Stig Dagerman
No, una tarde así jamás volvería a repetirse. No
podría hacerlo por la sencilla razón de que sólo una vez en la vida tiene uno
nueve años, deshoja zanahorias con su cuchillo nuevo de mora, contempla una
aguanieve a mediados de octubre y tiene una tía, una tía de madre mejor dicho,
que llega de Estados Unidos a las siete y media. Así que estamos en el
cobertizo de la cuadra deshojando hermosas zanahorias terrosas. Si uno lo
desea, puede imaginarse fácilmente la mar de cosas, por ejemplo, que no son
zanahorias las que pierden sus hojas sino algo completamente distinto,
compañeros de clase que no nos gustan o alimañas. Casi nunca hablamos, sólo
deshojamos, las hojas verdes caen a nuestros pies y las zanahorias despojadas
desaparecen en la canasta describiendo un amplio arco.
Qué bien huelen las zanahorias
recién cosechadas. Las hojas están empapadas y uno se limpia con ellas cuando
se ensucia demasiado. Es lo que hace Alvar con Sigrid cuando ella se descuida,
se encarama al balde puesto boca abajo, la coge del cuello y le restriega la
cara con hojas húmedas hasta que ella se pone a gritar o reír. Pero el abuelo
se enfurruña y se dirige a madre, que está sentada a mi lado en la banqueta que
usa Alvar cuando calza los caballos:
–¡Vigila al hermano pequeño, no
vaya a ser que nos dé un disgusto con la criada!
A Sigrid se le suben los colores
a la cara y madre no responde. Rara es la vez que responde a los dichos del
abuelo. Tal vez por ser tan viejo. Soy yo quien le responde. Si me echa la
bronca, madre me consuela. Alvar vuelve a sentarse en el balde.
–Siga usted ahí, en la segadora,
y ocúpese de sus asuntos, que yo me ocupo de los míos –dice Alvar al abuelo.
Entonces apenas me atrevo a
mirarlo, porque a veces el abuelo se acalora tanto que la cara se le pone roja
y vuelca su silla y las de los demás, y descuelga su camisa azul del perchero y
la arroja al suelo y la pisotea. En cualquier caso me atrevo a mirar un poco.
Pero no hay nada especial que ver. Excepto que el abuelo sigue sentado en la
segadora. Usted tendrá que sentarse en un cubo como los demás, le dijo Alvar
cuando fuimos a pelar las zanahorias, pero entonces el abuelo dijo que si no
podía sentarse en la segadora tendríamos que seguir sin él. Conque madre y
Alvar lo ayudaron a subirse a la segadora. Sigrid se rio tanto que tuvo que
entrar en la cuadra y cerrar la puerta a su espalda. Madre se enfadó, no le
gusta que Sigrid se ría del abuelo, y se dirigió a él echándole en cara que
tuviera que ir por ahí con sus malditas manías, siendo el sempiterno hazmerreír
de la gente. Pero entonces el abuelo replicó que si no podía sentarse en la
segadora, la faena no le interesaba y sanseacabó.
Y ahí sigue. Alvar le llenó la
pala de zanahorias y le puso un balde abajo, donde pueda echar las zanahorias
peladas. Pero el abuelo casi nunca atina. Casi siempre caen fuera. Es lo que le
pasa cuando come. Entonces siempre hay que oír a madre decir: no podría usted
dejar de echarse la comida encima, capaz que tenga que comprarle un babero como
a una criatura de teta. En esas ocasiones resulta difícil contener la risa,
pero si uno ríe tiene que levantarse de la mesa. Conque no resulta sencillo. Lo
peor es cuando tenemos cuajada, porque la cuajada se le pega a la barba y
quitársela resulta prácticamente imposible. Como si fuera cemento, dice madre.
Pero entonces el abuelo ríe y le
replica a madre que ella debiera agradecerle al menos que tuviera un padre. No
todos los hijos lo tienen, dice, y me señala a mí haciendo una mueca. Entonces
madre da un respingo y vuelca la silla y corre a su alcoba y echa el pestillo y
en esas ocasiones resulta imposible hacer nada por ella.
