Iván Olmedo
Para los ocho avalonios
Desde la autopista se veía,
allá abajo, una extensión enorme de retales coloreados de pardo y verde oscuro;
campos de cultivo y huertas trabajadas cada día por manos incansables, un inmenso
terreno despejado donde el viento era único amo y señor. Solamente los cuervos tenían
su permiso para surcar aquel cielo vasto que envolvía las tierras. Muy al fondo,
apartado de la vista, un río recorría con pereza su camino eterno, regalando sus
aguas a la magnífica plantación de kiwis que los agricultores habían ubicado al
lado de la ribera. Los cuervos, que jugueteaban complacidos en alas del viento,
caían una y otra vez, sin éxito, sobre las redes de nylon de color oscuro que separaban
las enredaderas para protegerlas de sus ataques.
Entre tanta tierra fértil
se alzaba la casa de dos plantas. Rectilínea, sobria, carente de alardes arquitectónicos
que desviaran la atención de su elemental señorío, tenía la apariencia de un artilugio
extraterreno que hubiera caído de los cielos en una noche de estrellas, golpeando
el suelo con fuerza y hundiendo sus cimientos en la espalda del mundo. Para llegar
hasta la casa, el camino consistía en una carreterita de piedras y tierra reseca,
no muy ancha, que discurría con varios quiebros innecesarios a través de los campos.
Ese camino pasaba justo por delante de la puerta principal, y continuaba hasta morir
a orillas del río indolente. Eran las tres de la tarde. Arreciaba el viento, golpeaba
el sol. Frente a la fachada marrón y ocre, deteriorada por los años de descuido,
estaban aparcados un utilitario, a la sombra del cobertizo, una furgoneta de color
blanco y un coche negro, estilizado, invadido por el polvo del viaje a través de
la cicatriz que marcaba los campos. Salvo el murmullo de hojas que el viento arrancaba
de los árboles lejanos y algún ocasional graznido de frustración, el silencio era
total.
En la planta
alta de la casa, los suelos de madera castigada por la edad no crujían bajo el peso
de pasos humanos. El único ocupante se encontraba postrado en la cama del dormitorio
principal. Éste tenía un aspecto exquisitamente antiguo, porque lo era realmente,
no una de esas imposturas decorativas de moda retro. La cama, de hierro forjado,
ocupaba gran parte del espacio disponible. A su lado, sobre una mesita de castaño
carcomido pero aspecto aún vigoroso, un botellín de agua, un vaso, un reloj de pulsera
parado y tres ilustraciones de santos sufriendo tormento sembraban un tapete de
ganchillo amarilleado por la desgana. Un butacón de aspecto importante y un taquillón
hecho con el mismo castaño ennegrecido completaban el mobiliario. En la pared, sobre
el pesado mueble, todo quedaba reflejado en la superficie de un enorme espejo con
marco de madera tallada.
El ocupante de la estancia
era un viejo muy arrugado, semienterrado en el blando colchón de lana, que empequeñecía
aún más su cuerpo decrépito. Estaba despierto, pero se moría. Su mirada saltaba
directamente a través de la ventana abierta en dirección al río que no podía ver,
porque la plantación de kiwis se lo ocultaba. Pero ya se sentía satisfecho con eso.
Los ojos le escocían terriblemente por el esfuerzo de mantenerlos abiertos a toda
costa y la necesidad de dejar caer los párpados era inevitable; en cuanto los cerraba
se sentía igualmente incómodo con la oscuridad y volvía a abrirlos inmediatamente.
En uno de esos angustiosos y fugaces parpadeos alzó la vista de nuevo al infinito
y su mirada se encontró con la de un demonio. El intruso no era muy alto, pero poseía
un cuerpo lo bastante musculoso y proporcionado como para poder ser considerado
elegante. Cubría sus partes con una tela recia aunque de aspecto cómodo, que caía
suelta sobre los muslos. Llevaba el pecho descubierto; su cuello era fuerte y el
rostro disfrutaba de unos rasgos muy masculinos, sin ser foscos. Las cejas estaban
muy pobladas y justo sobre ellas nacían unas protuberancias redondeadas de difícil
clasificación. Pero lo más inclasificable de su apariencia eran unas raras alas
que crecían en la espalda, más de insecto que de pájaro, alas inquietantes… Y su
piel era completamente negra. Además, por lo que parecía, podía leerle el pensamiento…
–¿Por qué crees que soy un
demonio? –dijo, sin mover uno solo de sus músculos de azabache.
