular, todo lo que yo pueda decir estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera de las cosas que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.

Ya entonces millonario, o casi, encontró en la calle dos niños conocidos suyos, que le preguntaron si un billete de cinco mil reis que les había dado un tío, era verdadero. Circulaban por entonces algunos billetes falsos y los niños lo recordaron mientras paseaban. Falcão iba con un amigo. Tomó trémulo el billete, lo examinó bien, lo miró de un lado, luego de otro…

–¿Es falso? –preguntó con impaciencia uno de los niños.

–No, es verdadero.

–Devuélvamelo –dijeron al unísono los niños.

Falcão dobló el billete lentamente, sin quitarle los ojos de encima; después lo reintegró a los pequeños, y volviéndose hacia su amigo, que lo aguardaba, le dijo con el mayor candor del mundo:

–Da gusto ver dinero, aunque no sea de uno.

A tal punto llegaba su amor al dinero: hasta la contemplación desinteresada. ¿Qué otro motivo podía tener para detenerse frente a las vidrieras de los cambistas, cinco, diez, quince minutos, lamiendo con los ojos las pilas de libras y francos, tan prolijitos y amarillos? El mismo sobresalto con que tomó el billete de cinco mil reis, era un rasgo sutil, era el terror ante el posible billete falso. A nadie odiaba tanto como a los falsificadores de monedas, no porque fueran criminales, sino por lo perjudiciales que resultaban, porque desmoralizaban el dinero bueno.

El lenguaje de Falcão bien valdría un estudio. Cierto día, en 1864, volviendo del entierro de un amigo, aludió al esplendor del cortejo, exclamando con entusiasmo: “¡Sostenían el cajón tres mil contos!” y, como uno de los oyentes no le entendiese de inmediato, Falcão concluyó de la extrañeza del otro que en el fondo dudaba de él, y detalló: “Fulano cuatrocientos, Zutano seiscientos… Sí, señor, seiscientos; hace dos años, cuando disolvió la sociedad con el suegro, ya andaban por más de quinientos…” Y así prosiguió, demostrando, sumando y concluyendo: “¡Exactamente, tres mil contos!”

No era casado. Casarse era despilfarrar el dinero. Pero los años pasaron, y a los cuarenta y cinco empezó a sentir cierta necesidad moral, que no comprendió en seguida, y que era la nostalgia de la paternidad. No la falta de una mujer, no la de parientes, sino la de un hijo o hija, que para él sería como recibir un patacón de oro. Desgraciadamente, para cosechar tales beneficios ahora debería haber acumulado el capital en el momento debido, no podía empezar recién para ganarlo más tarde. Le quedaba la alternativa de la lotería; la lotería le dio el premio grande.

Murió su hermano y tres meses después su cuñada, dejando huérfana una hija de once años. Él la quería mucho, al igual que a otra sobrina, hija de una hermana viuda; las besaba una y otra vez cuando las visitaba; llegaba incluso al delirio de llevarles, una y otra vez, galletitas. Vaciló un poco, pero finalmente recogió a la huérfana; ella era la hija anhelada. No cabía en sí de la alegría; durante las primeras semanas, casi no salía de su casa, siempre a su lado, oyendo sus cuentos y festejándole todas sus ocurrencias.

Se llamaba Jacinta, y no era linda; pero tenía la voz melodiosa y era de modales suaves. Sabía leer y escribir, empezaba a aprender música. Trajo el piano consigo, el método y algunos ejercicios; no pudo traerse al profesor, porque el tío entendió que era mejor ir practicando lo que había aprendido, y un día… más tarde… Once años, doce años, trece años, cada año que pasaba creaba un nuevo vínculo que ataba al viejo solterón a la hija adoptiva, y viceversa. A los trece, Jacinta dirigía la casa; a los diecisiete era señora absoluta de todo. No abusó de su poder; era naturalmente modesta, frugal, medida.

–¡Un ángel! –decía Falcão a Paco Borges.

Este Paco Borges tenía cuarenta años, y era propietario de un depósito portuario de mercaderías. Iba a jugar con Falcão por la noche. Jacinta presenciaba los partidos. Tenía por entonces dieciocho años; no estaba más linda, pero decían todos que “se estaba poniendo muy atractiva”. Era menuda, y al dueño del depósito le encantaban las mujeres pequeñas. Sus sentimientos fueron correspondidos y la atracción se transformó en amor.