Da gusto sentarse bajo el
cobertizo de la cuadra. Crecen y crecen los montones de hojas. La lluvia repica
contra la techumbre de aglomerado y Sigrid dice que resulta muy acogedor. Sí,
debería tener una casa para mí sola, dice madre, entonces sí que sería
acogedora. El gato corretea en lo alto del henil. De repente se lanza hacia
abajo, se mete entre la paja bajo la segadora y se tumba. Una vez maté un gatito.
No creo que le hiciera daño porque fue muy rápido. En la cuadra los caballos
mordisquean el pesebre.
–Tú, Alvar, ve a apaciguar los
caballos, ahora están hambrientos –dice el abuelo.
–Ah, esas bestias –dice Alvar–,
se han pasado toda la semana en la cuadra. Además son sus caballos, así que
vaya usted y póngales forraje.
Entonces Sigrid mira al abuelo
con la boca abierta, por ver si se acalora y empieza a gritar de nuevo. También
lo mira madre. Pero esta vez no hay ningún peligro. El abuelo sigue deshojando
zanahorias en la segadora. Ya hace rato que Alvar ha dejado de deshojar y yo
hago lo propio y me pongo a mirar lo que hace. Y tampoco deshoja Sigrid, sino
que se queda mirando a Alvar. Pero madre sigue deshojando, el cuchillo va y
viene como un rayo del montón de zanahorias que tiene en el regazo. Tiene que
estar muy enfadada, así es cuando mejor trabaja, y no dice una palabra. Madre
está casi siempre enfadada y pendiente de todos nosotros a la vez. Si no
existiéramos, dice, no iba a estar pencando en la granja, sino que entonces
tendría un buen empleo en cualquier comercio de la ciudad. Por el día siempre
se enfada conmigo, pero por la noche, cuando cree que duermo, suele tenderse a
mi lado y me enreda los cabellos entre sus dedos. Tengo miedo a que me salgan
rizos.
Alvar tiene una zanahoria en la
mano. Bien hermosa es, la deshojó y la limpió de tierra. Ahora graba algo en
ella con la punta del cuchillo y se lo enseña a Sigrid, que empieza a reír.
Quiero ir a verlo pero madre me tira de los pantalones y dice que no me meta en
lo que ésos se traen entre manos. Pero Alvar me lo cuenta de todas maneras
porque Alvar se porta bien conmigo, Sigrid sólo me pellizca y me hace rabiar.
Incluso puedo ver la zanahoria. Grabó su nombre y el de Sigrid y también la
fecha. ALVAR BERG SIGRID JANSSON 18/10 1937. Le pido que también grabe mi
nombre y coge la zanahoria y lo hace. ARNE BERG, pone. Y luego la echa a la
canasta. Pero me parece que a Sigrid no le gusta que mi nombre figure en la
zanahoria, porque me mira con disgusto. Pero Alvar le hace cosquillas con las
hojas bajo barbilla.
–Imagínate –dice Alvar–, que
bajamos a la bodega después de que hayan pasado todo el otoño y el invierno y
vamos a recoger zanahorias para las bestias y entonces nos encontramos con ésta
y salimos a la nieve y nos la comemos.
Pues no, nada de eso, no tendría
mucha gracia que mi nombre apareciera grabado en la zanahoria. Pero mi nombre
aparece grabado en muchos otros sitios: en el establo, en los heniles, en la
cuadra y aquí, en el cobertizo. Por cierto, en las paredes del cobertizo están
grabados los nombres de todos. También los del abuelo y la abuela, pero su
inscripción es tan vieja que apenas puede deletrearse. Gustav y Augusta Berg
10/8 1897. Madre aparece por primera vez en 1914 y Alvar en 1918. Y luego yo,
en 1933 por vez primera, y Sigrid en 1936. También ponía Palestina en una viga
de la cuadra. Fue el año pasado, poco antes de que muriera la abuela. Un
vagabundo había pernoctado en la cuadra pero se había marchado antes de que
nadie despertara. La abuela salió a recoger los huevos, como solía hacer todas
las mañanas, mientras nosotros tomábamos el café. Y de pronto llega
precipitadamente, con el corazón en un puño, y grita: ¿Podéis imaginar quién ha
dormido esta noche bajo el techo de la cuadra? Pues bien, Jesús, Nuestro Señor
Jesucristo. Pero aquella noche llegó otro vagabundo y yo estuve con él en la
cuadra y le mostré dónde estaban las mantas de los caballos para que no tuviera
que pasar frío. Quiso darme la mano en gesto de agradecimiento, pero yo tenía
tanto miedo de que tuviera piojos que me aparté de él. Entonces pudo ver
Palestina en la viga y dijo: por todos los demonios, si esa loca de Palestina
ha pasado aquí la noche, vete tú a saber si las mantas no estarán plagadas de
piojos. De modo que no fue Jesús en ningún caso, sino uno de tantos vagabundos.
