José Luis Enciso
Eutimio bebía agua cuando vio que, del otro lado de
la calle, frente a la tienda de abarrotes donde se había parado para
refrescarse, una anciana revolvía la basura de los contenedores. Un rebozo en
jirones la mal cubría y dejaba ver el remolino formado por sus canas. El hombre
dejó de beber y miró atento a esa vieja esforzarse en atar un fardo de
cartones. Cuando hacía alguna pausa, permanecía encorvada, aunque buscara
erguirse. Eutimio observó la parsimonia de la mujer durante un rato largo,
hasta que de pronto un corro de niños rodeó a la anciana. “Aquí está la bruja”,
decía uno al patear el montón de basura que la vieja había juntado; los demás
gritaban: “¡Bruja, bruja maldita!”
–Malcriados –murmuró Eutimio y
rascó su barba con la boca de la botella–. En una de esas se atreven a pegarle
a la abuela –advirtió al tendero.
Éste, un flaco cuarentón que de
algún modo hacía recordar a un zancudo, se apoyó en el mostrador y miró hacia
afuera. Después alcanzó una escoba y salió apresurado. Eutimio miraba sin
participar, no quería problemas, sin embargo, estuvo a punto de salir al ver
que el tendero asestaba un escobazo en la cabeza de la mujer.
Eutimio vio atónito cómo los
niños escupían y despojaban a la anciana de lo que había recolectado, mientras
ella se alejaba por la plaza con una rapidez inesperada en un cuerpo tan
contrahecho.
Ese recuerdo lo perturbó toda la
tarde y durante la noche dormitó soñando a la supuesta bruja.
Al otro día se alistó temprano a
fin de ver el amanecer ozintleño, pero tuvo que conformarse con la indiferencia
de un sol huraño. Salió del hotel, situado frente a los portales de la plaza
central, y recorrió las orillas del pueblo, en dirección a San Andrés. Lamentó
que ese hospedaje fuera el único en la región. Había llegado a Ozintla el día
anterior. Temía que las lluvias iniciaran antes de que pudiera empezar a
trabajar, pues nubes demasiado grises cercaban el horizonte. El gobernador de
entonces quería construir una carretera que uniera a los pueblos de la zona con
la capital del estado y le urgía que ese trabajo se terminara. Para ello fue
comisionado Eutimio.
Cargaba una mochila repleta de
planos y cuadernos. Tras horas de andar entre senderos lodosos la fatiga mermó
su paso. Cerca de una loma baja miró un jacal y se dirigió hacia él en busca de
un vaso de agua. Unos pájaros escandalosos manchaban con su cuerpo negruzco la
fronda roja de un flamboyán cercano. Alarmados e inquietos ante la presencia
del hombre, hacían sonar sus alas y graznaban de un modo intimidante. Justo a
unos metros de la casucha distinguió a la anciana que había visto en la plaza.
La reconoció por su rebozo. Insinuó acercarse. Ella no le dio tiempo siquiera
de hablar: se metió y cerró la puerta. El hombre gritó “buenos días” varias
veces y aguardó respuesta. Sólo contestaron los ruidos de las aves; a él le
parecieron carcajadas. Se acercó más; traspuso la cerca de piedras mal apiladas
que delineaba la propiedad de la mujer y dio golpecillos en la puerta del
jacal. Hizo algunos intentos más y se marchó sin respuesta. Las risas de los
pájaros estallaron de nuevo y permanecieron así hasta que él se perdió de vista
en la vereda lodosa, cercada con altos macuilises y guayacanes.
El día siguiente lo encontró
despierto. De nuevo pasó mala noche, con asedio permanente de mosquitos.
Decidió quedarse en su habitación. Al mediodía, menos maltrecho, se dedicó a
hacer gestiones en la presidencia municipal y, ya en la tarde, volvió al paraje
de la choza aquella. Dejando de lado sus registros, se dedicó a espiar la
casucha, sin comprender bien por qué.
