Antonio Benítez Rojo
…turkey is very very
fine, ¿qué dice?, el pavo es muy bueno, ¿qué pavo?, no sé, ¿ves algún
pavo?, no, ¿será que no entiendes?, es que él habla raro, pregúntale, d’you
say turkey?, yes, I say turkey, dice que dice pavo, ¿pavo?, ¿no hablará del
turco?…
–Esta
ciudad es demasiado para ti, cubano –dice Juan.
Callas;
sabes callar cuando gentes como él opinan sobre cualquier cosa, con más razón
sobre ti, encajonado en el Bronx, vestido con colores irregulares del Army
& Navy Supply, tu mejor cámara en la vidriera de la casa de empeño; callas,
te encoges de hombros y bebes con la vista hundida en la foto comercial formada
de repente en el centro de la mesa, la jarra, tu vaso, el paquete de Camel
junto al cenicero verde; callas, vuelves a beber y decides prolongar tu
silencio, aguardar con modestia y con astucia a que Juan te acabe de largar el
cabo, te proponga algún sitio que no sea “demasiado para ti”, te saque de un
experimentado tirón de tus siete años de espigas y vacas flacas y te lleve con
él, te guíe con su errabundo mostacho hacia alguna parcelita dejada atrás en
sus trajines de legionario, pequeña como el oasis de tres palmeras que se posa
en el paquete de cigarrillos, pero siempre un refugio fiel para los simunes, un
confiable ojito de agua donde aparcar la tienda, recuperar fuerzas y lanzarse
otra vez a la búsqueda de la lámpara de Aladino; callas, bebes despacio la
cerveza, en rigor cerveza con ron blanco porque está Meme en la otra mesa, y a
lo único que él invita es a esa mezcla de mierda.
…looks
unconfortable, habla de ti, dice que te ves molesto, ¿No hablará del
turco?, pregúntale, maybe you’re talking about the turkish guy, the
gentleman that just went to the toilet?, el turco que fue al toilet, eso lo
entiendo, is that gentleman turkish?, ¿qué dice?, que si el turco es
turco, ¿no hablará del pavo?…
–Esta
ciudad es demasiado para ti, cubano –dice Juan.
De
nuevo callas, no abres el pico porque sabes que tu mejor mordida es el
silencio; bajas un tanto la cabeza y alzas las cejas, aceptas la vasta mirada
de Juan, la inescrutable serenidad de sus pupilas y por un momento la sonrisa
Errol Flynn que logras está a punto de ablandarse y resbalar hasta el vaso;
después de todo a veces piensas que en el fondo eres un cubanito de barrio, y
en la oscuridad amarillenta del cuarto de revelar recuerdas cosas tan cursis
como una cita almidonada bajo el cañonazo de las nueve, luego dejar atrás el
Prado, la garita hechizada del castillo de La Punta y remontar el Malecón hasta
el parque Maceo intercalando besos entre gaseosas y naranjas garapiñadas; puro
tango, te dices, a un paso de la alegre muchachada y la triste viejecita, pero
a la otra semana te agarras con las manos en la masa, metidas en lo más hondo
del danzón y la olla de frijoles negros, y todo eso mientras el revelador va
sacando a flote la forzada carcajada de un turista por arriba del manto de
cartón y tempera plomiza de la Estatua, a sus pies una silueta escolar de
Manhattan, naturalmente los rascacielos y los puentes y los trasatlánticos, y
la curva rampante del Pulaski contra el humo del puerto y unas gaviotas
enormes.
…very
very sorry, dice que lo siente mucho, ¿qué siente?, pregúntale si habla del
turco o del pavo, are you talking about the turkey or the turkish?, eso
es, el turco, I am very very sorry, gentlemen, dice que lo siente mucho,
te estás repitiendo, yo no, él, shhh, quiere hablar, I thought I had
explained to the generous gentlemen that Mayurásana is also called the turkey
pose, ¿qué dice?, es el ejercicio nuevo, ¿el de esta tarde?, se llama la
pose del pavo, ¿entonces no habla del turco?…
–Esta
ciudad es demasiado para ti, cubano –repite Juan.
