Juan Carlos Onetti
Para Dorotea
Muhr - Ignorado perro de la dicha.
1
Al atardecer estuve en mangas de camisa, a
pesar de la molestia del viento, apoyado en la baranda del hotel, solo. La luz hacía
llegar la sombra de mi cabeza hasta el borde del camino de arena entre los arbustos,
que une la carretera y la playa con el caserío.
La muchacha apareció pedaleando
en el camino para perderse en seguida detrás del chalet de techo suizo, vacío, que
mantenía el cartel de letras negras, encima del cajón para la correspondencia. Me
era imposible no mirar el cartel por lo menos una vez al día; a pesar de su cara
castigada por las lluvias, las siestas y el viento del mar, mostraba un brillo perdurable
y se hacía ver: Mi descanso.
Un momento después volvió
a surgir la muchacha sobre la franja arenosa rodeada por la maleza. Tenía el cuerpo
vertical sobre la montura, movía con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia
las piernas abrigadas con medias grises, gruesas y peludas, erizadas por las pinochas.
Las rodillas eran asombrosamente redondas, terminadas, en relación a la edad que
mostraba el cuerpo.
Frenó la bicicleta justamente
al lado de la sombra de mi cabeza y su pie derecho, apartándose de la máquina, se
apoyó para guardar equilibrio pisando en el corto pasto muerto, ya castaño, ahora
en la sombra de mi cuerpo. En seguida se apartó el pelo de la frente y me miró.
Tenía una tricota oscura, y una pollera rosada. Me miró con calma y atención como
si la mano tostada que separaba el pelo de las cejas bastara para esconder su examen.
Calculé que nos separaban
veinte metros y menos de treinta años. Descansando en los antebrazos mantuve su
mirada, cambié la ubicación de la pipa entre los dientes, continué mirando hacia
ella y su pesada bicicleta, los colores de su cuerpo delgado contra el fondo del
paisaje de árboles y ovejas que se aplacaba en la tarde.
Repentinamente triste y enloquecido,
miré la sonrisa que la muchacha ofrecía al cansancio, el pelo duro y revuelto, la
delgada nariz curva que se movía con la respiración, el ángulo infantil en que habían
sido impostados los ojos en la cara –y que ya nada tenía que ver con la edad, que
había sido dispuesto de una vez por todas y hasta la muerte–, el excesivo espacio
que concedían a la esclerótica. Miré aquella luz del sudor y la fatiga que iba recogiendo
el resplandor último o primero del anochecer para cubrirse y destacar como una máscara
fosforescente en la oscuridad próxima.
La muchacha dejó con suavidad
la bicicleta sobre los arbustos y volvió a mirarme mientras sus manos tocaban el
talle con los pulgares hundidos bajo el cinturón de la falda. No sé si tenía cinturón;
aquel verano todas las muchachas usaban cinturones anchos. Después miró alrededor.
Estaba ahora de perfil, con las manos juntas en la espalda, siempre sin senos, respirando
aún con curiosa fatiga, la cara vuelta hacia el sitio de la tarde donde iba a caer
el sol.
Bruscamente se sentó en el
pasto, se quitó las sandalias y las sacudió; uno a uno tuvo los pies desnudos en
las manos, refregando los cortos dedos y moviéndolos en el aire. Por encima de sus
hombros estrechos le miré agitar los pies sucios y enrojecidos. La vi estirar las
piernas, sacar un peine y un espejo del gran bolsillo con monograma colocado sobre
el vientre de la pollera. Se peinó descuidada, casi sin mirarme.
Volvió a calzarse y se levantó,
estuvo un rato golpeando el pedal con rápidas patadas. Reiterando un movimiento
duro y apresurado, giró hacia mí, todavía solo en la baranda, siempre inmóvil, mirándola.
Comenzaba a subir el olor de las madreselvas y la luz del bar del hotel estiró manchas
pálidas en el pasto, en los espacios de arena y el camino circular para automóviles
que rodeaba la terraza.
Era como si nos hubiéramos
visto antes, como si nos conociéramos, como si nos hubiéramos guardado recuerdos
agradables. Me miró con expresión desafiante mientras su cara se iba perdiendo en
la luz escasa; me miró con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, del brillo del
níquel de la bicicleta, del paisaje con chalet de techo suizo y ligustros y eucaliptos
jóvenes de troncos lechosos. Fue así por un segundo; todo lo que la rodeaba era
segregado por ella y su actitud absurda. Volvió a montar y pedaleó detrás de las
hortensias, detrás de los bancos vacíos pintados de azul, más rápida entre las filas
de coches frente al hotel.
2
Vacié la pipa y estuve mirando la muerte del
sol entre los árboles. Sabía ya, y tal vez demasiado, qué era ella. Pero no quería
nombrarla. Pensaba en lo que me estaba esperando en la pieza del hotel hasta la
hora de la comida. Traté de medir mi pasado y mi culpa con la vara que acababa de
descubrir: la muchacha delgada y de perfil hacia el horizonte, su edad corta e imposible,
los pies sonrosados que una mano había golpeado y oprimido.
Junto a la puerta del dormitorio
encontré un sobre de la gerencia con la cuenta de la quincena. Al recogerlo me sorprendí
a mí mismo agachado, oliendo el perfume de las madreselvas que ya tanteaba en el
cuarto, sintiéndome expectante y triste, sin causa nueva que pudiera señalar con
el dedo. Me ayudé con un fósforo para releer el Avis aux passagers enmarcado
en la puerta y encendí de nuevo la pipa. Estuve muchos minutos lavándome las manos,
jugando con el jabón, y me miré en el espejo del lavatorio, casi a oscuras, hasta
que pude distinguir la cara delgada y blanca –tal vez la única blanca entre los
pasajeros del hotel–, mal afeitada. Era mi cara y los cambios de los últimos meses
no tenían verdadera importancia. Alguno pasó por el jardín cantando a media voz.
La costumbre de jugar con el jabón, descubrí, había nacido con la muerte de Julián,
tal vez en la misma noche del velorio.
Volví al dormitorio y abrí
la valija después de sacarla con el pie de abajo de la cama. Era un rito imbécil,
era un rito; pero acaso resultara mejor para todos que yo me atuviera fielmente
a esta forma de la locura hasta gastarla o ser gastado. Busqué sin mirar, aparté
ropas y dos pequeños libros, obtuve por fin el diario doblado. Conocía la crónica
de memoria; era la más justa, la más errónea y respetuosa entre todas las publicadas.
Acerqué el sillón a la luz y estuve mirando sin leer el título negro a toda página,
que empezaba a desteñir: Se suicida cajero prófugo. Debajo la foto, las manchas
grises que formaban la cara de un hombre mirando al mundo con expresión de asombro,
la boca casi empezando a sonreír bajo el bigote de puntas caídas. Recordé la esterilidad
de haber pensado en la muchacha, minutos antes, como en la posible inicial de alguna
frase cualquiera que resonara en un ámbito distinto. Éste, el mío, era un mundo
particular, estrecho, insustituible. No cabían allí otra amistad, presencia o diálogo
que los que pudieran segregarse de aquel fantasma de bigotes lánguidos. A veces
me permitía, él, elegir entre Julián o El Cajero Prófugo.
Cualquiera acepta que puede
influir, o haberlo hecho, en el hermano menor. Pero Julián me llevaba –hace un mes
y unos días– algo más de cinco años. Sin embargo, debo escribir sin embargo. Pude
haber nacido, y continuar viviendo, para estropear su condición de hijo único; pude
haberlo obligado, por medio de mis fantasías, mi displicencia y mi tan escasa responsabilidad,
a convertirse en el hombre que llegó a ser: primero en el pobre diablo orgulloso
de un ascenso, después en el ladrón. También, claro, en el otro, en el difunto relativamente
joven que todos miramos pero que sólo yo podía reconocer como hermano.
