Leopoldo Alas “Clarín”
Rescoldo,
o mejor, la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en
la falda norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde
se prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales
riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte
del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el suelo para
calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando
llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme.
Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda
enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el
paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el
municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las
famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces
los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a
las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece
protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada
poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en
mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá,
en febrero, el Miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre
los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la
escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es
pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más
curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se
abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de
Rescoldo. Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de
todos los hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lor guai per
l’aer bruno.
Pasan ellos, y queda el terror de la tristeza, del
aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre las alegrías e ilusiones de
la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la primavera alegraban los
Negrillos con su cháchara y su hermosura, parece que se han metido todas en el
convento; no se las ve como no sea en la catedral o en las Carmelitas, en
novenas y más novenas. Los muchachos que no se deciden a despreciar los
placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las manos y calumnian al clero
secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene la culpa de esta desolación
de honesto recreo.
Mas como quiera que esta piedad colectiva tiene algo
de rutina, es mecánica, en cierto sentido; los naturales enemigos de las
expansiones y del holgorio tienen que transigir cuando llegan las fiestas
tradicionales; porque así como por hacer lo que siempre se hizo, las familias
son religiosas a la manera antigua, así también las romerías de Pascua y de San
Juan y Santiago se celebran con estrépito y alegría, bailes, meriendas,
regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de pecar, no siempre vencidas desde
tiempo inmemorial. No parecen las mismas las niñas vestidas de blanco, rosa y
azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre la fresca hierba, y las que en
otoño y en invierno, muy de obscuro, muy tapadas, van a las novenas y huyen de
bailes, teatros y paseos.
Pero no es eso lo peor, desde el punto de vista de
los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo mismo que el invierno está
entregado a los levitas, y es un desierto de diversiones públicas, se toma el
Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed de goces con ansia de
borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada copa del placer, que,
según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en el fondo. En lo que
hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes polesas del hastío que
producen la alegría mundana, los goces materiales; porque las pobres muchachas
siempre se quedan a media miel. Cuando más se están divirtiendo llega la
ceniza… y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras, bromas y algazara. Viene
la reacción del terror… triste, y todo se vuelve sermones, ayunos, vigilias,
cuarenta horas, estaciones, rosarios…
En Rescoldo, Antruejo dura lo que debe durar tres días:
domingo, lunes y martes; el Miércoles de Ceniza nada de máscaras… se acabó Carnaval,
memento homo, arrepentimiento y tente tieso… ¡pobres niñas polesas! Pero
¡ay!, amigo, llega la noche… el último relámpago de locura, la agonía del pecado
que da el último mordisco a la manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del
entierro de la sardina, un aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer,
por lo mismo que viene después del propósito de enmienda, después del desengaño;
por lo mismo que es fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte.
No hay habitante de Rescoldo, hembra o varón que no confiese,
si es franco, que el mayor placer mundano que ofrece el pueblo está en la noche
del Miércoles de Ceniza, al enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si
no llueve o nieva, la fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas
brillan en lo alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen
las antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las sábanas
limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a improvisados fantasmas
que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca, miran al cielo empinando la
bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en tal noche, adornando
animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y cimeras de quimérico
arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se mira. Mas a la luz de aquellas
antorchas y farolillos, todo se transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta,
y el vidrio puede pasar por brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada
al fresco por mármol de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire
al resonar de los más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones
de trompetas del Juicio Final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis
burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que
se acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y… ya lo
sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando, cantando,
bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma el dogma universal
de la miseria y brevedad de la existencia…
***
Celso
Arteaga era uno de los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio,
y a veces juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen
pedagogo, y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios; ni
en tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de juegos prohibidos
en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los polesos concupiscentes.
Su flaco era el entierro de la sardina. Aquello de gozar
en lo obscuro, entre fantasmas y trompeteo apocalíptico, desafiando la picadura
de la helada, desafiando las tristezas de la Ceniza; aquel contraste del bosque
seco, muerto, que presencia la romería inverniza, como algunos meses antes
veía, cubierto de verdor, lleno de vida, la romería del verano, eran atractivos
irresistibles, por lo complicados y picantes, para el espíritu contenido, prudente,
pero en el fondo apasionado, soñador, del buen Celso.
Solían agruparse los polesos, para cenar fuerte, el Miércoles
de Ceniza; familias numerosas que se congregaban en el comedor de la casa solariega;
gente alegre de una tertulia que durante todo el invierno escotaban para contribuir
a los gastos de la gran cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos,
casados o solteros, que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés;
todos estos grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica en
el cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos, prolongando
al aire libre las libaciones, como ellos decían, de la colación de casa. Celso,
en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores profesores del Instituto,
el registrador de la propiedad y otras personas respetables. Respetables y serios
todos, pero se alegraban que era un gusto; los más formales eran los más amigos
de jarana en cuanto tocaban a emprender el camino del bosque, a eso de las diez
de la noche, formando parte del cortejo del entierro de la sardina.
