José Ángel Domínguez
Música loca y luces
parpadeantes arrullan mis ojos cuando barren sin prisas el oscuro espacio de
este antro para posarlos en las multicolores nalgas de mujeres pintarrajeadas y
vestidas para satisfacer cualquier fantasía, esta noche embriagada que la Ciudad
de México ofrece a mi persona: pura fiebre de sueños impacientes.
Bebo mi copa sin darme cuenta y beso su boca roja
mientras la despeino un poco más, al límite de lo posible cuando un pensamiento
súbito me invade: parecemos dos payasos alcoholizados, con el maquillaje
embarrado en unas caras impúdicas, máscaras de los habitantes de esta flor
marchita.
Estamos bailando algo que suena duro y
desafinado. Apenas se entiende lo que canta el desgañitado líder de una banda
pobre y cansada. A través del extraordinario caleidoscopio de la gente que
baila logro ver los ojos casi sin vida de los miembros del conjunto y sé sin
lugar a dudas que se encuentran aterrados de una vida sin explicación y sin
esperanza, como nosotros.
Cuando digo esto, la mujer que me acompaña me
aconseja sabiamente que me deje de mamadas y que goce la vida como tiene que
ser: a lo cabrón. Que si quiero mamadas ella tiene 25 años de experiencia y se
las sabe todas. No lo dudo ni tantito y en un rapto de lucidez toco aliviado mi
cartera. Hay muchos tipos de mamadas, me digo a mí mismo.
No hay remilgos en nuestra danza de las cuatro de
la mañana. Estoy seguro que hemos dejado atrás, y por mucho, esas niñerías de
una sociedad mojigata y gazmoña: el bump, la lambada y el danzón, por nombrar
algunos, son juegos de niños comparados con nuestros cuerpos furiosamente
entrelazados, convocados al movimiento por una fuerza inexplicable que no
admite negativas o dilaciones y que nos lleva a salir del antro y buscar un
hotel en donde poder exorcizarla.
Una vez en el cuarto oloroso a insecticida, los
besos y las caricias obscenas suben de tono hasta que la veo desnuda frente a
mis ojos atónitos. Parece que regreso de un viaje, que salgo de un trance o
algo parecido porque no la reconozco. He bebido con ella desde las diez de la
noche y no creo lo que veo. Su cuerpo es una red de moretones. Los golpes se
confunden con viejas cicatrices, vacunas y cesáreas entreveradas en un diseño
intrincado y nauseabundo. Es una cubetada helada al corazón de mi deseo. No sé
qué hacer o qué decir. Salir de ahí. Huir. Un terror primitivo se apodera de mi
mente y me echo para atrás listo para salir corriendo. ¿Qué tienes?, me
pregunta. Nada, nada, no pasa nada. Voy por unas cubas, ahora vuelvo.
El viento de la madrugada me regresa a la
realidad. Acelero como un loco en la autopista, las ventanas abiertas. Me
retumba el pecho en los oídos. Tengo miedo. Escapo de un demonio y tengo miedo
de encontrarlo la próxima vez que vea un espejo.
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