Iván Teruel
Contemplo
el pulso firme de sus manos de niño: con una sujeta el gorrión y con la otra
sostiene el alfiler con el que atraviesa sus ojos. Esa es la primera escena que
parpadea en mi cerebro agónico. Se diluye. Siento mis ojos a punto de reventar.
Se desliza otro recuerdo. Este sin dibujo. Sólo un olor y un sabor acres, el de
su entrepierna adolescente. Y el apremio de su mano en mi nuca. Y la náusea
incontenible después. El contorno de otra imagen barre ese recuerdo ciego: es
un envase envuelto en llamas. Hay una rana viva dentro. Volvemos a ser
pequeños.
Ahora
irrumpen algunas palabras suyas, inestables y rendidas, ya adultas, con un
murmullo de fondo. Estamos en un bar. Y la voz traza una herida que supura: me
habla de un tío suyo, de su primera niñez y de un dolor puntiagudo en el culo.
Mi dolor, el de ahora, el de mis ojos, es esférico. Pienso: hay una geometría
del dolor. Ya no pienso. Sólo veo un relampagueo nervioso y fulminante: su mano
derecha sacándome de un canal; su puño izquierdo crujiendo contra un pómulo;
sus nudillos tocando tantas veces mi puerta; las yemas de sus dedos demorándose
en mi cuerpo. Sus manos, siempre sus manos. Las mismas que me han acariciado
antes. Las mismas que se han abalanzado sobre mi cuello después, tras mis
palabras. Las mismas que ahora acaban con mi vida de la única forma en que
podían hacerlo. Aplastándola.
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