Celso, ya se sabía, en la clásica cena se ponía a medios
pelos, pronunciaba veinte discursos, abrazaba a todos los comensales, predicando
la paz universal, la hermandad universal y el holgorio universal. El mundo, según
él, debiera ser una fiesta perpetua, una semiborrachera no interrumpida, y el amor
puramente electivo, sin trabas del orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma!
Y este era el hombre que se pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando
a los chicos buena conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con
la palabra.
***
Un
año, cuando tendría cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos
con tan solemne semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar
de la semi a la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca
de enterrar la sardina. Se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico,
unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos y pidió la palabra,
ante la bullanguera multitud, para pronunciar a la luz de las antorchas la oración
fúnebre del humilde pescado que tenía delante de sí en una cala negra. Es de advertir
que el ritual consistía en llevar siempre una sardina de metal blanco muy primorosamente
trabajada; el guapo que se atrevía a pronunciar ante el pueblo entero la oración
fúnebre, si lo hacía a gusto de cierto jurado de gente moza y alegre que lo rodeaba,
tenía derecho a la propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba a la
mujer que más le agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído.
Gran sorpresa causó en el vecindario allí reunido que
don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para pronunciar aquel discurso de
guasa, que exigía mucha correa, muy buen humor, gracia y sal, y otra porción de
ingredientes. Pero no conocía la multitud a Celso Arteaga. Estuvo sublime, según
opinión unánime; los aplausos frenéticos le interrumpían al final de cada periodo.
De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez,
Celso dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano, de
paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia
según natura, la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía
del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional, como él la
llamaba, con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó
nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y
a sus triunfos de invierno.
Por labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de
toda aquella masa popular, esclava del aburrimiento levítico. Las niñas casaderas
y no pocas casadas y jamonas, disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía
aquel predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don
Celso el del colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!
Como a dos pasos del orador, le oía arrobada, con los
ojos muy abiertos, la respiración anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima,
de la más modesta clase media, hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el
mirar y en el gesto; una de esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando
poco a poco alma adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante
Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia se
le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque, como en
una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a sus pies,
y, con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la elocuencia, acompañado de
una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos de Zorrilla… en
fin, un encanto.
Todo era broma, claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto
le hacía la inesperada escena a la modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza
así, como recatada y escondida!
El público rio y aplaudió la improvisada pasión del famoso
don Celso, el del colegio. Allí no había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado
del almacén de máquinas del ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero
que celebraba la ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:
–Tiene gracia, tiene gracia… En Carnaval todo pasa. ¡Vaya
con don Celso!
A la media hora, es claro, ya nadie se acordaba de aquello;
el bosque de los Negrillos estaba en tinieblas, a solas con los murmullos de sus
ramas secas; cada mochuelo en su olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma
reinaba; el clero, desde los púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar
pecadores, y volvía lo de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.
***
Celso
Arteaga volvió el jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio,
tranquilo, sin remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba mal
sabor de boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había perdido
por aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más clásica del pueblo;
seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus conciudadanos, se entregaba
de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo.
Algo pensó durante unos días en la joven a cuyos pies
había caído inopinadamente, y a quien había regalado la simbólica sardina. ¿Qué
habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta idea no desagradaba al señor Arteaga.
“Conocía a la muchacha de vista; era hija de un empleado del ferrocarril; vestía
la niña de obscuro siempre y sin lujo; no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre,
paseos, bailes ni teatros. Recordaba que caminaba con los ojos humildes”. “Tiene
el tipo de la dulzura”, pensó. Y después: “Supongo que no la habré parecido grotesco”,
y otras cosas así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle
más que dos o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. “Bueno,
es natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora”. Y tan tranquilo.
Pero lo raro fue que, volviendo el entierro de la sardina,
el público pidió que hablara otra vez don Celso, porque no había quien se atreviera
a hacer olvidar el discurso del año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro,
y alegre y hecho un hedonista temporero, como decía él, no se hizo rogar… y habló,
y venció, y… ¡cosa más rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa,
para ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año
la sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que
tenía delante de sí a la mismísima Cecilia Pla de marras. “¡Qué casualidad! ¡Pero
qué casualidad! ¡Pero qué casualidad!” Repetían cuantos recordaban la escena del
año anterior.