Y para colmo tenía piojos. Y cuando por la noche le contamos la verdad, la
abuela se puso a llorar y a decir que yo era demasiado pequeño para entender
nada. Pero madre me defendió y dijo que no era eso, que si un vagabundo llegaba
y decía llamarse Palestina o Jerusalén o Tierra Santa, no tenía por qué ser
necesariamente Cristo ni el apóstol San Pablo.
Mis zanahorias ya están casi
deshojadas, así que me lo tomo con calma. También las de madre, y también las
de Alvar y Sigrid. Solo al abuelo le quedan muchas. Madre está junto a la
segadora y quiere echarle una mano, pero entonces el abuelo se enfurece de
verdad y le dice que deje en paz sus zanahorias. Él mismo las va a deshojar y
punto.
–Va a seguir usted deshojando
zanahorias ahora que viene su hermana –dice madre–, y se hace con un manojo de
modo que el abuelo le suelta una cuchillada. Madre lleva una de las camisas de
Alvar y le hace un siete en la manga. Ella se pone en pie y mira al abuelo como
si se tratara de un loco.
–Ándese con cuidado, padre
–dice–, no vaya a cometer una locura de la que tenga que arrepentirse hasta el
día que se muera.
El abuelo se calma un rato.
Reina un gran silencio. Solo la lluvia repica en la techumbre y los cuchillos
cortan hojas. Al final no puedo contenerme más.
–Alvar –digo–, cuenta cómo es el
Atlántico.
–En el Atlántico –dice Alvar
pensativo–, en el Atlántico las olas son tan grandes como casas.
–Qué tipo de casas –pregunto–.
Estas rojas que tenemos nosotros o las amarillas como la villa del maestro.
Porque pienso que cuando las
olas son tan grandes como casas, también tienen que parecerlo. Todo el
Atlántico es una sola aldea con olas como casas de una y dos plantas. Y la tía
de madre viene cabalgando sobre sus olas. Bueno, en realidad ya no cabalga más,
porque recibimos carta el primer día que desembarcó y durante los cuatro días
siguientes el abuelo salió al zaguán, diez veces a la hora por lo menos, y miró
al camino para ver si ella llegaba, pero tía Maja no acababa de llegar. Pero un
día llegó otra carta y en ella decía que debíamos esperarla para dentro de una
semana. Su cuñado la traería en coche. Y madre leyó la carta en voz alta
después de la comida, cuando el abuelo se metió en su cuarto para tumbarse un
rato, y cuando terminó de leerla se enfadó tanto que la rompió en pedazos y
gritó que claro, que siendo nosotros los parientes más pobres teníamos que
esperar al final. Pero maldita la mano que ella iba a echar en asear y arreglar
la casa para recibir a esa arpía.
Así que nada se ha hecho para
que la casa quede aseada a la llegada de tía Maja. Y aun así es de lo único que
hemos hablado desde que recibimos la primera carta en primavera, en la cual
decía que nos visitaría en otoño. Pensábamos que iba a ser una verdadera
fiesta, la gente del pueblo se iba a quedar boquiabierta. Y todo se convierte
en agua de borrajas. Tendría que tener valor para cortarme el dedo pulgar y
echarlo entre las zanahorias para que en primavera, cuando Sigrid y Alvar lo
encontraran, dijeran recuerdas cuándo Arne se cortó el dedo. Fue el mismo día
que tía Maja llegó de Estados Unidos.