Aún
callas, notas un temblor de impaciencia en su voz y piensas que es mejor decir
algo para que él sepa que vives, que todavía boqueas en el remolino de arena;
sería fácil dártelas de “a mí esta ciudad me toca los cojones”, a fin de
cuentas tendrías la aprobación de la muchachada del barrio, sólo que seguro
Juan empezaría a reírse hasta moquear, igual que cuando el yogi se descoyunta
ejemplarmente en la tarima, y desataría la amarra del pescuezo del camello
dejándote en plena duna, clavado hasta la coronilla, sin más suerte que la de
ser contemplado por la pirámide de la Estatua mientras la caravana progresa
hacia las palmeras, se detiene a refrescar y desaparece por el marco mudéjar
del paquete rumbo a los palacios de oro; bebes de nuevo y lees “TURKISH &
DOMESTIC BLEND” en el anaranjado subido del desierto, y no continúas porque la
mano de Juan comienza a retirarse suavemente de la mesa.
–Si
te agarrara el simún en este sitio, y ¿qué harías? –dices empujando los
cigarrillos, el índice entre las pezuñas del camello.
–Es
un chiste viejo. Sólo que…
–¿Qué
harías?
–Ciertamente
no marcharía hacia los palacios al otro lado de la cajetilla. Al que se le
ocurrió eso no sabe lo que es el desierto –dice Juan, y disimula un suspiro–.
Es un chiste bastante tonto.
–¿Entonces?
–Trataría
de llegar al oasis.
–Sí.
Es un chiste viejo y tonto –dices; te guardas el paquete en la chaqueta–.
Total, algo que un hombre sensato nunca haría.
–Más
aún, teniendo en cuenta lo cerca que está el oasis.
–Sí;
después de todo los palacios dorados son una especie de espejismo. Algo que uno
imagina. Algo que se abre paso desde algún lado que no es el del camello, que
no es el de uno y que a lo mejor no es para uno.
–Eres
un hombre sensato, cubano.
…la
pose del pavo, ¿seguro?, pavo es turkey y turco es turkish, ¿no
será al revés?, mira que eres muy distraído, yo hablo inglés como los
americanos, torqui torqui a mí me suena igual, no veo cómo puedes saber
si el yogi habla del pavo o del turco…
“Sen-sa-to-cu-ba-no”;
paladeas las gratas palabras que deja caer Juan, chupas y rechupas las sílabas,
te izas por ellas como si fueras un yo-yo y la sonrisa trabajada en el espejo
se te desmorona de orgullo; miras a la otra mesa, pero Meme y Alfonso
chacharean con el yogi, no escuchan el breve diploma al mérito que te alarga
Juan, que te inicia en su sendero de beduino, de galopador minucioso del
desierto; paseas la vista por la penumbra del bar, por los murmullos y el humo
de la larga mesa del centro y el calloso andar de Fitzy; recorres las banquetas
del mostrador, las hileras de botellas que parten desde la contadora, el piano
viejo, arrinconado por la victrola iridiscente repleta de esa cosa nueva que
llaman cool-jazz y que tú no entiendes, porque de lo que hay allí lo que
en realidad te gusta y lo pones y lo vuelves a poner es Manteca, creación e
interpretación del caballero Chano Pozo, el más cubano de todos los cubanos que
beben y sudan y huelen y sueñan y fuman y esperan al pie de la Estatua.
…yo
hablo como los americanos, torqui torqui suena igual, turco termina en
shhh, como si callaras a alguien, a mí me suena igual, turkish, ¿oyes?,
shhh, ¿ves?, me suena igual, is that gentleman turkish?, ¿no me estarás
engañando?, son palabras distintas?, ¿no te estarás burlando de mí?, shhh, I
am particularly fond of turkish people, ¿no te estarás aprovechando de mí,
Alfonso?, yo que me desvivo tanto por complacerte…
–Esta
ciudad es demasiado para ti.