–Eres negro… todo negro.
–Una falacia racista, créeme
–argumentó.
El viejo intentó incorporarse
unos centímetros en su lecho, como para contemplar mejor aquella visión que enrarecía
el escenario de un dormitorio cincuenta años varado en el tiempo. Pero sólo consiguió
hundirse un poco más. Los cabellos, escasos pero largos, serpenteaban húmedos sobre
la almohada precariamente colocada.
–¿Vienes a llevarme al infierno
o eres otra alucinación? –dijo, después de sopesarlo un rato.
–¿Infierno? –se sorprendió
el visitante.
–Infierno –aseguró.
–Una falacia cristiana –expresó
con seriedad aquel ser, que parecía totalmente real–. Me lo temía. No soy un demonio
ni una visión, ni tampoco tu conciencia… Soy un ángel.
–Un ángel –exclamó sorprendido
el anciano–. ¿Eso no es otra falacia?
–Me han pedido que me presente
así, si no te importa.
–¿Quién? ¿Dios?
–Una falac…
–¡Sí, ya veo! –lo interrumpió–.
También Dios es una falacia.
–Lo siento.
–Da igual, soy ateo.
El oscuro personaje enarcó
una ceja y bajó la vista hacia las estampas de santos que reposaban sobre la mesita
de noche. Con delicadeza, hizo un ademán de recoger una de ellas entre sus dedos
largos y armoniosos, pero la intención murió antes de llegar a consumarse. Analizó
las imágenes que veía y dejó pasar unos segundos antes de preguntar.
–¿Ateo? ¿Qué me dices de esto,
entonces? No me parece muy ateo.
–¿Estás seguro? Yo de ti no
me apresuraría tanto a juzgar lo que ves.
El ser vaciló unos instantes,
quizás contrariado al tropezar con algún detalle inesperado.
–Estas estampas representan
a Santa Eulalia… Santa Bárbara…
–En efecto, lo sé; yo mismo
las he comprado –el viejo sonrió–. Pero eso no significa que las haya usado para
rezar. Quizás deberías fijarte más en los detalles.
–¿Los detalles? No entiendo…
–Son estampas de martirio.
Santa Eulalia fue crucificada desnuda en un aspa de madera, flagelada. Atravesaron
sus carnes con garfios… Me ponía cachondo al ver esas imágenes, eso es todo.
El cuerpo de ébano se envaró
al escuchar aquellas palabras y el visitante inclinó ligeramente la cabeza para
mirar al viejo más de cerca. Éste mantenía en sus labios una sonrisa torcida que
mostraba más resignación que sarcasmo, pese al golpe de efecto. El visitante rompió
el silencio, mientras retiraba su mano de la cercanía del tapete amarilleado, donde
estaban las ilustraciones sadomasoquistas que habían perturbado los sueños de aquel
hombre tantas insoportables noches de verano.
–Comprendo… Muy combativo,
teniendo en cuenta que estás a punto de exhalar tu último suspiro.
–“Soy rebelde porque el mundo
me hizo así…” – contestó–. Y no seas cruel, no es necesario.
–No te hizo el mundo, te hicieron
ellos –dijo el ser, obviando el último comentario.
–¿Los que te ordenan que te
presentes como un ángel?
–Sí, esos.
–Machín tenía razón, entonces…
–¿Machín?
–No pienso explicártelo. ¿Tienes
nombre? –el viejo se removió impaciente en el lecho.
–¿Sería excesivo decirte que
los nombres son una falacia?
–Muy excesivo por tu parte.
Seguramente aquel comentario
hizo gracia al ser, porque esbozó una sonrisa que no intentó disimular. Alzó su
mirada unos centímetros por encima del lecho y vio su imagen reflejada en el espejo
pesado y polvoriento que captaba cada rincón del dormitorio en su plateada superficie.