Luego de un rato se abrió la
puerta y salió un niño. El pequeño corrió hacia la cerca, levantó una bicicleta
del suelo y, montado en ella, se enrumbó hacia el camino de los platanales. Era
Tobías. Tenía 11 años y era el encargado de ver por su abuela. La visitaba
todas las tardes. Hacía el viaje en bicicleta desde San Andrés. Le llevaba
comida y cacharros que hallaba tirados en cualquier lado. El único vínculo
entre la vieja y el mundo era un radio de baterías destartalado que apenas
funcionaba, se lo había obsequiado su nieto; lo escuchaba a todas horas. No
había día en que el chiquillo no intentara convencerla de que se fuera a vivir
con él y con su madre al pueblo vecino, mas la anciana nunca quiso hacerlo. Que
no, que ella estaba maldita, que la ira de Dios la perseguía y su castigo sería
esperar ahí la muerte. Estaba convencida de lo que decía, en gran medida,
aunque callaba algo más: no quería vivir junto a su nuera. “Así es mejor,
Tobías”, decía, y con esa frase soterraba la insistencia del niño.
Al ver partir al pequeño,
Eutimio supo que la vieja estaba en casa y se acercó. Apenas avanzó unos
metros, ocurrió lo mismo que el día anterior: la puerta se cerró y los pájaros
se burlaron de él. Volvió a saludar, a decir quién era y que deseaba hablar.
Estuvo insistiendo un rato largo. Las risas desde los árboles comenzaban a
exasperarlo. Cogió una piedra y, cuando estaba a punto de lanzarla hacia las
aves burlonas, la puerta se entornó. Entendió que era una invitación y no quiso
desaprovecharla. Dejó la piedra en el suelo y entró.
“Soy Eutimio Ortega”, tendió una
mano y se sintió estúpido, porque no veía ante quién intentaba presentarse. El
cuartucho estaba en penumbras y no tenía ni ventanas ni luz eléctrica; era de
cartón y palos. Olía a basura, a humor de viejo y a cochambre.
El radiecillo sintonizaba con
interferencia una estación de noticias en la que una voz advertía acerca del
temporal. La anciana se había refugiado en la oscuridad, cosa fácil en ese nido
de sombras. Se intuía su presencia por el olor a mugre y el ronquido que
acompañaba su respiración.
Luego de presentarse, Eutimio
dijo que era derecho de la mujer ser reubicada cerca de ahí y solicitar ayuda
para la construcción de una casa. Se calló unos instantes y luego comenzó a
hacer preguntas que no fueron contestadas. La radio y la respiración ruidosa
evidenciaron el despropósito. Juzgó que debía buscar otra oportunidad.
Agradeció a la nada y salió. El cielo estaba oscureciéndose, no obstante, la
luz exterior lo obligó a entrecerrar los ojos; la noche casi llegaba y
persistía la amenaza de lluvia. Los pájaros ya no le hicieron caso. Miró
desafiante a esos cuerpecillos pardos e inmóviles posados en las ramas. Cruzó
su mente la idea de alzar de nuevo la piedra y lanzarla hacia esos bultos
oscuros. No lo hizo porque lo inhibieron las miradas despectivas de tres
mujeres, reunidas a unos metros de donde él se ubicaba. Decidió largarse.
Mientras alistaba su mochila percibió que ese trío cuchicheaba, señalándolo.
Esos murmullos lo persiguieron durante un buen trecho del camino al pueblo.
Descansó el domingo. Visitó el
estanquillo y se refrescó. Ahí, una mujer que compraba verduras y bebidas le
buscó plática. Que cómo iban sus mediciones, que cuándo iba a estar la
carretera. Otras miradas eran hostiles, incluida la del tendero.
Al ver que las bolsas de la
mujer eran demasiado pesadas –y aguijoneado por la curiosidad–, Eutimio se
ofreció a ayudarla. Antonia, como se llamaba esa mujer, agradeció el gesto y
aceptó.