Te
sorprendes; Juan parece vacilar, peor, vuelve a lo de la “ciudad es demasiado”;
decides hacer otra pausa, reanudar tu juego, esperar el naipe mordiéndote los
labios, esquivar la mala racha y entonces jugar al seguro; despliegas la baraja
en abanico, la cierras, la sobas, la calculas de arriba abajo para hacer
tiempo; conoces a Juan en las sillas de tijera frente a la clase del yogi, en
la primera fila; lo sientes reírse, trucidar el silencio de pebeteros y túnicos
blancos mientras enfocas las banales meditaciones de Alfonso y de Meme, tus
parroquianos de siempre y de mierda; te aplasta con su acento indefinible, con
sus cuentos de zocos sepultados, de adivinos que desgranan puñados de arena a
la luz de braseros de bosta seca; te busca y te encuentra en las borras
recocidas de tus sueños, revuelve tu vocación de argonauta pronunciando Tánger,
Gaza, Famagosta, echándote a volar en minúsculos cargueros griegos y
chipriotas, en autobuses artillados y arrias de dromedarios; Meme sugiere un
trago y él acepta vagamente, rumbo a lo de Fitzy lo abordas y te suelta una
bengala que te hace la boca agua, “¿Proyectos? Sí, a lo mejor parto esta noche”;
bien, eso es lo que hay escrito en la baraja, y te das cuenta que deseas beber
y la jarra está vacía, y para hacer algo te sacas de arriba la cámara y el
bulto del flash y los bombillos y los cuelgas en la silla, te aflojas la
chaqueta y de golpe sientes adentro el colmillazo de la sed, la sed hirviente,
la sed amarga y a la vez empalagosa del ron y la cerveza, el rabo de la gran
mona, como dice Meme, que sólo ha de calmarse con otra jarra de ron y cerveza; “Manteca”,
dices bajito, “Manteca” y buscas un nickel en el bolsillo, lo haces
girar en la mesa, lo tiras al aire telegrafiándole a Juan tu intención de
pactar una tregua; despacio dejas la silla y cruzas por entre las mesas hasta
la victrola arcoíris, deslizas el nickel, bzzzzz, presionas M, presionas
7 y de regreso ves la extravagante cabeza del turco asomarse y desaparecer por
la puerta del baño.
…cuando
quieres callar a alguien, ¿cómo dices?, digo cállate, así no se dice, si es una
persona mayor digo cállese, I am very very fond of turkish people, se
dice shhh, they are like dry figs, ¿qué dice?, que los turcos son como
higos, ¿higos?, ¿qué te propones, Alfonso?, ¿acaso tomarme el pelo?, hard
and dusty in the outside but sweet as a child smile in the inside, ¿no
hablará del pavo?, pavo con salsa de higos podría ser un plato hindú, no, dice
que por fuera son una cosa y por dentro otra, ¿quiénes, los pavos o los
turcos?…
–Esta
ciudad es demasiado para ti, cubano. Siempre hay que saber darse su lugar,
saber cuándo las cosas le van grande a uno –dice Juan parcelando con el dedo la
superficie de mármol.
–Babel,
jungla, desierto –arriesgas recomponiendo lo mejor posible tu sonrisa.
Juan
asiente con gravedad, con ese sombrío decoro que hay en sus gestos. Su cabeza,
concienzudamente afeitada, permanece gacha. Con el dorso de la mano empieza a
barrer hacia una esquina el líquido que hay derramado.
–Hierro,
asfalto, mierda –dices sonriendo grácilmente, aunque sientes el rabo de la mona
cepillarte la garganta–. I hate Manhattan… –canturreas–… the Bedloe
island, the Zoo. –Algo entrelazado desfila a tu derecha: es la pareja de la
mesita del fondo. Fitzy, atentísimo, la despide en la puerta; en su bandeja
sostiene una copa mediada de licor ocre, un frasco ventrudo, de barro, con una
etiqueta que no conoces y el plato con la cuenta y el dinero.
…dice
que los turcos son polvorientos, ¿no serán los pavos?, los turcos y también los
higos, nunca he comido higos polvorientos aunque de los turcos he oído decir
que puede esperarse cualquier cosa…
–Es
difícil encontrar un oasis verdadero en esta ciudad –dices mientras observas
los dedos de Juan moverse, disponer con delicadeza su vaso y tu vaso en la
esquina de la mesa, inscribir el cenicero verde en el triángulo de mármol
anegado–. Busco y busco… A veces dudo que haya alguno real, que no se te esfume
a un paso de la nariz.
–Demasiado.
Demasiado –murmura Juan.
–Sí,
desde luego –dices. Fitzy guarda el frasco ventrudo bajo el mostrador y supones
que es algo muy costoso, tan costoso que a lo mejor el dinero no lo puede
comprar; te gustaría oler el licor ocre, husmear su trama de vieja flor, catar
su brillo de bálsamo, de grial rastreado por los siglos de los siglos, probarlo
aunque sólo fuera de la copa que ha dejado la pareja–. Claro, hay desiertos y
desiertos –dices–; éste, por ejemplo, te restriega en la cara lo peor que hay
en uno. Así no se puede ver bien. Nunca se sabe exactamente lo que hay
adelante.