¿Qué me queda de él? Una
fila de novelas policiales, algún recuerdo de infancia, ropas que no puedo usar
porque me ajustan y son cortas. Y la foto en el diario bajo el largo título. Despreciaba
su aceptación de la vida; sabía que era un solterón por falta de ímpetu; pasé tantas
veces, y casi siempre vagando, frente a la peluquería donde lo afeitaban diariamente.
Me irritaba su humildad y me costaba creer en ella. Estaba enterado de que recibía
a una mujer, puntualmente, todos los viernes. Era muy afable, incapaz de molestar,
y desde los treinta años le salía del chaleco olor a viejo. Olor que no puede definirse,
que se ignora de qué proviene. Cuando dudaba, su boca formaba la misma mueca que
la de nuestra madre. Libre de él, jamás hubiera llegado a ser mi amigo, jamás lo
habría elegido o aceptado para eso. Las palabras son hermosas o intentan serlo cuando
tienden a explicar algo. Todas estas palabras son, por nacimiento, disconformes
e inútiles. Era mi hermano.
Arturo silbó en el jardín,
trepó la baranda y estuvo en seguida dentro del cuarto, vestido con una salida,
sacudiendo arena de la cabeza mientras cruzaba hasta el baño. Lo vi enjuagarse en
la ducha y escondí el diario entre la pierna y el respaldo del sillón. Pero lo oí
gritar:
–Siempre el fantasma.
No contesté y volví a encender
la pipa. Arturo vino silbando desde la bañadera y cerró la puerta que daba sobre
la noche. Tirado en una cama, se puso la ropa interior y continuó vistiéndose.
–Y la barriga sigue creciendo
–dijo–. Apenas si almorcé, estuve nadando hasta el espigón. Y el resultado es que
la barriga sigue creciendo. Habría apostado cualquier cosa a que, de entre todos
los hombres que conozco, a vos no podría pasarte esto. Y te pasa, y te pasa en serio.
¿Hace como un mes, no?
–Sí. Veintiocho días.
–Y hasta los tenés contados
–siguió Arturo–. Me conocés bien. Lo digo sin desprecio. Veintiocho días que ese
infeliz se pegó un tiro y vos, nada menos que vos, jugando al remordimiento. Como
una solterona histérica. Porque las hay distintas. Es de no creer.
Se sentó en el borde de la
cama para secarse los pies y ponerse los calcetines.
–Sí –dije yo–. Si se pegó
un tiro era, evidentemente, poco feliz. No tan feliz, por lo menos, como vos en
este momento.
–Hay que embromarse –volvió
Arturo–. Como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme… –se detuvo
para mirarse en el espejo–, no vuelvas a preguntarme si en algún lugar de diez y
siete dimensiones vos resultás el culpable de que tu hermano se haya pegado un tiro.
Encendió un cigarrillo y
se extendió en la cama. Me levanté, puse un almohadón sobre el diario tan rápidamente
envejecido y empecé a pasearme por el calor del cuarto.
–Como te dije, me voy esta
noche –dijo Arturo–. ¿Qué pensás hacer?
–No sé –repuse suavemente,
desinteresado–. Por ahora me quedo. Hay verano para tiempo.
Oí suspirar a Arturo y escuché
cómo se transformaba su suspiro en un silbido de impaciencia. Se levantó, tirando
el cigarrillo al baño.
–Sucede que mi deber moral
me obliga a darte unas patadas y llevarte conmigo. Sabés que allá es distinto. Cuando
estés bien borracho, a la madrugada, bien distraído, todo se acabó.
Alcé los hombros, sólo el
izquierdo, y reconocí un movimiento que Julián y yo habíamos heredado sin posibilidad
de elección.
–Te hablo otra vez –dijo
Arturo, poniéndose un pañuelo en el bolsillo del pecho–. Te hablo, te repito, con
un poco de rabia y con el respeto a que me referí antes. ¿Vos le dijiste al infeliz
de tu hermano que se pegara un tiro para escapar de la trampa? ¿Le dijiste que comprara
pesos chilenos para cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por
coronas bálticas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras
por enaguas de seda amarilla? No, no muevas la cabeza. Caín en el fondo de la cueva.
Quiero un sí o un no. A pesar de que no necesito respuesta. ¿Le aconsejaste, y es
lo único que importa, que robara? Nunca jamás. No sos capaz de eso. Te lo dije muchas
veces. Y no vas a descubrir si es un elogio o un reproche. No le dijiste que robara.
¿Y entonces?
Volví a sentarme en el sillón.
–Ya hablamos de todo eso
y todas las veces. ¿Te vas esta noche?
–Claro, en el ómnibus de
las nueve y nadie sabe cuánto. Me quedan cinco días de licencia y no pienso seguir
juntando salud para regalársela a la oficina.
Arturo eligió una corbata
y se puso a anudarla.
–Es que no tiene sentido
–dijo otra vez frente al espejo–. Yo, admito que alguna vez me encerré con un fantasma.
La experiencia siempre acabó mal. Pero con tu hermano, como estás haciendo ahora…
Un fantasma con bigotes de alambre. Nunca. El fantasma no sale de la nada, claro.
En esta ocasión salió de la desgracia. Era tu hermano, ya sabemos. Pero ahora es
el fantasma de un cajero de cooperativa con bigotes de general ruso…
–¿El último momento en serio?
–pregunté en voz baja; no lo hice pidiendo nada: sólo quería cumplir y hasta hoy
no sé con quién o con qué.
–El último momento –dijo
Arturo.
–Veo bien la causa. No le
dije, ni la sombra de una insinuación, que usara el dinero de la cooperativa para
el negocio de los cambios. Pero cuando le expliqué una noche, sólo por animarlo,
o para que su vida fuera menos aburrida, para mostrarle que había cosas que podían
ser hechas en el mundo para ganar dinero y gastarlo, aparte de cobrar el sueldo
a fin de mes…
–Conozco –dijo Arturo, sentándose
en la cama con un bostezo–. Nadé demasiado, ya no estoy para hazañas. Pero era el
último día. Conozco toda la historia. Explicame ahora, y te aviso que se acaba el
verano, qué remediás con quedarte encerrado aquí. Explicame qué culpa tenés si el
otro hizo un disparate.
–Tengo una culpa –murmuré
con los ojos entornados, la cabeza apoyada en el sillón; pronuncié las palabras
tardas y aisladas–. Tengo la culpa de mi entusiasmo, tal vez, de mi mentira. Tengo
la culpa de haberle hablado a Julián, por primera vez, de una cosa que no podemos
definir y se llama el mundo. Tengo la culpa de haberle hecho sentir –no digo creer–
que, si aceptaba los riesgos, eso que llamé el mundo, sería para él.
–¿Y qué? –dijo Arturo, mirándose
desde lejos el peinado en el espejo–. Hermano. Todo eso es una idiotez complicada.
Bueno, también la vida es una idiotez complicada. Algún día de estos se te pasará
el período; andá entonces a visitarme. Ahora vestite y vamos a tomar unas copas
antes de comer. Tengo que irme temprano. Pero, antes que lo olvide, quiero dejarte
un último argumento. Tal vez sirva para algo.
Me tocó un hombro y me buscó
los ojos.
–Escuchame –dijo–. En medio
de toda esta complicada, feliz idiotez, ¿Julián, tu hermano, usó correctamente el
dinero robado, lo empleó aceptando la exactitud de los disparates que le estuviste
diciendo?
