José Ángel Domínguez
La noche tenía algo como
de teponaxtle y grillos cuando la vi en la Zona Rosa y supe de inmediato que la
maquinaria se había echado a andar nuevamente. Desde la ventana de mi automóvil
la saludé:
–Eres la mujer más hermosa que he visto en
siglos.
Una sonrisa por respuesta.
–Te va a parecer ridículo y puedes pensar que soy
un absurdo, un maniaco, un loco, un naco o lo que quieras, pero el hecho
indiscutible es que he venido soñando contigo un buen número de veces…
Silencio.
–…en serio, nuestro encuentro estaba predestinado
y no somos nada para oponernos a lo que los dioses han escrito. Mira, no sé qué
pueda suceder ni hasta a dónde pueda llegar lo nuestro. Soy sólo un aprendiz y
acepto humilde las terribles condiciones que me impone la existencia. ¿Quieres
tomar una copa conmigo y platicar?
Mi sonrisa invitadora y los desesperados
bocinazos de los coches la confundían.
–Es que no tengo tiempo.
–Será sólo un momento.
–Oquéi –dijo y se subió al auto para alivio de
los enfurecidos automovilistas.
Miré sus pantalones negros apretados que le iban
muy bien cuando aposentó sus respetables nalgas en el bendito asiento. Gracias
Diosito. Era estudiante universitaria y se había quedado de ver con unas amigas
de la escuela para ir a bailar.
–¿Entramos a un bar cercano a la disco?
–Oquéi.
Hablamos sin parar durante dos horas, bebiendo
ron. De pronto se levantó y dijo que se tenía que ir, que era tardísimo. Le
grité que la amaba. Rio divertida pero noté un destello en sus ojos grandes y
entornados. Le dije que era en serio, que la deseaba con una verdad que
lastimaba, que sentía amor por ella y que no bromeaba cuando le dije que no
sabía hasta dónde podía llegar lo nuestro, pero que era importante, más grande
que cualquier objeción y que cualquier pretexto. Se sentó con un cuidado que
seguramente puso a temblar a la silla que la recibió. De un sorbo terminé mi
trago y arrojé un billete sobre la mesa.
–¿Nos vamos?
Intentó sonreír con un Oquéi.
El camino al hotel es silencioso. Una vez en el
cuarto la beso tratando de inflamar su pasión. Responde tímida, desconcertada,
parece que despierta. Ordeno telefónicamente dos añejos. Prendo la música.
Reinicio la conversación. Canto y la encanto. Llega la bebida y bailamos con
los vasos en la mano, sintiéndonos poco a poco menos ajenos, cada vez más
cerca. Me detengo y la miro a los ojos, mi mano acaricia sus hermosas nalgas.
Tomo los vasos y los coloco en la repisa junto a la cama. Beso su boca húmeda y
carnosa, su lengua inquieta. Me susurra al oído un oquéi empalagoso y lo repite
dos o tres veces más mientras la tumbo sobre la cama. Oquéi, oquéi, oquéi.
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