–Dentro de tres horas llega su
hermana –dice madre al abuelo, y parece enfadada– y ahí sigue usted, en la
segadora, y parece que no le importe lo uno ni lo otro. A una le parece que
cuando ustedes no se han visto desde hace veinte años lo menos que podía hacer
era afeitarse.
–Si no puedo sentarme en la
segadora, acabáramos –dice el abuelo–. Lo uno y lo otro. Si uno tiene una
hermana tan refinada que no puede visitar a su hermano en otra cosa que no sea
en coche y no aguanta que su hermano se siente en la segadora, que le den por
saco. Lo uno y lo otro.
Sigrid se echa a reír y tiene
que meterse de nuevo en la cuadra. El abuelo está tan indignado que se le cae
el cuchillo y entonces coge madre todas las zanahorias y las deshoja en un
suspiro. Yo meto mi cuchillo en la funda y salgo. Miro el camino para ver si
llega el coche pero todavía es muy pronto. Voy a la cerca y grabo mi nombre y
la fecha en un puntal. Nunca olvidaré el día en que deshojamos zanahorias
mientras llovía, la lluvia se convertía en aguanieve y la tía llegaba de Estados
Unidos.
Me siento en el escaño de la
cocina a mirar el mapa del Atlántico, aunque no haya mucho que ver. No se
distingue una sola ola. Cualquiera sabe si Alvar sólo miente. Lo que sí se oye
es una gran bronca en el patio y cuando me pongo a mirar por la ventana veo
venir a madre y a Alvar con el abuelo en medio. Él se resiste, pero de nada le
sirve. Trasponen la verja y suben al zaguán, en el umbral de la puerta se
resiste y patalea. También lo meten a la cocina y allí lo sueltan.
–Ahora va usted a bañarse –dice
madre–, pero ya.
Alvar se queda junto a la puerta
para que el abuelo no se escabulla. Madre llena el barreño con agua de la
cisterna. Alvar va y le quita la camisa al abuelo. Debajo sólo lleva una
camiseta de lana que sale con las mismas, la bronca lo ha hecho sudar. El
abuelo en cueros parece completamente amarillo y flaco. Se resiste, pero aun
así lo meten al barreño.
–Arne, ven aquí –grita madre, y
parece enfadada, va a ser mejor obedecerla–, enjabónale la espalda.
Y hay que obedecer y hacerlo
aunque no resulte grato, el abuelo no huele muy bien que digamos. Le enjabono
la espalda hasta que la cubro de espuma. Madre la refriega luego con un paño.
Alvar sólo ayuda a sujetarlo. Sigrid está riendo en el escaño. Madre coge luego
el jabón y le refriega el cuello, la cara y las orejas, y él resopla y se sorbe
los mocos, pero no se libra. Al final Alvar le hunde la cabeza en el barreño y
él empieza a toser como si se estuviera ahogando.
–Venga, padre, ahora sólo tiene
que afeitarse –dice Alvar, y lo seca con una toalla.
Madre viene con una camiseta
limpia y se la mete por la cabeza. Alvar lo lleva a la mesa y lo sienta en una
silla. Baja el espejo de la cómoda, saca la cuchilla de afeitar de un cajón y
la repasa, coge un vaso de agua caliente y lo coloca en la mesa, le pone una
toalla alrededor del cuello para proteger la camiseta nueva.
–Y haga el favor de no escupir
en el suelo mientras esté ella aquí –le dice madre, y espanta una polilla.
Alvar enjabona al abuelo, coge
la cuchilla y empieza a afeitarlo.
–Estese quieto –grita–, si no lo
hace va a tener que afeitarse usted mismo.
El abuelo se mira finalmente en
el espejo y debe de pensar que se ve lamentable, puesto que empieza a hacer
pucheros.
–No la he visto en veinte años
–dice de golpe, y gesticula de forma que Alvar le hace un corte en la mejilla.
–Le dije que se estuviera quieto
–le grita.
–Veinte años –prosigue el
abuelo–. Entonces tenía yo cincuenta y tres y ella tenía treinta y tres. La
abuela y yo la acompañamos a la estación. Le dimos un ramillete de lilas y una
docena de huevos. Y llorar, lloramos los tres hasta que estuvo a punto de
perder el tren.