–¿Él? –me levanté con asombro–.
Por favor. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio, estoy casi
seguro, compró bien. Pero se asustó en seguida e hizo cosas increíbles. Conozco
muy poco de los detalles. Fue algo así como una combinación de títulos con divisas,
de rojo y negro con caballos de carrera.
–¿Ves? –dijo Arturo asintiendo
con la cabeza–. Certificado de irresponsabilidad. Te doy cinco minutos para vestirte
y meditar. Te espero en el mostrador.
3
Tomamos unas copas mientras Arturo se empeñaba
en encontrar en la billetera la fotografía de una mujer.
–No está –dijo por fin–.
La perdí. La foto, no la mujer. Quería mostrártela porque tiene algo inconfundible
que pocos le descubren. Y antes de quedarte loco, vos entendías de esas cosas.
Y estaban, pensaba yo, los
recuerdos de infancia que irían naciendo y aumentando en claridad durante los días
futuros, semanas o meses. Estaba también la tramposa, tal vez deliberada, deformación
de los recuerdos. Estaría, en el mejor de los casos, la elección no hecha por mí.
Tendría que vernos fugazmente o en pesadillas, vestidos con trajes ridículos, jugando
en un jardín húmedo o pegándonos en un dormitorio. Él era mayor pero débil. Había
sido tolerante y bueno, aceptaba cargar con mis culpas, mentía dulcemente sobre
las marcas en la cara que le dejaban mis golpes, sobre una taza rota, sobre una
llegada tarde. Era extraño que todo aquello no hubiera empezado aún, durante el
mes de vacaciones de otoño en la playa; acaso, sin proponérmelo, yo estuviera deteniendo
el torrente con las crónicas periodísticas y la evocación de las dos últimas noches.
En una Julián estaba vivo, en la siguiente, muerto. La segunda noche no tenía importancia
y todas sus interpretaciones habían sido despistadas.
Era su velorio, empezaba
a colgarle la mandíbula, la venda de la cabeza envejeció y se puso amarilla mucho
antes del amanecer. Yo estaba muy ocupado ofreciendo bebidas y comparando la semejanza
de las lamentaciones. Con cinco años más que yo, Julián había pasado tiempo atrás
de los cuarenta. No había pedido nunca nada importante a la vida; tal vez, sí, que
lo dejaran en paz. Iba y venía, como desde niño, pidiendo permiso. Esta permanencia
en la tierra, no asombrosa pero sí larga, prolongada por mí, no le había servido,
siquiera, para darse a conocer. Todos los susurrantes y lánguidos bebedores de café
o whisky coincidían en juzgar y compadecer el suicidio como un error. Porque con
un buen abogado, con el precio de un par de años en la cárcel… Y, además, para todos
resultaba desproporcionado y grotesco el final, que empezaban a olisquear, en relación
al delito. Yo daba las gracias y movía la cabeza; después me paseaba entre el vestíbulo
y la cocina, cargando bebidas o copas vacías. Trataba de imaginar, sin dato alguno,
la opinión de la mujerzuela barata que visitaba a Julián todos los viernes o todos
los lunes, días en que escasean los clientes. Me preguntaba sobre la verdad invisible,
nunca exhibida, de sus relaciones. Me preguntaba cuál sería el juicio de ella, atribuyéndole
una inteligencia imposible. Qué podría pensar ella, que sobrellevaba la circunstancia
de ser prostituta todos los días, de Julián, que aceptó ser ladrón durante pocas
semanas pero no pudo, como ella, soportar que los imbéciles que ocupan y forman
el mundo, conocieran su falla. Pero no vino en toda la noche o por lo menos no distinguí
una cara, una insolencia, un perfume, una humildad que pudieran serle atribuidos.
Sin moverse del taburete
del mostrador, Arturo había conseguido el pasaje y el asiento para el ómnibus. Nueve
y cuarenta y cinco.
–Hay tiempo de sobra. No
puedo encontrar la foto. Hoy es inútil seguirte hablando. Otra vuelta, mozo.
Ya dije que la noche del
velorio no tenía importancia. La anterior es mucho más corta y difícil. Julián pudo
haberme esperado en el corredor del departamento. Pero ya pensaba en la policía
y eligió dar vueltas bajo la lluvia hasta que pudo ver luz en mi ventana. Estaba
empapado –era un hombre nacido para usar paraguas y lo había olvidado– y estornudó
varias veces, con disculpa, con burla, antes de sentarse cerca de la estufa eléctrica,
antes de usar mi casa. Todo Montevideo conocía la historia de la Cooperativa y por
lo menos la mitad de los lectores de diarios deseaba, distraídamente, que no se
supiera más del cajero.
Pero Julián no había aguantado
una hora y media bajo la lluvia para verme, despedirse con palabras y anunciarme
el suicidio. Tomamos unas copas. Él aceptó el alcohol sin alardes, sin oponerse:
–Total ahora… –murmuró casi riendo, alzando un hombro.
Sin embargo, había venido
para decirme adiós a su manera. Era inevitable el recuerdo, pensar en nuestros padres,
en la casa quinta de la infancia, ahora demolida. Se enjugó los largos bigotes y
dijo con preocupación:
–Es curioso. Siempre pensé que tú sabías y yo no. Desde
chico. Y no creo que se trate de un problema de carácter o de inteligencia. Es otra
cosa. Hay gente que se acomoda instintivamente en el mundo. Tú sí y yo no. Siempre
me faltó la fe necesaria –se acariciaba las mandíbulas sin afeitar–. Tampoco se
trata de que yo haya tenido que ajustar conmigo deformaciones o vicios. No había
handicap; por lo menos nunca lo conocí.
Se detuvo y vació el vaso.
Mientras alzaba la cabeza, esa que hoy miro diariamente desde hace un mes en la
primera página de un periódico, me mostró los dientes sanos y sucios de tabaco.
–Pero –siguió mientras se
ponía de pie– tu combinación era muy buena. Debiste regalársela a otro. El fracaso
no es tuyo.
–A veces resultan y otras
no –dije–. No vas a salir con esta lluvia. Podés quedarte aquí para siempre, todo
el tiempo que quieras.
Se apoyó en el respaldo de
un sillón y estuvo burlándose sin mirarme.
–Con esta lluvia. Para siempre.
Todo el tiempo –se me acercó y me tocó un brazo–. Perdón. Habrá molestias. Siempre
hay molestias.
Ya se había ido. Me estuvo
diciendo adiós con su presencia siempre acurrucada, con los cuidados bigotes bondadosos,
con la alusión a todo lo muerto y disuelto que la sangre, no obstante, era y es
capaz de hacer durante un par de minutos.
Arturo estaba hablando de
estafas en las carreras de caballos. Miró el reloj y pidió al barman la última copa.
–Pero con más gin, por favor
–dijo.
Entonces, sin escuchar, me
sorprendí vinculando a mi hermano muerto con la muchacha de la bicicleta. De él
no quise recordar la infancia ni la pasiva bondad; sino, absolutamente, nada más
que la empobrecida sonrisa, la humilde actitud del cuerpo durante nuestra última
entrevista. Si podía darse ese nombre a lo que yo permití que ocurriera entre nosotros
cuando vino empapado a mi departamento para decirme adiós de acuerdo a su ceremonial
propio.