–¡Comencemos! –decía Paco Borges al entrar, luego de los saludos.

Las cartas eran la sombrilla de los dos enamorados. No jugaban por dinero; pero Falcão tenía tal sed de lucro, que contemplaba las propias fichas y las contaba cada diez minutos, para ver si ganaba o perdía. Cuando perdía, se apoderaba de él un desaliento incurable, y él se replegaba poco a poco en el silencio. Si la suerte se empeñaba en perseguirlo, terminaba el partido y se levantaba de la mesa tan melancólico y ciego, que la sobrina y su novio podían tomarse de las manos una, dos, tres veces, sin que él advirtiese nada.

Esto ocurría en 1869. A principios de 1870 Falcão propuso a Paco Borges una venta de acciones. No las tenía, pero olfateó una gran baja, y calculaba ganarle de una sola vez treinta o cuarenta contos a Paco. Éste le respondió diplomáticamente que andaba pensando en proponerle lo mismo. Dado que ambos querían vender y ninguno de ellos comprar, podían unirse y proponer la venta a un tercero. Encontraron al tercero, y cerraron trato a sesenta días. Falcão estaba tan contento al volver del negocio, que el socio le abrió su corazón y le pidió la mano de Jacinta. Fue lo mismo que si, de repente, empezara a hablar en turco. Falcão lo miró, pasmado, sin entender. ¿Que le diese su sobrina? Pero entonces…

–Sí, te confieso que deseo ardientemente casarme con ella, y a ella… pienso que también le agradaría casarse conmigo.

–¡De ninguna manera! –interrumpió Falcão–. No, señor; es una niña, no estoy de acuerdo.

–Pero escúchame…

–No tengo nada que escuchar, no quiero.

Regresó a su casa irritado y aterrorizado. La sobrina se desvivió queriendo saber qué le ocurría, finalmente él le contó todo, y la llamó desagradecida. Jacinta empalideció; amaba a los dos, y los veía tan unidos que no se imaginó nunca ante la disyuntiva de tener que contraponer sus afectos. A solas en su cuarto, lloró largamente; después le escribió una carta a Paco Borges rogándole por las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo que no provocase ningún escándalo ni se peleara con el tío; le decía que esperase y le juraba un amor eterno.

No se pelearon los dos amigos; pero los encuentros fueron haciéndose más esporádicos y fríos. Jacinta no se reunía con ellos en el comedor, o si lo hacía se retiraba en seguida. El terror de Falcão era enorme. Él amaba a su sobrina con un amor de perro, que persigue y muerde a los extraños. La quería para sí, no como hombre, sino como padre. La paternidad natural infunde fuerzas para consumar el sacrificio de la separación; la paternidad de Falcão era impostada y, tal vez por eso mismo, más egoísta. Nunca había pensado en perderla; ahora, empero, eran treinta mil los recaudos que tomaba para evitarlo, ventanas cerradas, advertencias a la criada negra, una vigilancia perpetua, un incesante control de gestos y palabras, una auténtica caza de brujas.

Entre tanto el sol, modelo de todo funcionario, continuó sirviendo puntualmente a los días, uno a uno, hasta llegar a los dos meses del plazo convenido para la entrega de las acciones. Éstas debían bajar, según las previsiones de los dos; pero las acciones, como las loterías y las batallas, se burlan de los cálculos humanos. En aquel caso, además de burla, hubo crueldad, porque ni bajaron ni se mantuvieron estables, sino que repuntaron hasta convertir el esperado lucro de los cuarenta contos en una pérdida de veinte.

Fue entonces cuando Paco Borges tuvo una ocurrencia genial. En la víspera, cuando Falcão, abatido y mudo, paseaba por el comedor su desencanto, Borges le propuso costear solo todo el déficit, si él accedía a darle la mano de su sobrina. A Falcão se le encendieron los ojos.

–¿Que yo…?

–Exactamente –interrumpió el otro riendo.

–No, no…

No quiso; tres o cuatro veces rechazó el ofrecimiento. La primera impresión había sido de alegría, eran diez contos que no se irían de su bolsillo. Pero la idea de separarse de Jacinta era insoportable y la rechazó. Durmió mal. De mañana, encaró la situación, ponderó las cosas, consideró que, entregándole al otro su sobrina, no perdía totalmente, mientras que de no proceder así, los diez contos se esfumaban irremediablemente. Y, además, si ella lo quería y él la quería a ella ¿por qué razón separarlos? Todas las hijas se casan, y los padres se contentan viéndolas felices. Corrió a casa de Paco Borges y llegaron a un acuerdo.