–El
simún sopla –dice Juan, pensativo–. Se oscurece el cielo, el sol blanco del
mediodía. A veces lo sensato es marchar de espaldas al viento, buscar la ruta
que ha quedado atrás, replegarse. Después de todo siempre se parte de un oasis.
–¿Atrás?
No, gracias. Para ti eso puede ser repasar a Homero y a Heródoto y tipos así.
Pero para mí es La Habana. Créeme, puro charco palúdico. El agua apenas te
alcanza para soñar los palacios.
–Para
soñar espejismos, querrás decir –observa Juan patriarcalmente–. Hay muchos que
agradecerían pasar la vida en sitios por el estilo. No sabes lo duro que puede
llegar a ser el desierto. Además –agrega–, en un final es posible que el
manantial corra por dentro de uno.
–¿Y
los palacios dorados? –preguntas– ¿Renunciar a buscarlos porque están al otro
lado del camello? ¿Porque quizás no sean para mí?
–Ahora
no hablas como un hombre sensato, cubano.
–Estamos
de acuerdo en que lo importante es llegar adonde no haya que hacer de avestruz.
Pero sólo para capear la tormenta, para verse aunque sea una vez las propias
manos, para halar un cubo del pozo, beber agua limpia y lanzarse con algo más
que la suerte al otro lado del paquete.
–Palacios
dorados –suspira Juan–. Espejismos… Mirages.
–Existen
realmente; se alzan en algún lugar, dentro o fuera del desierto–. Dices
quitándote el sudor de la cara. El rabo de la mona se agita en tu estómago, lo
sondea, escarba tus bilis; lo sientes largo y felpudo enroscarse con tus
tripas, desecarlas, enjugarlas hasta darles la rigidez de un pellejo de momia.
Te tiemblan las manos–. Quizás no sea un buen fotógrafo –dices, y descuelgas la
cámara de la silla y la colocas en la mesa–, pero no puedo seguir retratando a
idiotas que sacan la jeta por un cartón pintarrajeado de Coney Island. No puedo
más… Yo… en mi país tampoco. Sería igual. ¿Sabes lo que para mí significa ir
hacia atrás? Lo mismo. Ni más ni menos que retratar las mismas caras sacando
los dientes por la farola del Morro, sacando la jeta por entre el Bacardí y las
putas. No creas que tengo poca paciencia, no. Hasta soy previsor. A cada rato
me digo: “No bebas un cochino trago. No compres un cochino libro. No vayas a
los teatros caros”. Porque me gusta el teatro, sabes… Sí. Porque… ¿Sabes lo que
me gustaría retratar? Te vas a reír, pero quiero retratar los pies del Coloso
de Rodas. Los vi en el cine. Sólo le quedan los pies. También Babilonia. Quiero
pararme donde estuvo Babilonia y tirar un rollo al aire. A lo mejor los
jardines salen florecidos de siemprevivas que dan gusto. Y las pirámides, pero
no en un paquete de cigarrillos. Aquí, las tumbas, gratis, en el museo,
tampoco. Jamás se me ocurriría. Pero quiero retratar las ruinas y las estatuas
metidas en su sol, con su aire auténtico. Eso es lo que quiero hacer. Quiero
pararme allí y enfocarlas y sacarlas para mí. Verlas en su propia luz, como las
vieron los hombres antiguos, Sócrates y eso. Y algún día lo voy a hacer. Lo voy
a hacer porque sé que ahí está la verdad. Al menos mi verdad. Mi oasis… Sé que
ahí está mi punto de partida. Un pequeño y verde oasis…
–Está
bien, cubano. Take it easy.
Callas.
Asientes.
Te
limpias la cara.
Alzas
la jarra con tu mano temblorosa y escurres unas gotas en tu vaso.
…pregúntale
si Mayurásana quiere decir pavo o turco…
–Bueno,
como iba diciendo, sé que cuando haga esas cosas… A partir de esas cosas…
Mientras tanto uno va tirando. Claro, si alguien… Si alguien como tú…
–Perdona…
Voy a orinar –dice Juan.