Nada sabía yo de la muchacha
de la bicicleta. Pero entonces, repentinamente, mientras Arturo hablaba de Ever
Perdomo o de la mala explotación del turismo, sentí que me llegaba hasta la garganta
una ola de la vieja, injusta casi siempre equivocada piedad. Lo indudable era que
yo la quería y deseaba protegerla. No podía adivinar de qué o contra qué. Buscaba,
rabioso, cuidarla de ella misma y de cualquier peligro. La había visto insegura
y en reto, la había mirado alzar una ensoberbecida cara de desgracia. Esto puede
durar pero siempre se paga de modo prematuro, desproporcionado. Mi hermano había
pagado su exceso de sencillez. En el caso de la muchacha –que tal vez no volviera
nunca a ver– las deudas eran distintas. Pero ambos, por tan diversos caminos, coincidían
en una deseada aproximación a la muerte, a la definitiva experiencia. Julián, no
siendo; ella, la muchacha de la bicicleta, buscando serlo todo y con prisas.
–Pero –dijo Arturo–, aunque
te demuestren que todas las carreras están arregladas, vos seguís jugando igual.
Mirá: ahora que me voy parece que va a llover.
–Seguro –contesté, y pasamos
al comedor. La vi en seguida.
Estaba cerca de una ventana,
respirando el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo oscuro y recio
movido por el viento sobre la frente y los ojos; con zonas de pecas débiles –ahora,
bajo el tubo de luz insoportable del comedor– en las mejillas y la nariz, mientras
los ojos infantiles y acuosos miraban distraídos la sombra del cielo o las bocas
de sus compañeros de mesa; con los flacos y fuertes brazos desnudos frente a lo
que podía aceptarse como un traje de noche amarillo, cada hombro protegido por una
mano.
Un hombre viejo estaba sentado
junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, de espalda blanca
y carnosa vuelta hacia nosotros, con una rosa silvestre en el peinado, sobre la
oreja. Y al moverse, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil
distraído de la muchacha. Cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillante
la piel de la espalda, la cara de la muchacha quedaba abandonada contra la noche.
Hablando con Arturo, miraba
la mesa, traté de adivinar de dónde provenía su secreto, su sensación de cosa extraordinaria.
Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La
vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo.
De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes,
acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable
estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza
juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la
tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla
en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba
fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la
dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.
Arturo sonreía fumando un
cigarrillo.
–¿Tú también, Bruto? –preguntó.
–¿Yo también qué?
–La niña de la bicicleta,
la niña de la ventana. Si no tuviera que irme ahora mismo…
–No entiendo.
–Esa, la del vestido amarillo.
¿No la habías visto antes?
–Una vez. Esta tarde, desde
la baranda. Antes que volvieras de la playa.
–El amor a primera vista
–asintió Arturo–. Y la juventud intacta, la experiencia cubierta de cicatrices.
Es una linda historia. Pero, lo confieso, hay uno que la cuenta mejor. Esperá.
El mozo se acercó para recoger
los platos y la frutera.
–¿Café? –preguntó. Era pequeño,
con una oscura cara de mono.
–Bueno –sonrió Arturo–; eso
que llaman café. También le dicen señorita a la muchacha de amarillo junto a la
ventana. Mi amigo está muy curioso; quiere saber algo sobre las excursiones nocturnas
de la nena.
Me desabroché el saco y busqué
los ojos de la muchacha. Pero ya su cabeza se había vuelto a un lado y la manga
negra del hombre anciano cortaba en diagonal el vestido amarillo. En seguida el
peinado con flor de la mujer se inclinó, cubriendo la cara pecosa. Sólo quedó de
la muchacha algo del pelo retinto, metálico en la cresta que recibía la luz. Yo
recordaba la magia de los labios y la mirada; magia es una palabra que no puedo
explicar, pero que escribo ahora sin remedio, sin posibilidad de sustituirla.
–Nada malo –proseguía Arturo
con el mozo–. El señor, mi amigo, se interesa por el ciclismo. Decime. ¿Qué sucede
de noche cuando papi y mami, si son, duermen?
El mozo se balanceaba sonriendo,
la frutera vacía a la altura de un hombro.
–Y nada –dijo por fin–. Es
sabido. A medianoche la señorita sale en bicicleta; a veces va al bosque, otras
a las dunas –había logrado ponerse serio y repetía sin malicia–: qué le voy a decir.
No sé nada más, aunque se diga. Nunca estuve mirando. Que vuelve despeinada y sin
pintura. Que una noche me tocaba guardia y la encontré y me puso diez pesos en la
mano. Los muchachos ingleses que están en el Atlantic hablan mucho. Pero yo no digo
nada porque no vi.
Arturo se rio, golpeando
una pierna del mozo.
–Ahí tenés –dijo, como si
se tratara de una victoria.
–Perdone –pregunté al mozo–.
¿Qué edad puede tener?
–¿La señorita?
–A veces, esta tarde, me
hacía pensar en una criatura; ahora parece mayor.
–De eso sé con seguridad,
señor –dijo el mozo–. Por los libros tiene quince, los cumplió aquí hace unos días.
Entonces, ¿dos cafés? –se inclinó antes de marcharse.
Yo trataba de sonreír bajo
la mirada alegre de Arturo; la mano con la pipa me temblaba en la esquina del mantel.
–En todo caso –dijo Arturo–,
resulte o no resulte, es un plan de vida más interesante que vivir encerrado con
un fantasma bigotudo.
Al dejar la mesa, la muchacha
volvió a mirarme, desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta,
fugazmente, mientras el aire de la ventana le agitaba los pelos rígidos de la frente
y yo dejaba de creer en lo que había contado el mozo y Arturo aceptaba.
En la galería, con la valija
y el abrigo en el brazo, Arturo me golpeó el hombro.
–Una semana y nos vemos.
Caigo por el Jauja y te encuentro en una mesa saboreando la flor de la sabiduría.
Bueno, largos paseos en bicicleta.
Saltó al jardín y fue hacia
el grupo de coches estacionados frente a la terraza. Cuando Arturo cruzó las luces
encendí la pipa, me apoyé en la baranda y olí el aire. La tormenta parecía lejana.
Volví al dormitorio y estuve tirado en la cama, escuchando la música que llegaba
interrumpida desde el comedor del hotel, donde tal vez hubieran empezado ya a bailar.
Encerré en la mano el calor de la pipa y fui resbalando en un lento sueño, en un
mundo engrasado y sin aire, donde había sido condenado a avanzar, con enorme esfuerzo
y sin deseos, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la intensa luz indiferente
de la mañana, inalcanzable.
Desperté sudando y fui a
sentarme nuevamente en el sillón. Ni Julián ni los recuerdos infantiles habían aparecido
en la pesadilla. Dejé el sueño olvidado en la cama, respiré el aire de tormenta
que entraba por la ventana, con el olor a mujer, lerdo y caliente. Casi sin moverme
arranqué el papel de abajo de mi cuerpo y miré el título, la desteñida foto de Julián.
Dejé caer el diario, me puse un impermeable, apagué la luz del dormitorio y salté
desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín. El viento formaba eses gruesas
y me rodeaba la cintura. Elegí cruzar el césped hasta pisar el pedazo de arena donde
había estado sentada la muchacha en la tarde. Las medias grises acribilladas por
las pinochas, luego los pies desnudos en las manos, las escasas nalgas achatadas
contra el suelo. El bosque estaba a mi izquierda, los médanos a la derecha; todo
negro y el viento golpeándome ahora la cara. Escuché pasos y vi en seguida la luminosa
sonrisa del mozo, la cara de mono junto a mi hombro.
–Mala suerte –dijo el mozo–.
La dejó.
Quería golpearlo, pero sosegué
en seguida las manos que arañaban dentro de los bolsillos del impermeable y estuve
jadeando hacia el ruido del mar, inmóvil, los ojos entornados, resuelto y con lástima
por mí mismo.