–Hice mal, muy mal –vociferaba él la noche del casamiento–. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! Iba llorando, pobrecita… Hice mal, muy mal.

Había cesado el terror de los diez contos; empezaba el hastío de la soledad. A la mañana siguiente, fue a visitar a la pareja. Jacinta no se limitó a ofrecerle un buen almuerzo, sino que, además, lo llenó de mimos y atenciones; pero ni éstos ni el almuerzo le restituyeron la alegría. Al contrario, la felicidad de la pareja lo entristeció más. Al regresar a su casa no encontró la carita tierna de Jacinta. Nunca más volvería a oír sus canciones de niña y muchacha; no sería ella quien le haría el té, quien habría de traerle, por la noche, cuando él quisiese leerlo, el viejo tomo gastado de Saint–Clair de las Islas, dádiva de 1850.

–Hice mal, muy mal…

Para remediar el daño hecho, transfirió el juego de cartas a la casa de la sobrina, y allá iba, por la noche, a vérselas con Paco Borges. Pero la fortuna cuando flagela a un hombre, le desbarata todas sus bazas. Cuatro meses más tarde, los recién casados se fueron a Europa; la soledad tomó las dimensiones de la extensión del mar. Falcão tenía por entonces cincuenta y cuatro años. Ya aceptaba con más resignación el casamiento de Jacinta; tenía, incluso, el plan de ir a vivir con ellos, ya sea gratuitamente, o mediante una pequeña retribución, que calculó que sería mucho más económica que el gasto que le demandaba vivir solo. Todo se esfumó; ahí está él otra vez en la situación en que se encontraba ocho años antes, con la diferencia de que la suerte le había arrancado la copa entre dos tragos.

Así estaban las cosas cuando cayó en su casa otra sobrina. Era la hija de su hermana viuda, que, al borde de la muerte, le pedía encarecidamente que se ocupase de ella. Falcão no prometió nada, porque un cierto instinto lo llevaba a no prometer jamás nada a nadie, pero lo cierto es que recibió a la sobrina tan pronto como su hermana cerró los ojos. No tuvo recelos de ningún tipo; por el contrario, le abrió las puertas de su casa con el júbilo de un alma enamorada, y casi bendijo la muerte de su hermana. Volvía a recuperar a la hija perdida.

“Ésta ha de cerrar mis ojos”, se decía.

No era fácil. Virginia tenía dieciocho años, sus facciones eran hermosas y originales; era esbelta y atractiva. Para evitar que se la arrebataran, Falcão empezó por donde había terminado la primera vez: ventanas cerradas, advertencias a la criada negra, salidas contadas, sólo con él y mirando hacia el suelo. Virginia no se mostró enfadada.

–Nunca fui ventanera –decía ella–, y me parece muy feo que una muchacha viva pendiente de lo que ocurre en la calle.

Otro recaudo de Falcão fue no traer a su casa sino hombres de cincuenta años para arriba o casados, cuando eran menores. Por último, dejó de inquietarse por la baja de las acciones. Y todo eso era innecesario porque la sobrina no se ocupaba de otra cosa que de él y de la casa. A veces, como la vista del tío comenzaba a disminuir mucho, le leía ella misma alguna página del Saint–Clair de las Islas. Para suplantar a los compañeros de mesa, cuando faltaban, aprendió a jugar a las cartas, y sabiendo que a su tío le gustaba ganar, siempre lograba perder. Llegaba más lejos: cuando perdía mucho, simulaba estar ofuscada o triste, con el único propósito de darle a su tío una pizca más de placer. Él entonces se reía con ganas, se burlaba de ella, le decía que su nariz era larga, pedía un pañuelo para enjugarle las lágrimas; pero no dejaba de contar sus fichas de diez en diez minutos, y si alguna caía al suelo (eran granos de maíz) bajaba la vela para recogerla.

