Juan Carlos Onetti
Veía empequeñecerse lentamente la última plataforma del tren que se
alejaba entre dos anchas líneas verdes, segregando la doble estela de los
rieles, fulgurantes bajo el sol de la tarde. Estaba casi solo en el andén. Al
fondo, un hombre con blusa azul hacía rodar unos bultos hasta las balanzas.
Alguien conversaba en la sala de espera, invisible tras los vidrios
esmerilados.
…Al principio se quejaban de la comida. Pero la han
mejorado mucho…
Frente a él, del otro lado de las vías, una hilera de
chalets, jardines, los terrenos de la calle. Más lejos, ya en el cielo azul, un
pedazo verde oscuro de eucaliptos. A la derecha, la plaza desierta, la iglesia
de ladrillos, vieja y severa, con el enorme disco del reloj.
–Este médico de ahora es muy bueno, se preocupa mucho… –me
decía Elena cuando entraba en la sala…
El aspecto del pueblo lo entristecía. Había pagado 0.40
por aquel pedazo de cartón cuyas aristas acariciaba en el bolsillo. Ida y
vuelta, segunda, 040. Acaso fuera la ciudad la causa de su tristeza. Una pequeña
evasión, unas horas olvidado de las casas del comercio, de los apresurados
hombres de la calle, de las músicas de los cafés, de las multitudes, de los
espectáculos…
Pero no era ahí donde quería ir. No encontraría lo que
buscaba en las viejas casas de piedra que rodeaban la plaza; en la fila de
coches en escombros; en el grupo que discutía frente al almacén de paredes
rosadas. No, no era aquello. Campo quería él. Había comprado 0.40 de campo e
iba a caminar hasta encontrarlo.
Hizo girar una cruz horizontal de palo y tomó una calle
en pendiente. A un lado, una quinta enorme, con árboles asomándose sobre el
muro. A ratos podía ver para adentro, por los grandes portones de madera. Un
gran pedazo de césped grisáceo rodeado de pinos; bancos de piedra junto a la
fuente sin agua. Pero al otro lado tenía, separado de él por las cinco líneas
de alambre, un principio de campo. Un pasto amarillento curvado por la brisa y
más atrás, los enormes cuadrilongos de los plantíos. La casa ennegrecida y
vieja junto al pozo de ladrillos, la carreta descansando sobre las varas. Se
acercó a los alambres, arrancando un largo tallo que empezó a mascar
lentamente. Alguien cantaba; una extranjera voz de mujer. Siguió caminando
despacio, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, el sombrero hacia
atrás, al aire la frente sudorosa. La voz aguda y alegre que se acercaba a él desde
las tupidas enredaderas, como si fuera el simple saludo de la naturaleza.
…Ya todos duermen mi canto que la montaña repite…
Acaso no fuera posible vivir siempre allí. Pero en cuanto
comenzara a insinuarse la primavera… Huir de la ciudad, meterse en una casita
cualquiera, perdida en los costados de la cuchilla que se azulaba en la
distancia. Solo. Hacerse la comida con sus manos, cuidar los árboles… Se veía,
medio cuerpo desnudo, altas botas, tostado el rostro dentro de la barba. ¿Qué
necesitaría? Un caballo, tal vez un perro, una escopeta, su pipa, libros.
Trabajar por la mañana en lo que quisiera; dulzura de las uvas, piel de
durazno, aroma de plantas y tierra bajo el sol. Dejarse llevar por el caballo,
lejos, tirándose a descansar en la sombra que encontrara propicia. Hacer correr
el animal sudoroso, suelto su pelo al aire, la camisa abierta, excitándose con
el golpear de los cascos. Desensillar con las primeras estrellas en la pureza
del cielo, una mueca de cansancio feliz en la boca. El sillón junto a la noche
campesina, llena de estremecimientos, que se extendía por la tierra en descanso
ahondando en los pliegues del terreno, en las charcas vidriosas, en la blancura
de los caminos silenciosos de luna. La pipa y un libro. Absoluta soledad de su
alma, fantástica libertad de todo su ser, purificado y virgen como si comenzara
a divisar el mundo. Paz; no paz de tregua, sino total y definitiva, Paz como
una dulzura resbalando en las venas, mientras el sueño iba aflojándole el
cuerpo encima del sillón y los ojos perezosos dejaban el libro para seguir las
curvas de los escarabajos alrededor de la luz amarilla.
Junto a la puertita medio tumbada, dos niños rubios lo
contemplaban curiosamente. El mayor acariciaba el suelo con los sucios pies
descalzos, mientras el otro, con una camisa blanca que se adivinaba recién
lavada, desnudas las piernas y el vientre, levantaba hasta él los grandes ojos
azules, como dos flores de la enredadera que envolvía firmemente el cerco.
Descubrió la mujer que cantaba. Tenía un pañuelo rojo en la cabeza y los
cobrizos brazos desnudos se movían sin tregua encima de la tina.
Sonrió alegremente como si la escena que se le había
revelado de improviso, llena de una poesía lejana y primitiva, le hubiera
sonreído primeramente y él contestara ahora. Sintió su propia sonrisa, sencilla
como un trozo, estirándole la boca. Una tenue sensación de sosiego se levantó
en su alma, suavemente… suavemente, como asciende por los cielos la gran luna
llena de color naranja.
Marchaba por la tierra seca, pisando las huellas dejadas
por pesados carros. Carros cargados de verdura y fruta, que pasaban
tambaleantes hacia la ciudad cuando recién el día tentaba una raya de luz en el
horizonte.
Carros con tres caballos viejos y corpulentos, con el
conductor dormitando en el pescante y un rojizo farol oscilando entre las
ruedas.
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