–Debe hacer diez minutos
que salió –continuó el mozo. Sin mirarlo, supe que había dejado de sonreír y torcía
su cabeza hacia la izquierda–. Lo que puede hacer ahora es esperarla a la vuelta.
Si le da un buen susto…
Desabroché lentamente el
impermeable, sin volverme; saqué un billete del bolsillo del pantalón y se lo pasé
al mozo. Esperé hasta no oír los pasos del mozo que iban hacia el hotel. Luego incliné
la cabeza, los pies afirmados en la tierra elástica y el pasto donde había estado
ella, envasado en aquel recuerdo, el cuerpo de la muchacha y sus movimientos en
la remota tarde, protegido de mí mismo y de mi pasado por una ya imperecedera atmósfera
de creencia y esperanza sin destino, respirando en el aire caliente donde todo estaba
olvidado.
4
La vi de pronto, bajo la exagerada luna de
otoño. Iba sola por la orilla, sorteando las rocas y los charcos brillantes y crecientes,
empujando la bicicleta, ahora sin el cómico vestido amarillo, con pantalones ajustados
y una chaqueta de marinero. Nunca la había visto con esas ropas y su cuerpo y sus
pasos no habían tenido tiempo de hacérseme familiares. Pero la reconocí en seguida
y crucé la playa casi en línea recta hacia ella.
–Noches –dije.
Un rato después se volvió
para mirarme la cara; se detuvo e hizo girar la bicicleta hacia el agua. Me miró
un tiempo con atención y ya tenía algo solitario y desamparado cuando volví a saludarla.
Ahora me contestó. En la playa desierta la voz le chillaba como un pájaro. Era una
voz desapacible y ajena, tan separada de ella, de la hermosa cara triste y flaca;
era como si acabara de aprender un idioma, un tema de conversación en lengua extranjera.
Alargué un brazo para sostener la bicicleta. Ahora yo estaba mirando la luna y ella
protegida por la sombra.
–¿Para dónde iba? –dije y
agregué–: Criatura.
–Para ningún lado –sonó trabajosa
la voz extraña–. Siempre me gusta pasear de noche por la playa.
Pensé en el mozo, en los
muchachos ingleses del Atlantic; pensé en todo lo que había perdido para siempre,
sin culpa mía, sin ser consultado.
–Dicen… –dije. El tiempo
había cambiado: ni frío ni viento. Ayudando a la muchacha a sostener la bicicleta
en la arena al borde del ruido del mar, tuve una sensación de soledad que nadie
me había permitido antes; soledad, paz y confianza.
–Si usted no tiene otra cosa
que hacer, dicen que hay, muy cerca, un barco convertido en bar y restaurante.
La voz dura repitió con alegría
inexplicable:
–Dicen que hay muy cerca un barco convertido en bar y
restaurante.
La oí respirar con fatiga;
después agregó:
–No, no tengo nada que hacer. ¿Es una invitación? ¿Y así,
con esta ropa?
–Es. Con esa ropa.
Cuando dejó de mirarme le
vi la sonrisa; no se burlaba, parecía feliz y poco acostumbrada a la felicidad.
–Usted estaba en la mesa
de al lado con su amigo. Su amigo se fue esta noche. Pero se me pinchó una goma
en cuanto salí del hotel.
Me irritó que se acordara
de Arturo; le quité el manubrio de las manos y nos pusimos a caminar junto a la
orilla, hacia el barco.
Dos o tres veces dije una
frase muerta; pero ella no contestaba. Volvían a crecer el calor y el aire de tormenta.
Sentí que la chica entristecía a mi lado; espié sus pasos tenaces, la decidida verticalidad
del cuerpo, las nalgas de muchacho que apretaba el pantalón ordinario.
El barco estaba allí, embicado
y sin luces.
–No hay barco, no hay fiesta
–dije–. Le pido perdón por haberla hecho caminar tanto y para nada.
Ella se había detenido para
mirar el carguero ladeado bajo la luna. Estuvo un rato así, las manos en la espalda
como sola, como si se hubiera olvidado de mí y de la bicicleta. La luna bajaba hacia
el horizonte de agua o ascendía de allí. De pronto la muchacha se dio vuelta y vino
hacia mí; no dejé caer la bicicleta. Me tomó la cara entre las manos ásperas y la
fue moviendo hasta colocarla en la luz.
–Qué –roncó–. Hablaste. Otra
vez.
Casi no podía verla pero
la recordaba. Recordaba muchas otras cosas a las que ella, sin esfuerzo, servía
de símbolo. Había empezado a quererla y la tristeza comenzaba a salir de ella y
derramarse sobre mí.
–Nada –dije– No hay barco,
no hay fiesta.
–No hay fiesta– dijo otra
vez; ahora columbré la sonrisa en la sombra, blanca y corta como la espuma de las
pequeñas olas que llegaban hasta pocos metros de la orilla. Me besó de golpe; sabía
besar y le sentí la cara caliente, húmeda de lágrimas. Pero no solté la bicicleta.
–No hay fiesta –dijo otra
vez, ahora con la cabeza inclinada, oliéndome el pecho. La voz era más confusa,
casi gutural–. Tenía que verte la cara –de nuevo me la alzó contra la luna–. Tenía
que saber que no estaba equivocada. ¿Se entiende?
–Sí –mentí; y entonces ella
me sacó la bicicleta de las manos, montó e hizo un gran círculo sobre la arena húmeda.
Cuando estuvo a mi lado se
apoyó con una mano en mi nuca y volvimos hacia el hotel. Nos apartamos de las rocas
y desviamos hacia el bosque. No lo hizo ella ni lo hice yo. Se detuvo junto a los
primeros pinos y dejó caer la bicicleta.
–La cara. Otra vez. No quiero
que te enojes –suplicó.
Dócilmente miré hacia la
luna, hacia las primeras nubes que aparecían en el cielo.
–Algo –dijo con su extraña
voz–. Quiero que digas algo. Cualquier cosa.
Me puso una mano en el pecho
y se empinó para acercar los ojos de niña a mi boca.
–Te quiero. Y no sirve. Y
es otra manera de la desgracia –dije después de un rato, hablando casi con la misma
lentitud que ella.
Entonces la muchacha murmuró
“pobrecito” como si fuera mi madre, con su rara voz, ahora tierna y vindicativa,
y empezamos a enfurecer y besarnos. Nos ayudamos a desnudarla en lo imprescindible
y tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el
llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado
antes en ella.
Nos sentamos cerca del hotel
sobre la humedad de las rocas. La luna estaba cubierta. Ella se puso a tirar piedritas;
a veces caían en el agua con un ruido exagerado; otras, apenas se apartaban de sus
pies. No parecía notarlo.
Mi historia era grave y definitiva.
Yo la contaba con una seria voz masculina, resuelto con furia a decir la verdad,
despreocupado de que ella creyera o no.
Todos los hechos acababan
de perder su sentido y sólo podrían tener, en adelante, el sentido que ella quisiera
darles. Hablé, claro, de mi hermano muerto; pero ahora, desde aquella noche, la
muchacha se había convertido –retrocediendo para clavarse como una larga aguja en
los días pasados– en el tema principal de mi cuento. De vez en cuando la oía moverse
y decirme que sí con su curiosa voz mal formada. También era forzoso aludir a los
años que nos separaban, apenarse con exceso, fingir una desolada creencia en el
poder de la palabra imposible, mostrar un discreto desánimo ante las luchas inevitables.
No quise hacerle preguntas y las afirmaciones de ella, no colocadas siempre en la
pausa exacta, tampoco pedían confesiones. Era indudable que la muchacha me había
liberado de Julián, y de muchas otras ruinas y escorias que la muerte de Julián
representaba y había traído a la superficie; era indudable que yo, desde una media
hora atrás, la necesitaba y continuaría necesitándola.