Tres meses más tarde, Falcão se enfermó. La molestia no fue grave ni larga; pero el terror de la muerte se apoderó de su espíritu, y fue entonces cuando pudo advertirse hasta qué punto llegaba su apego a la muchacha. Cada visitante que llegaba era recibido con rispidez, o por los menos con sequedad. Los íntimos padecían más, porque él les decía brutalmente que todavía no era un cadáver, que la presa todavía estaba viva, que los buitres se equivocaban de olor, etcétera. Virginia, en cambio, nunca tuvo que sufrir un solo instante de mal humor. Falcão la obedecía en todo, con pasividad de niño, y cuando reía era porque ella lo hacía reír.

–Vamos, tome su remedio, déjese de rezongos, usted es ahora mi hijo…

Falcão sonreía y bebía el preparado. Ella se sentaba al borde de la cama, le narraba cuentos, vigilaba el reloj para darle a horario los caldos o la carne de gallina, le leía el sempiterno Saint–Clair. Llegó la convalecencia. Falcão salió a dar algunos paseos, en compañía de Virginia. La prudencia con que ésta, dándole el brazo, iba mirando las piedras de la calle, cuidándose de encarar los ojos de algún hombre, le encantaba a Falcão.

“Ésta ha de cerrar mis ojos”, se repetía. Un día llegó a pensarlo en voz alta:

–¿No es cierto que tú habrás de cerrar mis ojos?

–¡No diga tonterías!

Allí mismo, en la calle, él se detuvo, le estrechó fuertemente las manos, agradecido, no sabiendo qué decir. Si tuviese la facultad de llorar, seguramente en aquel instante sus ojos se habrían humedecido. De vuelta en casa, Virginia corrió a su habitación a releer una carta que le entregara en la víspera una tal doña Bernarda, amiga de su madre. Estaba fechada en Nueva York y traía por toda firma este nombre: Reginaldo. Uno de los párrafos decía así:

Parto de aquí en el vapor del día 25. Espérame. No sé todavía si iré a verte en seguida o no. Tu tío debe acordarse de mí; me vio en casa de mi tío Paco Borges, el día del casamiento de tu prima…

Cuarenta días después desembarcaba este Reginaldo, llegado de Nueva York, con treinta años cumplidos y trescientos mil dólares. Veinticuatro horas después visitó a Falcão, que lo recibió apenas con educación. Pero Reginaldo era fino y práctico; dio con la cuerda principal de su interlocutor y la hizo tañer. Le habló de los prodigiosos negocios de los Estados Unidos, las hordas de monedas que corrían de uno a otro de los océanos que bañaban sus costas. Falcão lo escuchó deslumbrado y le pedía más y más información. Entonces el otro le hizo un extenso recuento de las compañías y bancos, acciones, saldos de finanzas públicas, riquezas particulares, organización municipal de Nueva York; le describió los grandes palacios consagrados al comercio…

–Realmente es un gran país –decía Falcão de cuando en cuando. Y luego de tres minutos de reflexión–, pero, por lo que usted cuenta, sólo hay oro.

–Oro, sólo, no; hay mucha plata y papel; pero allí papel y oro es la misma cosa. Y ni qué hablar de monedas de otras naciones. Le mostraré una colección que traigo. Mire: para ver lo que es aquello basta fijarse en mí: fui allá pobre, tenía veintitrés años; al cabo de siete años, traigo seiscientos contos.

Falcão se estremeció:

–Yo, a su edad, –confesó–, apenas si llegaba a cien.

Estaba encantado. Reginaldo le dijo que necesitaba dos o tres semanas para contarle los milagros del dólar.

–¿Cómo dice usted que se llama?

–Dólar.

–¿Me creerá si le digo que nunca vi esa moneda?

Reginaldo sacó del bolsillo del chaleco un dólar y se lo mostró. Falcão, antes de tenerlo en su mano, lo atrapó con los ojos. Como estaba un poco oscuro, se incorporó y fue hasta la ventana para examinarlo bien de ambos lados; después lo restituyó a su dueño, elogiando mucho el dibujo y la acuñación, agregando que nuestros antiguos patacones eran también muy lindos.

Las visitas se repitieron. Reginaldo resolvió pedir la mano de la muchacha. Ésta, empero, le dijo que era preciso obtener primero la anuencia del tío; no se casaría contra su voluntad. Reginaldo no se desanimó. Se empeñó en redoblar sus atenciones para con Falcão; abarrotó al tío de Virginia de dividendos fabulosos.

–A propósito, nunca me mostró su colección de monedas –le dijo un día Falcão.

–Venga mañana a mi casa.