Su figura oscura impregnaba el espacio mal ventilado de un aroma indescriptible.
Posó sus ojos en el ridículo reflejo del anciano.
–Nadie ha venido a verte…
excepto este humilde visitante inesperado.
–Soy feo, depravado y rico.
Sólo irán a la lectura de mi testamento. Pero se van a joder, me reiré desde mi
tumba.
–Lo dudo mucho.
–Bien… –el viejo torció el
gesto–. Parece que vamos a sacar algo en claro de este diálogo. ¿A qué has venido?
–A llevarte conmigo, por supuesto.
¿Qué otra cosa si no?
–Pero no al infierno…
–Creí que eso lo había dejado
claro.
–Ya.
–No te supondrá ninguna dificultad
acostumbrarte al cambio.
–¿Crees que ya me importa?
No sé exactamente a qué te refieres con eso de acostumbrarme, pero esto es el final.
Se acabó, punto.
–La muerte no es el final.
–¡Menudo alivio! –exclamó,
casi divertido–. Creía que eso sí que era una falacia.
–En absoluto.
–Muy bien. Entonces, ¿qué
me espera?
–Lo experimentarás a su debido
tiempo –replicó el ser, recuperando su postura inmutable del principio.
–¿Cuándo?
–Dentro de doce minutos y
treinta y tres segundos, más o menos.
–¿Ya? ¿Tan pronto? –reflexionó
un instante, agobiado–. Curioso…
–¿Qué quieres decir con eso?
–Imaginé unas cuantas cosas,
pero no estar hablando con un ángel negro de falacias y de números. ¡Es casi gracioso,
la verdad!
–Las cosas no son nunca como
las imaginas.
–¡Eso es bien cierto! –un
amago de carcajada se escapó entre las encías desnudas.
El silencio tenso cayó entonces
sobre ambos como una red de protección ante lo inevitable. El viejo miraba fijamente
a su visitante de media tarde, la última media tarde de su existencia. Pensó en
preguntarle si aquellas alas de aspecto repulsivo realmente se podían utilizar para
volar; pero desesperó al comprender que los minutos se estaban escapando como agua
entre los dedos y que ya nada tenía importancia. Los ojos de los dos se cruzaron
en una mirada definitiva.
–En fin –dijo el negro–, no
queda más que esperar. ¿Cómo te sientes?
–No sé, esto no me había pasado
nunca.
–Lo supongo.
–Claro. Te lo diré dentro
de seis minutos y pico.
–No, lo siento. En el otro
lado yo ya no estaré contigo.
–¿Cómo es eso?
–Sólo te acompaño en los últimos
instantes.
–Vaya, cuánta preocupación
por un cadáver egoísta como yo.
–No te enorgullezcas demasiado.
Acompaño a miles de personas todos los días. Ahora mismo estoy con un joven indio
que agoniza a las orillas del Ganges y con un sacerdote congoleño encerrado en una
choza de Ruanda, devorado por la fiebre. Después, ya veremos.
–¿Así que también a los pobres?
–También a los pobres, aunque
no me den propinas.
–¿Propi…? ¡Coff, coff! ¡Aghhh!
–el cuerpo del viejo se tensó en un espasmo–. En mi lecho de muerte, un ser del
más allá insiste en rematarme con chistes malos. Lástima no vivir para contarlo.
–No era un chiste, ni bueno,
ni malo… –el rostro del ser se mostraba más inexpresivo que nunca.
–Pues, ¡coff!, si me lo hubieras
dicho antes, hubiera hecho mi testamento a tu nombre.
–No tengo nombre.
–¡Ah!, es verdad, la cuarta
falacia, no recordaba…
–Sólo quiero tu suspiro final.
–¿Sólo eso? ¡Qué barato me
sale el tránsito!
–Algunos no lo piensan así.
Tienen mucho aprecio por su propio aliento.
–Yo sólo aprecio… Bueno, apreciaba
mi dinero.
–Ahora lo admites.
–Al final se puede admitir
casi todo.