La acompañé hasta cerca de
la puerta del hotel y nos separamos sin decirnos nuestros nombres. Mientras se alejaba
creí ver que las dos cubiertas de la bicicleta estaban llenas de aire. Acaso me
hubiera mentido en aquello pero ya nada tenía importancia. Ni siquiera la vi entrar
en el hotel y yo mismo pasé en la sombra, de largo, frente a la galería que comunicaba
con mi habitación; seguí trabajosamente hacia los médanos, deseando no pensar en
nada, por fin, y esperar la tormenta.
Caminé hacia las dunas y
luego, ya lejos, volví en dirección al monte de eucaliptos. Anduve lentamente entre
los árboles, entre el viento retorcido y su lamento, bajo los truenos que amenazaban
elevarse del horizonte invisible, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos
de la arena en la cara. Todo estaba oscuro y –como tuve que contarlo varias veces
después– no divisé un farol de bicicleta, suponiendo que alguien los usara en la
playa, ni siquiera el punto de brasa de un cigarrillo de alguien que caminara o
descansase sentado en la arena, sobre las hojas secas, apoyado en un tronco, con
las piernas recogidas, cansado, húmedo, contento. Ese había sido yo; y aunque no
sabía rezar, anduve dando las gracias, negándome a la aceptación, incrédulo.
Estaba ahora al final de
los árboles, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos
y me detuve para chuparlas. Caminé hacia el ruido del mar hasta pisar la arena húmeda
de la orilla. No vi, repito, ninguna luz, ningún movimiento, en la sombra; no escuché
ninguna voz que partiera o deformara el viento.
Abandoné la orilla y empecé
a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que me entraba chisporroteante
en los zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, rabioso
y con una alegría que me había perseguido durante años y ahora me daba alcance,
excitado como si no pudiera detenerme nunca, riendo en el interior de la noche ventosa,
subiendo y bajando a la carrera las diminutas montañas, cayendo de rodillas y aflojando
el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia la tormenta que
venía del agua. Después fue como si también me dieran caza todos los desánimos y
las renuncias; busqué durante horas, sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel.
Entonces me encontré con el mozo y repetí el acto de no hablarle, de ponerle diez
pesos en la mano. El hombre sonrió y yo estaba lo bastante cansado como para creer
que había entendido, que todo el mundo entendía y para siempre.
Volví a dormir medio vestido
en la cama como en la arena, escuchando la tormenta que se había resuelto por fin,
golpeado por los truenos, hundiéndome sediento en el ruido colérico de la lluvia.
5
Había terminado de afeitarme cuando escuché
en el vidrio de la puerta que daba a la baranda el golpe de los dedos. Era muy temprano;
supe que las uñas de los dedos eran largas y estaban pintadas con ardor. Sin dejar
la toalla, abrí la puerta; era fatal, allí estaba.
Tenía el pelo teñido de rubio
y acaso a los veinte años hubiera sido rubia; llevaba un traje sastre de cheviot
que los días y los planchados le habían apretado contra el cuerpo y un paraguas
verde, con mango de marfil, tal vez nunca abierto. De las tres cosas, dos le había
adivinado yo –o supuesto sin error– a lo largo de la vida, y en el velorio de mi
hermano.
–Betty –dijo al volverse,
con la mejor sonrisa que podía mostrar.
Fingí no haberla visto nunca,
no saber quién era. Se trataba, apenas, de una manera del piropo, de una forma retorcida
de la delicadeza que ya no me interesaba.
“Ésta era –pensé–, ya no
volverá a serlo, la mujer que yo distinguía borrosa detrás de los vidrios sucios
de un café de arrabal, tocándole los dedos a Julián en los largos prólogos de los
viernes o los lunes”.
–Perdón –dijo– por venir
de tan lejos a molestarlo y a esta hora. Sobre todo en estos momentos en que usted,
como el mejor de los hermanos de Julián… Hasta ahora mismo, le juro, no puedo aceptar
que esté muerto.
La luz de la mañana la avejentaba
y debió parecer otra cosa en el departamento de Julián, incluso en el café. Yo había
sido, hasta el fin, el único hermano de Julián; ni mejor ni peor. Estaba vieja y
parecía fácil aplacarla. Tampoco yo, a pesar de todo lo visto y oído, a pesar del
recuerdo de la noche anterior en la playa, aceptaba del todo la muerte de Julián.
Sólo cuando incliné la cabeza y la invité con un brazo a entrar en mi habitación
descubrí que usaba sombrero y lo adornaba con violetas frescas, rodeadas de hojas
de hiedra.
–Llámeme Betty –dijo, y eligió
para sentarse el sillón que escondía el diario, la foto, el título, la crónica indecisamente
crapulosa–. Pero era cuestión de vida o muerte.
No quedaban rastros de la
tormenta y la noche podía no haber sucedido. Miré el sol en la ventana, la mancha
amarillenta que empezaba a buscar la alfombra. Sin embargo, era indudable que yo
me sentía distinto, que respiraba el aire con avidez; que tenía ganas de caminar
y sonreír, que la indiferencia –y también la crueldad– se me aparecían como formas
posibles de la virtud. Pero todo esto era confuso y sólo pude comprenderlo un rato
después.
Me acerqué al sillón y ofrecí
mis excusas a la mujer, a aquella desusada manera de la suciedad y la desdicha.
Extraje el diario, gasté algunos fósforos y lo hice bailar encendido por encima
de la baranda.
–El pobre Julián –dijo ella
a mis espaldas.
Volví al centro de la habitación,
encendí la pipa y me senté en la cama. Descubrí repentinamente que era feliz y traté
de calcular cuántos años me separaban de mi última sensación de felicidad. El humo
de la pipa me molestaba los ojos. La bajé hasta las rodillas y estuve mirando con
alegría aquella basura en el sillón, aquella maltratada inmundicia que se recostaba,
inconsciente, sobre la mañana apenas nacida.
–Pobre Julián –repetí–. Lo
dije muchas veces en el velorio y después. Ya me cansé, todo llega. La estuve esperando
en el velorio y usted no vino. Pero, entiéndame, gracias a este trabajo de esperarla
yo sabía cómo era usted, podía encontrarla en la calle y reconocerla.
Me examinó con desconcierto
y volvió a sonreír.
–Sí, creo comprender –dijo.
No era muy vieja, estaba
aún lejos de mi edad y de la de Julián. Pero nuestras vidas habían sido muy distintas
y lo que me ofrecía desde el sillón no era más que gordura, una arrugada cara de
beba, el sufrimiento y el rencor disimulado, la pringue de la vida pegada para siempre
a sus mejillas, a los ángulos de la boca, a las ojeras rodeadas de surcos. Tenía
ganas de golpearla y echarla. Pero me mantuve quieto, volví a fumar y le hablé con
voz dulce:
–Betty. Usted me dio permiso para llamarla Betty. Usted
dijo que se trataba de un asunto de vida o muerte. Julián está muerto, fuera del
problema. ¿Qué más entonces, quién más?
Se retrepó entonces en el
sillón de cretona descolorida, sobre el forro de grandes flores bárbaras y me estuvo
mirando como a un posible cliente: con el inevitable odio y con cálculo.
–¿Quién muere ahora? –insistí–.
¿Usted o yo?
Aflojó el cuerpo y estuvo
preparando una cara emocionante. La miré, admití que podía convencer; y no solo
a Julián. Detrás de ella se estiraba la mañana de otoño, sin nubes, la pequeña gloria
ofrecida a los hombres. La mujer, Betty, torció la cabeza y fue haciendo crecer
una sonrisa de amargura.
