Alphonse Daudet
El pequeño Delfín está enfermo,
el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo
Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la
curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y
silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las
cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las
verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los
patios.
Todo el castillo está en danza…
Chambelanes, mayordomos suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las
galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropajes de
seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias
escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se
enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.
En L’Orangerie hay una nutrida
asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus
largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta
de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la
puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan
junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el
señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del
lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán
del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza
ante su pesebre vacío.
¿Y el rey? ¿En dónde está Su
Majestad el Rey?… El rey se ha encerrado, solo en una habitación, en la otra
punta del castillo…A los soberanos no les gusta que los vean llorar… En cuanto
a la reina, es muy diferente… Sentada a la cabecera del pequeño Delfín, su
bello rostro está bañado en lágrimas y solloza en voz alta delante de todos,
como haría una tendera.
En su camita de encajes, el
pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que se recuesta,
descansa con los ojos cerrados. Parece dormir, pero no. El pequeño Delfín no
duerme… Se vuelve hacia su madre y, al verla llorar, le dice:
–Mi señora, ¿por qué llora?
¿Cree de verdad que voy a morirme?
La reina quiere responder. Los
sollozos le impiden hablar.
–No llore más, mi señora; olvida
que soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morirse así como así…
La reina solloza todavía más
fuerte y el pequeño Delfín comienza a asustarse.
–¡Eh, atención! –dice–, no
quiero que la muerte venga a buscarme, yo sabré cómo impedirle que llegue hasta
aquí… Que hagan venir en seguida a cuarenta lansquenetes muy fuertes para
montar guardia en torno a mi cama… ¡Que cien grandes cañones vigilen día y
noche con la mecha encendida bajo mis ventanas! Y ¡ay de la Muerte si se atreve
a acercarse a mí!…
Para complacer al niño, la
reina hace una señal.
Al instante se oyen rodar
grandes cañones por el patio; y cuarenta corpulentos lansquenetes, partesana en
mano, acuden a formar alrededor de la cámara. Son unos viejos soldadotes de
bigotes grises. Al verlos, el pequeño Delfín palmotea. Ha reconocido a uno y le
llama:
–¡Lorrain! ¡Lorrain!
El soldadote da un paso hacia
la cama:
–Te tengo cariño, mi viejo
Lorrain… A ver, enséñame tu gran sable… Si la muerte quiere llevarme, habrá que
matarla, ¿verdad?…
Lorrain contesta:
–Sí, monseñor.
Y dos gruesas lágrimas corren
por sus curtidas mejillas.
En este momento, el capellán se
acerca al pequeño Delfín y le habla largo rato en voz baja, mostrándole un
crucifijo. El pequeño Delfín le escucha muy sorprendido y, luego, de repente,
le interrumpe:
–Comprendo muy bien lo que me
dice, señor capellán; pero, en fin, ¿no podría morir en mi lugar mi amiguito
Beppo, si se le da mucho dinero?…
El capellán sigue hablándole en
voz baja y el pequeño Delfín se asombra cada vez más. Cuando termina el
sacerdote, el pequeño Delfín responde, con un gran suspiro:
–Todo lo que acaba de decirme,
señor cura, es muy triste; pero algo me consuela y es que, allá arriba, en el
paraíso de las estrellas, seguiré siendo el Delfín… Sé que Dios es mi primo y
no dejará de tratarme según mi rango.
Luego, volviéndose hacia su
madre, añade:
–¡Que me traigan mis mejores
trajes, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero
ponerme elegante para los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
Por tercera vez, el capellán se
inclina hacia el pequeño Delfín y le habla largamente en voz baja… En medio de
su discurso, el niño lo interrumpe colérico:
–¡Pero entonces –exclama–, ser
Delfín no sirve de nada!
Y, sin querer oír más, el
pequeño Delfín, volviéndose hacia la pared, llora amargamente.
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