Ya en la calle, Antonia no
ignoró que ambos eran el centro de atención.
–Y, ¿cómo se ha sentido en el
pueblo? –preguntó ella.
Eutimio sonrió.
–Ozintla es un lugar difícil
–indicó Antonia–. Yo soy de la capital. Desde que me casé me vine a vivir acá.
Mi esposo cosechaba plátano, como casi todos aquí, y no nos iba mal. Ahora soy
viuda y lo único que tengo para mantener a mis hijos es mi negocio, que está en
este sitio, si no fuera por eso me habría ido hace ya tiempo.
Él escuchaba sin decir palabra,
cohibido ante la certeza de que varios lo maldecían con los ojos.
–La gente es rara acá –se
atrevió a decir Eutimio.
La mujer cambió de mano una
bolsa de vinil repleta de verdura y, midiendo lo que iba a decir, explicó al
ingeniero que los lugareños eran buenos, pero no perdonaban los agravios.
Eutimio se detuvo, dejó su
cargamento en el piso, se aliñó el escaso cabello que caía en su frente y se
limpió el sudor.
–¿Es un agravio ser fuereño?
–cuestionó.
–No, pero algunos se sienten
ofendidos por su amistad con Maruja.
–Ah, se llama así. No sabía ni
su nombre, apenas la he visto; quisiera ayudarle a que la reubiquen.
–Lo han visto en aquella casa; a
quienes odian a Maruja eso les basta para que tampoco lo quieran a usted
–conjeturó la mujer. Con un ademán invitó a su acompañante a seguir el camino.
Llegaron a los portales de la
plaza. Ahí, Antonia tenía un mesón. Agradeció la ayuda a Eutimio. Estaba
detallando el menú del día cuando el ingeniero, intrigado, la interrumpió:
–¿Por qué no quieren a esa
anciana?
Antonia le respondió que todo se
debía a la revuelta de hacía 12 años: Maruja era la esposa de Lacho, el
presidente municipal depuesto entonces por el partido de Ignacio Galván; a
Lacho lo aprehendieron los galvanistas, lo encarcelaron y tiempo después murió
en la prisión; unos dicen que debido a una enfermedad y otros creen que lo
mataron. Maruja, prosiguió Antonia, era querida en el pueblo entonces, había
sido buena partera y ayudó a nacer a muchos de los que hoy la escupen al
encontrarla; era una mujer religiosa, apreciada por don Bruno, el cura de
aquellos días, pero los galvanistas temían que les hiciera frente usando el
nombre de su marido muerto y empezaron a hacerle la vida imposible. Le quitaron
su casa y la acusaron de ladrona, decían que junto con su esposo, cuando era el
mandamás, robaban dinero del ayuntamiento. Su hijo, el único, era abogado;
regresó de la capital con el propósito de defenderla y corrió la misma suerte
que su padre: la cárcel y la muerte. De ahí se agarraron los galvanistas para
divulgar que la vieja era un ave de mal agüero, que todo lo que tocaba lo
pudría.
–¿Y la gente les creyó, así, sin
más? –preguntó Eutimio, atento en los iris de Antonia, tan inquietos, pensó el
hombre, como oscuros animales asustados en una jaula.
–La gente olvida rápido y a
causa del miedo acepta lo que le cuentan –dijo ella, mientras apoyaba las
bolsas en el piso–; los galvanistas no son de jugar, con decirle que en las
asambleas todos tenemos que saludar elevando el puño derecho y teniendo la mano
izquierda encima del corazón cuando cantamos su himno, si no lo hacemos pueden
meternos a la cárcel; imagínese si alguien iba a dudar de lo que decían de la
familia de Maruja: que estaba maldita, que eran la desgracia de Ozintla. Hasta
el cura Bruno tuvo que aceptar que la vieja era una ladrona y descreída, y
cediendo a las peticiones de los galvanistas la excomulgó. Desde entonces ella
empezó a vivir igual que un animal, comiendo de la basura, huyendo de los
golpes en las calles, tal vez convencida de que en realidad estaba maldita
–concluyó la mujer.