–¿Quién? –dijo hacia el placard–.
Usted y yo.
–No crea, el asunto recién
empieza. Hay pagarés con su firma, sin fondos dicen, que aparecen ahora en el juzgado.
Y está la hipoteca sobre mi casa, lo único que tengo. Julián me aseguró que no era
más que una oferta; pero la casa, la casita, está hipotecada. Y hay que pagar en
seguida. Si queremos salvar algo del naufragio. O si queremos salvarnos.
Por las violetas en el sombrero
y por el sudor de la cara, yo había presentido que era inevitable escuchar, más
o menos tarde en la mañana de sol, alguna frase semejante.
–Sí –dije–, parece que tiene
razón, que tenemos que unirnos y hacer algo.
Desde muchos años atrás no
había sacado tanto placer de la mentira, de la farsa y la maldad. Pero había vuelto
a ser joven y ni siquiera a mí mismo tenía que dar explicaciones.
–No sé –dije sin cautela–
cuánto conoce usted de mi culpa, de mi intervención en la muerte de Julián. En todo
caso, puedo asegurarle que nunca le aconsejé que hipotecara su casa, su casita.
Pero le voy a contar todo. Hace unos tres meses estuve con Julián. Un hermano comiendo
en un restaurante con su hermano mayor. Y se trataba de hermanos que no se veían
más de una vez por año. Creo que era el cumpleaños de alguien; de él, de nuestra
madre muerta. No recuerdo y no tiene importancia. La fecha, cualquiera que sea,
parecía desanimarlo. Le hablé de un negocio de cambios de monedas; pero nunca le
dije que robara plata a la Cooperativa.
Ella dejó pasar un tiempo
ayudándose con un suspiro y estiró los largos tacos hasta el cuadrilátero de sol
en la alfombra. Esperó a que la mirara y volvió a sonreírme; ahora se parecía a
cualquier aniversario, al de Julián o al de mi madre. Era la ternura y la paciencia,
quería guiarme sin tropiezos.
–¡Botija! –murmuró, la cabeza
sobre un hombro, la sonrisa contra el límite de la tolerancia–. ¿Hace tres meses?
–resopló mientras alzaba los hombros–. ¡Botija, Julián robaba de la Cooperativa
desde hace cinco años! O cuatro. Me acuerdo. Le hablaste, m’hijito, de una combinación,
con dólares, ¿no? No sé quién cumplía años aquella noche. Y no falto al respeto.
Pero Julián me lo contó todo y yo no le podía parar los ataques de risa. Ni siquiera
pensó en el plan de los dólares, si estaba bien o mal. Él robaba y jugaba a los
caballos. Le iba bien y le iba mal. Desde hacía cinco años, desde antes de que yo
lo conociera.
–¡Cinco años! –repetí mascando
la pipa. Me levanté y fui hasta la ventana. Quedaban restos de agua en los yuyos
y en la arena. El aire fresco no tenía nada que ver con nosotros, con nadie.
En alguna habitación del
hotel, encima de mí, estaría durmiendo en paz la muchacha, despatarrada, empezando
a moverse entre la insistente desesperación de los sueños y las sábanas calientes.
Yo la imaginaba y seguía queriéndola, amaba su respiración, sus olores, las supuestas
alusiones al recuerdo nocturno, a mí, que pudieran caber en su estupor matinal.
Volví con pesadez de la ventana y estuve mirando sin asco ni lástima lo que el destino
había colocado en el sillón del dormitorio del hotel. Se acomodaba las solapas del
traje sastre que, a fin de cuentas, tal vez no fuera de cheviot; sonreía al aire,
esperaba mi regreso, mi voz. Me sentí viejo y ya con pocas fuerzas. Tal vez el ignorado
perro de la dicha me estuviera lamiendo las rodillas, las manos; tal vez sólo se
tratara de lo otro; que estaba viejo y cansado. Pero, en todo caso, me vi obligado
a dejar pasar el tiempo, a encender de nuevo la pipa, a jugar con la llama del fósforo,
con su ronquido.
–Para mí –dije– todo está
perfecto. Es seguro que Julián no usó un revólver para hacerle firmar la hipoteca.
Y yo nunca firmé un pagaré. Si falsificó la firma y pudo vivir así cinco años –creo
que usted dijo cinco–, bastante tuvo, bastante tuvieron los dos –la miro, la pienso,
y nada me importa que le saquen la casa o la entierren en la cárcel–. Yo no firmé
nunca un pagaré para Julián. Desgraciadamente para usted, Betty, y el nombre me
parece inadecuado, siento que ya no le queda bien, no hay peligros ni amenazas que
funcionen. No podemos ser socios en nada; y eso es siempre una tristeza. Creo que
es más triste para las mujeres. Voy a la galería a fumar y mirar cómo crece la mañana.
Le quedaré muy agradecido si se va enseguida, si no hace mucho escándalo, Betty.
Salí afuera y me dediqué
a insultarme en voz baja, a buscar defectos en la prodigiosa mañana de otoño. Oí,
muy lejana, la indolente puteada que hizo sonar a mis espaldas. Escuché, casi en
seguida, el portazo. Un Ford pintado de azul apareció cerca del caserío.
Yo era pequeño y aquello
me pareció inmerecido, organizado por la pobre, incierta imaginación de un niño.
Yo había mostrado siempre desde la adolescencia mis defectos, tenía razón siempre,
estaba dispuesto a conversar y discutir, sin reservas ni silencios. Julián, en cambio
–y empecé a tenerle simpatía y otra forma muy distinta de la lástima– nos había
engañado a todos durante muchos años. Este Julián que sólo había podido conocer
muerto, se reía de mí, levemente, desde que empezó a confesar la verdad, a levantar
sus bigotes y su sonrisa, en el ataúd. Tal vez continuara riéndose de todos nosotros
a un mes de su muerte. Pero para nada me servía inventarme el rencor o el desencanto.
Sobre todo, me irritaba el
recuerdo de nuestra última entrevista, la gratuidad de sus mentiras, no llegar a
entender por qué me había ido a visitar, con riesgos, para mentir por última vez.
Porque Betty sólo me servía para la lástima o el desprecio; pero yo estaba creyendo
en su historia, me sentía seguro de la incesante suciedad de la vida.
Un Ford pintado de azul roncaba
subiendo la cuesta, detrás del chalet de techo rojo, salió al camino y cruzó delante
de la baranda siguiendo hasta la puerta del hotel. Vi bajar a un policía con su
desteñido uniforme de verano, a un hombre extraordinariamente alto y flaco con traje
de anchas rayas y un joven vestido de gris, rubio, sin sombrero, al que veía sonreír
a cada frase, sosteniendo el cigarrillo con dos dedos alargados frente a la boca.
El gerente del hotel bajó
con lentitud la escalera y se acercó a ellos mientras el mozo de la noche anterior
salía de atrás de una columna de la escalinata, en mangas de camisa, haciendo brillar
su cabeza retinta. Todos hablaban con pocos gestos, sin casi cambiar el lugar, el
lugar donde tenían apoyados los pies, y el gerente sacaba un pañuelo del bolsillo
interior del saco, se lo pasaba por los labios y volvía a guardarlo profundamente
para, a los pocos segundos, extraerlo con un movimiento rápido y aplastarlo y moverlo
sobre su boca. Entré para comprobar que la mujer se había ido; y al salir nuevamente
a la galería, al darme cuenta de mis propios movimientos, de la morosidad con que
deseaba vivir y ejecutar cada actitud como si buscara acariciar con las manos lo
que éstas habían hecho, sentí que era feliz en la mañana, que podía haber otros
días esperándome en cualquier parte.