…¿estás
seguro que habla de los turcos?, segurísimo, entonces dile que no tengo la
menor idea de cómo pueden ser por dentro…
Perplejo
y desamparado lo ves levantarse de la silla, cambiar la mirada y pestañear de
turbación; sigues con la vista su abultada espalda de franela, la ves oscilar
en la penumbra como un banco de niebla, parsimoniosa, grávida, la ves
encuadrarse en el vano resplandeciente de la puerta y en seguida borrarse
después del ruido acolchado; dentro de ti la punta del rabo lame las gotas
providenciales de ron y cerveza, la sientes rebañar tu carne azulosa y
sanguinolenta, trastear tus válvulas, tus asas, la viscosidad parda que rezuman
tus pliegues; en la otra mesa, Meme y Alfonso continúan su turkish-turkey
a costa de la desazón del yogi, más allá el grupo del centro canta When
Irish eyes are smiling y Fitzy silba bajito y con beneplácito cuando carga
su bandeja con un bol de hielo y otra botella; en el extremo de tu mesa el
oasis se estremece, el vaso de Juan cae sobre el cenicero verde y es el turco
que tropieza, el turco que por algún motivo no regresa a la mesa de Meme y se
sienta a tu izquierda.
–¿Estás
triste? –pregunta–. ¿Acaso te sientes blando, arrugado, manchado, pestilente,
ominoso? ¿Acaso te sientes como un calzoncillo muy usado?
–Oh,
hablábamos de desiertos y palacios –dices logrando un tono de naturalidad
bastante satisfactorio. Sacas el paquete de Camel y se lo muestras; primero de
un lado, luego del otro. Le ofreces un cigarrillo–. ¿Conoces el chiste?
–El
terrible simún irrumpe en el horizonte y… ¡presto!: los palacios de oro.
–Hay
quien piensa que es mejor quedarse en el oasis –dices cautelosamente–. Al menos
hacer una escala.
–¿Oasis?
¿Sitio con vegetación y a veces con manantiales, que se encuentra aislado en
los arenales de África y otros continentes? –dice el turco manoteando la
bocanada de humo–. Lo más probable, seguro y certero es que sea un espejismo.
Cualquiera que sepa lo que es el desierto iría directo a los palacios de oro.
–No
sé… Podría ser lo contrario. En mi caso… Si fuera yo quizás iría primero al
oasis. ¿Ves?… En la esquina del paquete. Un paso más y uno sale del marco.
–Entonces,
joven amigo, camarada y compañero, no sabes nada de nada –dice el turco al
tiempo que Fitzy se lleva la jarra vacía–. Te olvidas que de los peripatéticos
se ha escrito con mucho ruido, pero en realidad ninguno de ellos ha llegado a
nada. A nada. A nada.
–Sí,
pero… ¿qué vas a hacer? ¿Atravesar el paquete de lado a lado?
–Viejo
sueño impracticable –suspira el turco–: abrir un hoyo y surgir entre los
antípodas parado sobre las manos.
–Pero,
¿qué hacer?
–Muy
sencillo, simple y fácil: te viras al revés y, por extensión, ¡presto!… todo se
vira al revés y ya estás del otro lado.
–¡Jah!
–Tengo
una teoría. Especulo, independientemente de toda aplicación, que nuestra
epidermis nos impide ir más allá del abominable campo de la realidad empírica,
cotidiana y fenomenológica. Nuestra piel, caro y querido y nunca bien ponderado
amigo, nos hace anacoretas a palos, es el prisma escamoso que desvirtúa,
corrompe y pervierte lo que los pitagóricos llamaban con discreción/Música de
las Esferas. Es nuestro tegumento el que exuda verrugas y palabras como “imposible”,
“incesto”, “ilusión”, el que presuntuosamente combina las cinco vocales para
eructar “biena venturado” –dice el turco abriendo los brazos con
inspiración–. Ergo: enterrar la piel, engavetarla, disimularla como el mal
aliento, virarse al revés y libertar las entrañas de los grilletes de sebo y
cuero, sacarle la lengua al desierto e interpretar el universo con el nervio
infalible de una bestia mitológica, percibir su perfección desde el centro de
la manzana, desde el légamo del sueño, desde el sol naciente del deseo.