No puedo quedarme y seguir
mirando al abuelo, así que salgo, doy un paseo por la orilla del río, tiro
piedras a las ranas, espanto a un pescador furtivo que tiene la barca en
nuestro juncar. Es tanta la oscuridad que no le veo la cara y además vuelve la
cabeza mientras rema. Al cabo de un rato me entran ganas de cortar, de modo que
desenvaino el cuchillo y corro hasta el cobertizo de la cuadra. Cuando
desatranco la puerta, Sigrid está tendida de espaldas entre las hojas de las
zanahorias y Alvar encima de ella, a horcajadas, y le muerde la mano. Alvar se
incorpora de un salto y me insulta, así que vuelvo a atrancar la puerta y salgo
corriendo.
Pero no corro a casa. Siento
algo tan raro que tengo que quedarme a solas con ello. Por eso corro hasta la
fresquera del establo, donde solemos hacer la matanza, y me siento en la
cantarera con la cabeza entre las manos. Me empeño en eludir la imagen de Alvar
y Sigrid, pero presiento que para conseguirlo tengo que hacer algo muy
arriesgado y atrevido, de modo que todo lo demás resulte insignificante. Entro
furtivamente en el gallinero, espanto una gallina que está poniendo huevos y
busco bajo la paja. El hijo del vecino me dio un cigarrillo y lo tengo allí escondido,
junto a una caja de cerillas. Pero me pongo tan nervioso cuando voy a
encenderlo que la cerilla, prendida, se me cae al suelo y empieza a arder un
poco entre las granzas del gallinero. Vierto un cuenco de leche encima y apago
el fuego, pero sigue oliendo a humo.
Vuelvo al establo y me siento en
la cantarera. Aquí estoy totalmente a oscuras, la poca luz que entra a través
de las rendijas hace que la trilladora, con sus ruedas y correajes, parezca un
desaforado monstruo fantasmal, amparado en la oscuridad de su escondrijo. La
lluvia repica levemente contra el techo. Las vacas tascan dentro del establo,
suenan casi como la lluvia. Entonces entra Sigrid con las cántaras de la leche
y un candil. Cuando me ve deja las cántaras y el candil en el suelo y dirige
sus pasos hacia mí. Y la luz que brota del suelo proyecta sobre su rostro
sombras tan horrendas que me entra un miedo terrible y grito. Ella me atenaza
el brazo y me pellizca, fuerte y mucho.
–Si vas con el cuento a Tora o
al abuelo, te voy a retorcer el pescuezo hasta que no puedas decir ni pío
–dice, y entonces me suelta, recoge las cántaras y el candil y se adentra en el
establo, donde las vacas apenas se incorporan, mugiendo ruidosas y haciendo
chirriar sus cadenas como si fueran grilletes de reos.
Cuando vuelvo a entrar en casa,
el abuelo sigue en el sofá, totalmente ausente. Madre tuvo que ponerle por fin
su mejor traje, la última vez que lo llevó fue el año pasado, en el entierro de
la abuela, y su rostro parece tan pálido como si se hubiera desangrado del
todo, entre las negras prendas de luto. En la mejilla luce un rasguño rojo,
como una boca afilada, pero todo lo demás es blanco. También está cansado, no
parece que se entere de lo que ocurre a nuestro alrededor. Me pregunto si acaso
sabe que en este día, dentro de media hora o así, viene su única hermana, a la
cual no ha visto en veinte años.
Madre está peinándose frente al
espejo de la cómoda. Se puso su mejor vestido y buscó el reloj de pulsera, que
está descompuesto y que fue un regalo de padre, y se lo pone. Voy y pongo la
radio en medio del avance meteorológico: este de Svealand y costa sur de
Norrland: lluvia diurna. Frío para la época del año. Aguanieve en el norte de
la comarca.
–¿Qué dicen, qué tiempo va a
hacer? –dice el abuelo.
–Aguanieve –respondo.
Entra Alvar, agarra el calzador,
se quita las botas entre jadeos, se pone las alpargatas. Miro el termómetro
fuera de la ventana, el que compré al abuelo cuando cumplió setenta años. Él
siempre había deseado tener un termómetro en la ventana, pero cuando lo tuvo
veía tan mal que nunca pudo descifrarlo. Compraste uno con números demasiado
pequeños, decía, una mierda de numeritos. La temperatura es de tres grados.