Falcão fue. Reginaldo le mostró la colección metida en un mueble cuyos cuatro lados eran de vidrio. La sorpresa de Falcão fue extraordinaria; esperaba encontrar una cajita con un ejemplar de cada moneda, y encontró montañas de oro, plata, bronce y cobre. Falcão les echó una ojeada general y colectiva; después empezó a observarlas en detalle. Sólo reconoció las libras, los dólares y los francos; pero Reginaldo las nombró todas: florines, coronas, rublos, dracmas, pesos, rupias, toda la numismática del trabajo, concluyó poéticamente.

–Pero ¡qué paciencia la suya para juntar todo esto! –dijo él.

–No fui yo quien las juntó –replicó Reginaldo–; la colección pertenecía al expolio de un personaje de Filadelfia. Me costó una bagatela: cinco mil dólares.

En verdad, la colección valía más. Falcão salió de allí con la colección en el alma; le habló de ella a su sobrina e imaginariamente desordenó y volvió a ordenar las monedas, como un amante revuelve los cabellos de la amada para volver a acariciarlos otra vez. Esa noche soñó que era un florín, que un jugador lo arrojaba a la mesa del lansquenet, y que él traía consigo, hacia el bolsillo del jugador, más de doscientos florines. A la mañana siguiente, para consolarse, fue a contemplar las primeras monedas que tenía en la caja de caudales; pero no encontró el consuelo que buscaba. El mejor de los bienes es el que no se posee. Días después, estando en el comedor de su casa, le pareció ver una moneda en el suelo. Se agachó para recogerla; no era una moneda, era una simple carta. La abrió distraídamente y la leyó asombrado: era de Reginaldo y estaba dirigida a Virginia…

–¡Basta! –me interrumpe el lector–; adivino lo demás. Virginia se casó con Reginaldo, las monedas pasaron a manos de Falcão, y eran falsas…

No, señor, eran verdaderas. Hubiera sido más ético que, para castigo de nuestro hombre, fuesen falsas; pero ¡ay de mí!, yo no soy Séneca, no paso de un Suetonio que contaría diez veces la muerte de César, si él resucitase diez veces, pues no retornaría a la vida sino para volver al imperio.

 

viernes, 5 de agosto de 2022

Fantasía de los paquetes

Manuel Komroff

 

El Dios de las Preocupaciones no tiene nada que hacer. Duerme todo el día. Hace ya mucho tiempo que hizo su obra, y la hizo bien. Cargó al mundo de preocupaciones, y ahora el mundo rueda solo.

El hombre nace, vive y muere. Cuando cierra una preocupación, abre otra. La preocupación lo acompaña siempre, y cuando muere, alguien se la hereda. Así es la cosa. En otras palabras, la cantidad de preocupaciones es siempre la misma, es indestructible y no obedece a ninguna ley física. Nunca se agota su energía. De manera que cuando el Dios de la Preocupación hizo su obra, llenando el mundo de su espíritu, ya no tuvo nada que hacer y se echó a dormir.

Pero al otro día, después de miles de años de pacífico reposo, despertó de repente, gritando:

–¡Ya no se quejen! Estoy cansado de escuchar tanta queja dolorida. El hombre nace siendo un lamento continuo y nada lo puede satisfacer. Por eso es justo que tenga encima esa carga. Se los voy a probar.

Después de estas palabras airadas que tronaron en el espacio, este señor Lucifer de la Preocupación, esta criatura que cargó el mundo de dolor, doblegando al hombre, que llenó a Job de granos e infectó a la Humanidad con la pus de la tristeza; este Dios demonio, peludo monarca de la miseria humana, monstruo barrigón, voló desde el cielo en un giro silbante, cayendo en ambos pies sobre la ciudad de Nueva York, la metrópoli del mundo.

–Bien. Magnífico. Ni se discuta nada. Con que no les gustan sus preocupaciones… Perfectamente. Con que no las pueden aguantar ni un momento más, con que los vuelve locos, los empuja al suicidio… Aquí estoy yo. Vine a aliviarlos de sus preocupaciones. Vayan a sus casas a empacarlas y asegúrense de no dejar ni una fuera…

–Un momento –dijo alguno de los mirones–, aquí hay alguna trampa.

–No, no hay nada de trampa. Empaquen sus preocupaciones, y yo se las daré a alguna otra persona. Sus preocupaciones son perfectamente buenas, son magníficas, y si ustedes no las quieren, alguna otra persona las querrá.