Y sí era casualidad, porque ni Cecilia había buscado a
Celso, ni Celso a Cecilia. Entre las brumas de la semiborrachera pensaba él: “Esto
ya me ha sucedido otra vez; yo he estado a los pies de esta muchacha en otra ocasión…”
***
Y
al día siguiente, Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la
conciencia tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a
ver a la chica de Pla, el del ferrocarril.
Varias veces la vio en la calle, Cecilia se inmutó, no
cabía duda; sin vanidad de ningún género, Celso podía asegurarlo. Cierta mañana
de primavera, paseando en los Negrillos, se tuvieron que tocar al pasar uno junto
al otro; Cecilia se dejó sorprender mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo
como una tentativa de sonrisa, que Arteaga saboreó con deliciosa complacencia.
Sí, pero aquel invierno Celso contrajo justas nupcias
con una sobrina de un magistrado muy influyente, que le prometió plaza segura si
Arteaga se presentaba a unas oposiciones a la judicatura. Pasaron tres años, y Celso,
juez de primera instancia en un pueblo de Andalucía, vino a pasar el verano con
su señora e hijos a Rescoldo.
Vio a Cecilia Pla algunas veces en la calle: no pudo conocer
si ella se fijó en él o no. Lo que sí vio que estaba muy delgada, mucho más que
antes.
***
El
juez llegó poco a poco a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló.
Viudo, y con los hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde
estaba ya para él la poca poesía que le quedaba en la tierra.
Estuvo en la fonda algunos meses; pero cansado de la cocina
pseudo francesa, decidió poner casa, y empezó a visitar pisos que se alquilaban.
En un tercero, pequeño, pero alegre y limpio, pintiparado para él, le recibió una
solterona que dejaba el cuarto por caro y grande para ella. Celso no se fijó al
principio en el rostro de la enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo
le iba enseñando las habitaciones.
Le gustó la casa, y quedaron en que se vería con el casero.
Y al llegar a la puerta, hasta donde le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció
flaquísima, un espíritu puro; el pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes.
–Parece una sardina –pensó Arteaga, al mismo tiempo que
detrás de él se cerraba la puerta.
Y como si el golpe del portazo le hubiera despertado los
recuerdos, don Celso exclamó:
–¡Caramba! ¡Pues si es aquella… aquella del entierro!…
¿Me habrá conocido?… Cecilia… el apellido era… catalán… creo… sí, Cecilia Prast…
o cosa así.
Don Celso, con su ama de llaves, se vino a vivir a la
casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era, en efecto, sola en el mundo.
Revolviendo una especie de alacena empotrada en la pared
de su alcoba, Arteaga vio relucir una cosa metálica. La cogió… miró… era una sardina
de metal blanco, muy amarillenta ya, pero muy limpia.
–¡Esa mujer se ha acordado siempre de mí! –pensó el funcionario
jubilado con una íntima alegría que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en
cuenta los años que habían volado.
Pero como nadie le veía pensar y sentir, siguió acariciando
aquellas delicias inútiles del amor propio retroactivo.
–Sí, se ha acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado
mi regalo de aquella noche… del entierro de la sardina.
Y después pensó:
–Pero también es verdad que lo ha dejado aquí, olvidada
sin duda de cosa tan insignificante… O ¿quién sabe si para que yo pudiera encontrarlo?
Pero… de todas maneras… Casarnos, no, ridículo sería. Pero… mejor ama de llaves
que este sargento que tengo, había de serlo…
Y suspiró el viejo, casi burlándose del prosaico final
de sus románticos recuerdos.
¡Lo que era la vida! Un Miércoles de Ceniza, un entierro
de la sardina… y después la Cuaresma triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero.
La alegría un relámpago; todo el año hastío y tristeza.
***
Una
tarde de lluvia, fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino,
defendiéndose como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas.
Por la calle estrecha, detrás de él, vio que venía un
entierro.
–¡Maldita suerte! –pensó, al ver que se tenía que descubrir
la cabeza, a pesar de un pertinaz catarro–. ¡Lo que voy a toser esta noche! –se
dijo, mirando distraído el féretro. En la cabecera leyó estas letras doradas: C.
P. M. El duelo no era muy numeroso. Los viejos eran mayoría. Conoció a un cerero,
su contemporáneo, y le preguntó el señor Arteaga:
–¿De quién es?
–Una tal Cecilia Pla… de nuestra época… ¿no recuerda usted?
–¡Ah, sí! –dijo don Celso.
Y se quedó bastante triste, sin acordarse ya del catarro.
Siguió andando entre los señores del duelo.
De pronto se acordó de la frase que se le había ocurrido
la última vez que había visto a la pobre Cecilia.
“Parece una sardina”.
Y el diablo burlón, que siempre llevamos dentro, le dijo:
–Sí, es verdad, era una sardina. Este es, por consiguiente,
el entierro de la sardina. Ríete, si tienes gana.
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