–No es el final.
–¡Ach! Sí. Vale, tú ganas.
–Deberías alegrarte.
–A lo mejor sólo quiero descansar
en paz.
–Se acaba el tiempo.
–No me arrepiento de nada.
–Nadie te lo pide.
–¿Qué harás con… mi aliento?
–Estrellas.
–Gracias –una lágrima nació
y resbaló por el rostro de piedra tanto tiempo seco–. Puede que mundos.
–Se acaba el… el tiempo –una
respiración entrecortada.
–Te lo dije.
–Ahí va.
–Sí.
–Ahí va… mi… –un jadeo.
–Otra estrella.
En la habitación de arriba
el viento penetraba ya vencido, sin fuerzas para disipar el aroma extraño de muerte
que se agarraba con saña a la madera vieja. Hasta hacía unos momentos, flotaban
en el aire unos murmullos apagados que nadie escuchaba, porque todos se encontraban
en la planta baja de la casa, tomando café como único recurso para ocupar el tiempo
de espera. En la cocina, excesivamente pequeña en comparación con el resto de habitaciones,
una mujer de aspecto cansado se apoyaba en la mesita de mármol al lado del fregadero.
Había dejado atrás su cuarto o quinto café y mantenía la mirada fija en la superficie
color tabaco oscuro de la puerta principal, cerrada pan no dejar entrar al viento
invasor. Sus facciones agotadas, su pelo revuelto y las ropas arrugadas que vestía,
inconvenientes en aquella tarde de calor, le daban un aspecto totalmente desangelado.
Los tres hombres que la acompañaban estaban sentados alrededor de la mesa cubierta
con un hule estridente de cuadros azules y rosas, y sólo uno de ellos hablaba, aunque
en un tono bajo. Su vestimenta era informal, en contraste con los trajes oscuros
y las corbatas de los otros dos. La conversación no parecía ser muy animada, pero
el hombre, bastante joven, se esforzaba en ello. Estaba a punto de renunciar a seguir
buscando nuevos temas cuando una señal acústica vino a salvar la situación. Sobre
la mesa, una maleta metálica y gruesa que reposaba abierta, emitía un sonido reiterativo
de aviso, mientras dos luces verdes parpadeaban en un cuadro de mandos perfectamente
integrado en su interior. Un teclado funcional y de aspecto cuidado era el componente
principal de la máquina, así como un monitor plano incrustado en la tapa en el que
podía verse nítidamente la imagen de un dormitorio invadido por una gran cama de
aspecto antiguo. Todos miraron hacia las luces que avisaban e iniciaron algún tipo
de movimiento evasivo que ponía de nuevo al mundo en marcha.
–¡Bueno! –el joven tomó la
iniciativa–. Me parece que ya está todo en regla. Señora, ¿le importaría echarme
una firma en el libro?
A la vez que giraba una llave
en el interior de la maleta plateada y dejaba caer suavemente los cierres, el joven
abrió sobre la mesa un libro de cubiertas flexibles, preparado para rellenar un
parte de trabajo. La mujer, poco emocionada, se acercó con el bolígrafo al que había
estado dando vueltas entre los dedos durante los últimos tres cuartos de hora. Estampó
su firma donde el índice del joven le marcaba y le devolvió el útil de escritura
sin mirarle a los ojos. Se retiró de nuevo hacia el fondo de la cocina, para dejar
espacio a los demás ocupantes. El hombre joven, con el libro bajo el brazo, confiado,
se dirigió a los otros dos.
–Muchachos, veréis, tengo
un poco de prisa hoy. ¿Dejáis que haga lo mío, que es un minuto, y me voy? Después,
todo vuestro…
Los hombres trajeados esbozaron
sendas sonrisas de protocolo que hasta entonces parecían no haber existido en su
repertorio gestual y asintieron, amigables. Uno de ellos lo huía mientras apuraba
su último trago de café, ya frío. El joven correspondió con un guiño y ágilmente
se dirigió hacia las escaleras de madera, que comenzaron a crujir inmediatamente
bajo su peso al comenzar la ascensión. La única habitación que encontró con la puerta
cerrada era la que ya conocía, aquella donde el viejo había exhalado su último suspiro.