…¿qué
dice?, que no ha visto salir ningún pavo del baño, dile que yo tampoco, que
hablo del turco, dice que él tampoco, que habla del turco, I do not
understand you, dice que no me entiende, cómo te va a entender si le hablas
en español…
Escuchas
los fuegos artificiales del turco, su inexplicable castellano de salón rematado
de lejos por el juego de damas chinas entre Alfonso, el yogi y Meme; muerdes el
borde del vaso y dejas rodar el vacío hacia atrás, dulcemente, como si bebieras
el licor del frasco ventrudo; con los ojos entornados te imaginas que lo meces
en la boca, que lo haces resbalar lentamente hacia tu estómago, que empapa para
siempre el rabo de la mona y acaricia tus intestinos con su soplo de palo
florido; colocas tu vaso junto al vaso volcado de Juan, junto al cenicero y el
paquete de Camel y formas la contraportada de Life; ajustas el flash a
la cámara, te la llevas al ojo, y sin saber por qué le tiras al turco una foto
tamaño carnet, luego otra para el pasaporte y de repente se te ocurre que sería
formidable que el turco no necesitara pasaporte, que trotara de los palacios a
los desiertos en calidad de polizón, virándose al revés y al derecho como un
calcetín; recuerdas que en la calle, hacia lo de Fitzy, emerge de un salto por
la escalera del subway, “Zib Zen, malabarista otomano, podrían mostrarme
algo de la ciudad?, porque en verdad y ciertamente me aburro muchísimo”, y todo
tan natural, como si fuera deber de uno cargar con su fez y sus bombachos de
lentejuelas a lo largo de Washington Square; y te imaginas que sería divertido
andar así, tomarle el pelo a todos, sacarle la lengua a todo y llevar en la
maleta algún contrato de circo levantino, de compañía con dueños mantecosos en
Belgrado y Estambul, entrar en los pueblos a lomo de elefante y llamarse el
Indio de Sibanicú, o de Cumanayagua, y por qué no de Guanabacoa y proclamarse
con letras verdes y orladas el único hombre en el mundo que engulle seguidas
dos botellas de ron, y miras la cara desenvuelta del turco, y piensas que
quizás sea él y no Juan quien al final te saque del hoyo.
…gentlemen,
gentlemen, what an unpleasent confusion!, dice que hay mucha confusión,
dile que el confundido será él, yo hablo del turco…
–Por
suerte o por desgracia lo de virarse al revés es pura teoría –dices, cargando
la cámara con otro bombillo.
–Teoría,
del griego, theoría, a su vez de theórein, contemplar –expone el
turco–. ¿Y acaso hay algo en este mundo contemplativo que pueda escaparse,
evadirse, huir sin el rabo entre las piernas del pinchazo de la palabrita?
–Bueno,
yo…
–Teorías,
leyes, principios, teoremas, corolarios, ¡psch!: pura escatología en el sentido
fecal del término, pestes de nuestra epidermis.
–Hablábamos
de palacios y desiertos.
–Y
seguiremos platicando, pero antes dime: ¿Es cierto lo que dice tu amigo? ¿Es
cierto que trabajas en Coney Island Park?
–¿Meme?
–El
chaparrito, el que paga los tragos.
–Sí
–dices enfocando de nuevo al turco–. Supongo que debe ser un negocio parecido
al tuyo.
–No,
yo trabajo por cuenta propia. Hago suertes y chistes al mismo tiempo. Un juglar
al estilo de la vieja tradición –dice el turco y saca el pecho bajo el
candelazo del flash–. ¿Y a ti qué tal te va?
–Ahora
en primavera se sale del paso –dices tratando de ocultar un rescoldo de
desilusión. Habría sido tan bueno andar por ahí vestido de rumbero, coleccionar
fotos en un álbum de esquinas plateadas y beber ron con las dos manos–. Sabrás
un montón de idiomas –agregas.
–Puedo
versificar en cinco o seis –dice el turco metiéndose el dedo en la nariz.
–Juan
también –murmuras.
–¿Quién
es Juan?
–El
calvo… El de la Legión Extranjera. ¿Meme no te habló de él?
–Sólo
habló de ti.
–Caminábamos
delante –dices sintiendo de nuevo el colmillazo en la boca del estómago–.
Delante de ustedes. Luego nos sentamos aquí.
–No
me fijé. Soy distraído, sonso, ido.
–¿No
lo viste en el baño?