Cada vez hace más viento, bufa en el seto de las lilas, la lluvia repica contra
la ventana. Un candil viene flotando por el patio desde el establo. Es Sigrid
de vuelta con las cántaras de leche. Tengo un buen moretón en el brazo. Bajo la
persiana para no tener que pensar en ella.
Todos seguimos a la espera
mientras el reloj suena, todos excepto Sigrid. Ella está desnatando. Tuc-tuc,
suena la desnatadora. Alvar suele ayudarla, pero hoy no. Está sentado a la mesa
y me mira extrañado. Quizá quiera también pellizcarme.
–¿Oíste qué tiempo va a hacer?
–dice Alvar, y pone las manos, grandes como mazos, sobre la mesa.
–Aguanieve –respondo por segunda
vez.
Y parece raro, muy raro. Nada
parece habitual. Pero encaja muy bien en todo lo raro que está pasando: el
abuelo sentado en lo alto de la segadora, madre y Alvar arrastrándolo por medio
del patio, el pescador furtivo que huye de mí, Sigrid tumbada de espaldas entre
las hojas de las zanahorias y Alvar encima de ella, Sigrid que me da un
pellizco, el incendio que casi armo en el gallinero, el abuelo, mudo y pálido,
en el sofá.
Madre está sentada al lado de
Alvar. Ella cruza las manos sobre la mesa al lado de las de él, se las mira y
suspira. También suspira la desnatadora, tuc-tuc-tuc. De repente empieza a
mirarme para ver si necesito lavarme. Frunce el ceño, qué madre tan guapa. Se
inclina sobre la mesa.
–¿Quién te ha pellizcado tan
fuerte en el brazo? –dice.
La desnatadora aminora la
marcha. Alvar me clava la mirada. Me entra un miedo espantoso. A nada le temo
tanto como a que me peguen. Desvío la mirada, miro hacia atrás, veo al abuelo
sentado en el sofá, aún tan pálido, mirando al frente con ojos quietos, impasibles.
–El abuelo –digo en voz baja, y
miro a madre a los ojos.
Madre se muerde el labio. Alvar
tose. La desnatadora aumenta la velocidad, ahora canta sus suspiros. Miro al
abuelo pero no noto nada. Seguro que no me oyó. El tiempo pasa. El reloj vuelve
a sonar. La desnatadora sigue suspirando y no oímos nada cuando llaman a la
puerta.
–¿No tocaron a la puerta?
–pregunta madre.
–Padre –añade–, ya está aquí. ¿No
va a salir a recibirla?
Y todos nos quedamos mirando al
abuelo, pero él no se mueve del sofá, sólo mira al frente, al vacío, tampoco a
ninguno de nosotros nos da por ir y abrir la puerta. Entreabro la persiana y
miro afuera. Un coche sale por la verja y se dirige hacia el pueblo. Después
oímos pasos en el zaguán, pasos que se encaminan despacio hacia la puerta de la
cocina. Llaman de nuevo a la puerta.
–Padre –dice madre casi
gimoteando–, ahora tiene que…
Entonces se abre la puerta. La
tía de Estados Unidos aparece en el umbral, una mujer desconocida con trazos de
maquillaje muy marcados en la cara, ojos cansados y la boca cerrada, como si no
le quedasen dientes.
–Buenas tardes –dice ella en un
dialecto raro, y parpadea ante la luz.
La tía entra en la cocina. La
desnatadora se detiene por pura sorpresa. Y ahora todos miramos al abuelo.
Queremos verlo correr y echarse al cuello de la mujer desconocida y decirle
hermana mía, ninguno de nosotros la conoce por ser demasiado jóvenes. Pero el
abuelo sigue sentado. De repente la tía de Estados Unidos lo ve, da un respingo
como si algo la hubiera asustado y se planta delante de él con las manos
abiertas, extendidas.
–Gustav, ¿eres tú? –dice en voz
baja, y ninguno de nosotros entiende que deba hacerle una pregunta tan obvia.
