Víctor Roura
Voy camino a la gloria. Me detengo un momento para tomar aire. Volteo. No
veo a nadie. Se han quedado rezagados. Me acerco a uno de los puestos improvisados.
Agarro una naranjada. Una señorita me echa una cubetada de agua. Siento renacer.
–Gracias –digo.
–Son diez pesos –dice la joven.
No hago caso. Termino con el jugo. Me caliento, de nuevo.
Algunos ejercicios previos. Voy de nuevo a la carrera, cuando siento que una poderosa
mano me detiene.
–Ora –digo.
Es un fortachón de mala cara.
–Me debes diez pesos –indica.
No traigo dinero. Ningún maratonista, que yo sepa, carga
su cartera en pleno vuelo.
–¿Pero de dónde? –pregunto.
La señorita se acerca, otra vez. Me echa otra cubetada
de agua fría, helada, insoportable. Varios cubitos de hielo me pegan en el cuerpo,
en la cabeza, en los ojos.
–¡Por tacaño! –grita la muchacha.
El frío casi me paraliza. El hombrón se carcajea. La
gente alrededor, también. Distingo, apenas, a un juez sentado en la acera. Lo llamo.
Me hace un violín a la distancia.
–Son diez pesos –repite el tipo.
Un niño se acerca a nosotros, corriendo.
–Le hablan por teléfono –me dice.
Me conduce a una caseta telefónica, a una cuadra de
la pista. Contesto. “Si no paga usted lo consumido, pronto se las verá con el Matalacachimba
Jiménez”. No reconozco la voz. “Está usted bromeando”, digo. “El Matalacachimba
Jiménez nunca bromea”, contesta. “Pe, pe, pe, pero”, digo. Cuelga el Matalacachimba
Jiménez. Me estremezco. Ahí mismo hago una llamada. A mi entrenadora. “¿Pero qué
diablos haces ahí?”, pregunto, enfadado. Silencio. “¿No deberías estar aquí en la
carrera?”, interrogo, al punto de la ira. Pausa. “Debo diez pesos y tú en casa como
si nada”, digo. “Te dije que fueras directo al maratón y no pasaras a los futbolitos”,
dice. No la soporto. Cuelgo. El niño me mira, compasivamente.
–Si quiere le digo a mi mamá que le preste –dice.
Encantador, el chamaco.
–Vamos –digo.
Caminamos tres cuadras. Subimos las escaleras de un
edificio ruinoso. La puerta está abierta. La madre está barriendo. El radio, a todo
volumen. Los Humildes cantan que los agarraron con las manos en la masa. El niño
le plantea el problema a su madre. La madre me dice que no tenga cuidado. Me entrega
una moneda de diez pesos. No sé cómo darle las gracias.
–Después de la carrera lo invitamos a tomarse una cerveza
con la familia –dice.
Encantadora, la señora.
–Estoy aquí a las nueve de la noche –digo.
Salgo trotando. Alegre. La señora me recordó un poco
a Leticia Perdigón en la película Lagunilla mi barrio. Llego con el hombrón
malencarado. Le aviento la moneda al suelo y me incorporo a la carrera. Doy seis
o siete largos trancos, cuando una poderosa mano me detiene. Es el fortachón de
la naranjada.
–¿Qué quieres, ahora, con un demonio? –pregunto, con
rencor.
Me lanza un puñetazo, que esquivo a la perfección.
–Nadie me había aventado una moneda al suelo –dice,
rabiosamente.
Veo pasar a un corredor. Y a otro. Y a otro.
–Déjame en paz –le digo al tipo y me voy en pos de los
adelantados maratonistas.
Sin embargo, el malencarado me persigue. La gente aúlla
de gusto. “¡Dale alcance, fortachón!”, gritan algunos. “¡Dale su merecido al sediento!”,
gritan otros. Pero no puede con mi trote. Se va rezagando, poco a poco. Logro entrar
a mi ritmo. Rebaso a un corredor, y a otro, y a otro. Al parecer, ya no hay nadie
más en la punta. De pronto, una hermosa mujer con biquini rojo se pone enfrente.
–¡Alto! –grita.
Tiene un bello cuerpo.
–Estamos vendiendo a un precio módico el nuevo calendario
de Gloria Trevi –dice.
Me lo entrega. Veo el calendario. El cuerpo de la Trevi
es parecido al de la dama del biquini rojo. Exquisito, el calendario.
–¿Cuánto? –pregunto.
–Por ser para usted, quince pesitos.
–Razonable.
–Justo –dice.
Pe, pe, pe, pero no traigo dinero, recuerdo. Me rebasan
dos maratonistas. Y otro, y otro. Le digo a la del biquini rojo que sé quién puede
prestarme el dinero, que me acompañe. “Con gusto”, dice. Nos salimos de la pista.
Vamos al departamento de la encantadora madre del encantador hijo. Toco a la puerta.
Abre ella. Atenta, dice que pasemos. Le narro mi problema. Saca de su bolso quince
pesos. Se los entrego a la del biquini rojo. La encantadora señora propone que nos
quedemos a comer. “Hay roncito”, dice. Aceptamos, gustosos. “Dile a tu padre que
vaya por unos hielos”, dice la madre a su hijo. El niño corre rumbo a la recámara.
Sale el padre. Es el fortachón malencarado de la naranjada.
–Ah jijo... –dice, al verme.
Y salgo espantadísimo de su casa.
Ya es tarde para obtener la gloria en el maratón.
Espero en la esquina de la casa de la encantadora señora
a que salga la mujer del biquini rojo.
Porque tendrá que salir alguna vez, aunque sea a las
doce de la noche.
O algún día.
Pe, pe, pe, pero tendrá que salir, finalmente.
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