–No. A nadie le gustaría tener nuestras preocupaciones.

–Magnífico. Váyanse a casa. Empáquenlas. No dejen ni una olvidada. Átenlas perfectamente, y pongan su nombre y dirección en el paquete.

–¿Y nos quitará nuestras preocupaciones, así, todas de una vez?

–Sí. Traigan los paquetes a la Estación Central de ferrocarriles.

La noticia se desparramó por la enorme ciudad en un instante.

–¡Dios, Dios, Dios! –exclamaba un predicador negro en Harlem–. Ha llegado el día. El hombre va a echar su gran carga de preocupación por la borda del barco de la vida. ¡Dios, Dios! El Moisés de los judíos era como un cochero comparado con este gran compañero que nos quita las preocupaciones. ¡Reza! ¿No les da vergüenza, negros jugadores de dados, vestidos como si estuvieran de fiesta? ¡Empaquen sus preocupaciones y hagan oración! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

Y del lado del este, los judíos se inclinaban dando gracias por el gran acontecimiento. Y los pobres italianos en la Pequeña Italia, ellos también, aplastados bajo la carga, daban suspiros de alivio. Y los húngaros y rusos, los chinos y rumanos, los griegos y los españoles, franceses, daneses, suecos, yanquis y surianos, los del oeste y los neoyorquinos mismos, todos aplaudían con alegría infantil. Tal día como éste nunca se había visto.

Y yo no pude esperar. Corrí a mi casa. Tenía el propósito de comprar el mejor papel de envoltura que se pudiera conseguir. No me sorprendió ver a los vendedores ambulantes abandonar la mercancía e irse corriendo a sus casas. ¡Qué era vender unas cuantas naranjas y calabazas tiernas comparado con quitarse de encima las preocupaciones! Eso no me sorprendió, pero sí me admiré de ver a los millonarios salir de sus clubes y tomar taxis para llegar más pronto a sus casas. Quién pudiera haberse imaginado que los millonarios tuvieran preocupaciones, ellos que tenían cuchara de oro en la boca. Pero ellos también iban corriendo tan aprisa como podían, para hacer sus bultos.

Pero el mejor papel para envoltura que podía yo conseguir no me pareció suficientemente bueno para mi propósito; era demasiado endeble para contener mis preocupaciones. Por eso me detuve en la tienda de abarrotes y compré un buen cajón de madera, de esos en los que empacan pasas.

Y ya lo tengo aquí. Lo voy a llenar. Primero, antes que todo, pongo en el fondo mi mala suerte, a ver si queda aplastada definitivamente bajo el peso de todo lo demás. Mis esperanzas rotas y otras decepciones, siguen. Y mi casero –¡qué feo es!– va en un rincón. Y el primero de cada mes, ese día fatal, lo meto también. Voy a empacar todo, sin cuidado alguno, como quede. Aquí va mi tartamudeo. Ahora sí podré respirar libremente, sin que el aire se me haga nudos en la boca. ¡Qué gran preocupación era esa! Y aquí va también el recuerdo de una juventud incomprendida y estúpida. Mis deudas no son muchas; pero, de todos modos… ¡quédense allí, moscas molestas! Ya no oiré jamás aquello de: “Págame aquel peso que te presté”. Ustedes, pequeñas deudas, van allí junto a mi casero. Y la hipoteca sobre mi rancho de seis acres. Y esos zapatos viejos que me hicieron un callo. Un montón de temores: temor a la inseguridad, temor a la enfermedad, temor al fracaso, temor al hambre. Todas esas cosas que pueden no suceder nunca y que le corroen a uno el alma.

¿Qué más? Todos estos papeles que no entiendo y que nunca he podido poner en orden. Esa pluma fuente que gotea y esos “amigos” que me molestan tanto. Y la lavandería que me rompe las camisas. Y esos días depresivos que me vienen, sin ningún motivo aparente. ¡Adiós! También esa cámara que nunca toma una buena fotografía. Y aún hay espacio arriba para ese libro de filosofía alemana sobre la decadencia de occidente, que tanto me ha preocupado. ¡Me hizo errar el camino tanto tiempo!¡Adiós! Hasta nunca vernos más, espinas que me abren heridas de dolor, alfileres que torturan la naturaleza humana. Las amarraré con un grueso cordón. Y en cuanto estén lejos de mi hogar, navegaré con bandera desplegada hacia la felicidad. Lejos en el mar, hacia los amplios horizontes, libre el aire del nubarrón de la tormenta. El hombre ha nacido de nuevo y ahora vivirá realmente.

