Martha Isabel de la Colina
–Where are you going?
Can you take me with you?
For my hand is cold, and needs warmth
Where are you going?
–Far
beyond where the horizon lies.
Jay Hamburger
Decidí que Mónica sería
mi primera visita al regreso de mi viaje. Es la mujer más aburrida que conozco,
tan perfecta y cabal, inmutable hasta el fastidio. Pero luego de vagar por
tierras extranjeras, a merced del imprevisto y la abundante presencia de lo
extraño, lo que más deseaba era, precisamente, ver a mi aburrida prima, con su
eterno peinado de hongo y sus predecibles ademanes.
Le llamé al llegar del aeropuerto. Su esperada
lamentación “Me hubieras avisado para recogerte” me hacía inmensamente feliz.
Al fin mi aeroplano había tocado tierra. Luego de afeitarme, entré en mis
mejores borceguíes y acudí veloz a casa de Mónica.
Ella me recibió con un brunch en su
jardín. El arreglo esquemático de la mesa era memorable. Lo había visto otras
cien veces por lo menos. Ya vendría Pili de la escuela con sus fantasías
discordantes a exasperar a su metódica hermana. Entonces yo estaría tan
ambientado que podría sobrevolar los disparates de Pili con el placer de haber
vuelto al abrazo de mi nena favorita.
–Han pasado muchas cosas desde que te fuiste,
Víctor –dijo Mónica sirviendo el café–. No tienes idea. No te avisamos por no
aguarte el viaje, pero ahora me siento obligada…
Prosiguió del modo esperado. Era un placer verla
repetirse a sí misma con tal fidelidad. Por fin llegó al meollo del asunto:
–Murió la abuela.
Y Mónica… lacónica. El pilar de los Laguardia
había muerto, pero mi prima no doblegaba su flema.
–Se ahogó con un totopo –agregó–. Fue una
tragedia. Habíamos ido a desayunar a Chapultepec como todos los domingos.
La matriarca máxima vencida por un totopo.
–¿Hace mucho de eso?
–Un mes. Pero aún no sabes lo peor.
Mónica tragó saliva. Por un momento noté una
tormenta, una angustia queriendo asomar a sus ojos, mas mi confiable prima
mantuvo el control y dijo:
–Murió también Pili.
De golpe me quedé en el limbo de la
insensibilidad. Era incapaz de detectar el efecto que la noticia había tenido
en mí. Lo primero que vino a mi memoria fue su risa, fresca como las rodajas de
limón. Luego recordé las flores enredadas en los rizos de su pelo.
Pili amaba las flores. Las plantaba en todas
partes. Su mayor pasión eran los girasoles, de los que llenó el jardín de su
casa. Alguna vez la pinté junto a Pierre, su favorito. Un heliotropo enorme que
perseguía la luz en arcos silenciosos. Hice la pregunta de rigor:
–¿Cómo murió?
–La encontramos en la alberca.
–Ahogada.
–No sabes cómo la muerte de Pili afectó a la
abuela. Tengo la impresión de que no volvió a ser la misma. Y luego…
Y luego el totopo.
–La noche anterior celebrábamos el cumpleaños de
Begoña. Ella y Pili se emborracharon con no sé qué licor. Se veían tan felices…
Recordé los ojos de Pili, verdes, juguetones; su
mirada de duende.
–Las dos durmieron en el cuarto de las visitas.
Begoña dice que no sintió cuando Pili se levantó.
Pili solía despedirse de la noche antes de
acostarse. Miraba por largo rato, mientras el sereno la acariciaba. Tal vez
hubo demasiadas estrellas esa noche.
–Mañana se cumplen dos meses de su muerte.
Mandamos decir una misa.
Vi a Mónica como una vieja fotografía en blanco y
negro. Inmóvil y desgastada. Contrastaba con el alegre murmullo de las flores
mecidas por la brisa.
–Debes extrañarla mucho.
–Imagínate. Era la única que me podía hacer reír.
Vi a Pili con su vestido floreado, sus zapatos
gigantes, su sombrero de paja y su cabello salpicado de flores. Al principio
sentí un gran disgusto, pero en seguida me dominó el amor hacia ella.
–¿Cómo pudiste? –increpé a Mónica con la resaca
del enojo que se iba.
–¿Qué cosa? ¿De qué hablas?
Pili había llegado al colmo de involucrar a su
hermana en una broma. Y yo pensaba que Mónica no tenía sentido del humor. Pili
nos espiaba desde la biblioteca, divertida. Vencido, le sonreí desde mi silla.
Me puse de pie para ir a abrazarla y decirle lo mucho que había pensado en
ella, que le había traído mil chucherías de Egipto y Tierra Santa…
–¿Pero qué haces? –preguntó Mónica al verme abrir
la puerta de cristal.
Pili, llena de flores, me sonreía inmensa,
sabiendo que su presencia me hacía tan feliz que podía perdonarle cualquier
cosa. Tomé su mano y su cuerpo se transformó en risa. En la biblioteca, yo
escuchaba el concierto de ecos que templaban las paredes, convencido de que
Pili no se iría sin jugarme la última broma.
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