–No
me fijé –dice el turco después de encender el último cigarrillo y hacer del
paquete un desierto estrujado, un puñado de arena–. No tiene importancia. Bien,
hablábamos de palmeras y de palacios dorados.
–Ese
es su vaso. Hablábamos precisamente… ¡Pero si hace horas que estamos aquí!
–Está
bien, cubano. Take it easy. Debe ser uno que salió del bar hace un
momento.
–¿Calvo?
¿Grande?
–No
me fijé. Caminaba agobiado, pesaroso y encorvado aunque, es justo reconocerlo,
un tanto livianamente, como si guardara en la chaqueta un par de almohadas de
plumas. Pero eso no tiene importancia. Ahora dime: quieres o no llegar a los
palacios de oro.
–¿Cómo?
Si… Por supuesto.
–Magnifico
–dice el turco inclinándose hacia ti–. Pues la mejor fórmula, receta y manera
es saltar más allá de la piel, vomitar los palacios que hay dentro de uno.
–No
entiendo –dices y te secas el sudor de las manos en el pantalón.
–Por
ejemplo, si un tipo que te cae simpático está en apuros, digamos yo, ¿qué
harías? Supongo que ayudarme, ¿eh? Bueno, si sientes ese apetito no me des un
dólar, ni siquiera diez, eso sería caridad, otra verruguita; dame el dinero que
tengas, aún más, dame tus ropas, tu casa y tu cama, tus aparatos ópticos y aún
más, golpea, quema, hiere, mata, aún más, dame tu vida –gime el turco
arrodillándose junto a la silla– pero socorre a este pobre hombre, socórrelo
infinitamente porque su sufrimiento es inmenso.
–Eso
es… irracional.
–Irracional,
¡psch!, otra verruguita –dice el turco, ya de pie y sacudiéndose los bombachos–.
Dejo a tu imaginación ejemplos más placenteros. Ahora, debo abandonarte por
otros compromisos.
…very
very vegetarian, dice que nunca ha comido turcos, que es muy vegetariano…
Te
hundes, pierdes el pie al mirar el paquete arrugado, el vaso exprimido; cruzas
los brazos sobre la mesa y sumerges la frente renunciando a dar un paso más, a
devolver otro golpe, a urdir un quite o una retirada a tiempo; a lo sumo te
imaginas que pierdes un duelo que no elegiste, un desventajoso encuentro de
circo romano; la desolación y la sed cierran el cerco, sorben tus líquidos sin
darte cuartel, apergaminándote, convirtiéndote en una estatua correosa,
atiborrada de arena, seguramente arena anaranjada, turkish & domestic
blend, la que pisotea el altivo camello Camel y que de algún modo se apila
en tu vientre, se escurre raspándote la garganta para marcar grano a grano una
hora que no comprendes; algo húmedo se posa y corre por el dorso de tu mano y
te asombra tener mocos para malgastar, que las babas sean posibles cuando tu
sangre se bifurca en un laberinto de sílice; y a lo mejor sonríes, es difícil
afirmarlo, aunque sin duda abres los labios porque tu lengua cuelga y gotea
sobre el hueso saliente de tu muñeca; una lengua-reliquia, piensas, una lengua
de santo, siempre jugosa, siempre viva como las flores de Babilonia, siempre
buscada como un grial; y ahora estás seguro de sonreír, sientes los músculos de
la mejilla apretarse contra el brazo, y levantas la cabeza con la gloriosa
libertad de un mártir, contemplas emocionado el charquito de oro eterno que ha
quedado en la mesa, que desborda el canto de mármol y chorrea hasta el bajo del
pantalón mojándote de una dulce omnisciencia que tratas de definir, quizás el
vértigo de transitar majestuosamente todos los caminos, de asomarte a la
esfinge y disparar a la vez todas las cámaras; en el mostrador Fitzy dormita
recostado a la contadora, la mesa del centro ya está vacía y en la de al lado
el yogi alza la jarra y bebe de ella mientras Meme y Alfonso lo animan con
cantos deportivos; la aprieta entre sus manos morenas, resopla y se la echa
arriba como un tarro de miel, el yogi de mierda; y sientes un tirón de anzuelo,
un dolor aspado que te clava y te arrastra hasta el centro de ti mismo;
entonces la sed, de nuevo el vaho lacerante que te hace poner de pie y buscar
temblando otro nickel, que te hace gemir Manteca cuando caminas
temblando y solo por la gran arena.
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