Y así fue como empaqué mis preocupaciones en la caja con el rótulo “Pasas California”. En mi camino hacia la Estación Central pude ver a la gente hormigueando por las calles, con paquetes de dolor en sus hombros, bajo su brazo, en las manos. Y nunca se había visto una escena de felicidad mayor. Hombres, mujeres y niños, de todas las razas, se apresuraban a regresar su don a ese Príncipe del Mal, demonio boticario que tenía lista su receta aun antes de nacer cada hombre. ¡Diablo maldito para el hombre!

Ese predicador negro de Harlem que decía su sermón: “¡Dios, Dios, Dios!”, llevaba un bulto grande, como un colchón enrollado, sobre su espalda. ¡Qué cosas tan grandes y pesadas le amargaban la vida! Pobre hombre miserable. Y el verdulero del barrio judío llevaba su carrito cargado con un paquete del tamaño de un caballo. Y ese italiano mercader de leña y carbón que vende cerca de mi casa, corría con una gran caja a cuestas. ¿Sería posible que él, siempre sonriente y alegre, hubiera sido capaz de esconder en su alma una caja tan grande de preocupaciones? Evidentemente así había sido.

Corriendo iban mujeres con cajas de sombrero y muchachas con paquetes de formas raras. Un escolar iba con algo bajo el brazo, del tamaño y forma exactamente de un libro de álgebra. Cada uno llevaba algo, todos corriendo a la Estación Central. Y corría también ese millonario del club más importante de la ciudad, llevando un paquetito pequeño, del tamaño de una caja de chocolates. Nunca pensaría nadie que él tenía preocupaciones; sin embargo, allí iban todas en la pequeña caja. Y parecía tan ansioso de deshacerse de ellas, como los que llevaban a cuestas enormes paquetes.

¿Y cómo cree usted que era el montón de paquetes en la Estación Central? Yo llegué temprano, no había perdido el tiempo. Y ya la montaña de paquetes llegaba al techo y se estaba formando otro montón sobre las vías. No había trenes. ¿Quién quería trenes con la gran felicidad de quitarse todas sus preocupaciones?

–¡Un momento! –me dijo una voz–, aquí tiene usted su boleto.

–No quiero boleto, no necesito recibo –respondí.

–Mejor llévelo.

–¿Para qué es?

–Es un aviso para que regrese el martes.

–¿Para qué?

–A escoger un paquete del montón.

–No. No quiero ningún paquete.

–Sí señor. Usted tendrá que escoger uno, le guste o no le guste. Pero tiene usted el derecho de escoger el que quiera, grande o chico. Claro, usted no lo abrirá sino hasta que regrese a su casa.

–Un momento. Eso no me agrada.

–Bueno, pero usted dijo que no estaba contento con sus preocupaciones.

–Claro, por eso las empaqué todas.

–Perfectamente. Nosotros se las quitamos, y el martes usted viene a escoger un paquete que le agrade. ¿O qué, piensa que va a vivir usted en el mundo sin ninguna clase de preocupaciones?

–Yo no sabía.

–Pues ya lo sabe.

Y me fui a mi casa, presa de una angustia como nunca la tuve antes. He aquí que ya tenía todo empaquetado, todos mis cálculos finales hechos, y una raya bajo la cuenta de mi vida anterior, y ahora una nueva preocupación se alzaba amenazante, como el hilo de humo de los genios en Las mil y una noches.

No, yo no quiero el paquete enorme de aquel pobre predicador negro de Harlem. Sólo el cielo sabe lo que tenga dentro. Y el bulto tan grande en el carrito del verdulero, no lo aceptaría ése, ni por todo el oro del mundo. Ni el envoltorio del carbonero, ni ningún otro de ninguna forma o tamaño. ¿Cómo sabe uno lo que esté dentro? No, tengo que ir corriendo a la Estación Central a retirar mi paquete. Debo tenerlo de nuevo. Recobrarlo antes de que sea demasiado tarde.

Corrí a la Estación a recuperar el paquete que horas antes despedí con tanto gusto.

Corrí tan aprisa como pude y llegué desfalleciente.

–Un momento, señor, usted tiene que venir, pero hasta el martes.