Pero el abuelo no responde, no
mueve una pestaña, como si aún no hubiera notado nada. Entonces la tía de Estados
Unidos se arrodilla ante él, ¡cuidado al arrodillarse con sus finas prendas en
el suelo! Rodea el cuello del abuelo con sus brazos y trata de arrimar su
cabeza a la suya. Pero no puede.
–Gustav –susurra–, soy yo. Yo,
Maja. Seguro que te acuerdas de Maja.
Entonces, sin apenas mirarla,
dice el abuelo:
–Apáñatelas como puedas. Mañana
va a caer aguanieve.
Entonces la tía de Estados
Unidos suelta el cuello del abuelo, se levanta, saca un largo collar por encima
del abrigo y lo toquetea desesperadamente mientras las lágrimas le recorren
toda la cara. Se parece a una de esas muñecas de cuerda.
Al final se da la vuelta y se
dirige a la puerta:
–Perdónenme un momento –dice
antes de que la ahoguen los sollozos.
Cojo el candil de la cuadra y
corro tras ella. Pienso que debo alumbrarla para que no vaya a caer al río.
Ella ya está en el patio bajo el aguanieve, y llora. Cuando llego con el candil
ella me toma del brazo y tira de mí. Habla un poco raro y no le entiendo todo.
–Eres tú el chico sin padre
–dice entre otras cosas, y me mira detenidamente a la cara.
Durante un instante cierro los
ojos y aprieto los dientes. Bien puedo entender que en la escuela sepan que no
tengo padre, pero que lo sepan en todos los inconmensurables Estados Unidos me
parece tan horrible que no comprendo cómo podría sobrellevarlo. En fin. Nos
ponemos a caminar y al cabo estamos ante la puerta de la cuadra. Y ya que
llegamos allí, abro la puerta y entramos. Dentro hace calor y se está bien,
huele a cuadra, a heno y zanahorias. Cuelgo el candil del cerrojo de la puerta
y la tía de Estados Unidos, cosa rara sin duda, avanza pisando las hojas de las
zanahorias, se adentra en la cuadra y se encarama a lo alto de la segadora, en
el sitio exacto donde se había sentado el abuelo.
–Esta antigualla sigue aquí
–dice, y la acaricia.
Trepo a lo alto de la segadora y
me siento a su lado. Luego empieza de nuevo a llorar. Me coge la mano y
mientras la acaricia llora todo el tiempo en estadunidense y me dice palabras
incomprensibles en sueco. Las hojas de las zanahorias están a nuestros pies,
verdes y relucientes, y las zanahorias rojas brillan en sus cestos.
–Hemos estado deshojando
zanahorias todo el rato –le digo por decir algo–, hemos pasado todo el día
deshojando zanahorias. Pero ya hemos acabado la faena.
La tía de Estados Unidos me
abraza y no me hace el daño que me hace madre al abrazarme. La siento cálida y
acogedora.
–Pobre muchachito, sin padre
–dice. Y cuando pienso que todo Estados Unidos, al otro lado del Atlántico,
sabe que Arne Berg de Mjuksund, en Suecia, nunca ha visto a su padre, no lo
puedo remediar y de repente no dejo de ver el verdor de las hojas de las
zanahorias. Las lágrimas caen lentamente de la segadora al suelo.
–Cuando la abuela vivía lo
pasaba mejor –le digo–, entonces, al menos, tenía dos madres. Pero murió el año
pasado. Salía todas las mañanas a recoger los huevos y un día de abril no
volvió. Estábamos tomando el café y salimos a buscarla, y aquí la encontramos,
de rodillas, junto a la segadora.
–Pur litel boi –dijo la
tía de Estados Unidos. A saber qué significaba, y me estrechó fuertemente entre
sus brazos.
–Pero si la tía quiere dormir
aquí –le digo–, no tenga ningún miedo porque en la pared diga Palestina. No es
Jesús quien ha estado aquí. ¿Quiere que grabe el nombre de la tía en la pared?
–Ahora no –dice ella–, pero
pronto.
Pasa su mano pequeña y suave por
mi rostro.
–Estás llorando –dice.
–No, es sólo un poco de
aguanieve –digo, y enjugo mis lágrimas una y otra vez hasta que vuelven a
brillar las hojas verdes y recién cortadas a la luz del candil.
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