Más tarde, Eutimio fue a tomar
unos tragos a la cantina del pueblo. Aun cuando el viento había comenzado a
arreciar, preludiando la lluvia, en las calles se dejaba sentir el calor. Una
tímida llovizna mañanera había dado origen a un vapor insoportable, los tejados
casi estaban secos y unos cuantos charcos temblaban en los caminos.
Llegó a la barra y pidió una
cerveza. Junto a él, unos hombres –cuatro o cinco– escuchaban a un ensombrerado
que gemía; estaba muy tomado y arengaba de forma incoherente; al hacerlo,
mostraba un machete adelgazado en los platanales.
Eutimio oyó que el hombre
lamentaba la agonía de uno de sus hijos. El ebrio relató además que en la
semana habían muerto dos escuinclitos y, por si fuera poco, el temporal estaba
a unas horas de Ozintla; que en San Andrés llovió durante toda la noche anterior,
la presa se desbordó; las cosechas se perdieron, las tierras estaban anegadas y
la gente no podía huir; y todo era culpa de la maldita bruja, sentenció.
Animados por el alcohol, los
amigos del borracho juraron que iban a incendiar la choza de Maruja, que ya
había estado bueno de tanta calamidad, que debían terminar de una vez con ese
animal del diablo.
El fuereño no disfrutó su
cerveza, pues sintió que lo mal miraban. Su presencia ocasionó un silencio
molesto, de ese que llega a los oídos como si fuera una sarta de majaderías.
Sabía que algunos ya lo consideraban “amigo de la bruja”, así que no le extrañó
que le encajaran las miradas con ganas de clavarle también los machetes.
“Vamos a enseñarle que nuestro
pueblo es de Dios y de paz”, dijo uno de los hombres y gritó el apodo del que
atendía la cantina. Le pidió unas cuerdas, gasolina y trapos. El aludido no
quiso contrariarlos y de la trastienda llevó lo que le solicitaron.
Eutimio se dio cuenta de que los
borrachos no bromeaban. Percibió que seguían observándolo y que era indeseable
en el sitio. Cuando escuchó la primera estrofa de lo que intuyó era el himno
galvanista, pagó su bebida e ignorando a todos se dirigió a la salida.
Antes de cruzarla, unas manos lo
asieron de los hombros, deteniéndolo.
Que a dónde creía que iba, amigo
del diablo, que no fuera de chivato, le dijeron dos hombres. Nadie cantaba ya.
En un instante, el ingeniero se vio en medio del grupo de fanfarrones.
Quizá debido al miedo y harto ya
de una prudencia que a él se le hacía muy parecida a la cobardía, no se contuvo
y empujó a uno de quienes lo sujetaban.
Los otros se miraron entre sí,
desconcertados; no esperaban que Eutimio los encarara.
–Con que quieres defenderla,
¿no? Ahorita te vamos a quitar las ganas –vociferó el bravucón y blandió su
machete.
De inmediato se lanzó hacia
Eutimio. Éste esquivó el golpe y el ebrio se fue de bruces. Todos abrieron
espacio; esperaban que el caído se desquitara, como si el otro le hubiera
manchado el honor al evadirlo.
Se incorporó y, fuera de sí,
arremetió de nuevo en contra del ingeniero. Lo hizo con tan mala fortuna que,
al querer sujetar al fuereño del cabello, al tiempo que lanzaba un machetazo,
el arma se le incrustó en el antebrazo izquierdo. El borracho soltó un alarido.
Mientras el resto de los hombres
buscaba dar sosiego al lastimado, Eutimio salió corriendo. Afuera de la cantina
titubeó, estaba ofuscado y no supo qué rumbo seguir.
Varios hombres le cerraron el
paso hacia el centro, donde estaba su hotel. Escapó hacia el camino a San
Andrés y no se le ocurrió otra opción más que dirigirse a la casa de Maruja.