Vi que el mozo miraba hacia
el suelo y los otros cuatro hombres alzaban la cabeza, y me dirigían caras de observación
distraída. El joven rubio tiró el cigarrillo lejos; entonces comencé a separar los
labios hasta sonreír y saludé, moviendo la cabeza, al gerente, y en seguida, antes
de que pudiera contestar, antes de que se inclinara, mirando siempre hacia la galería,
golpeándose la boca con el pañuelo, alcé una mano y repetí mi saludo. Volví al cuarto
para terminar de vestirme.
Estuve un momento en el comedor,
mirando desayunar a los pasajeros y después decidí tomar una ginebra, nada más que
una, junto al mostrador del bar, compré cigarrillos y bajé hasta el grupo que esperaba
al pie de la escalera. El gerente volvió a saludarme y noté que la mandíbula le
temblaba, apenas, rápidamente. Dije algunas palabras y oí que hablaban; el joven
rubio vino a mi lado y me tocó un brazo. Todos estaban en silencio y el rubio y
yo nos miramos y sonreímos. Le ofrecí un cigarrillo y él lo encendió sin apartar
los ojos de mi cara; después dio tres pasos retrocediendo y volvió a mirarme. Tal
vez nunca hubiera visto la cara de un hombre feliz; a mí me pasaba lo mismo. Me
dio la espalda, caminó hasta el primer árbol del jardín y se apoyó allí con un hombre.
Todo aquello tenía un sentido y, sin comprenderlo, supe que estaba de acuerdo y
moví la cabeza asintiendo. Entonces el hombre altísimo dijo:
–¿Vamos hasta la playa en el coche?
Me adelanté y fui a instalarme
junto al asiento del chófer. El hombre alto y el rubio se sentaron atrás. El policía
llegó sin apuro al volante y puso en marcha el coche. En seguida rodamos velozmente
en la calmosa mañana; yo sentía el olor del cigarrillo que estaba fumando el muchacho,
sentía el silencio y la quietud del otro hombre, la voluntad rellenando ese silencio
y esa quietud. Cuando llegamos a la playa el coche atracó junto a un montón de piedras
grises que separaban el camino de la arena. Bajamos, pasamos alzando las piernas
por encima de las piedras y caminamos hacia el mar. Yo iba junto al muchacho rubio.
Nos detuvimos en la orilla.
Estábamos los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvimos
a encender cigarrillos.
–No está seguro el tiempo
–dije.
–¿Vamos? –contestó el joven
rubio.
El hombre alto del traje
a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa:
–Fíjese. Desde aquí a las dunas. Dos cuadras. No mucho
más ni menos.
El otro asintió en silencio,
alzando los hombros como si aquello no tuviera importancia. Volvió a sonreír y me
miró.
–Vamos –dije, y me puse a
caminar hasta el automóvil. Cuando iba a subir, el hombre alto me detuvo.
–No –dijo–. Es ahí, cruzando.
En frente había un galpón
de ladrillos manchados de humedad. Tenía techo de zinc y letras oscuras pintadas
arriba de la puerta. Esperamos mientras el policía volvía con una llave. Me di vuelta
para mirar el mediodía cercano sobre la playa; el policía separó el candado abierto
y entramos todos en la sombra y el inesperado frío. Las vigas brillaban negras,
suavemente untadas de alquitrán, y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras
caminábamos en la penumbra gris sentí crecer el galpón, más grande a cada paso,
alejándome de la mesa larga formada con caballetes que estaba en el centro. Miré
la forma estirada pensando quién enseña a los muertos la actitud de la muerte. Había
un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba desde una esquina de la mesa. Un
hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado, se acercó carraspeando
y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice
se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre
alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona.
Miré el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz
de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volví a mirar al rubio
sin sombrero e hice una mueca triste.
–Mire aquí –dijo el hombre
alto.
Fui viendo que la cara de
la muchacha estaba torcida hacia atrás y parecía que la cabeza, morada, con manchas
de un morado rojizo sobre un delicado, anterior morado azuloso, tendría que rodar
desprendida de un momento a otro si alguno hablaba fuerte, si alguno golpeaba el
suelo con los zapatos, simplemente si el tiempo pasaba.
Desde el fondo, invisible
para mí, alguien empezó a recitar con voz ronca y ordinaria, como si hablara conmigo.
¿Con quién otro?
–Las manos y los pies, cuya
epidermis está ligeramente blanqueada y doblegada en la extremidad de los dedos,
presentan además, en la ranura de las uñas, una pequeña cantidad de arena y limo.
No hay herida, ni escoriación en las manos. En los brazos, y particularmente en
su parte anterior, encima de la muñeca, se encuentran varias equimosis superpuestas,
dirigidas transversalmente y resultantes de una presión violenta ejercida en los
miembros superiores.
No sabía quién era, no deseaba
hacer preguntas. Sólo tenía, me lo estaba repitiendo, como única defensa, el silencio.
El silencio por nosotros. Me acerqué un poco más a la mesa y estuve palpando la
terquedad de los huesos de la frente. Tal vez los cinco hombres esperaran algo más;
y yo estaba dispuesto a todo. La bestia, siempre en el fondo del galpón, enumeraba
ahora con su voz vulgar:
–La faz está manchada por un líquido azulado y sanguinolento
que ha fluido por la boca y la nariz. Después de haberla lavado cuidadosamente,
reconocemos en torno de la boca extensa escoriación con equimosis, y la impresión
de las uñas hincadas en las carnes. Dos señales análogas existen debajo del ojo
derecho, cuyo párpado inferior está fuertemente contuso. A más de las huellas de
la violencia que han sido ejecutadas manifiestamente durante la vida, nótanse en
el rostro numerosos desgarros, puntuados, sin rojez, sin equimosis, con simple desecamiento
de la epidermis y producidos por el roce del cuerpo contra la arena. Vese una infiltración
de sangre coagulada, a cada lado de la laringe. Los tegumentos están invadidos por
la putrefacción y pueden distinguirse en ellos vestigios de contusiones o equimosis.
El interior de la tráquea y de los bronquios contiene una pequeña cantidad de un
líquido turbio, oscuro, no espumoso, mezclado con arena.
Era un buen responso, todo
estaba perdido. Me incliné para besarle la frente y después, por piedad y amor,
el líquido rojizo que le hacía burbujas entre los labios.
Pero la cabeza con su pelo
endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargada en forma de hoz con las
puntas hacia abajo, lacias, goteantes, permanecía inmóvil, invariable su volumen
en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de mis ojos por los
pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Me hablaban uno tras
otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente
la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y me sacudió
de las solapas. Pero no creía en lo que estaba haciendo, bastaba mirarle los ojos
redondos, y en cuanto le sonreí con fatiga, me mostró rápidamente los dientes, con
odio y abrió la mano.
–Comprendo, adivino, usted
tiene una hija. No se preocupen: firmaré lo que quieran, sin leerlo. Lo divertido
es que están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene
de veras importancia.
Antes de la luz violenta
del sol me detuve y le pregunté con voz adecuada al hombre alto:
–Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios?
–Le voy a contestar, claro
–dijo el gigante–; pero antes, si quiere, no es útil para el sumario, es, como en
su caso, pura curiosidad… ¿Usted sabía que la muchacha era sorda?
Nos habíamos detenido exactamente
entre el renovado calor del verano y la sombra fresca del galpón.
–¿Sorda? –pregunté–. No,
sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso.
Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados
para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio,
con triste asombro, y se persignó.
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