Penetró en el dormitorio en silencio y con el reparo que le producía esta parte
de su trabajo, la peor, sin duda. Todo tenía una apariencia de calma y reposo exagerada,
casi artificial. Hundido en los pliegues de un colchón enorme, el cuerpo del viejo
se mostraba insignificante. Si no hubiera esperado encontrarlo allí, quizás no lo
habría visto. Se fijó en él un momento y se percató de que su mirada muerta se perdía
afuera, a través de la ventana abierta. Se acercó a ésta, queriendo saber qué era
lo que el hombre había contemplado al final. Campos, huertas, un terreno inmenso…
Torres metálicas de tendido eléctrico que atravesaban kilómetros de soledad. Le
pareció un poco triste, pero pronto se iría de allí y despejó la idea de su mente.
Lo primero era recuperar el proyector que se encontraba escondido en lo alto del
espejo, entre las filigranas con que algún ebanista experto había decorado el marco,
seguramente hacía ya demasiadas décadas. Un curioso lugar para construir el nido
de un aparato electrónico de última generación, recién parido, como quien dice.
Su último pensamiento antes de salir y abandonar el pasado fue: “¿Y todas estas
cosas viejas valen una pasta? No lo entiendo…” Con el diminuto y caro ingenio recuperado,
a salvo en su mano, abandonó la habitación.
Dejó la puerta abierta porque
los dos de los trajes subirían en seguida. De hecho, se cruzó en las estrechas escaleras
con uno de ellos, que parecía también deseoso de acabar con su trabajo y huir de
allí. Había perdido por el camino la sonrisa conciliadora. Abajo, en la cocina,
abrió de nuevo la maleta y encajó con cuidado el diminuto proyector en un hueco
preparado a tal efecto. La mujer contemplaba la faena, apoyada cansinamente en el
fregadero, inexpresiva. Él le estrechó la mano, casi obligándola en realidad, musitó
unas breves palabras de condolencia y, cargado con sus bártulos, abandonó la casa.
Afuera el sol todavía golpeaba los ojos y dañaba la vista si no se tenía cuidado.
La furgoneta que los había llevado hasta allí debía parecerse mucho a un horno;
sólo pensarlo le bajó la moral a los pies. Si la sombra que daba el cobertizo no
hubiera estado ya ocupada por el cacharro de aquella loca… Dentro del vehículo,
su socio dormía con las ventanillas bajadas al máximo. A ninguno de los dos le importaba
que el otro se echase una siesta de vez en cuando, mientras esperaba el sueño eterno
de los clientes. Dio la vuelta hacia la trasera del vehículo, sintiéndose aplastado
por el sol. Pasó, indiferente, junto al rótulo que rezaba: ÚLTIMA
VISITA SL, en unas grandes letras negras y malvas a medio camino
entre lo tétrico y lo absurdo. Dejó la maleta en la parte de atrás y cerró la puerta
de un golpe, sonriendo con malicia. Cuando llegó a acomodarse ante su puesto al
volante, el otro ya estaba totalmente despierto, con los pies posados en el salpicadero.
–¿Qué? ¿Has dormido bien?
¡Baja los pies de ahí, coño!
–Uuuuhhh, joder –dijo, desperezándose–.
¿No ha sido muy corto esta vez?
–Puede ser pero, ¿a quién
le importa eso? De verdad… ¿Qué tenemos ahora?
–Déjame ver –repasó un listado
con el índice, sobre una pequeña libreta–. Sí, el próximo es aquí arriba, en el
pueblo. Calle de las Flores 324. Quieren un cuervo enorme… ¡Que hable!
–Menuda tarde, ¿eh? Vámonos
ya, este calor me está matando.
Con un gesto de cansancio,
que ahora ya no tenía por qué disimular, giró la llave en el contacto. La furgoneta
comenzó a avanzar por el camino quebrado y polvoriento, alejándolos de los extensos
campos de cultivo, hacia la autopista.
Todavía tenían por delante
tres o cuatro horas más de trabajo.
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