Desde el umbral de ese cuartucho
la vieja acababa de escuchar en su radiecillo que el Río del Sur se había
desbordado: arrasó con San Andrés y pocas personas lograron salvarse. “El
número de muertos y desaparecidos es incalculable. Esto es una verdadera tragedia”,
anunciaba el gobernador por la radio.
Eran ya casi las 7 pm. El sol
terminaba de diluirse entre las nubes y el horizonte, y a Maruja se le figuró
que de igual modo se le escabullía la clemencia de Dios, esa clemencia que no
se cansaba de añorar desde que había ocurrido lo de Lacho y su hijo.
Cuando los truenos se
intensificaron y el viento comenzó a silbar al colarse entre los resquicios de
su jacal, empezó a rezar. Cerró la puerta. Desde adentro parecía que una gran
boca soplaba hacia el cuartucho; el miedo que eso le produjo hizo que las
oraciones le parecieran insuficientes. No tenía caso esperar más a su nieto.
“Así es mejor, Tobías”, dijo. Sus manos tiesas limpiaron una lágrima de su
mentón. Pensó que la ira divina estaba a punto de descargarse no únicamente en
ella sino sobre el pueblo entero. Tuvo lástima por los otros. Cogió un bote de
latón y de él extrajo unos clavos chuecos y oxidados, los incrustó en unos
palos con la ayuda de un trozo de riel y luego, entre rezos, tapió la puerta de
su jacal, desde adentro.
Estaba clavando el último madero
cuando escuchó la voz de Eutimio: “Maruja, tiene que salir, quieren matarla”.
No hizo caso: intensificó sus plegarias, entrecortadas con gimoteos. Pensó que
los golpes tirarían su puerta y los gritos del ingeniero la hicieron taparse
los oídos; recordó que las parturientas a veces chillaban así, no por dolor
sino por miedo.
Maruja supuso que estaban cerca
los demonios de los que tanto hablaba don Bruno. Después se oyeron más voces,
golpes y chillidos del hombre que había ido a alertarla. Sus plegarias
continuaron hasta que los gritos del fuereño dejaron de oírse. Luego miró que
una luz inmensa la rodeaba, como lenguas de lumbre. Alcanzó a balbucear: “Ya
está aquí”, y no emitió más sonidos, ni siquiera cuando creyó sentir que el
demonio la abrasaba con sus garras incandescentes. Probablemente lo último que
oyó fue el ulular de sirenas. La policía municipal llegó apenas para arrancar
de sus verdugos a Eutimio. Lo metieron dentro de una patrulla, sólo así los
golpes pararon.
El ingeniero estaba a punto de
perder la consciencia. Intentó decirles a los municipales que aún podían apagar
el fuego, que los muros y el techo de cartón no debían de estar tan secos a
causa de la llovizna matinal, y la flama cedería pronto, que sacaran a la
anciana. El viento azuzaba las llamas que consumían el jacal. Los patrulleros
fingían no entender lo que decía el ingeniero, hasta que uno de ellos
respondió, molesto, que se callara, que no había nadie en ese basurero y si
quería al día siguiente podrían volver con el fin de testificar que no habría
cenizas humanas, y la palabra “humanas” adquirió cierto énfasis en la boca del
policía. Eutimio no lo pasó por alto. Apenas escuchó los truenos que desataron
el aguacero, reparó en que veía con un solo ojo. A pesar de la lluvia nadie se
movió del sitio. Todos los que ahí estaban se quedaron contemplando cómo se
extinguía esa hoguera y reproducían la postura de la que había hablado Antonia:
tenían el puño derecho elevado y la mano izquierda sobre el corazón. Cuando
solamente quedaba humo y lodo, y el olor de la tierra mojada había desplazado
al de la quemazón, Eutimio distinguió que también Antonia estaba presente, a un
par de metros, saludando como los otros, y lo miraba con atención; el ingeniero
pensó que los iris de la mujer seguían pareciendo animales enjaulados, pero
ahora estaban quietos.
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