–Pero para entonces alguien puede habérselo llevado.

–Lo más probable es que aún esté aquí, señor.

Le rogué que me permitiera llevármelo.

–¡Solamente mi paquete! –le dije.

Pero no pude convencerlo. Solamente me dijo:

–¡El martes, el martes!

Y no era yo el único. Muchos otros habían recibido la orden de volver el martes a escoger un paquete. La ansiedad y tristeza que cayó sobre la ciudad son imposibles de ser descritas. Fue un cambio repentino. Pareció una eternidad el tiempo; pero, al fin, llegó el martes.

El Dios negro y peludo de las Preocupaciones estaba sentado en su trono de paquetes. Estaba firmemente sentado en ellos, muy cómodo entre todas las preocupaciones.

–¿Con que usted quiere que le devuelva su paquete? –su voz era ruda.

–Sí, señor, si me hiciera usted el favor. Podría yo hallarlo fácilmente, porque es un cajón de pasas que le compré a mi abarrotero, y tiene marcado por fuera “Pasas California”. Ese es el mío y es el que prefiero.

–Pero hay aquí muchos que quizá fueran mejores para usted.

–No, no. Prefiero no correr el riesgo.

–¿Ni siquiera con este chiquito? Aquí está uno pequeño. Es una caja de la joyería principal de la ciudad. Es tan chico que no puede contener gran cosa.

–Parecía como una caja de chocolates cuando vi al millonario con ella. Lo vi traerla. Llevaba un clavel en el ojal… Riquísimo tipo… Apuesto que no tiene nada que hacer en todo el día más que firmar cheques.

–Bueno, ¿la quiere?

–No. A lo mejor ese ocioso millonario ha puesto adentro el cáncer que padece en el estómago o alguna cosa así. Me da en qué pensar lo chiquito del paquete. No. Mejor deme el mío y me voy a mi casa.

Sentí un gran alivio cuando me trajeron mi cajón, marcado “Pasas California”.

–Permítame abrirlo para ver qué es eso que usted estima tanto.

Y con estas palabras el Dios Negro abrió mi paquete, exponiendo a todo el mundo mi vida entera.

–¿Este libro?

–No es nada. Un montón de tonterías. Hace mucho que lo olvidé. Y esos momentos depresivos son míos, no quiero que los tenga nadie más. Creo que, en realidad, no sería feliz sin ellos.

–¿Y la cámara?

–Malas fotos. Pero si las tomara buenas, a lo mejor me enviciaba tomando fotografías, y eso cuesta mucho dinero, además de que me llenaría de latosos aficionados amigos míos. Mejor me quedo con ella.

–¿Y la lavandería donde le rompen las camisas?

–No se fije. Al fin me voy a otra lavandería el próximo sábado. Y la pluma-fuente que gotea, tírela, no vale nada.

–¿Estos papeles?

–No son nada. Una pequeña hipoteca, es todo. Deje que sea el banco el que se preocupe.

–¿Y esta cosa envuelta?

–Pequeños temores atados con una liga. Nunca se han realizado y quizá nunca se realicen. Y esas deudas… déjelas. Siempre las he pagado… soy honrado, aunque no lo parezca.

–¿Y esta persona empacada aquí?

–Ah, es mi casero. Es un buen amigo. Debía vernos el día primero de cada mes correr los dos a ver quién llega primero a mi puerta. Es simpático vernos correr. Me sentiría solo sin su visita mensual.

–¿Y en el fondo?

–No es nada, unas cuantas esperanzas rotas y un tartamudeo… ya me lo estoy curando. Otro susto como éste y se me quita por completo. Y los zapatos que me hicieron un callo. Son míos, los quiero conservar. ¡Todo el cajón es mío, démelo, por favor!

–Bueno, es usted como todos los demás. Todos quieren que les regrese sus paquetes. No ha habido uno solo que quiera hacer un cambio. Si usted quiere el suyo, aquí lo tiene también. Aquí está el cordón. ¡Buenos para nada! Hace siglos que me molestan con sus lamentos, y he aquí que he venido a probarles que…

Yo ya no oí lo que dijo, pues en cuanto me dieron mi caja corrí aprisa, con el temor de que el diablo negro cambiara de opinión y me forzara a tomar uno de esos paquetes desconocidos. Su voz tronante aún resuena en mis oídos. Pero ahora soy feliz, y no sé por qué.